Capítulo 3


Cómo me crié

Lo peor de todo allí, en la granja, era sentirme tan condenadamente ignorante, no tener palabras ni ideas para explicarme a mí misma. El sentimiento de soledad, el aislamiento, es lo más duro de explicar acerca de la niña que fui en esa granja. El mundo estaba en todas partes, granjas y bosques, pero no saber nada era lo que más me molestaba. Alrededor de mí a la gente parecía no importarle, no querían nada más que comer y dormir y fornicar. Pero el hecho de existir y de desear me afectaba mucho y no tenía gran cosa para explicarme lo que había allá afuera, más allá de la vereda. Sólo los cruces de carreteras llenos de barro, el almacén y el correo. El otro mundo, en cierto modo, me era más cercano en el almacén. Mi primer indicio de la grandeza que había más allá de la granja y de la carretera fue esa tienda de pacotilla.

Muchos años me separan de ese almacén, pero todavía puedo olerlo. Era una mezcolanza fuerte de queso maduro, pescado seco, choucroute, queroseno —que llamábamos aceite de alquitrán—, melaza —llamada edulcorante— el olor algodonoso de los rollos de percal, aceite para armas y whisky de maíz. También zarzaparrilla, que era fuerte en alcohol y que tomaban los chicos y las mujeres, tabaco en rollos y puros baratos, grasa para máquinas, excremento de pollo, caramelo de menta. Mi nariz sigue llena de esos olores cuando lo recuerdo. En las raras ocasiones en que me llevaron cuando era una niña pequeña, se me salían los ojos y deambulaba entre las cajas llenas de gafas, peines de cuerno, cerrojos, látigos para carretas, zapatos adornados con borlas, cartones con corchetes de abrochar, franelas rojas, cuellos de celuloide. Ahí sentía riqueza y abundancia de verdad, más de lo que un cuerpo podría afrontar o poseer de una sola vez. Miraba las grandes jarras de cristal llenas de caramelo barato, el marrubio, azúcar cande en cubos, caramelos de canela, gotas de limón. Se me caía la baba, pero yo era sólo una mirona, no una compradora. Algunas veces la tía Letty me compraba un pedazo de azúcar cande envuelto en un cucurucho de periódico y tenía que defenderme de mis hermanas y hermanos para no soltarlo. Tenías que tragar rápido para poseer cualquier cosa comestible.

Por toda la tienda había escopetas colgando, cuchillos «Barlow», trampas de acero, birimbaos, almanaques agrícolas. Era un lugar bullicioso para los holgazanes y los machos. Los jornaleros y los muchachos podían comprar piel de pescado, que era un condón primitivo hecho de vejiga de pez, y el hijo del dueño traficaba con fotografías cochinas, con muchos colores, como pude ver cuando un jornalero me las enseñó. Había toda clase de posturas extrañas y pitos enormes y vulvas con vello púbico, con gente que trataba con calma de representar las cosas de un modo extraño. Me interesaba, pero era cautelosa. Había un gran molinillo de café rojo y una caja de cartuchos y betún negro para zapatos y barniz para limpiar estufas.

En la tienda mi madre y mi tía toqueteaban, pero apenas si compraban algo, lazos y galones, retales de encaje, y todavía recuerdo las letras en la tarjeta de algo llamado pasamanería. Me encantaban el esmalte y los botones cubiertos de terciopelo y deseaba poder tener algunos para mí, aunque nunca logré entender el uso de tantos botones. Los míos siempre colgaban de los hilos.

Había muy poco de lo que después se conoció como ropa de confección. Sólo los monos y las camisetas de los hombres, pero todo lo demás venía en rollos o tramos de tela y había que cortarlo y hacer todo en casa o dárselo a coser, mal, a una pequeña costurera polaca que normalmente estaba borracha.

Había una taberna cerca del cruce, pero los granjeros generalmente bebían en el almacén. La taberna no era un lugar respetable. Allí iban los jornaleros errantes, los holgazanes del pueblo, los mozos de caballos y los cocheros a por whisky de pésima calidad y mujeres. El dueño era un pequeño irlandés llamado simplemente Mick. Tenía dos hijas que eran las putas de la región. Eran unas lagartonas huesudas, con cara de sueño, que generalmente estaban borrachas y arrastraban sus mugrientas faldas por el barro. Se rascaban la cabeza y usaban palabras cuyo significado desconocía y eran las únicas mujeres que se pintaban la cara, además de mi tía Letty. Mi madre solía meternos prisa al pasar cerca de las dos putas y nos decía que eran unas zorras y unas desvergonzadas y que se estaban pudriendo como los leprosos (al principio yo creía que quería decir leopardos).

Las dos mujeres contagiaron a gran cantidad de muchachos y jornaleros con Pequeño Casino (gonorrea) y Gran Casino (sífilis). Una noche mi padre y otros cuantos hombres de la familia las echaron del pueblo después de darles latigazos a ellas y a Mick desnudos. Esto sucedió después de que un agricultor contagiara a su esposa y ésta se cortara el cuello en el establo. Mi madre nos dijo que era demasiado pulcra como para hacerlo dentro de la casa.

Pero no era así todo el tiempo en el cruce. El cuatro de julio se celebraba con carretadas de gente que ataba sus caballos a las cercas y que se reunía en las grandes praderas detrás del almacén y de la oficina de correos, llenos hasta el techo de barriles de cerveza y cañones de verdad y montones de fuegos artificiales. Recuerdo a algunos peces gordos de la política con cuello alto y sombrero de copa alta y un chaleco rojo con botones en forma de estrellas, que daban discursos. Los muchachos se emborrachaban con whisky de mala calidad y disparaban sus pistolas y siempre en esa festividad había alguien a quien le sacaban un ojo o que perdía unos cuantos dedos. Generalmente había una pelea entre dos muchachos que rodaban por el suelo, tratando de sacarse los ojos, con todo el mundo gritando para incitarlos o para detenerlos y los perros excitados corriendo alrededor y la gente dándoles patadas.

Un año, mi hermano Tom y algunos chicos ataron unas latas a la cola de un perro y le frotaron el culo con aguarrás, y dicen que el perro enloqueció y atravesó corriendo tres condados sin parar.

Había mucha comida en cestas repletas y revolcones en el pasto, los jóvenes galanteaban y los niños recibían bofetadas. Las jornaleras solían desaparecer entre los arbustos, y algunas veces un padre iba a buscar a su hija y la encontraba con un jornalero, los dos pegados como perros en celo. El asunto se ponía feo si el padre trataba de poner a alguien en su lugar y muchas chicas tenían un bebé justo nueve meses después del cuatro de julio.

Cuando oscurecía había cohetes y estrellas de fuego de todos los colores que estallaban y flotaban en el cielo. Y yo me quedaba ahí de pie, tan pequeña como era, y decía oh y ah. Era como si mi cuerpo estuviera lleno de cosas maravillosas que no podía explicar, pero sentía que estaba allí arriba silbando y estallando y flotando de la manera más maravillosa.

Pero peor que un día festivo para provocar el celo era una reunión en el campo o un predicador de himnos religiosos que llegaba con su tienda o carreta y hablaba detalladamente sobre el fuego del infierno y la condenación y todos los pecados de la carne. Pedía a las personas que se acercaran a la estera colocada enfrente y que se confesaran y se volvieran de nuevo cristianos. Nosotros no llegamos a ir a esas asambleas, ya que mi padre era católico y todos los demás eran para él simplemente unos protestantes hijos de puta, a quienes prometía, incluso a los bebés que morían sin haber sido bautizados, que se quemarían en el purgatorio. Nunca pude aceptar esta clase de fe, si es que era fe. Me daba la impresión de que se trataba simplemente del odio de mi padre hacia todos los que lograban salir adelante mejor que él.

Mis hermanos solían ir a las asambleas del predicador y aprovechar para desvirgar a alguna chica tonta con un ataque de histeria por el discurso sobre el pecado y la fornicación y lujuria de la carne. Decían que el predicador te ponía realmente cachondo con sólo escucharlo hablar acerca del cepo y las trampas de la carne débil y lujuriosa y todas esas orgías que citaba directamente de la Biblia; y explicaba cómo Sodoma y Gomorra habían recibido su justo castigo. Tom decía: «Por lo visto es más divertido que el almacén».

Por lo demás, amén del mercachifle judío y de un dentista itinerante que sacaba muelas, no pasaba mucha gente. Recuerdo al padre de John D. Rockefeller que montaba un espectáculo ambulante en el que vendía medicamentos y lo curaba todo, incluso el cáncer, con la botella, bebiendo él mismo y tomándole el pelo a las chicas más audaces. Eso era casi todo lo que veía del mundo exterior.

Varios de los granjeros estaban suscritos al periódico de Horace Greeley de Nueva Yorky algunos compraban revistas. Nosotros no. Excepto por las pocas temporadas en que asistí a una escuela amarilla con dos aulas, a duras penas veía letras impresas, sólo las palabras en las herramientas de la granja o en los frascos de medicamentos contra las mordeduras de serpiente.

El único libro que recuerdo es Life of Washington de Weems, que algún jornalero dejó olvidado. Tenía pequeños grabados y le faltaban muchas páginas, ya que los hombres las habían usado para limpiar sus pipas. No hago referencia a algunos folletos devotos que estaban llenos de las vidas de los santos. Me asustaban tanto que nunca los miré mucho.

Conforme envejezco y conozco mi vida, a veces me pregunto qué habría sido de mí si hubiera tenido una educación y si cuando era joven hubiera tenido algo de información de los libros sobre el mundo y sus formas, si hubiera aprendido modales, ideas, un poco de cultura. No lo sé. Porque más tarde cuando intenté leer novelas, me parecieron llenas de mentiras y evasiones y recargadas de palabrería estrambótica. Decidí que todos los escritores dejaban fuera la mitad de lo que era la vida real. En la mayoría de las novelas apenas conocías a gente que tuviera cuerpos y órganos o que usara el retrete. Cuando era niña nunca estuve segura de que la clase alta y la burguesía cagara o meara como el resto de nosotros. No recuerdo un solo libro en el que la gente se fuera a la cama por diversión, para gozar mutuamente de las partes del otro, por un buen revolcón. Parecía que solamente suspiraban y gemían y se agarraban de las manos y decían cosas elaboradas. Quizá me faltaron los libros que decían toda la verdad, y no me refiero a la basura llamada «libros cochinos», eso es pura fantasía y me hace reír.

Vivíamos pobres y simples, pero no éramos felices ni limpios ni optimistas, y para mí ser sucia significaba tener las bragas sucias, que usábamos sólo para ir a la iglesia o a la escuela. De lo contrario, nos poníamos una camiseta de lana que nos llegaba cerca de las rodillas, hasta que teníamos siete años, y luego un vestido holgado. Teníamos zapatos, unas cosas pesadas hechas por un zapatero en Indian Crossing. Les sacábamos brillo con barniz para la estufa y me parece recordar que estaban hechos de tal modo que no había diferencia entre el derecho y el izquierdo. Pero éstos eran sólo para el invierno o para ir al cruce a hacer un recado especial o, por supuesto, para ir a la iglesia en la capital del condado.

Para cuando cumplí diez años ya había tenido suficiente iglesia para toda mi vida y aunque puedo recitar muchas de las cosas que me aprendí de memoria, cuando a esa edad vi morir a alguien en agonía, no pude creer en la esperanza o misericordia de la religión. Había un jornalero llamado Hank que sufrió una cornada de un toro y quedó destrozado por dentro y sin embargo había llevado una buena vida: siempre fue a misa, no follaba ni les andaba mostrando el pito a las chicas de la granja vecina, siempre era muy atento y nunca llevaba el sombrero dentro de casa. Solía mandarle cinco dólares al mes a su madre en Troy, Nueva York. Era sumiso y amaba a los animales. ¿Qué maldito derecho tenía cualquier deidad de hacerle eso a Hank, de hacerle morir todo destrozado y apestar por la gangrena? Caramba, cómo apestó esos últimos días, acostado ahí sobre su mugrienta manta de caballo en el establo, en medio de los percheros con los arneses. Y gritaba, enloquecido, para que alguien le trajera a un cura, que llegó lleno de barro hasta las rodillas y dijo algo en latín y puso aceite y cenizas sobre la frente de Hank.

Pero después de eso mi padre nos curtía a palos si no dábamos las respuestas correctas a las preguntas que el cura nos hacía. Nos pegaba en la cabeza, como alguien que prueba un melón, pero más duro, si sentía que necesitábamos un golpe por impertinentes o por lo que él llamaba «llevarle la contraria». «Kurz ist der Schmerz, und ewig ist die Freude!».

Para cuando tenía doce años me mantenía fuera del alcance de los jornaleros que iban y venían. Mi padre pagaba mal y siempre con retraso. Nunca oí nada de que la fe por sí sola funcione para uno y ésa era la verdad de todo tal como yo lo veía. El sexo era el único placer verdadero que la mayoría de los campesinos de todas las edades podían conseguir; eso y la bebida. Aquellos que no bebían ni follaban ni perdían el tiempo parecían bastante amargados y trataban de arruinar el placer de todos los demás. «Arruinar el placer», solía decir la tía Letty, «es la satisfacción que un montón de gente saca de la vida».

Nunca vi tanto consumo de alcohol como el que había en las granjas de nuestra región. Durante el invierno casi todos los granjeros congelaban unos cuantos barriles de sidra y cuando el núcleo de agua se congelaba y se hacía sólido, lo sacaban y lo que quedaba era alcohol de alta graduación, malo como una coz de burro. También hacían aguardiente de manzana y de maíz. No probé un whisky comprado en tienda hasta que huí a Saint Louis a los quince años.

El sexo siempre era algo fácil de conseguir y todos los chicos sonreían abiertamente y examinaban las palmas de sus manos para ver si les estaba creciendo pelo ahí, señal segura de que se estaban tocando el rabo, como les decían los mayores, y se volvían locos. A las chicas siempre las estaban pellizcando o toqueteando, las invitaban al hoyo de cenizas o detrás de las cribas para maíz.

Una vez cuando tenía nueve años, un jornalero, mitad indio, Joe Dancer, subió al ático del granero conmigo diciéndome que fuera a ver a los nuevos gatitos. Ahí estaba detrás de mí, y cuando me di la vuelta vi sus vaqueros bajados alrededor de sus rodillas y una verga fuera casi tan grande para mí como la del semental Jackson, Estaba pasmada, pero no sorprendida. Llevaba intentando meterme mano bajo el vestido durante semanas.

Le dije:

—Mira, Joe, mi padre simplemente te va a romper la cabeza con un yugo de buey, si se entera de lo que tienes en mente.

Joe solamente meneó su pito hacia mí.

—Entonces has visto muchos de éstos, ¿o no es verdad?

Le dije que sí y que no me importaba y él me dijo que si sabía para qué eran. Le dije que sí, «maldito seas híbrido de indio», y salté por la trampilla para el heno, riéndome a carcajadas. Joe simplemente no me atraía. Nunca me gustaron los morenos, y además su estilo era muy tosco. Si se me hubiera acercado lenta y tranquilamente y me hubiera engatusado un poco, habría podido jugar algo con él y él conmigo y habríamos podido, muy probablemente, divertirnos un poco. Pero lo que yo temía era la penetración.

Mi tía Letty me había dejado claro que podía doler como el diablo y desgarrarla a una la primera vez. Debo dejar claro que no tenía miedos reales sobre todo este asunto y francamente estaba muy interesada en ello. Había estado experimentando por mi cuenta, conmigo misma y con una de mis hermanas. Nos sentábamos, como hacen los niños, en la mugre y echábamos ojeadas exploradoras y nos manoseábamos, y mi hermana se metió piedrecitas en su vagina una vez y me hizo cosquillas con su dedo del pie. Desde luego, siempre teníamos miedo de que los adultos se dieran cuenta y de que nos pegaran de lo lindo. Pero parecía una sensación tan placentera e inocente y tan excitante para nosotras, que nunca sentimos que fuera ningún pecado. Tampoco temimos que se nos cayera algo o que enloqueciéramos como les advertían a los chicos cuando los sorprendían haciéndose pajas. Eso no los detenía a ellos ni a nosotras. Nada puede detener el instinto sexual, si lo tienes.

Desde luego, todo el tiempo teníamos a los animales de la granja para mostrarnos lo que sucedía y no veíamos por qué, si un maldito animal podía disfrutarlo, nosotros no podíamos. Además, los adultos lo hacían también y nos decían que ellos eran sabios y que lo sabían todo.

Nosotras estábamos a salvo de nuestro propio padre. Solía darnos palmaditas en el culo cuando excepcionalmente estaba de buen humor. A diferencia de las familias de granujas rubios que estaban en la hondonada del riachuelo y que vivían cazando y robando, cuyas hijas nunca estaban a salvo de sus parientes más cercanos. En la hondonada, los cazadores de zorros y pieles de rata siempre reservaban a la hija mayor para el padre. Generalmente ella tenía un vientre enorme antes de que terminara el año.

No eran simplemente rumores. Recuerdo un viejo con ojos crueles llamado Pearie a quien se llevaron el sheriff y un diputado; el viejo era calvo y barbudo, los dedos del pie se le salían de sus botas rotas, tenía las manos esposadas. Todo por matar a un recién nacido que su hija Drucilla parió. Ella solía traer las vacas al prado conmigo. Lo enjuiciaron por incesto porque no pudieron probar en el tribunal del condado que el bebé no había nacido muerto.

Tenía trece años cuando empecé a menstruar. Bien, nunca se oyó semejante chillido y alarido, como si me fuera a morir justo ahí en el camastro por una pérdida de sangre. Desde luego nadie me había informado, ni siquiera la tía Letty. Luego me llevó a un lado y me dijo: «Bien, eso es ser mujer. Es la maldición de Adán». Lo cual no tenía mucho sentido para mí. Adán llevaba muerto un millón de años, me imaginaba. Me puse un trapo entre las piernas y me sentí madura. Decidí que lo que quería era sentir lo mismo que esa yegua con la que Jackson se cruzó. Quería saber de lleno sobre aquello de lo que los jornaleros hablaban y hacían bromas y se daban palmadas en la espalda y sonreían abiertamente como un gato que se va a comer a un petirrojo. No quería a Joe Dancer, quien de todos modos se había ido a cosechar trigo y cebada en los campos del oeste, o a mi hermano, o a cualquier otro patán con las manos mugrientas. En una página rota de revista en la que nos habían envuelto levadura en la tienda había una foto de un tipo con una camisa almidonada, el cabello engominado con raya en medio y una frente alta y un bigote elegante, que estaba apoyado en una mujer con un gran trasero —dudaba si se lo abultaba un polisón o no—. Él le sonreía a ella y mostraba sus dientes y yo pensaba que ni siquiera Dios se vería tan esbelto y guapo vistiendo un traje negro. Tenía la página escondida y la miraba cuando estaba segura de estar sola.

Soñaba con él y con Jackson el semental. Iba al sumidero donde en verano nadaban los chicos con el culo desnudo. Me quitaba el vestido y miraba hacia abajo en el agua, y veía unas tetas pequeñas y un talle muy estrecho pero una cadera fenomenal. No había pelo todavía en mi conejito. Me imaginaba a mí misma bañada y peinada, algún día, con medias de algodón blanco y un pequeño corsé, y un sombrero de paja y un parasol. Quizá podía ser tan inteligente como las damas que se detenían en Indian Crossing para tomar la diligencia en la última estación. Las vi solamente unas tres o cuatro veces. Llevaban zapatos de botón con borla que dejaban ver cuando se subían al coche, y los holgazanes del almacén se inclinaban en sus sillas para echar un buen vistazo a algún tobillo. Los hombres se golpeaban en los brazos y escupían por todas partes, sonriendo todo el tiempo.

No nos bañábamos mucho en la granja. Cuando mi madre pensaba en ello, una tina de agua en la estufa de la cocina servía para todos, que usábamos la misma agua antes de que se enfriara. Los hombres generalmente se echaban agua de una palangana en el cobertizo, sólo miraban la toalla y usaban sus faldones. Apestaban a tabaco masticado, a sudor y a los olores naturales del cuerpo que se les pegaban a su ropa sin lavar. Empecé a coserme un par de bragas, hechas de unos retales que la tía Letty tenía en el baúl. Le compré una botella de esencia de almizcle por diez centavos al viejo Nat, el mercachifle judío, con peniques que había ahorrado vendiendo huevos de pájaro de caza silvestre en el almacén. Solía soñar que estaba lejos con el hombre de la foto del envoltorio de la levadura, y me abrazaba a mí misma mientras gozaba con el mango de un cepillo. Cuando la luna flotaba tan bajo que casi la podías alcanzar y tocar, me volvía un poco loca. Caminaba por la carretera y me acostaba en el amplio prado y oía a algún perro ladrar en una granja lejana y a los saltamontes cantar en la hiedra venenosa. Entonces suspiraba sin motivo alguno que yo pudiera entender y sentía como si la noche y yo estuviéramos juntas sin palabras. No tenía palabras.

Quiero decir que entonces no podía plasmar esto en ideas y con razón o lógica. Los niños están como adormecidos, pero no son tontos. Es porque no saben todo lo que les sucede y el por qué sucede. Me hacía el amor a mí misma, despacio al principio, luego más rápido, y tenía orgasmos muy placenteros. Tenía la sensación de que estaba a un millón de kilómetros de esa granja decadente y de ese padre fanático de Dios, de esa madre agotada, del estiércol y de la basura del granero; todo ese asunto mugriento de tener que luchar por una vida en el campo. Después sentía el sudor fresco en mi labio superior y simplemente me quedaba tendida ahí; ¡ay, qué bien y qué satisfecha! Era yo misma. Y si era el verano indio, el olor de las hojas quemadas traía ese encantador olor ácido, mientras el aire flotaba con polvo de los prados cosechados, y por poco me desmayaba. Ahí estaba todo para hacerme sentir y percibir un mundo que no conocí hasta años después. Un actor de Saint Louie me dijo una vez qué se experimentaba al ser uno mismo, sabiéndolo y sintiéndolo. La palabra que dijo era único.

Yo fui condenadamente única ese verano cuando tenía catorce años. Quería que mi hombre del envoltorio de la levadura me penetrara y sabía que nunca estaría ahí, sólo estaba impreso en un papel. Pero tendría que encontrar a alguien como él. Hallar el placer producido por algo más que una zanahoria o el mango de un cepillo. No era sofisticada, así que no cometí el error que tantas chicas cometen y llaman amor. Era un instinto sexual glandular y natural. El amor es algo completamente diferente de la simple fornicación. Toda mi vida pensaría de ese modo. Cuando pudieras combinar amor y coito con el placer, ésa sería la mejor manera de ser única. Si tuve un poco de esa alegría en la niñez y adolescencia, fue gracias a que tenía necesidades y me faltaba inocencia. No tenía absolutamente ningún sentido del pecado. Más tarde tendría dudas, pero no durante mucho tiempo. Soy una optimista tenaz.