En Saint Louie
Si me hubieran dejado caer en la luna, aquello no habría podido ser más increíble que mi aparición en Saint Louie en mayo de 1867, recién llegada de una granja con un manco. Nunca antes había visto calles de ciudad, hileras de escaparates, gente tan bien vestida, y muchos de ellos debían de ser extraños los unos para los otros. Las insólitas filas de carruajes, galeras y carrozas me asustaban y tantos caballos; el ruido era como un rugido en mis oídos. Todo el mundo parecía estar gritando y moviéndose con prisa. Durante la primera hora en la ciudad cuando llegamos de la estación, Charlie tuvo que agarrarme de la mano. Al principio no quise subirme a la carreta de alquiler que contrató para que nos llevara a una pensión que él conocía. Me trató de joven campesina enajenada y me dijo que me dejaría.
Todo parecía tan grandioso, tan alto, tan colorido. Estaba como tonta; lo que más me asustaba era la pintura. Todo lo que podía pintarse estaba pintado y en mi opinión con colores muy vivos. En el mundo del que yo venía casi nunca se pintaba nada, y en ese caso, sólo cuando era nuevo y luego se desgastaba con el tiempo.
Saint Louie era una ciudad de pintura, mucho cristal en las fachadas y entradas y ventanas panorámicas de tres o cuatro pisos. Era difícil de creer, esa riqueza de tanto cristal. Lo que pasaba, desde luego, era que yo no tenía criterio, las cosas me llegaban lentamente y las aceptaba. El papel pintado en la casa de huéspedes estaba lleno de flores y árboles y gente caminando con chisteras y bajo sombrillas. Todas las lámparas eran de tonos rojos y azules y las pantallas funcionaban con colgaduras de cristal tallado. Cuando llegamos a nuestro cuarto simplemente me acosté sobre la enorme cama de nogal oscuro. Me quedé acostada ahí respirando con dificultad y agarrándome de Charlie y llorando: «Quiero regresar a casa. Quiero regresar a casa».
Charlie se rió y dijo que me iba a gustar la gran ciudad y que tenía mucho que enseñarme. Estaba temblando mucho y lo besé fuerte y me desabroché el vestido y él me besó las tetas. Quería estar desnuda con él, sentirlo cerca en esa ciudad de locos. Todo estaba mal en este mundo para mí. Quería agarrar su aparato y sentirnos vivos y solos, piel con piel, y tenerlo dentro de mí. Charlie era todo lo que conocía, todo lo que tenía. En ese entonces no sabía que el sexo era una especie de medicina para la gente aterrada o asustada. Acababa de descubrirlo por mí misma. Respiraba fuerte y empezábamos a gemir y a rodar en la cama más blanda en la que había estado hasta ese momento. Corrernos juntos en sábanas limpias era la cura que necesitaba para mi agitación. Fue mi primera lección de que no sólo se folla por placer; había mucho de consuelo y paz, era un curalotodo tan bueno como una caja de píldoras del doctor. Pero en ese momento lo único que sabía era que estaba segura con Charlie a mi lado en la cama de la gran ciudad, mientras los dos respirábamos como si hubiéramos corrido y nos sentíamos ¡ay, tan bien! Podía controlar el pánico de estar en Saint Louie siempre y cuando Charlie estuviera cerca.
Los siguientes días fueron un infierno para mí, con un simple vistazo de lo que las calles podían ofrecerme. Charlie me consiguió unos zapatos y había una costurera pequeña y jorobada en la casa de huéspedes que me hizo dos vestidos. Me consiguió bragas con encaje que tenían aberturas delante y detrás para que pudieras hacer pis y caca sin tener que quitártelas. También unas medias de algodón negras y azules y hasta ligueros con lazos rojos. Charlie me dijo que yo era una fanática de la ropa.
Cuando caminábamos por la calle me agarraba del brazo de Charlie, con los ojos abiertos. Me negaba a subirme a un carruaje, tenía tanto miedo que sudaba toda la ropa. Me llevaba a Charlie de regreso a nuestro cuarto y me desnudaba y me escabullía en la cama. Solíamos hacerlo cuatro o cinco veces al día, hacíamos jueguecitos, metíamos la cara por todas partes, lo hacíamos por delante o por detrás. Era como el frenesí de un joven visón y yo estaba totalmente asustada y necesitaba consuelo como un bebé necesita una teta que mamar. Charlie no era muy seguro de sí mismo, jugaba mucho a las cartas y buscaba un barco para el Amazonas.
Lo que me daba más miedo era la mesa de la casa de huéspedes. Había alrededor de diez personas que bajaban a desayunar en el comedor del primer piso. Solía fijar la mirada en ese mantel con águilas americanas y generales y edificios famosos estampados. Había servilleteros para las servilletas que cambiaban cada tres días, y jarritas de leche y crema y bandejas de lonchas de beicon y docenas de huevos y mantequilla salada, no había mantequilla dulce. Panes calientes, piccalilli, encurtidos de sandía, vinagre, aceite, salsa picante. Todos comían rápido, hablaban mucho, se pasaban los tarros de mermelada, los duraznos encurtidos y la compota de manzana.
La merienda —en aquellos días la comida del mediodía se llamaba merienda y la comida de la noche se llamaba cena— la hacíamos a veces en un restaurante. Por un tiempo, no logré acostumbrarme a los camareros, ni a ver la cuenta, ni las pizarras escritas para escoger lo que querías comer. Cuando me servían, miraba boquiabierta a Charlie y deseaba que el negro con guantes blancos se fuera. La cena la hacíamos de vuelta en la casa de huéspedes. Sólo una semana después de nuestra llegada salí con Charlie a un hotel elegante para merendar en la parte sofisticada de la ciudad cerca de Forest Park. No lograba acostumbrarme a los manteles blancos, todas las especias, la rueda grande en el centro de la mesa con todos esos frascos y botellas de vinagres de vino y salsas, cosas con picante que uno echaba a la carne o usaba con el pescado. No estaba acostumbrada a ningún pescado más que a la trucha de lago y los pescados de agua dulce y el bacalao seco. Nunca había usado una servilleta. Todo el mundo parecía tener un palillo de oro y lo usaban fácil y naturalmente mientras hablaban, hurgándose los dientes muy educada y delicadamente, y escupían lo que no podían usar en la mano o en el plato. Los lugares que a Charlie le gustaban estaban a lo largo de Steamboat Landing, al pie de Washington Avenue.
Todo aquello me daba cagalera, esta comida extravagante, el vino y la cerveza; y había dos retretes espléndidos, fuera en la parte de atrás de la casa de huéspedes, que tenían dos perchas con cuadrados de periódico cortados que colgaban de ellas, una palangana de agua y una toalla de rodillo, una percha para el chal o el abrigo. Simplemente no estaba acostumbrada a tanta elegancia. Hablar con la gente de la ciudad también era un problema para mí, como los extraños con los que Charlie se ponía a hablar en Market Street en Eads Bridge. Siempre querían saber cómo estaba el tiempo. O si iba a llover. No es de extrañar que Charlie y yo casi pilláramos una tisis galopante de tanto follar la primera semana en Saint Louie. Solíamos tomar un poco de aire en Shaws Gardens o pasear por Concordia Seminary y luego nos dábamos prisa para volver a la cama.
Durante la segunda semana Charlie a menudo me dejaba durmiendo y se iba a ver cómo llegar río abajo a Nueva Orleans para encontrar allí un barco para Brasil. Regresaba con olor a bourbon y a veces tenía algo de dinero que había ganado jugando a las cartas en los muelles o en algún antro cerca de la fábrica de cerveza Anheuser Busch. Muy pronto empezó a pasar mucho tiempo apostando, y para ser un jugador del campo, le gustaba mucho el juego. Decía que su historial de guerra había sido como un juego de cartas de tres años interrumpido por batallas. En Saint Louie volvió a coger la costumbre de las cartas. Jugar a las cartas, como ir de putas, beber y fumar opio, es un hábito fácil de adquirir y difícil de dejar. Solía decirme:
—Créeme Nellie, tendré lo suficiente como para montar una gran plantación allí en Brasil.
Para la segunda semana Charlie Owens parecía demacrado. Pensé que era por todas las veces que lo hacíamos en la cama, pero cuando no pudo pagar la pensión, supe que estaba perdiendo en las cartas. Su reloj de plata y su cadena de oro desaparecieron y después su anillo de rubí. Nos acostábamos en la cama y él hablaba de una racha de mala suerte, de una buena mano para recoger el gran premio, y empezábamos de nuevo con nuestros cuerpos, y cuando se cansaba me acariciaba con el muñón de su brazo, y podrá parecer extraño escribirlo, incluso grotesco, pero me daba mucho placer. Si bien no estaba enamorada de Charlie, tenía mucha intimidad física con él; fue el primer hombre en mi cuerpo, el primer ser humano aparte de la tía Letty que alguna vez me quiso, que me vio como un ser humano, como algo que piensa y siente.
Hacia la mañana Charlie se quedaba medio dormido y rechinaba los dientes como si maldijera. Se despertaba cansado, se lavaba en la palangana y se iba durante todo el día. Cuando se marchaba, yo vagaba por la ciudad, recuperándome del susto, me hacía la valiente y estaba atenta a los carruajes y los carros pesados con barriles de cerveza; caminaba alrededor de los gorriones que se peleaban por las manzanas frescas que se caían de los caballos. Después de todo no era un lugar tan espantoso y no había gente mala en las calles.
Había árboles verdes, y los hombres me saludaban levantando el sombrero, y recuerdo que uno o dos —mujeriegos— hasta me cogieron del brazo y me preguntaron si me gustaría una botella y un poco de diversión. Los rechazaba educadamente, y me liberaba con un tirón. Tenía sólo quince años, pero era alta y fornida y estaba desarrollada como una mujer madura. No temía físicamente a los hombres, sólo a la ciudad. Desde luego, no sabía que eran mujeriegos, ni siquiera había oído la palabra. Simplemente creía que eran personas amables que me veían como una extraña y que me ofrecían su ayuda. Pero no era tan estúpida como para confiarme a ellos.
Todo esto duró dos semanas. Una tarde regresé a la casa de huéspedes después de haber visitado los alrededores de Lucas Place, caminando y mirando y haciendo hambre. Eran las seis de la tarde y algunas campanas sonaban en la catedral de Christ Church. La mujer que atendía la casa de huéspedes, una mujer bajita de cabello castaño, estaba de pie en el vestíbulo y me bloqueó el paso hacia las escaleras.
—No hace falta que subas. Ya no tienes cuarto aquí —dijo.
Seguramente me quedé ahí de pie, hecha un trapo, llena de asombro y de miedo. Negó con la cabeza como si me compadeciera.
—Te dejó y ésa es la verdad. Bajó las bolsas y el baúl de viaje cuando yo estaba distraída y se fue, llevándose las sábanas y la manta y todo.
Dije algo entre dientes, no sé qué. Luego añadí:
—Pero ¿qué hago? ¿Adónde voy?
—Eso es asunto tuyo, niña. Ahora, largo de aquí.
—¿Y mi bolsa? ¿Mis cosas?
—¿Qué? Ya deben de estar en la casa de empeño. Se llevó todo lo que no estaba clavado o era demasiado grande para la puerta.
Al decir esto me cogió de los hombros y me sacó de la entrada. Me quedé de pie mirando fijamente la calle. Estaba sollozando con sollozos secos, de pie ahí con falda, blusa, corsé, bragas, mi pequeña chaqueta, zapatos y medias, tenía en la mano una bolsita de hilo tejido con unas cuantas monedas, menos de un dólar. Le quería gritar a la gente en la calle, pero sabía que no cambiaría nada. Sabía que no volvería a ver a Charlie nunca más. Durante varios días me había negado a empeñar para él el reloj de la tía Letty y él me había pegado dos veces. No hice ningún esfuerzo por buscar a Charlie. Aunque salí en dirección al puerto del río, viendo todos los carros y la confusión de operarios y pasajeros y cajas y bultos, me aparté y encontré un pequeño parque. Me senté ahí, ya no sollozaba. No sentía dolor, no me di cuenta de que oscureció y de que las farolas se encendieron. Estaba deprimida. Si al menos hubiera tenido mi vieja bolsa de felpa.
Lo único que sabía era que no tenía planes de volver a la granja. Empezaba a vislumbrar mi vida en la ciudad. Me gustaban los retretes elegantes, los servilleteros, la cerveza fría, las bragas almidonadas, los zapatos que quedan bien, la gente pasando, riendo y hablando. Incluso había experimentado con revistas y periódicos. La sensación del papel impreso me daba pequeños escalofríos por aquello de poder saber sobre cosas y acontecimientos y lo que podían significar. Un poco, en todo caso. Tenía ideas extrañas de costumbres y lugares que todavía no podía captar. Cosas que en muchos casos no eran, en modo alguno, como me las había imaginado. Estaba pensando, ahí sentada, mientras me armaba de valor, viendo y sintiéndome por primera vez en mi vida más allá de esa granja envuelta en niebla, de la comida grasa, de los animales que fornican y son sacrificados y de la vida miserable de la granja y del granero y de los campos llenos de hierbajos.
Así que mientras estaba sentada llena de miedo en ese banco del parque, esperé. Estaba sola, hambrienta y no tenía idea de en qué dirección buscar ayuda. Conocía el camino hacia el río y la parte sur llena de terrazas con bares, y eso era todo. Estuve sentada hasta tarde y empecé a tiritar. No era una noche fría, pero de cualquier modo tiritaba. Cuando unas cuantas personas empezaron a mirarme tarde por la noche, sólo a mirarme, me sentí como un zorro perseguido y acorralado. Me adentré en el parque y encontré un cobertizo donde guardaban las herramientas de jardinería. Estaba cerrado con llave, pero entre el cobertizo y una especie de depósito había espacio para acomodarme. Me dormí, y aunque parezca mentira, dormí bien. Estaba sana, cansada y me gustaba dormir. Cuando me desperté, brillaba el sol y vi que no estaba demasiado arrugada. Me sacudí el polvo y enderecé el sombrero en mi cabeza. Tomé una pinta de agua de una fuente y salí a la calle. Todo el mundo se dedicaba a sus propios asuntos, caminando, hablando, pasando en carruajes o carros de alquiler, y a mí se me ocurrió la ridícula idea: ¿cómo era posible que no vieran mi estado y acudieran todos juntos a ayudarme?
Me puse la mano en el pecho y sentí un bulto en él. Saqué el pequeño reloj de la tía Letty. Lo llevaba dentro de mi vestido desde que Charlie empezó a empeñar cosas para sus apuestas. Aunque trató de quitármelo, e incluso me pegó, yo era más fuerte que un manco escuálido y no trató de forzar la situación. Por lo que Charlie había dicho, yo sabía que existían lugares donde uno puede conseguir algo de efectivo por cualquier cosa valiosa.
Me quedé ahí de pie. Un hombre pasó y me saludó levantando el sombrero y se dio la vuelta. Seguí sosteniendo la cadena del reloj en la mano, pero supongo que algo conectó todo a la vez en mi mente y cuerpo. El hombre que sonreía, el saludo del sombrero, el reloj que mi tía Letty obtuvo de los Flegel, propietarios de una casa de citas en Saint Louie. No sé lo que cualquier otra chica habría hecho. Calculo que de cien, noventa y nueve habrían ido al sitio judío y empeñado el reloj. Yo decidí que iría a buscar la casa de los Flegel donde la tía Fetty había trabajado y que les pediría ayuda. Si es que no me había mentido al decirme que fue una puta de lujo en ese lugar.
Realmente no puedo explicar de forma racional lo que decidí. Siempre he seguido mis instintos, y aunque unas cuantas veces eso me ha causado problemas, normalmente he acertado, como la lluvia en primavera. Nunca creí en la cartomancia, las lecturas de té, bolas de cristal, pero hay algunas cosas que no puedo explicar tan fácilmente como que uno y uno son dos. Y ésas son las veces en que me siento empujada por otro yo, que está en algún lugar fuera de mi alcance y me dice: adelante.
De las conversaciones de la tía Letty sabía que el nombre de esa gente era Sigmund y Emma Flegel y que su casa estaba en Lucas Avenue o Place, una casa de tres pisos, de piedra gris blanquecina, la única de la manzana que tenía ese color, pues las otras eran de ladrillo rojo. Enfrente había un aro de hierro para atar a los caballos en una estatua de un negro. Eso era todo lo que recordaba de la conversación de la tía Letty sobre su vida en ese lugar. Y eso fue hace años.
Al principio traté de encontrar esa calle y ese tipo de casa simplemente deambulando y luego se me ocurrió que era una estupidez. Así que les pregunté a unas señoras y ellas me dijeron cómo llegar a Lucas Avenue. Después de casi la mitad del día estaba toda sudada y mi corazón bombeaba demasiado rápido. También tenía hambre, y volví a beber agua de una fuente en la calle, pero me dio asco y la vomité detrás de un seto.
Ya era por la tarde cuando pensé haber dado con la casa indicada. Había caminado casi dos kilómetros en una dirección y luego había decidido ir en la otra dirección. Mis tacones estaban gastados de un lado y me salieron ampollas en los pies. Me sentía muy cansada. Y allí estaba, una estatua de un negro con un aro en la mano, allí estaba la casa, con todas las cortinas cerradas, escalones de piedra y una enorme puerta doble. La fachada de piedra de la casa parecía como la de otras casas con las que había probado suerte. Pero la calle parecía tranquila y respetable, por lo poco que sabía de calles respetables. ¿Podía estar aquí lo que mi tía llamó una de las mejores casas de citas de Saint Louie? Si no era, simplemente me dejaría caer y moriría. Había llegado al punto en el que un animal ya no espera más que el tiro de gracia.
No quedaba otra que ir y descubrirlo. Tenía el pequeño reloj en mi mano derecha dentro del guante de algodón gris con tres rayas negras en el dorso. Charlie —en ese momento ya me parecía a miles de kilómetros de distancia— había insistido en que llevara guantes por la calle.
Había una campanilla, era dorada y pulida y salía de la boca de hierro de un animal. Más tarde me enteré de que se suponía que era un león. Tiré suavemente, y luego más fuerte, y en algún lugar dentro oí una luz tintinear. Me quedé ahí de pie, con los brazos cruzados enfrente de mí; no habría podido moverme ni siquiera aunque hubiera querido. Sobre las puertas había un tragaluz alto y una especie de ojo de buey en medio de un panel. A cada lado había lámparas como faros de carruaje con porcelana blanca. Debajo de mis zapatos había un felpudo de cuerda tejida.
Ya iba a tocar la campana otra vez cuando el ojo de buey se abrió y una voz preguntó:
—¿Quién?
Busqué el sonido y dije:
—¿Puedo ver al señor Flegel? ¿Por favor?
—¿Para qué?
Era inútil explicarle a una voz algo que ni había pensado.
—Tengo un mensaje de una vieja amiga —dije.
—¿Qué vieja amiga?
Se me ocurrió hacer un gesto de desesperación. Sostuve el reloj. Hubo un silencio. La puerta se abrió quizá siete centímetros y una pequeña mano, la de una mujer, salió y se quedó ahí con la palma hacia arriba con un ademán de «ponlo aquí».
Puse el pequeño reloj en la mano, mientras la puerta se cerraba de golpe vi que ésta tenía un picaporte con una gruesa cadena de acero, y oí el ruido del cerrojo. Y ahí estaba. Hasta el reloj se había ido, el reloj que hubiera podido convertir en comida o una cama. Me quedé ahí, mis pies no se movían, me dolía todo, tenía unas ganas repentinas de mear, de salir corriendo. Pero no había nada que hacer más que ver si podía recuperar mi reloj.
Algunas personas pasaron y me miraron. Permanecí de pie y decidí; maldita campana, iba a golpear las puertas y a recuperar ese reloj. Estaba a punto de alzar el puño cuando la puerta se abrió de nuevo, esta vez sin cadena. Se abrió hasta la mitad. Apareció un hombre bajo y gordo, con sueño en los ojos, con escaso cabello amarillo todo desordenado y con un bigote desaliñado. Su camisa de dormir estaba metida dentro de sus pantalones grises, los tirantes colgaban libremente. En una mano me tendía el reloj.
—¿De dónde sacaste esto?
—¿Usted es el señor Flegel?
—No soy el general Grant ni die lustige Witwe.
—Mi tía Letty me lo dio.
Entonces, con un torrente de palabras, añadí:
—Me dijo que tenía que venir con usted cuando llegara a Saint Louie.
Era una de esas inspiraciones repentinas que podían resolverte una situación o arruinártela. No tenía tiempo ni me quedaban fuerzas para explicaciones.
El hombre me miró a mí y al reloj.
—Entra, entra. ¿Cómo te llamas?
—Nelly.
—¿Y cómo está Letty?
—Murió el año pasado.
—Ein gutes Mädchen. Pasa.
Entré en un vestíbulo oscuro con un enorme perchero de espejo, un paragüero chino, tapetes gruesos en el suelo, y pasando el vestíbulo había un salón extenso con las persianas descorridas, lleno de muebles pesados. Había demasiada penumbra como para imaginarme las cosas, pero podía oler el talco, la cera para muebles, el humo rancio de puro y el whisky derramado. Por mucho que airees o limpies el salón de un prostíbulo ese olor se queda. Y siempre el olor a mujeres. Ése y algunos alientos fuertes y persistentes se impregnan en la tela de las cortinas y en las paredes. No lo notas mucho después de un rato.
El hombre me condujo por un pasillo con pinturas colgadas en pesados marcos dorados; apenas pude distinguirlas en aquella oscuridad. Llegamos a una cocina con pintura amarilla brillante, una estufa de carbón con adornos de plata, muchas ollas de cobre colgadas en ganchos y algo que hervía a fuego lento en una olla profunda. Una mujer alta y delgada, con ojos marrones como canicas estaba mirando a una chica gorda, que parecía idiota, desvainar guisantes.
—Emma, ésta es la sobrina de Letty Brown. ¿Te acuerdas de Letty?
—Ach ja. ¿Y de dónde vienes?
—De la granja. Encantada de conocerla.
El hombre le tendió el reloj.
—Nos ha traído esto.
—Fue su regalo para mí antes de morir. La tía Letty me dijo que viniera aquí. Que ustedes se ocuparían de mí —dije.
Se pusieron a hablar en alemán, que yo, desde luego, entendí. Dijeron que me veía bastante inocente, pero ¿y si era una trampa? Nadie podía parecer más campesina que yo. Y sin embargo, a punto de llorar, y ese culo tan arqueado. ¿Debían intentarlo? Yo estaba ahí simplemente de pie, oliendo la comida cocinada, y la chica idiota —resultó que era retrasada— masticaba una vaina y me miraba, mientras se limpiaba la nariz con el dorso de una mano y recibía una bofetada por ello.
Emma Flegel dio una vuelta alrededor de mí.
—¿Cuántos años tienes, Nellie?
Estaba preparada para la pregunta. No conocía la edad de enrolamiento en un prostíbulo. Tenía que tirar por lo alto.
—Dieciocho.
Zig Flegel dijo:
—Esperamos que no seas virgen. Eso no lo queremos. No es nuestro tipo de negocio en absoluto.
—Mi esposo me abandonó.
—Ein Umglick —dijo Emma Flegel con una expresión imperturbable.
—Se fugó a Brasil. Nunca he estado con otro hombre. Pero soy limpia y estoy sana y estoy dispuesta a hacer lo que la tía Letty hacía.
Estaban de pie juntos, los dueños del prostíbulo, y me miraron. Eran unos comerciantes, prácticos mercaderes de carne. Esa mirada astuta de dueños de burdel podía haber sido lo que más destacaba de sus caras gordas de holandeses.
Dije:
—Quisiera algo de comer. Tengo hambre y me gustaría mear.
Emma Flegel soltó una carcajada. Puso su brazo alrededor de mi hombro.
—Trudy te va a enseñar el retrete, y yo te voy a dar un poco de guiso y un par de tazas de buen café y pan horneado en casa.
En cinco minutos, después de una meada hirviente, me estaba terminando un enorme plato de la comida más deliciosa que jamás había probado en mi vida y limpiaba el plato con un mendrugo de pan y le sonreía a Zig y a Emma Flegel. No me importaba si me vendían como carne para gatos o si me echaban a la calle. Estaba llena y bebía a sorbos el café con crema. Le ponían achicoria al estilo europeo.
Zig Flegel no dejaba de tocarse el bigote. Me dijo que dormiría con Trudy en el cuarto de encima de la cocina y que por la mañana decidirían qué hacer conmigo. Pronto estarían ocupados con los huéspedes nocturnos. Guardé dos rebanadas de pan en mi bolsillo. Me dijeron que Trudy era retrasada pero inofensiva. Ella me mostraría donde dormir. En la entrada dije:
—¿Podrían devolverme mi reloj, por favor?
Emma Flegel asintió con la cabeza.
—Nellie, creo que vas a estar bien, vas a estar muy bien.
He revivido ese día miles de veces en mi cabeza.
La mayoría de las putas son pésimas mentirosas acerca de cómo se volvieron putas. Cuentan historias estúpidas y tristes para impresionar al cliente. Pero casi ninguna de esas tragedias es cierta. Por lo que a mí respecta, fue justo como lo he escrito, sin adornos ni exageraciones. Así es como me convertí en puta en una de las mejores casas de citas en Saint Louie.