La huida
Tenía catorce años, fue un año de mala cosecha, nos alimentábamos de hígado de ciervo y cebolla, harina y suero de leche. Y mi padre me abofeteaba por insolente o si un jornalero trataba de meterme mano bajo el vestido o tocar mis tetas —y yo gritaba contra el mundo «Ya veréis, ya veréis»—. De lo que verían ellos o lo que vería yo, no tenía idea. Había hecho como unos cuatro años de escuela, en otoño e invierno, cuando las carreteras eran buenas, puesto que la choza amarilla que nos servía de colegio estaba a seis kilómetros de distancia. Teníamos un profesor que mascaba tabaco en polvo, frotándolo en sus encías, y nos golpeaba en los nudillos con una regla de marfil. Intentaba que nuestras cabezas de chorlito aprendieran a deletrear y a contar, y nos leía discursos de Patrick Henry y Thomas Jefferson, así como anuncios de un periódico local. Yo sabía leer un poco —moviendo los labios— y escribir algo; pero no fue hasta años después cuando realmente llegué a ser capaz de leer correctamente, y en cuanto a la palabra escrita, ya estaba en la edad madura cuando me atreví a escribir una carta larga sobre papel. El solo chirrido de una pluma sobre el papel me aterraba hasta revolverme las tripas.
Mi verdadera educación llegó cuando fui puta y madame, al hablar con los huéspedes educados, pues muchos hombres van a una casa de citas sólo para beber y charlar. Había noches en que los huéspedes simplemente se quedaban sentados, pasándose las licoreras de bourbon, y hablando de política, dinero, historia, la escaramuza vil del gobierno, la grandeza de la democracia como esperanza. Ésa es la forma en que fui educada, y fue muy buena, por cierto. Hay buenas mentes entre los hombres que van a ciertos prostíbulos, si es una casa de lujo y si los huéspedes se sienten a gusto y cómodos en ella. Podría decir que mi universidad fue un prostíbulo.
Así que tenía catorce años por aquel entonces en la granja y mi tía Letty se estaba muriendo de verdad. Yo era ignorante como un asno, todavía llena de sueños disparatados. Era incapaz de entender absolutamente nada sobre mí misma. Mi cuerpo estaba sano y jugoso y era una maldición para mí, aun con una dieta de calabaza hervida, ensaladas de vinagre y pringue de beicon, pescado de agua dulce y carne ahumada.
A la tía Letty se le acabó el dinero en los siete años que estuvo con nosotros. Se había deshecho de todas las monedas de oro que había en el baúl de piel de búfalo y sus anillos habían desaparecido uno por uno. Su vida y su fortuna simplemente se fueron agotando a la vez. La tía Letty había vendido la mayor parte de sus sedas y su sombrilla con el mango de oro en varios pueblos alrededor de Indian Crossing. No quedaba mucho. Ya no bebía el buen bourbon del almacén y del correo, sino que tomaba cualquier bebida corriente destilada en el bosque por la chusma de las barracas en el cauce del río, que robaba la ropa lavada tendida en las cuerdas, mataba a un cerdo por la noche y se lo llevaba a su docena de niños con llagas alrededor de la boca.
Pero lo realmente triste sobre la edad es el hecho de pasar de ser una hermosa mujer a convertirse en un cadáver arrugado, enfermo y débil. Recuerdo a la tía Letty sentada en su pequeña habitación con la chimenea de ladrillo rojo en el segundo piso, meciéndose como ausente, con el rostro pálido y enfermizo todo pintado. Ya no se ve mucho ese tipo de maquillaje. Era un líquido de un blanco mortal que se ponía por toda la cara y los brazos y luego un círculo de colorete en cada mejilla. «Color de teatro», solía llamarlo la tía Letty. Me acuerdo de ancianas que todavía se maquillaban de esa manera alrededor de 1920, después se puso de moda usar polvo, un toque de color embadurnado en las mejillas y lápiz labial brillante. La tía Letty se sentaba ahí con su bata verde de algodón, sus pequeñas zapatillas rojas en los pies, con el cabello gris como ceniza que hacía mucho tiempo había dejado de teñirse. Me miraba fijamente mientras se mecía y con su voz diftérica me decía:
—Por tu bien, niña, vete de aquí. Si te quedas vas a ser como mi hermana Essie, tu vieja. Estarás perdida, agotada por dentro por culpa de un montón de mocosos, uno cada nueve meses, y un sucio viejo verde que va a estar follándote sin parar cuando no esté apilando estiércol. No hay vida para una belleza como tú en ninguna granja de por aquí.
—Puedo irme y ser criada de hotel como lo fue mi vieja cuando el viejo la conoció.
La tía Letty negó con la cabeza y me miró fijamente con sus ojos de párpados caídos.
—Cuando yo y Essie nos pusimos a trabajar como criadas en ese hotel en Cleveland —y era de mala muerte—, pronto tuve claro que las dos terminaríamos siendo blanco de los vendedores ambulantes o de los fantoches en busca de un polvo rápido. Essie conoció a tu viejo cuando él estaba repartiendo patatas de invierno en el hotel. Muchísimo bien le hizo. Mira a tu vieja. Es una esclava del demonio y una cerda de crianza. Yo me ganaba un dólar acostándome de vez en cuando. Está bien, es hora de que lo sepas, niña. Fui cortesana, durante veinte años. Trabajé en algunos de los mejores burdeles. No me refiero a que no hubiera épocas en las que tuve que tomarlo como viniera. Pero si vas a Pittsburgh, a Saint Louie, pregunta por Letty Brown, el nombre que usaba. Me refiero a los hombres que iban de putas hace unos cuantos años. Puro encaje y organdí, el mejor vino, los mejores caballos.
Me senté ahí, mirando a mi tía Letty y supongo que boquiabierta. Tenía idea de lo que era una cortesana: una ramera refinada y de lujo. Y me acordé de su dicho sobre toda chica sentada sobre su propia fortuna. Yo no era de mucho mundo, pero tampoco era estúpida. Vi que la tía Letty tenía ganas de hablar como nunca antes había tenido.
—Los mejores años fueron los cinco que pasé cuando era la favorita del prostíbulo de los Flegel, en Saint Louie. Zig y Emma Flegel dirigían las mejores casas de citas de Saint Louie, todavía, en Lucas Avenue. Lucas, sí. Es una enorme casa de piedra, que se ve elegante, con protección de la policía. Vaya, había siempre por todas partes jueces y abogados y capitanes de embarcaciones fluviales, que se llevaban a las chicas para una mamada o para sexo australiano. Los mejores vinos, un negro tocando el piano, pavo cada domingo y vestidos de seda. Vaya, sólo por un abrazo o un beso de Letty un cliente elegante podía mandarme un frasco de perfume o un kimono chino. Caray, mi Nellie, me voy a morir, y tú te vas a quedar aquí sola, algún granjero mugriento te va a dejar embarazada, y te quedarás friendo carne de cerdo sobre una fogata de leña para el resto de tu vida. Siempre embarazada con niños apestosos trepándosete por todas partes. Te verás como Essie a los treinta años.
Intentaba llorar pero no podía. Y en voz muy baja repetía: «Zig y Emma Flegel, Zig y Emma Flegel… Saint Louie, Saint Louie».
La dejé ahí. No sabía lo enferma que estaba. Un poco más tarde traté de que le diera un trago a un poco de caldo de buey, pero se quedó sentada ahí en su mecedora hablándome sobre los Flegel, y su piel estaba toda gris verdosa. Sus manos temblaban y su hombro se estremecía como un caballo nervioso que sacude su piel para deshacerse de una mosca. Se estaba desmoronando, justo enfrente de mí.
Sostenía algo en la mano, abrió sus dedos y dijo:
—Esto es para ti. Es todo lo que me queda, ni anillos ni camafeos. Sólo esto y unos cuantos trapos.
Era un pequeño reloj de oro del tamaño de un dólar de plata, con dos tapas y un broche para llevarlo en una blusa. Estaba grabado con un pequeño cupido desnudo, con su pajarito y todo, disparando dardos y flores, y con las letras L.B.
—Es tuyo. Zig Flegel me lo regaló cuando dejé su prostíbulo para irme a Pittsburgh… Había un hombre, pero no importa. Queda bien sobre seda azul o amarilla…
Supongo que la tía Letty murió en ese momento, justo ahí, con su mano en la mía, y el reloj haciendo tic tac en mis dedos como si fuera su corazón. Di un salto hacia atrás sosteniendo el pequeño reloj. Empecé a berrear. Nunca he llorado mucho. Solamente berreé tres veces en mi vida. Con esas excepciones, no soy una llorona.
Yo berreaba, y ella estaba desplomada en su mecedora, con la cabeza hacia un lado, le salía baba de un extremo de su boca abierta, y mostraba sus pocos dientes; era la única persona a la que realmente había amado. Sentía cariño por mi vieja, y por algunos de mis hermanos y hermanas. Pero amor verdadero era el que sentía por esta pequeñita colección de huesos y carne vieja que empezaba a enfriarse. Esta vieja puta que era la única persona amable que había conocido hasta los catorce años. Ella, que se tomaba el tiempo de hablar conmigo, que me decía que yo era muy bonita. Me había mostrado bondad más allá del simple hecho de darme de comer y velar porque tuviera con qué vestirme.
Ya entonces sabía que no fue más que una simple puta desdichada, con poca suerte, a la que la flor de la vida no le duró mucho. Y que sólo por poco tiempo disfrutó lo mejor del negocio y de sus clientes.
Más tarde me enteraría de la clase de vida que la tía Letty tuvo: el mundo de la prostituta de clase baja, nunca lo suficientemente buena ni brillante ni hábil, y sin esa cualidad que no tiene nombre, pero que hace que a una chica la inviten, la cortejen o la diviertan en la cama hombres de la mejor calidad. La tía Letty le había echado un rápido vistazo, le había dado un pequeño bocado a lo mejor del negocio del sexo y terminó como puta en los pueblos con ferrocarril.
En el fondo del baúl de la tía Letty había un sobre amarillo en el que estaba escrito: «USADLO PARA ENTERRARME». Dentro había unas pequeñas monedas de oro y diez dólares de plata. La enterramos, pero no en el cementerio de la iglesia pasada la carretera. Ella y mi madre habían sido una especie de bautistas, aun cuando mi vieja se convirtió cuando se casó con mi padre. Enterramos a la tía Letty en un camposanto mugriento y lleno de hierbajos, con mucha señalización de madera, porque era un lugar para la gente que no tenía dinero para comprar lápidas.
Todo lo que recuerdo —afligida como me encontraba, al igual que mi vieja— es la lluvia que caía sobre los árboles en los lindes del campo y los terrones estériles y el ataúd de pacotilla y un ministro que decía algo. Yo, asustada y con fiebre, me aferraba a las faldas de mi madre. Luego la lluvia nos golpeaba, y mientras sentía frío y temblaba, pensaba en la pobre tía Letty y en quienes estaban alrededor de ella, esos muertos de hambre mediocres en sus tumbas, y ella enterrada con ellos para siempre. Regresamos a casa y me fui a la cama y tuve fiebre durante tres días: mi cabeza estaba llena de dibujos y sonidos muy extraños. Cuando me levanté, decidí que me escaparía, incluso si tenía que convertirme en una criada en un hotel de granjeros y follar con los huéspedes y hacer algo que la tía Letty llamaba «francesear».
La guerra civil no había tenido mucho significado para nosotros en medio de los árboles y de los cultivos de guisantes. Sólo para mi hermano Tom, que regresó sin una pierna y con unas ansias de whisky que con nada se podían satisfacer, y que se quedaba sentado sin hacer nada o apostaba o mentía sobre sus actividades en el tiempo de guerra en Indian Crossing. Para el resto de nosotros la guerra fue dura. Si tenías buenas cosechas no podías conseguir comercializarlas. O si había demanda de alimento para caballos o patatas, era el año en que llegaban los insectos saltadores o que el viento era tan seco que hasta la algarroba, el pasto quila y la hierba de San Juan se morían.
Se hablaba de saqueadores del bando rebelde y de negros que cortaban gargantas —mucho peores que las langostas que llegaban para devorarlo todo—, guerrilleros confederados que podían matar y violar. Pero no tuvimos ningún atraco y no llegaron negros, al menos no en una cantidad que no pudiéramos manejar con unos cuantos hombres armados. Los negros recibían disparos y huían al norte. La verdad es que no conozco a nadie en este rincón del campo al que no le diera igual lo que les sucedía a los negros, libres o esclavos. En ese momento nuestra preocupación era la roya del trigo, las orugas, y cuando el molino dejó de funcionar durante un tiempo, comimos trigo machacado a mano. No había esclavos en muchos kilómetros a nuestro alrededor. Costaban de seiscientos a mil dólares por cabeza y, ¿quién podía permitirse ese lujo? Mi padre era un hombre devoto y estaba en contra de esclavizar a nadie, salvo a su esposa e hijos, y estaban las sagradas escrituras que se lo permitían. «Gott will es».
Después de que la guerra terminara, y le dispararan al Sr. Lincoln, en la carretera de delante de nuestra granja a veces podías encontrarte a dos o tres soldados con barbas, vestidos con lana desteñida y de mala calidad, y llegaban para pedir suero o agua, un pedazo de pan de maíz, tarta, carnes frías. Se los veía molidos y hechos polvo y desgastados. Algunos tenían un solo ojo y otros un muñón, y a otros cuantos los llevaban como a un perro con una correa. Eso fue la guerra para mí. No recibíamos el periódico o el Harpers Weekly, así que teníamos que depender de lo que se decía en el almacén y en la oficina de correos en el cruce.
Algunos de los granjeros nunca regresaron a casa. Murieron o se fueron a otra parte, decía la gente. Un soldado volvió a casa después de tres años y encontró a un niño de un año de edad succionando la teta de su esposa, y por la carretera Joel Medder llegó a casa y mató al jornalero y le cortó el pito y los huevos, luego se fue hacia el oeste esa misma noche. Eso fue la guerra para nosotros en la granja.
La guerra trajo de vuelta a Charlie Owens al almacén que su tío tenía en Indian Crossing. Charlie había perdido su mano izquierda. Siempre decía que fue en Gettysburg, pero una noche cuando estábamos acostados en las margaritas y el pasto cerca del arroyo, me confesó que nunca había estado en Gettysburg. Perdió su mano en el río James cuando unos soldados de la caballería rebelde los sorprendieron mientras saqueaban por ahí y una bala de pistola le destrozó la mano a Charlie y el cirujano se la quitó con algo de sutura y la envolvió en pan mojado y un trapo, pues ya no le quedaban suministros, y se curó bien.
Charlie Owens andaba tras de mí incluso cuando era sólo una niña. Era uno de esos muchachos que siempre tenían que probar que nadie podía resistírseles. Era mitad escocés y mitad sueco, con el cabello rojizo castaño que le caía sobre un ojo. Tenía buenos dientes, no era alto, pero era delgado, por lo que no parecía bajito. Sus ojos eran azules como la cola de un gayo. Y me acuerdo de que tocaba una flauta hecha con el hueso del muslo de un pavo. Traficaba un poco con piel de oveja tierna, tenía una cabaña de caza, estaba esperando un puesto político. Cuando yo iba a la tienda a por un papel de levadura o un cuarto de aceite de alquitrán, Charlie me daba palmaditas en el culo alguna que otra vez, me metía mano bajo el vestido. Toqueteaba mis pezones y yo meneaba la cola y miraba y reía tontamente, como lo haría una niña. Ya había regresado de la guerra y muy pronto empezó a atender la oficina de correos que estaba junto al almacén, ésa era la recompensa política de un soldado que perdió una mano para salvar a la Unión. En esa época yo estaba radiante y cachonda, y él era un hombre que había estado por todas partes en una guerra de cuatro años.
Arreglé el vestido azul que la tía Letty me dejó y remendé uno de sus sombreros de paja con flores de cristal. Un par de sus zapatos casi me valía. Tengo las manos y los pies pequeños para mi estatura y tenía que meter algodón en los zapatos para mantenerlos en mis pies. No me atreví a usar su colorete o su polvo líquido; mi padre me habría hecho pedazos.
Caminé hasta el almacén, eran más de seis kilómetros para llegar al cruce de carreteras desde nuestra granja. Me empecé a sentir completamente chillona y quería cantar pero no me sabía muchas canciones, salvo He Don’t Belong to the Regulars, He’s Just a Volunteer. Tenía catorce años y Charlie Owens había reemplazado para mí al tipo del envoltorio de levadura como la imagen de mi deseo. No lo llamaba amor, y no era amor. Supongo que se podría decir que se trataba de naturaleza en celo. No sabía nada de amor a los catorce años, y más tarde cuando tuve amor, supe que no se trataba solamente de calor corporal y una comezón interna. Simplemente estaba viva y sana y quería que me usaran y quería usar. Más allá de eso no hubiera podido explicarlo. No tenía palabras sofisticadas, ni tampoco ideas sofisticadas. Estaba verde como una cagada de ganso. Era una simple granjera tonta que había estado ayudando a algunas ovejas a parir. Pero estaba viva. Tan viva que sentía el ímpetu dentro de mí por todo mi vestido arreglado, y el viejo corsé rojo de la tía Letty me subía los senos tan altos como un par de manzanas. Cualquier otra cosa que pudiera decir sobre mí en ese entonces sería una mentira.
Encontré a Charlie Owens sentado sobre un taburete alto detrás de la reja del correo. Llevaba tirantes bordados y fumaba un puro barato. Bromeó un poco conmigo y me dijo que había crecido y que eso le gustaba. Los comentarios habituales que un hombre tiene con una chica. Yo sostenía una lata de aceite de alquitrán con una patata en su pico como tapón. Le dije que quería un cuarto de aceite de alquitrán. Me dijo que su tío dejaba el aceite fuera en el cobertizo, lo cual era una buena idea dado que olía tanto. No era que el almacén no tuviera su propio olor fuerte; siempre los mismos arneses de mula, jamones ahumados que colgaban de las vigas del techo, botes abiertos de especias y barriles de cerdo salado, bacalao seco aplastado y otros olores que no podías adivinar, pero sólo algunos de ellos eran agradables.
Fuera en el cobertizo Charlie me rodeó con los brazos y me dio palmaditas en el trasero con su única mano y se inclinó y rozó mi cara con su nariz. Me sentí caliente e incómoda y dije algo como: «¡Ay, Charlie Owens!».
—Ven a la cabaña de caza cerca del arroyo esta noche.
Le pregunté: «¿Para qué?», que fue casi lo único que se me ocurrió, y rebuznó, y me dio una palmadita en la nalga y me dijo que lo sabría si iba. Le dije que no sabía absolutamente nada de eso. Llenó la lata de un barril, puso una patata fresca en el pico, y me fui meneando la cola como si fuera un gato mostrando el rabo.
Charlie era casi lo mejor que había en pantalones en los alrededores, al menos disponible para mí. Los muchachos que habían vuelto de la guerra eran, según Charlie, todos veteranos del ejército del norte, que se consideraban poderosos políticamente. Varios de ellos siempre estaban sentados cerca de la estufa en el almacén, fumando y escupiendo. Te dabas cuenta de que la guerra había sido su gran momento, su emoción, y nunca la olvidarían incluso si llegaban a vivir cien años, y supongo que algunos lo lograron. Aparte de los muertos y las galletas sin sal y la tierra húmeda, decía Charlie, la mayor parte del tiempo en el ejército habían disfrutado de la bebida, de las chicas mestizas a las que se follaban entre todos en las granjas de Virginia y del sonido del pífano y el tambor. Ahora había que trabajar duro en la tierra o sentarse sin hacer nada rascándose y holgazaneando mientras sus tierras se llenaban de calabazas silvestres y laurel del bosque.
Sabía bien que sí iría a la vieja cabaña de caza cerca del arroyo. El techo estaba en mal estado, pero tenía paredes y los restos de un suelo de piedra. Una vez Charlie tendió una trampa desde ahí. Salí de la casa después de la cena y me dirigí hacia el arroyo. Charlie guardaba ahí bolsas de yute y un poco de heno y trampas viejas. Yo tenía muchas ilusiones y estaba preocupada pero hambrienta de experiencias. Cuando reviso la vida que tuve como puta y madame, mucho tiempo después, todavía puedo sentir el rubor caliente en mi rostro de esa noche y una especie de líquido en mis piernas y la humedad en mi raja, todo como si me estuviera desbaratando y como si tuviera una masa caliente pasando por mis tripas. Supe en ese momento que no era en el corazón donde sentías cosas, sino en las entrañas. Lo cierto es que no era romántica. Como para tocar el piano, tienes que estar entrenado para saber las notas. Yo no lo estaba.
Ahí estaba Charlie, apoyado contra la pared cubierta de musgo de la vieja cabaña.
—Buenas noches, Nellie —dijo.
—He venido —dije.
Me dijo que lo sabía y hablamos sobre nada en absoluto y entramos a través de lo que había sido la puerta y nos sentamos sobre las bolsas de yute. Charlie no esperó, empezó a besarme la cabeza y los hombros. No había besado mucho ni siquiera a mis parientes, ni a nadie más. Pero no tuve grandes problemas para devolverle el beso. Me sentía toda rebosante y no tenía miedo. Ya me había decidido sobre esto. Desabrochó mi vestido y empezó a tocarme los senos, con su única mano activa, y no me molestó el hecho de que tuviera una sola. Acarició mis tetas y se las metió en la boca y yo abrí mis labios y gemí de placer. Nunca antes había experimentado una sensación como la que tuve mientras me lamía las tetas. Fue grandioso. Le clavé las uñas en la espalda y me puso en el suelo y me quitó el vestido y dejó que se le cayeran los vaqueros y su aparato estaba fuera, y de alguna manera —sólo por un minuto, sentí desilusión— me había esperado uno negro y enorme como el que tenía el semental Jackson. Estiré la mano y lo toqué; era elástico pero tieso. Sólo de tocarlo, tan vivo y tan vibrante, me ponía nerviosa y temblorosa. Tenía catorce años, pero estaba bien desarrollada y mi pera tenía vello dorado. Sentía sus dedos buscando despacio al principio y luego más rápido, dedos rápidos en el coño; luego, la verga. Grité: «¡Charlie, Charlie!» y su pito estaba caliente contra mis muslos. Lo agarré y le ayudé a ponerlo bien. Supongo que fue muy fácil entrar, lo deseaba tanto.
No tenía idea de lo que era el amor y no estaba enamorada; estaba en una etapa de la vida y dejé que tomara su camino. Tampoco es que fuera precisamente una virgen. Hacía mucho que alguna barandilla o mango de cepillo habían acabado con mi himen. Pero nunca antes me había penetrado un hombre. Ahora estaba toda rebosante y di un suspiro gritando y dejé que Charlie armara un escándalo encima de mí, con sus piernas y brazo que me dejaron inmóvil, su cuerpo que salía y entraba.
Fue mi primera vez y tengo un buen recuerdo. No tardamos mucho en corrernos los dos. En esa época había oído hablar mucho sobre el orgasmo y mucho alarde. Pero me impresionó el nuevo y fuerte placer de ello. Primero fue como una sacudida de fuego y yo respiraba con dificultad y me agarraba de Charlie, y él me decía algo en la oreja ¡que no tenía sentido en absoluto!
Luego me quedé mirando el cielo nocturno a través de un agujero en el techo y escuchando el silbido de un búho y el zumbido de las polillas volando alrededor de una chimenea de piedra vieja. Algo estaba bombeando fuerte. Era mi corazón. Sentí miedo de que fuera a reventar. Pero dije: «¿Lo podemos hacer de nuevo, Charlie?».
Charlie dijo que lo intentaría, pero que lo dejara un rato. No se había salido de mí y permanecía firme. Entonces descubrí algo sobre mi vagina y mis partes de abajo que creí que todas las mujeres tenían: el don de agarrar fuertemente, apretando el pito como cuando se ordeña la ubre de una vaca. Y Charlie jadeó mientras lo hacía y dijo cielos, cielos con placer. Me dijo que nunca antes había sentido algo parecido.
Pasó mucho tiempo antes de que me enterara de que sólo unas cuantas mujeres tenían ese control del músculo y que podían usarlo de un modo tan fuerte. Aprendí también qué gran placer podía darle a un hombre más allá del talento ordinario de una mujer. Aquella noche no dejé de descubrir un nuevo yo. Charlie empezó de nuevo una y otra vez. Odié tener que dejar la cabaña incluso aunque estuviera demasiado mareada para caminar con facilidad. Era casi de día cuando regresé a la granja y me metí por la ventana y me acosté en el camastro al lado de mi hermana Lizzie. Se despertó y me dijo:
—¿Dónde has estado? Hueles raro.
Olía al sudor y jugo de Charlie, pero le dije que tenía cagalera y que ya estaba mejor. Me quedé dormida enseguida, sintiéndome muy bien conmigo misma y con Charlie Owens. No tuve la sensación entonces, ni nunca, de estar pecando.
El acto es natural y fácil de disfrutar si no lo estropeas con un sentimiento de que algo o alguien te está observando allá arriba y considerándolo como un pecado. Ya había abandonado la moralidad devota de las ideas de mi padre. Asimismo no creía en ninguna idea real de esperanza del paraíso o de otra vida. Todo parecía un enorme quizás. No era una pensadora y no tenía ninguna razón para explicarme por qué me sentía de ese modo, y no de otro. Más tarde pude entenderlo como una manera de pensar con razones que encajaban en mis necesidades, pero no a los catorce años con los humores de Charlie todavía dentro de mí.
No pensaba en procrear. Sólo quería estar con Charlie en cualquier momento en que pudiéramos estar juntos. Era tan natural para mí como los renacuajos saliendo de los huevos en el estanque de patos, como el gallo montándose a las gallinas o el jabalí follando y gruñendo con la jabalina. Lo mejor de todo es que era justo como había visto a Jackson cruzarse con la yegua. Ese año había alondras copulando en el aire mientras volaban, la tierra con colores de primavera estaba por todas partes mullida y húmeda y fértil. Las hierbas amarillas de la mostaza empezaban a salir, el primer pasto verde limpio crecía en el rastrojo del año anterior. Era irreflexiva, pero estaba satisfecha. Sentía que de algún modo formaba parte de un sistema de cosas más allá de mí.
Charlie venía tan pronto como oscurecía y las ranas del zarzal empezaban a cantar y arrastrábamos unas mantas viejas y nos salíamos al aire libre, pues hacía más calor. Nos acostábamos ahí, en los matorrales de moras, y copulábamos toda la noche. Y hablábamos de lo que hacíamos, y Charlie me enseñaba palabras, palabras viejas que veías en los graneros y en las paredes de los retretes y otros lugares. Charlie había gozado a muchas chicas durante la guerra, había bebido whisky y saqueado, abandonando el deber. Durante una época estuvo como ordenanza en Washington y conoció el distrito de las luces rojas llamado Hooker’s Division.
Yo exploraba, miraba, buscaba, jugaba; empezaba a moverme por mí misma en el cuerpo de Charlie. Era sólido, estaba bien formado. Sus partes eran como juguetes para mí. Nuestras bocas estaban en todas partes. Así es como fue ese verano. Nuestra granja empezaba a caerse a pedazos. Mi padre sacaba el afilador de navajas cada vez que yo desatendía mis tareas. Le mostraba a Charlie los latigazos en mi culo y muslos; orgullosa, supongo, de tener a alguien que los besara. No sé por qué no me quedé embarazada. Más tarde me pareció que aunque Charlie era viril también era estéril. Dijo que era por dormir sobre tierra húmeda en los campamentos, pero conforme pasó el tiempo tuve otras ideas. Charlie no era un simple campesino. Era taimado, perezoso y un jugador que odiaba la vida en el campo.
Charlie estaba hasta la coronilla de ser el jefe de la oficina de correos en un pueblo de mala muerte como Crossing, viviendo en el cobertizo del almacén de su tío, ganando sólo una miseria por su mano perdida. Me hablaba de Brasil, del Amazonas, de conseguir muchas tierras y ser el dueño de una plantación con muchos trabajadores indios. Decía que me llevaría con él. Seguimos hablando de sueños de ese tipo durante un año. El invierno fue duro. Nos abrigábamos y nos reuníamos en la cabaña de caza donde Charlie se las había arreglado para hacer una especie de reparación en el techo y una puerta. Encendíamos fuego en un hornillo de hierro lleno de agujeros, pero no calentaba mucho.
En primavera, eso fue en 1867, yo tenía quince años y estaba radiante, tenía las tetas duras como manzanas, y una cintura estrecha, la cadera abultada, vello púbico dorado rojizo. Ese abril Charlie me dijo que nos iríamos, que huiríamos tan pronto como tuviera en sus manos algo de dinero que le debían.
—¿Adónde vamos, Charlie?
—Río abajo y nos embarcamos para Brasil.
Se le había metido el gusanito de Brasil en la cabeza y a mí no me importaba, ya fuera China o Brasil, mientras hubiera alguien que me cuidara. No tenía ni idea sobre ningún lugar en el mundo excepto North Pike, Indian Crossing y algunas granjas más alejadas. Casi podía cubrir mi mundo entero con un escupitajo.
—¿Qué vamos a hacer allí, Charlie?
Dijo que haríamos lo que hicimos todas las noches que pasamos juntos ese año y que mandaría construir una enorme casa y tendría indios trabajando y despejando la tierra por un tazón de gachas. Nunca supe de dónde sacaba Charlie sus ideas sobre Brasil porque nunca llegamos hasta allí. Una noche empaqueté una de las bolsas de felpa de la tía Letty con lo poco que tenía, y con uno de sus sombreros y lo que quedaba de sus mejores zapatos, y salí a la carretera a esperar a Charlie. Iba a entregar una yunta de caballos y una calesa a un hombre en la capital del condado. De ahí íbamos a tomar el coche de vapor —como llamaban allí al ferrocarril— para Saint Louie. No tenía dinero, ni nada más que lo que llevaba a la espalda y el reloj de la tía Letty en la bolsa de felpa.
Era cerca de medianoche cuando Charlie y la yunta de caballos bayos que tiraban de la calesa se aproximaron galopando por la carretera. Llevaba su traje oscuro bueno, y un maletín de cuero estaba junto a sus pies. Lancé mi bolsa y puse un pie en el cubo de la rueda, me alcé sobre el asiento y abracé a Charlie. Gritó arre a los caballos. Era noche de luna y la carretera todavía no estaba tan mal por las lluvias, sólo surcada. Me puse el sombrero, y era yo pura ignorancia, espíritu de contradicción y estaba llena de asombro.
No lo veía como una fuga de amantes. Simplemente quería largarme de la granja. Quería estar con Charlie y nuestros juegos sexuales. Charlie tomó las riendas con su única mano y me dejó fustigar a los caballos un rato. Pronto se pusieron a caminar, echando espuma por el hocico. Me apoyé en Charlie y hablamos sobre lo bien que nos sentíamos y cuánto íbamos a disfrutar de nosotros y de la ciudad. Charlie había pasado por Saint Louie cuando dejó el ejército y dijo que era el lugar para un hombre de verdad, no el campo en un cruce de carreteras lleno de campesinos. No dejó de pellizcarme el muslo y olía a whisky y a brillantina.
Ya era por la mañana cuando llegamos a la capital del condado. Charlie le entregó los caballos y la calesa al nuevo dueño, que le dio dos dólares por el trabajo. Yo había estado en la capital del condado sólo para ir a la iglesia, y ahora sé que no era gran cosa, pero entonces me impresionaba. La estación me pareció magnífica. Cuando el tren llegó me agarré a Charlie, con los ojos fuera de las órbitas. Nunca antes había visto un coche de vapor, semejante locomotora grande, negra y humeante, con ruedas motrices y tanto metal pulido.
No quería subirme, pero Charlie dijo: «Maldita sea, Nellie, no me menosprecies delante de toda esta gente».
Así que me subí y casi me oriné de miedo y me senté en la felpa verde y la campana de la locomotora sonó. El tren se movió bruscamente y me sentí lista para dejar salir el agua, tanto me asustaba cada sacudida del vagón. Pronto el tren se puso a resoplar, y mientras miraba por la ventana, me preguntaba cómo diablos habían colocado alguna vez esas traviesas —millones, calculaba yo— y bajado todos esos rieles de hierro. El mundo era más grande de lo que había pensado, y más extraño, mucho más extraño. Charlie me compró unos sándwiches de carne ahumada y una naranja. Había visto naranjas en el almacén pero nunca me había comido una. Al vendedor de caramelos con su cesta repleta, Charlie le compró una novela barata. Me comí la naranja, con cáscara y todo, mientras él leía. Las cenizas entraban por la ventana pero la gente simplemente se las quitaba y no parecía importarles.
Charlie dijo que tenía ciento once dólares, lo cual me pareció más dinero que el que cualquiera haya tenido alguna vez. Le pregunté cómo lo había conseguido, y me dijo que su tío le debía algo y también la oficina de correos y que había saldado cuentas. Lo que había hecho era agenciárselo de la caja de la tienda y de los ingresos del correo. Lo entendí después, y él lo admitió, diciendo que era únicamente lo que se le debía.
—Simplemente lo cobré a mi manera.
En cuanto a los juegos sexuales, no tenía ningún sentimiento de pecado ni de culpa, tampoco en cuanto a lo que Charlie y yo habíamos estado haciendo todo ese año, y ahora nuestra huida juntos. Sí tenía un sentimiento fuerte en contra del robo. Toda mi vida me sentiría así. Para la gente pobre la propiedad es algo muy importante. Mi padre, a pesar de su mezquindad y demás defectos, era muy honesto en cuanto a la propiedad. Pero en ese momento, el tren avanzaba a todo vapor y Charlie leía y yo estaba apoyada en él, con mis dedos todos pegajosos por la naranja, era libre y me sentía deseada, y estaba tan a gusto de estar con Charlie Owens, que me dormí.
Pasaría mucho tiempo antes de que fuera capaz de tener opiniones inteligentes, de que pudiera aprender a juzgar a la gente de manera rápida y adecuada y entender los asuntos del mundo. Tenía que aprender cómo encajaba en él y cómo no encajaba en él, tal y como eran las cosas. Sin educación, sin ningún bagaje, tenía que arreglármelas con el saber que crecía dentro de mí. Tenía la certeza de que era tan inteligente como los demás, aun cuando al principio me faltaban los remates.
La mayor parte de ese día me pregunté cómo sería Saint Louie.