De dónde vengo
«Toda chica está sentada sobre su fortuna, si al menos lo supiera», solía decir mi tía Letty cuando yo tenía ocho años. Desde entonces le he oído esa frase a otras personas cientos de veces, pero en esa época estaba segura de que mi tía Letty se la había inventado. Llegó una mañana a nuestra granja infértil en Illinois para vivir con nosotros. Era la hermana de mi madre. Mi madre siempre estaba hablando de la tía Letty. Decía que había venido a morirse con nosotros. La tía Letty era alta, demasiado delgada, con dientes feos, cabello teñido de una especie de naranja, como nunca antes habíamos visto. Amenudo, el color se quedaba en los antimacasares de las sillas.
Llegó con un baúl de piel de búfalo que tenía una tapa cóncava y al que se le había caído casi todo el pelo. También tenía dos bultos de equipaje que solíamos llamar bolsas de moqueta, hechas con piezas de alfombrado belga. No nos quedó otra que acogerla. Dijo que tenía un poco de dinero para mantenerse hasta que muriera, y nos prometió que no tardaría mucho tiempo. Los pocos dólares que pagaba al mes como pensión eran una ayuda en una granja que estaba llena de rastrojos, llena de troncos, con una gran familia y un padre que no pensaba más que en su iglesia y en inculcarnos el amor a Dios y al Papa a golpes, con cualquier pedazo de arnés de caballería o con el afilador de su navaja de afeitar.
Mi padre era un germano-americano intransigente, rollizo, rubio, con una barba desaliñada que siempre estaba tocándose y unos ojitos azules de loco. Era un hombre santo y devoto, eso era lo primero que saltaba a la vista, y preocupado al respecto. Su abuelo fue un carpintero naval que desembarcó en Filadelfia y sus familiares eran asiduos a la iglesia, siempre con el culo fuera del pantalón, mojigatos y decentes. Engendraban siempre a muchos niños que morían jóvenes o crecían y se iban sin que se volviera a saber de ellos nunca más.
Mi padre sabía un poco de latín de iglesia, como otros granjeros que iban a misa. En cuanto a los niños, todo lo que hacíamos ofendía la visión devota que mi padre tenía de nosotros y del mundo. Trabajaba en la granja y se follaba a mi madre, asustada sobre el colchón relleno de hojas de maíz, casi cada noche, gritando y gruñendo mientras se corría, y follando, follando sin parar —lo llamaba procrear y procrear—. Follaba sin parar, de modo que cada año había un nuevo bebé colgado de las tetas de mi madre mientras ella intentaba cocinar con su mano libre, quitarse el cabello de la cara y hacer que todos los niños mantuviéramos el orden. Debió de haber sido hermosa alguna vez, con esos ojos de paloma.
La tía Letty nunca decía dónde había estado o qué había hecho desde los tiempos en que ella y mi madre fueron criadas en un hotel de granjeros cerca de Cleveland. Hablaba de ciudades como Chicago y Saint Louie y Boston y Pittsburgh y San Francisco y Nueva Orleans. Lo máximo que mi madre podía imaginarse era que la tía Letty había bailado en un escenario y trabajado como la criada de una actriz. Usaba palabras de ciudad como pueblucho, blazer y charlatanería.
Mi padre la llamaba «la vieja ramera desgañitada».
Siempre estaba lamentándose de la Gran Ramera de Babilonia, el Fuego del Infierno, la Condenación Eterna, el Pecado Original y el Estado de Gracia, así que yo pensaba que la palabra ramera tenía que ver con la religión. Cuando supe lo que quería decir ramera, ya estaba más avanzada para entender la lección de «Toda chica está sentada sobre su fortuna, si al menos lo supiera».
Esto sucedía justo antes de la guerra civil en el sur de Illinois, y antes de eso, hasta los mejores hombres se habían ido, decía mi tía, a los yacimientos de oro en los años cuarenta y nueve y cincuenta. Los que quedaban eran para ella «unos campesinos fanfarrones sin cerebro suficiente para llenar una jarra de cerveza».
En todas las granjas se hablaba de padres e hijos que se habían ido al oeste para buscar fortuna y habían vuelto gordos como cerdos. No recuerdo a ninguno de ellos regresando con las alforjas llenas de oro en polvo o llevando pepitas de oro en el reloj. En las granjas invadidas por las malas hierbas todo el mundo tenía hijos que se habían ido y de los que en general no se volvió a saber nada. Las cartas dejaban de llegar y eso era todo. La vida era difícil en las granjas del sur de Illinois, y a menudo las dirigían personas como mi padre a quienes no les gustaba nada hacerlo y que además no eran conscientes de ello. Por lo tanto, eran amargados y ruines y luchaban con la miseria o pegaban a su familia. Mi padre no bebía, no fumaba ni mascaba tabaco, no tenía la válvula de escape que tenían los otros palurdos. Ni siquiera se iba a cazar zorros por la noche con antorchas y perros, ni se sentaba a beber aguardiente y a cotorrear con los demás. Era una vida miserable. Aparte de beber, hablar de los tiempos difíciles y de las enfermedades de los animales, siempre hablaban de follar. Pero mi padre tampoco participaba en esto porque le daba vergüenza o sentía que era pecado hablar de ello. Era un hombre activo y lleno de energía en la cama con mi madre, pero no andaba cacareando por ahí en las otras granjas o en la calle, ni se sentaba en el granero a beber sidra y a hablar de coños con los jornaleros.
En una granja a uno le llegan las obscenidades a raudales. Siempre había un par de escopetazos por temporada, cuando un padre o un hermano se iba a perseguir a un tipo que había dejado embarazada a alguna chica de la familia o cuando un marido regresaba del campo a por una piedra de afilar o un recipiente para el suero y se encontraba a su mujer abierta de piernas y a un desconocido tratando de «serrarla en dos», como se decía en el campo. Ésa era la diversión que había en esas miserables granjas, para variar un poco de las vacas lecheras que se metían en los cultivos de maíz verde y se inflaban de gas, hasta el punto de que mi padre les tenía que hacer un agujero en la tripa con un cuchillo para salvarles la vida y sacarles el aire.
Los muchachos siempre estaban experimentando entre ellos o con sus hermanas y en la charca y en la vega del riachuelo armaban mucho alboroto, haciéndose pajas y hablando de polvos y de enculadas. No creo que ningún niño o niña de granja creciera inocente como probablemente lo hacía un niño de la ciudad. Las niñas sabíamos muy pronto todo lo que había que saber antes de que tuviéramos pelo en el conejo. Era natural para los niños del campo saber y ver e intentar y hacer. El peor castigo que podíamos tener era un manotazo en la cabeza, a menos que fuera mi padre, quien por poco deja lisiado a uno de mis hermanos cuando una noche lo encontró trepando a la ventana de la hija de un jornalero en la granja vecina. Lo había seguido para pillarlo. Mi padre nunca fue un hombre normal en nada. La tía Letty solía decir: «Ni siquiera pasa hambre en una granja como el resto de la gente. Pasa hambre a su manera. Tiene que intentar cultivar cosas que si crecieran, de todos modos nadie querría».
Mi padre solía gritarle a la tía Letty en la mesa durante la cena: «¡Maldita ramera! Ramera sifilítica, mañana te vas de aquí».
Pero no se iba. Los pocos dólares que la tía Letty le daba al mes eran el único dinero que él tenía en el pantalón la mayor parte del año. Ella se quedaba, diciendo que de todos modos estaría muerta en una semana o en un mes. Se quedó siete años.
Han pasado más de cincuenta años desde entonces, todavía tengo pesadillas creyendo que estoy allí de vuelta.
En nuestra región la tierra para cultivar era mala; era casi puro bosque, y los campos estaban todavía llenos de cepas. Además de que los granjeros eran en su mayoría estúpidos o vagos. La holgazanería llegaba fácilmente a una granja infértil. Mi padre era estúpido y era malo porque sentía que la gente no vivía conforme a su idea de la voluntad de Dios. Nos azotaba a mí y a mis hermanos y hermanas para que fuéramos a confesarnos y a comulgar. Hacía de nuestra vida un ejemplo de pecado mortal. Sólo vivía, según decía, para recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Nos contaba que veía la Gracia de Dios en el Sacramento y hacía sonar las cuentas de su rosario; era simplemente un hombre desgastado, infeliz, convencido de que era incapaz de prosperar, incapaz de disfrutar.
El mugriento sacerdote que iba y venía de North Pike nos prometía a los niños fuego del infierno y purgatorio, nos prometía demonios y horcas, y el horror de quemarnos eternamente, como castigo a las faltas de nuestras vidas. Nos mostraba, como si fueran dulces, la hermosa imagen del cielo y los ángeles y los santos. Pero a mí no me parecía muy verosímil que estuvieran en algún lugar allí arriba.
Al crecer y correr perseguida en las parcelas de moras, vi que aquello no era mejor entre los presbiterianos, los metodistas y los bautistas que vivían alrededor. La mayoría de ellos estaban llenos de miedos del infierno y ávidos de esperanza del cielo. Pero también inculcaban su religión en el culo de sus hijos con látigos de mulero. Absolutamente en ningún momento creí en el fuego del infierno y tampoco estaba muy de acuerdo con el paraíso. Tanto la condenación como la felicidad absolutas parecían algo para hablar y no realmente para experimentar. No podían engatusarme con eso, ni siquiera entonces.
Era demasiado joven como para compadecerme de mi padre, y estaba demasiado dolorida de las nalgas por sus azotes con el arnés o sus palizas con el afilador de su navaja de afeitar como para memorizar el catecismo con un poco de sentimiento. Llegué a no sentir compasión por él. Como la mayoría de los fanáticos que llegaría a conocer, en realidad no tenía en absoluto virtudes cristianas de esperanza y amor. Nada de piedad, nada de amor a la gente como hermanos, nada de compasión por los animales, por los vagabundos, por los locos. Odiaba a los protestantes, judíos, negros, todos los demás credos. Era honesto hasta la médula, nunca engañaba a nadie conscientemente, nunca le hacía a nadie ningún favor, follaba como un visón, era cruel con los animales de la granja («Dios no les da almas») y sentía que estaba condenado. Era lujurioso y libidinoso y durante todo el tiempo que lo conocí nunca dijo una palabra amable o algo divertido.
Nací el 14 de junio de 1854, más o menos, pues mi padre tardó algunos días en anotar el nacimiento en su libro de cuentas y cuando se trataba de cifras era muy atolondrado. Puede que sea uno o dos días más vieja o más joven. Fui la decimoprimera hija que mi madre Essie parió. Siempre que le daba la lata o le causaba un dolor de cabeza atroz con mis caprichos, me decía: «Tú fuiste la única, Nellie, que me dio problemas para dar a luz». De los diez niños que llegaron antes de mí el récord es bastante desalentador. Seis murieron antes de cumplir un año o nacieron muertos. Dos se fueron por enfermedad de la garganta, como llamaban a la difteria en esa época. Mi hermano Tom, el mayor, perdió una pierna en Shiloh, al que los rebeldes llamaban Pittsburgh Landing, y después de eso sólo se sentaba en la taberna de Crossing, bebiendo y rascándose, hasta que el aguardiente acabó con él. Mi otro hermano, Orion, se fue hacia el oeste después de noquear a mi padre en el granero una mañana con un pedazo de arnés de caballo con accesorios metálicos. A Orion lo mataron en una pelea de pastores, o le dispararon en una taberna, o bien lo colgaron por birlar un caballo. Mi tía Letty, quien llevaba la cuenta de lo que pasaba en la familia, dijo que cualquiera de las tres historias podía ser cierta y contaba la versión que sentía que encajaba mejor en ese momento.
Era una familia de atolondrados y desafortunados, aunque condenadamente prolífica. Mi hermana Cathy se casó con un granjero, un mormón ignorante y peludo, y se fue con él a su tierra cuando tenía trece años y murió en un parto. Lo único que recibimos fue una tarjeta de Utah que decía que «había pasado a mejor vida con su hijo». Dos hermanas murieron de tisis galopante en Cleveland donde trabajaban como criadas en un hotel de granjeros, como habían hecho mi madre y la tía Letty. Mi última hermana murió en 1901. Lizzie nunca se casó, se quedó en la granja después de la muerte de nuestros padres. Estaba tocada de la cabeza. Se paseaba con botas de hombre y el cabello atusado; dirigía la granja mejor de lo que mi padre lo había hecho. Bebía y hablaba sola. La encontraron muerta una fría mañana, me escribió un vecino, en su cama con un vagabundo, ambos bien asados por culpa de un calentador de carbón que consumió todo el aire de la habitación cerrada durante una noche helada. Lizzie tenía fama de que se follaba a cualquier vagabundo o indigente o mendigo que buscaba una dádiva de carne fría y una copita del whisky local.
Lizzie, fuerte pero demacrada, con grandes ojos azul verdoso y puños de mulero. Pero siempre tenía la necesidad de un hombre. Podía tirarse a quien fuera.
No hubo más niños vivos después de que yo naciera. Mi madre tuvo un aborto espontáneo y dos bebés nacieron muertos, y después ya nada, aunque ella y mi padre siguieron revolcándose dos o tres veces a la semana en su vieja cama con muelles de cuerda. Los podíamos oír en ella resoplando y susurrando como cualquier pareja cachonda en un seto durante una noche de fiesta. Mi padre era el que hacía más ruido cuando se corría, como un becerro a quien le acaban de cortar el pescuezo.
La verdad es que no se puede crecer en una granja sin aprender pronto. La naturaleza ideó algunas cosas bastante locas para mantener el mundo lleno de gente y de animales. Llegaba la primavera y todo el corral se llenaba de lujuria y de animales mordisqueándose y persiguiéndose, y el celo y el apareamiento estaban por todas partes. El gallo montaba a las pobres gallinas hasta que terminaban dando vueltas con el culo sin plumas, el estanque de patos estaba lleno de huevos de rana. Teníamos un pato llamado Old Scratch, que fornicaba con lo que fuera cada vez que tenía ganas, lo cual parecía ser todo el tiempo. Llegaba silbando, batiendo las alas, y si no era una gansita, intentaba montarse a los lechones, a un cachorro o a uno de mis conejos negros. Una mañana cuando tenía ocho años me levanté y lo encontré sobre un conejo que gritaba y arremetí contra él con la escopeta de calibre ocho de mi padre cargada con balas, que es un arma tremenda. Lo que quedó de Old Scratch nos lo cenamos y sabía asqueroso.
Para cuando supe cuál era la pauta natural de la vida humana y animal, yo ya no tenía valores morales de los que estuviera segura, al menos no los que repetía el flacucho sacerdote alemán. A mí me parecía natural que todo y todos gozaran juntos. Tenías que echarles agua caliente a los perros para que se despegaran y eso me parecía una crueldad. Para mí, lo demás, tal como yo veía la vida, era sólo producir potros y becerros, polluelos y patos y conejitos. Las dos cerdas grandes que teníamos acostumbraban a comerse a sus críos si no corrías a detenerlas. Pero eran simplemente fábricas de beicon y al ver a una docena de lechones colgando de sus tetas, alimentándose sin cesar, me ponía a pensar que el reino animal era sólo procrear y procrear, ni más ni menos, como mi padre en su cama, si es que lo pensaba. En general, no lo hacía.
Yo era una niña mala, en el sentido de que no iba a dejar que nadie me obligara a llevar más mazorcas de las que me tocaban para encender el fuego en una mañana helada o bombear el agua cuando mis hermanos tenían que haberlo hecho, ni dejaba que nadie me hablara mal. Tenía las nalgas pulidas por el afilador de la navaja de afeitar de mi padre, y mi madre me daba una bofetada si rebasaba los límites, pero eso parecía justo, pues siempre la estaba haciendo enfadar, al no atender los quehaceres agotadores que una granja demandaba. La granja de mi padre era un lugar miserable, no importa cómo lo viéramos. Mi padre esperaba morir, esperaba llegar al Día del Juicio. Era un pecador —siempre lo decía— que había caído de la gracia muchas veces, y farfullaba tanto sobre los santos y los malditos protestantes que apenas le quedaba juicio para dirigir la granja.
Años después, siempre me río cuando alguien habla de lo pura que es la vida en el campo y de la inocencia de vivir en una granja. De cómo la naturaleza es mejor que las costumbres perversas de la ciudad. A kilómetros y kilómetros a nuestro alrededor sólo había estiércol, hedor, una lucha continua por mantenerse miserablemente vivos, por escapar de las garras del banco o evitar que el sheriff te confiscara la granja por no pagar impuestos. Las pocas granjas a las que les iba bien estaban en manos de hombres crueles y duros que mataban de hambre a los jornaleros, pagaban poco por las cosechas de los granjeros que necesitaban un poco de liquidez o crédito. Entre el cólera de los cerdos, el tábano de los caballos, la difteria y el crup de los pollos, había un millón de cosas que podían arruinar la vida de los animales en la granja antes de que pudieran crecer lo suficiente como para vendérselos a la gente del mercado por lo que pudieran pagar. Recuerdo que se pagaban seis centavos por una docena de huevos, veinte centavos por un pollo desplumado, destripado y chamuscado.
Lo que me hacía diferente de esos palurdos ordinarios era la idea de que del otro lado de la colina y más allá de los graneros sin pintar, del sucio camino, polvoriento en verano, lleno de barro en la temporada de lluvias, había otro mundo. Era un cielo nuevo, mi tía Letty solía decir que era «azul como los pantalones de un holandés». Ese azul era más limpio que el mundo en que yo vivía. Eso y las estrellas de la noche en ese cielo tan negro como el alquitrán, las estrellas titilantes, que me hacían pensar; en fin, qué podía pensar una mocosa de ocho años con piernas llenas de rasguños y desnudas, con bragas sucias. Pero era algo diferente. Quizás el mundo de la tía Letty, que había sido una puta y hablaba de Pittsburgh cuando tenía un frasco de aguardiente cerca de su boca y contaba cosas sobre hombres que llevaban guantes de cabrito y fumaban puros y pedían vino y eran personas realmente notables. Pero eso no era real para mí. Yo tenía otro mundo creado a partir de algunas páginas arrancadas de una revista o un pedazo de periódico. No teníamos libros ni periódicos o revistas y lo único que había para leer era la vida de un Papa y algunos folletos verdes sobre santos fritos, cortados en pedazos, rebanados y horneados de varias maneras. «Lo suficiente», solía decir la tía Letty, «para hacer un estofado para leñadores».
Nunca logré entender la imagen de una mujer, un óleo colorido de una santa con el corazón fuera de su cuerpo y quemándose como si lo hubieran metido en petróleo. Y ella sonreía como si lo disfrutara. También había encima de la cama de mis padres un crucifijo de latón con un Cristo famélico, que tenía clavos de verdad en sus manos y pies. Siempre apartaba la mirada cuando lo veía.
Aquello fue prácticamente todo el mundo externo que entró en el mío durante mucho tiempo. Algunas veces un vendedor ambulante pasaba en su calesa o el mercachifle judío, el viejo Nat, que se jactaba de cargar cuarenta kilos en la espalda y otros veinte delante. Todo eso, según explicaba, sostenido por un arnés especial. Era un hombre nervudo con una enorme barba negra y rizada. Comía con el sombrero puesto y traía su propia comida a base de huevos duros y pan seco. Habría tomado leche directamente de la teta de la vaca, si se lo hubiéramos permitido. También solía agradecerte una manzana o una pera, que envolvía en su pañuelo rojo. El viejo Nat y mi madre podían hablar durante horas y ella terminaba por comprarle una bobina de hilo, un rallador de hierro para remolacha o algunos botones de cristal en forma de flores. Era el único hombre al que alguna vez mi padre habló amablemente, sin incluir al sacerdote. El viejo Nat solía sonreír y encogerse de hombros cuando mi padre le señalaba lo estúpidos que eran los judíos, quienes fundaron el mundo, por no unirse a esa promesa que el padre Gutman tenía para salvar sus almas del eterno purgatorio. Mi padre lo llamaba «el viejo judío de la tripa peluda», pero le gustaba hablar con el viejo Nat.
Nunca fui sentimentaloide o blanda sobre las cosas que algunas personas sentían con respecto a la música, a los poemas o al mirar viejas botellas de vino. Pero recuerdo el verano en que tenía ocho años, que me puse a correr fuera, desnuda como Dios me trajo al mundo, bajo una cálida lluvia. Simplemente corrí, grité sonidos locos y reí como si tuviera un ataque, con el barro chorreándome entre los dedos del pie y los viejos manzanos con sus troncos todos negros y brillantes por la lluvia. No podía dejar de gritar. Llegué al maizal y me quedé ahí, con la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados, y la lluvia bañándome, y la boca abierta bebiendo de la lluvia, y sintiéndome toda caliente y a gusto y rara también, mientras ponía las manos entre las piernas.
Años después supe que eso fue como una gran noche follando con un hombre maravilloso. Así que esa lluvia, ese juego, pudo haber sido mi primera toma de conciencia de una experiencia sexual. Si lo hubiera sabido, ése fue mi primer entendimiento de lo buena y agradable que podía ser la vida. Pero simplemente me sentía bien, sin límites, descalza en una cálida lluvia y haciendo lo que se me antojaba, inclusive temblando en una sábana. Me llevó mucho tiempo superar las reglas demasiado simples y la gente con la mente cochambrosa que piensa que cualquier placer del cuerpo es sucio. Y todo es tan sucio para ellos que temían formar parte de eso y tampoco querían que nadie participara en ello.
Me gustaba acostarme en el ático del granero y mordisquear una paja y mirar a escondidas, espiar la vida de la granja, a los jornaleros bebiendo a escondidas una jarrita de sidra, a una de mis hermanas dejándose cepillar el cabello con un buen peine y gritando y recibiendo una bofetada. A mi madre le gustaba mantener la vida animal fuera de nuestro cabello. Todas teníamos el cabello rubio cobrizo o amarillo limón. El mío era realmente dorado, como vi después cuando tuve una moneda de veinte dólares proveniente de la casa de la moneda de San Francisco. Entendí por qué los hombres me llamaban Goldie.
Me ponía a soñar despierta en el ático. A lo lejos veía humo que se alzaba lentamente porque alguien estaba quemando maleza o un viejo tocón, y al caballo blanco que tiraba del arado de mi padre dando media vuelta al final de un surco, y a mi padre que se secaba la cara con la manga de su camiseta y tomaba un trago de agua de una vasija de barro que había dejado ahí. A veces un zorro, o alguna especie de bicho, andaba rondando en la hierba amarilla y alta cerca del gallinero. Bucket, el perro encadenado cerca del granero, se ponía a aullar y a tirar casi estrangulándose con su collar hasta que alguien salía con una escopeta y dejaba salir un disparo. Recuerdo un halcón de alas rojas que pasó como un rayo justo arriba del corral. El jornalero soltó dos cañonazos y el halcón dio repentinamente una pirueta, se cayó y se convirtió en un revoltijo de plumas sueltas. Se precipitó como un bulto destrozado en medio de los tomates verdes.
No hay nada que se le escape a un niño de granja. Vi a la yegua de la granja vecina cruzarse con el semental del dueño del almacén, un semental llamado Jackson. Le sostuvieron la cabeza a la yegua en la parte de atrás del almacén, luego uno de los hombres cavó dos agujeros de unos treinta centímetros de profundidad en la tierra detrás de las ancas de la yegua y llevaron a Jackson, que giraba los ojos y tenía el pito fuera, grueso y negro; parecía de casi un metro de largo, era la verga más larga que jamás había visto. Lo ayudaron a montar y a meter sus patas traseras en los agujeros cavados en la tierra y alguien lo ayudó para que su pito encontrara el coño de la yegua y él estaba frenético y la yegua tenía las orejas levantadas, los ojos cerrados, mostraba sus dientes amarillos y resollaba en cierto modo. Durante todo el tiempo debió de haber una decena de hombres alrededor de los dos caballos ocupados y unos cuantos niños viendo gozar al semental. Una de mis hermanas y yo estábamos en una loma donde habíamos estado recogiendo moras. Sentí mi boca seca y me sentí sofocada por dentro. La yegua relinchó, el semental se salió y se bajó, con el pito empapado y flácido. Algunos de los hombres se reían y algunos de los niños recibían bofetadas por estar ahí.
No entendí por qué los niños se burlaban. Yo estaba tan interesada, aun cuando mi hermana dijo que aquello era «desagradable». Compadecí al semental porque todo el mundo se reía de él. Me habría gustado preguntarle a la tía Letty sobre los sementales y sus enormes aparatos, pero estaba ocupada mezclando una de sus cremas para el cutis y no podía escuchar y mezclar al mismo tiempo.
Mi tía Letty fue la primera mujer que conocí que trataba de cuidar su cutis. Mi madre y las otras mujeres del campo llevaban sombreros contra el sol, pero nunca se ponían nada en la cara más que lejía, jabón de sebo hervido en casa y agua. Y no demasiado. Pero la tía Letty, que había traído botellitas y polvos y algunos frascos de productos con olor fuerte, sentía que una no podía «andar por ahí con un cutis de alce».
Cuando sus reservas empezaron a agotarse, se puso a mezclar sus propios productos. Todavía tengo una vieja hoja de papel con algunas de sus recetas que anotó para mí como algo que podía mantener mi piel joven.
Con el viento del campo y el frío del invierno teníamos siempre los labios partidos y resecos. La tía Letty fabricaba un bálsamo para labios a base de resina de benjuí en polvo, aceite de nuez moscada hervido con algunas gotas de té de azahar en una taza de agua de lluvia. Para el cutis hacía un mejunje con polvo de resina de benjuí y una taza de whisky. Definitivamente hacía que la piel ardiera. Se tenía que secar en la piel y no se podía limpiar.
Las arrugas eran el problema de la tía Letty y las combatía con un mejunje de cera blanca derretida, miel y jugo de bulbo de lirio. Al untárselo, mantenía las arrugas bajo control. «Las más grandes cortesanas de los franceses en París usan esta receta. A los sesenta, setenta años, hay algunas que tienen la piel como el culo de un bebé y los hombres se mueren por… bueno, olvídalo».
El polvo facial de la tía Letty era realmente muy bueno y lo usé hasta que se acabó mi última cajita. Lo hacía con almidón de trigo mezclado con raíz de lirio, aceite de limón y bergamota, aceite de clavo («también excelente para el dolor de muelas», añadía). Bien mezclado, este polvo cubría muy bien la cara, pero la dejaba un poco pálida. La tía Letty y sus mejunjes me hacían dudar que las cortesanas fueran unas simples rameras. Las rameras no sonaban tan refinadas cuando mi padre las maldecía.