Mi última casa
Al mirar hacia atrás en mi vida, y es de la única manera en que puedo mirarla ahora, nada en ella salió de la manera en que la mayoría de la gente hubiera querido vivirla. Y aunque empecé a los quince años en Saint Louis en una buena casa, sin planes, deseando únicamente, como toda puta joven, joder para ganarme algo de comer y de vestir, terminé como una mujer de negocios, y me convertí en una madame de casa de citas, que reclutó y disciplinó putas, que atendió sitios de lujo. Siempre me he preguntado, también, por qué sucedió todo de esa forma. Ahora puedo decirlo: si alguna vez llegué a tener remordimientos, nunca tuve arrepentimientos.
Cuando atendía mi último prostíbulo en Nueva Orleans, justo antes de retirarme, estaba tan orgullosa del lugar, sus huéspedes y sus chicas, como podía estarlo J. P. Morgan dirigiendo Wall Street o Buffalo Bill —generalmente borracho de bourbon— en un caballo blanco disparando bolas de cristal al aire para el público de su espectáculo.
Ojalá tuviera fotos de mi última casa. Los huéspedes podrían decir que nunca vieron mejor gente en ningún otro lugar de la ciudad. Había puesto auténtico cristal de Venecia en los mecheros de gas y cortinas de terciopelo color rojo sangre que llegaban hasta el suelo, y tenía ocho chicas que yo misma escogí, algunas de lugares tan remotos como Saint Louie y San Francisco, y dos mulatas altas a las que llamaba españolas, y a nadie le importaba un comino lo que eran después de que subían para mojar el churro o hacer un 69.
Amueblar una casa de citas, y yo monté más de tres antes de retirarme en 1917, requiere algo de sentido común y mucha sensibilidad para la comodidad del cliente, sus hábitos y pequeñas manías. Daba solamente la mejor comida y tenía una cocinera, Lacey Belle, que estuvo conmigo durante muchos años. Ella hacía todas las compras, y dos negros cargaban las cosas frescas mientras ella las compraba. Lacey Belle sabía cocinar a la francesa, y sabía cocinar al estilo Jim Brady o americano, pero nunca les servíamos a los huéspedes comida de mala calidad o mal hecha. Las chicas y los caballeros comían de lo mejor. Los cubiertos y los platos eran pesados y buenos. El vino venía en botellas sucias con las etiquetas apropiadas para los puteros que sabían lo que querían. No todos los hombres que van a un burdel son fanáticos del coño. A menudo se trata de hombres solos en busca de contacto humano, aun cuando tienen que pagar por él. Para aquellos que no entendían de vinos teníamos muchas botellas elegantes que rellenábamos de vez en cuando con vino tinto y vino blanco de los toneles de un agricultor cajún.[3] El whisky era el mejor bourbon de Kentucky, y Harry, mi peón y chófer, sabía mezclar ginebra con soda, Tom Collins y Horse’s Neck,[4] todas las cosas que un tipo requería para hacer alarde de que había estado en Saratoga o en Churchil Downs o Hot Springs.
La ropa de cama es un asunto muy importante, y una casa puede arruinarse sino la cuida, cuenta, marca y envía a la mejor lavandera negra de la ciudad que tuviera por clientela a los mejores prostíbulos. Siempre cambiaba las sábanas después de cada cliente, pero algunas casas lo hacían cada día. Y los lupanares sólo tenían una sábana gris en un camastro y quizá nunca la cambiaban, sólo la tiraban cuando ya nadie quería acostarse ahí.
Nunca compartí la idea de que las putas tienen un corazón de oro y nunca rechacé a una chica porque fuera nerviosa y voluble, lo que después llamaron neurótica. A veces eran las mejores putas. Si una madame no puede lidiar con las chicas, mejor que se salga del negocio. Las chicas hacen o deshacen una casa y necesitan una mano firme. Había que estar atenta a las lesbianas, y mientras que no me importaba que las chicas hicieran buenas migas y compartieran habitación para jugar con sus clitoris, si llegaba a encontrar un consolador, sabía que se habían pasado de la raya. Las chicas que se vuelven libertinas entre ellas no satisfacen a los puteros porque están demasiado ocupadas en sí mismas.
Tuve muchas chicas que eran mulattas, lo que llaman mestizas, negrillonnes; y de Brasil, caloclo y mulatas. Si no podían pasar por españolas, se las entregaba a una madame que tenía una casa para negros. Siempre tuve prostíbulos de blancos con un poco de color, para darle sabor, se podría decir. Era estricta, pero no sentía placer alguno en hacerles la vida miserable, como alguna que otra madame hacía.
Castigaba a las chicas con multas, y si se ponían peleonas o fuera de control, le pedía a Harry que les diera una paliza, pero sin dejarles marcas. Esto puede sonar ruin y cruel, supongo, pero a menudo se trataba de chicas salvajes, un poco idas de la cabeza, que podían hacer daño si se pasaban de la raya. Y en el momento en que una casa adquiere la reputación de tener chicas que no se comportan correctamente con los clientes, más vale cerrar, apagar las luces de la entrada y tirar la llave.
El huésped siempre debe estar protegido de cualquier cosa que pueda causar una pelea y exponerlo al escándalo. Es sorprendente cuánta tranquilidad necesita un hombre, después de cierta edad, para follar como es debido. Además, una madame ruin y mezquina no puede mantener la calidad de una casa o los ánimos de las putas.
Pagaba a las chicas un tercio de lo que ganaban y nunca se lo retenía, y no las explotaba con intereses en los préstamos que les hacía ni las metía en drogas ni dejaba que sus chulos las estafaran, como sucedía en otras casas. Nunca simpaticé con los chulos que se mantenían con las ganancias de una chica y vivían a costa de su coño. No hay nada más bajo que un proxeneta, a menos que sea alguno de los políticos que conocí.
Las chicas ganaban su dinero y podían hacer con él lo que quisieran. Les cobraba por su comida, lavandería, habitación, y si no eran borrachas perdidas, les daba el alcohol gratis. Una borracha no es una buena puta. No puede ocultar su aliento y no hace su trabajo con estilo. Las prostitutas son ruines pero sentimentales. Lloran por perros, gatitos, niños, novelas o canciones tristes. Nunca me gustaron mucho las chicas que venían a trabajar a una casa por placer. Les faltaba algún tornillo. Recuerdo una chica judía de una buena familia que era la cosa más salvaje que se podía encontrar en Basin Street. Duró dos meses, trató de matar a un putero con una silla y se colgó esa noche en el ático; colgaba desnuda como un pollo desplumado.
Nunca conocí a ninguna puta que pudiera ahorrar dinero. Pero hubo una chica mitad india, de Oklahoma, que regresó a casa y se casó con un granjero que se convirtió en un magnate de petróleo y después en un congresista o juez federal.
Siempre dirigí las casas de manera estricta, del mismo modo en que un buen capitán dirige un barco. Por las mañanas la casa era como una tumba. Las chicas dormían y Harry regaba las jardineras y las banquetas, con las cortinas cerradas. Dentro Lacey Belle y dos criadas limpiaban los ceniceros, barrían, sacudían, sacaban las manchas de los vasos mojados y separaban las sábanas. Era inútil hacer comida porque no era hasta las dos de la tarde cuando algunas chicas gritaban a las criadas para que movieran sus negros culos y les llevaran café. Las chicas no aguantaban mucho hasta que su café llegaba. Y yo tenía que cuidar que las borrachinas no bebieran whisky.
Insistía en que todo el mundo estuviera abajo a las cuatro de la tarde para comer. Y las obligaba a lavarse, a peinarse correctamente y a ponerse ropa limpia o batas antes de que bajaran. Veía que les sirvieran una buena comida. Nada sofisticado. Una sopa de quingombó u ocra,[5] bistec, patatas, pavo, carne blanca o pollo, un pescado de río frito, tarta de manzana y gran cantidad de compota de fruta. Uno de los problemas de las putas es el estreñimiento. Insistía para que fueran regularmente y usaran corteza de cáscara sagrada[6] y ruibarbo. Cada habitación tenía un orinal; a muchos puteros les encanta oír a la chica meando. Después mandé poner un baño en cada piso; en un piso, un gran trasto de mármol donde cabían dos. También bidés. Al principio a la mayoría no les gustaba el baño diario que les obligaba a tomar en bañeras de hojalata, pero no mandé poner todas esas cañerías sólo para hacer ostentación. Y después de un rato el perfume no oculta al ser humano que está debajo. Los bidés eran nuevos para muchas de ellas y una campesina de Kansas lo usaba para lavarse los pies hasta que le enseñé. Acostumbrada a las hojas de maíz y a las páginas de catálogo, tampoco había visto nunca papel de baño.
No dejaba salir mucho a las chicas, pero cada una tenía un día libre y las putas católicas normalmente eran muy devotas e iban a misa. Podías saber cuando se habían confesado. Parecían inocentes y educadas y en un estado de gracia. No les permitía tener crucifijos en la pared de su cuarto. Uno de nuestros mejores clientes era un maravilloso caballero judío que solía enviarle a cada chica una cesta de botellas de vino cada Navidad. Más tarde se hizo dueño de una cadena de cines y siempre me enviaba un abono para toda la temporada. Eramos la única casa de citas que tenía una mezuza[7] en la puerta.
Hasta las nueve de la noche las chicas se sentaban y fumaban, se volvían a peinar, fanfarroneaban, alardeaban, hojeaban revistas; no leyeron un periódico hasta que las historietas no se hicieron populares.
Siempre se estaban prestando dinero entre ellas y se endeudaban con Suroyin, el viejo mercachifle griego que les vendía mantas, vestidos, ropa interior y zapatos a plazos. Las chicas que tenían un chulo tenían que mantenerlo contento con ropa y dinero para apuestas y fianzas para sacarlo de la cárcel por alguna cuchillada o un pequeño robo. No permitía que los chulos estuvieran en la casa, pero una vez al mes podían venir a cenar un domingo para follar con su chica. Sin coste.
A las nueve de la noche las tres negras empezaban con música en el salón principal y el pianista improvisaba en el piano de cola en el salón trasero, que era el salón para los peces gordos, los muchachos del ayuntamiento, los caballeros del Capitolio, la gente de las mejores familias, los actores en gira (el padre de John Barrymore me dejó un sombrero de copa que guardé durante casi un año).
Algún cazaputas extraviado aparecía quizá alrededor de las diez y pedía una chica. Si tenía un aspecto algo inapropiado, le decía: «Lo siento, está cerrado por la muerte de un familiar». Los verdaderos clientes no empezaban a llegar hasta después de cenar, cerca de las diez. Tocaba una campana para que una de las criadas negras pidiera a algunas chicas que bajaran. Nunca gritaba: «Hay visitas, chicas»; o como algunos hacían: «Llegaron los caballeros, señoritas», o «Muevan sus culos». Dejaba que la criada hiciera pasar a las chicas.
En una buena noche, el lugar tendría hacia la medianoche de doce a veinte hombres en ambos salones, con las chicas circulando y las criadas distribuyendo las bebidas. Solía usar servidumbre negra de primera categoría y las chicas no se sobresaltaban si las pellizcaban en el trasero o en las tetas, pero ante eso yo intervenía y decía que ofrecíamos nuestros servicios a caballeros y que estaba segura de que él era uno. Nadie con buena educación me respondía. Dejar que se follen a la servidumbre nunca es bueno para una casa.
La mayoría de las putas del salón se ponían vestidos largos de noche a los que yo había dado mi visto bueno. Tenían el peor gusto para el frufrú y las plumas. No permitía mucho los peinados con crepés o moños a menos que el cliente tuviera una obsesión por el cabello. Algunas de las chicas se vestían como jinetes con pantalones ajustados, gorras y botas de cuero; otras, como colegialas con zapatos de hebilla y enormes lazos azules en el cabello. A menudo los viejos querían de nuevo estar con una colegiala.
Siempre me gustaron los clientes estables, que volvían y encontraban la manera de sentirse en casa fuera de casa, por decirlo de alguna forma. Un viejo cliente y sus invitados eran bienvenidos y cualquier boxeador (blanco) de paso, actor, senador o juez. No me interesaban mucho los clientes que venían de la calle y en épocas buenas los evitaba. Un poco menos de ingresos, un poco más de comodidad.
A las chicas se les ponía té frío en sus bebidas, pero cada quinta ronda les daba una dosis de whisky. El champán era el máximo objetivo para ellas y guardaban sus corchos. Ganaban un dólar por corcho. No me gustaban las chicas vulgares o atrevidas. Pero siempre mantenía cerca a una chica con iniciativa, una que trabajara con los puteros tímidos o con los adolescentes que todavía se hacían pajas, que venían de la universidad para desvirgarse. La chica tenía que insinuárseles, pero sin espantarlos. Una casa de la que se decía que era un lugar donde la timidez y la impotencia no podían tratarse perdía a una buena parte de su clientela especial.
Antes de las dos de la mañana las habitaciones estaban todas ocupadas y yo bebía con los huéspedes en espera, y las chicas volvían a bajar, con la cara refrescada y el cabello peinado. Hacía las presentaciones y me las arreglaba al mismo tiempo para cobrar, si no me habían pagado por adelantado. Un cliente que ya había vaciado el saco podía hacerse el longui para pagar o pedirme que se lo pusiera en su cuenta. Siempre les decía: «Las casas de citas no tienen secciones de contabilidad». El secreto está en sonreír pero ser firme, y atrancar la puerta de salida, con gracia. Seguir parloteando, nunca dar al huésped la oportunidad de pedir un crédito o decir que fue un mal revolcón. Acompañaba al huésped hasta la puerta, asegurándome de que hubiera pagado todo el alcohol y los destrozos.
Recuerdo que algunos de los clientes viejos, un magistrado, un juez de corte, solían darme un beso de buenas noches en la mejilla y palmaditas en el culo.
Tenía un ama de llaves, generalmente una vieja tortillera, y ella mantenía el orden arriba y se ocupaba de las sábanas. Hacia las tres de la mañana la clientela empezaba a decaer. Los trasnochadores, clientes que se quedaban toda la noche, estaban encerrados, y en el tercer piso podía estar celebrándose un espectáculo, con chicas desnudas o en ropa interior con volantes, a veces una chica medio vestida es más sexy que una desnuda; dos o tres chicas bailando, un poco extravagantes, lo suficiente como para excitar a los clientes, que podían participar en grupo o individualmente. A menos que un huésped especial pidiera un pequeño vudú, rara vez permitía orgías grupales.
Abajo, en los salones, las chicas se sentaban sin hacer nada, escuchando al pianista tocar una pieza fácil o a la orquesta ejecutar una melodía de Stephen Foster. Alrededor de las cuatro de la mañana subían a dormir; a las más nerviosas les daba un trago de ginebra. Hacia las cinco, a menos que hubiera un gran baile en la ciudad o que hubiera llegado un barco especial y la gente estuviera dando vueltas en la calle, apagaba las luces de abajo. Harry cerraba las puertas. Rara vez abría la puerta a los que llamaban y el polizonte de ronda venía y les decía que se largaran.
Nunca contaba las ganancias hasta el día siguiente, así de agotada quedaba, pero ponía en remojo los pies en agua caliente y una de las criadas me masajeaba el cuello mientras yo me quitaba el corsé y me iba a la cama con un vaso de leche caliente y nuez moscada. Conforme iba envejeciendo padecía de insomnio y algunas veces metía a una de las criadas en mi cama y hablábamos de todo y de nada, cotorreábamos a la luz de una lamparilla de aceite, hablábamos sobre los clientes, la vida familiar de la criada, y cuando la chica veía que yo ya estaba adormilada, se salía de la cama y me dormía hasta las diez u once de la mañana, cuando oía a las chicas bajar las escaleras o a Harry moviéndose con el perro guardián que teníamos en el establo o fuera probando las contraventanas, y entonces me despertaba, y adiós al sueño.
El negocio del sexo es tan complicado como dirigir la U.S. Steel.
Algunas madames esnifaban cocaína, pero mis tensiones generalmente estaban bajo control y sólo me quedaba acostaba, medio ida, hasta que la luz de la mañana atravesaba las cortinas, sólo un rayo de luz. Solía sentir que estaba envejeciendo, que no tenía familia ni verdaderos amigos, sólo podía contar conmigo misma. Y odiaba levantarme. ¡Qué demonios! ¿Para qué?, ¿por qué? ¿Para mantener una casa de putas altaneras? Pero al final yo era una «hija del deber», como una vez me llamó un jugador, y salía de la cama refunfuñando, tosiendo y carraspeando, y pedía a gritos un café negro con un chorrito de ron.
Siempre tenía muchísimo por hacer: meter en sobres la tajada para la policía y el ayuntamiento, revisar la lavandería con el ama de llaves, los gastos de limpieza, reemplazar las sillas, lámparas y sábanas rotas. Por la mañana la casa olía todavía un poco fuerte. Talco, lisol, colillas, penetrante olor a mujer, sudor, perfume, meados, axilas, duchas vaginales y alcohol derramado. Después de un tiempo, para mí una casa no era una buena casa si no tenía ese olor a almizcle por la mañana. Lacey Belle, las cocineras y yo tomábamos nuestro café en la cocina, mientras todas las chicas dormían, y solía leer el periódico y ver quién estaba en los buenos hoteles y hacía apuestas con Lacey sobre quién aparecería esa noche en la casa.
Yo les ofrecía una buena casa de citas en Basin Street, una buena calle, no una de animales salvajes y sitios escandalosos como las que había alrededor de Canal Street al norte de Saint Charles Avenue y dentro del Vieux Carré. La guerra civil había arruinado la ciudad y las casas más respetables perdieron a sus madames. Había prostíbulos en las calles de Gravier, St. John, Union, Royale, Basin, Conti, Camp, Franklyn y Perdido.
Al principio dirigí una casa de lujo de veinte dólares con putas hermosas y limpias. De ahí, los precios bajaban hasta los burdeles de quince centavos para negros. El pago de sobornos de protección a la gente adecuada era lo que los mantenía abiertos y funcionando.
Así eran la mayoría de mis jornadas en cualquiera de las casas que dirigí. Y generalmente eran buenas y transcurrían así, y no como en los prostíbulos de los libros y obras de teatro y posteriormente de las películas. Nunca se mostró realmente en ellos una casa de citas, sólo ideas que los hombres se hacen de éstas, la idea que el cliente medio tiene sobre personas de las que no sabe una mierda; excepto los sueños que supuestamente teníamos que hacer realidad.