¿Para qué sirve el sexo? La mayoría tiende a pensar que esta pregunta tiene una respuesta trivial: para hacer hijos; ¿para qué si no? Esto resulta obvio incluso para quienes protestan ante esta reducción del acto sexual a un mero acto reproductivo, porque ni siquiera los más románticos están eximidos de la obligación de recurrir a algún método anticonceptivo para evitar un embarazo no deseado como producto secundario del éxtasis erótico. Lo cierto, sin embargo, es que la concepción biológica de la sexualidad es aún más reduccionista: en biología, por sexo se entiende cualquier mezcla de genes procedentes de al menos dos fuentes. Esta definición tan amplia abarca fenómenos tan alejados del erotismo humano como la transducción vírica (la incorporación de genes víricos al genoma de la célula huésped). Admito que, incluso para un biólogo teórico como quien escribe, contemplar un resfriado como un acto sexual puede parecer un tanto retorcido. Pero los lectores que lo deseen están eximidos de este ejercicio porque, a efectos de los problemas que se plantean y discuten en este libro, podemos identificar sexualidad con reproducción sexual. Y es que, precisamente, la evolución de esta modalidad reproductiva es uno de los mayores enigmas evolutivos (para algunos autores, el problema de los problemas).
Quisiera subrayar, no obstante, que sexualidad no implica reproducción, ni siquiera desde un punto de vista estrictamente biológico. De hecho, en las bacterias y otros microorganismos la sexualidad, entendida como intercambio genético, está por completo disociada del acto reproductivo. Si asociamos el sexo con la procreación no es porque ambos conceptos sean inseparables, sino porque quedaron indefectiblemente ligados en algún momento de la evolución de nuestros ancestros animales. Pero sólo los mamíferos y las aves son obligadamente sexuales. Aunque el sexo es la opción reproductiva mayoritaria entre los eucariotas, hay especies que lo han abandonado y se han pasado a la clonación asexual, mientras que en muchas otras es sólo una opción alternativa que se reserva para ocasiones especiales.
Los biólogos siempre han sabido que, como procedimiento reproductivo, el sexo parece una complicación innecesaria. ¿Por qué perder el tiempo en encontrar una pareja aceptable que a su vez lo encuentre aceptable a uno o a una? No es de extrañar, pues, que muchas formas de vida prefieran ahorrarse este trámite. Los microbios unicelulares simplemente se dividen en dos, y muchos organismos pluricelulares (incluso algunos vertebrados, como veremos en su momento) se reproducen por sí solos sin necesidad de aparearse con ningún congénere. Aun así, es innegable que la fusión sexual, obligada u opcional, es la modalidad reproductiva mayoritaria en animales, plantas y eucariotas en general, por lo que cabe suponer que tiene alguna ventaja adaptativa que compensa sus inconvenientes.
Darwin ya sugirió en El origen de las especies y otros escritos posteriores que la razón de ser de la fecundación cruzada era proporcionar «vigor híbrido». Pero el primero que insistió en el carácter problemático de la reproducción sexual desde el punto de vista evolutivo fue el gran biólogo alemán August Weismann. Sobre la base de que los hijos engendrados sexualmente nunca son copias idénticas de los progenitores, Weismann explicó la prevalencia del sexo apelando a la variación heredable que proporciona, una variación que alimenta la selección natural y contribuye a acelerar la evolución, lo que incrementa la adaptabilidad de las especies.
Weismann formuló esta explicación clásica poco antes del redescubrimiento de las leyes de Mendel a finales del siglo XIX. El noviazgo entre la joven ciencia de la genética y la teoría de la evolución fue turbulento, porque el carácter «cuántico» de la variación heredable no congeniaba con el gradualismo darwiniano. Pero, finalmente, el matrimonio entre ambas disciplinas se formalizó en la década de 1930, cuando los británicos Ronald Fisher y J. B. S. Haldane, junto con el norteamericano Sewall Wright, fundaron la genética de poblaciones, el núcleo teórico del neodarwinismo. Fue precisamente el sexo lo que permitió conciliar el mendelismo con el darwinismo clásico, al comprobarse que la recombinación de los genotipos parentales permitía una variación individual tan amplia que podía considerarse casi un continuo. Y una tarea prioritaria de aquellos primeros genetistas de poblaciones, en particular Ronald Fisher y Hermann Muller, consistió en reformular el argumento de Weismann en términos neodarwinistas, incorporando el concepto de gen. Los trabajos de Fisher y Muller, publicados a principios de la década de 1930, ofrecieron demostraciones matemáticas tan aparentemente incontestables que Muller se atrevió a sentenciar que el asunto había quedado zanjado: la ventaja del sexo residía en que los linajes que se reproducían sexualmente podían compartir genes mutantes de nuevo cuño, cosa que no podían hacer los linajes asexuales, y esta recombinación génica les confería mayor adaptabilidad.
Durante las siguientes cuatro décadas nadie cuestionó la lógica de Fisher-Muller, hasta que, en los años setenta del siglo pasado, el norteamericano George Williams y el inglés John Maynard Smith reabrieron el caso e insistieron en que no había quedado demostrado que los presuntos beneficios del sexo compensaran sus costes. La reproducción sexual no sólo requiere una inversión considerable de tiempo, energía y recursos, sino que limita el número de genes que un individuo puede legar a la siguiente generación. La clonación asexual replica todos los genes del organismo copiado, mientras que un progenitor sexual sólo aporta la mitad de sus genes a cada descendiente (la otra mitad la aporta el otro progenitor). Si asumimos, como hace la teoría neodarwinista, que la selección natural favorece a los que legan más copias de sus propios genes a la siguiente generación, entonces la reproducción sexual también tiene un coste genético. Por si fuera poco, el sexo reduce el potencial reproductivo de la especie, al menos en teoría, porque cada vástago requiere el concurso de dos progenitores. En una especie asexual todos sus efectivos son capaces de producir descendencia, mientras que en una especie sexual sólo las hembras gestan crías, mientras que los machos se limitan a ejercer de sementales (salvo en las especies monógamas, pero éstas son más la excepción que la regla). Este doble coste del sexo (o «coste de los machos», como lo llamó Maynard Smith) implica que las poblaciones sexuales son la mitad de fértiles que las asexuales, lo que en principio debería hacerlas más susceptibles de extinguirse.
Weismann, Fisher y Muller habían explicado el sexo en términos de una aceleración evolutiva beneficiosa para las especies. Pero esta explicación soliviantaba al «ultraortodoxo» Williams, quien no se cansó de recalcar que la selección natural se ejerce sobre los individuos, no sobre las especies. Recoger los hipotéticos frutos del sexo llevaría varias generaciones, tiempo suficiente para que la población sexual se viese suplantada por la progenie de cualquier hembra partenogenética, cuyas hijas, al no tener que pagar los costes del sexo, estarían en posición ventajosa a corto plazo. Más aún, como concluyó Maynard Smith en su libro The Evolution of Sex, los presuntos beneficios de la reproducción sexual ni siquiera eran manifiestos en la mayoría de situaciones.
Los evolucionistas de la nueva generación recogieron el guante lanzado por Williams y Maynard Smith y emprendieron la búsqueda de una explicación plenamente satisfactoria del origen y la evolución del sexo. Unos se han mantenido en la dirección señalada por Weismann: el sexo es una suerte de libre intercambio de innovaciones genéticas, lo que incrementa las posibilidades de que se propaguen y acelera la evolución de las especies, una aceleración tanto más conveniente cuanto más cambiante es el entorno. (La tesis central de este libro, adelantémoslo ya, es una reformulación de esta misma idea: el sexo proporciona independencia de la incertidumbre del entorno). Pero, en consonancia con la nueva ultraortodoxia adaptacionista que reafirma el egoísmo genético y el beneficio inmediato, no han faltado los intentos de conciliar la idea del sexo como generador de variación con el interés individual a corto plazo. Así, una descendencia variada sería una ventaja a la hora de dispersarse y colonizar nuevos ambientes, o mitigaría la competencia entre hermanos, o contribuiría a ganar la carrera evolutiva contra los parásitos. Otros autores, en cambio, se han apartado de esta línea explicativa centrada en la variación y han puesto el énfasis en los genes deletéreos. Así, el sexo permitiría desprenderse de mutaciones perjudiciales, o recuperar genotipos prístinos que de otro modo se perderían para siempre. Por último, una idea que cuenta con bastante predicamento entre los microbiólogos es que la sexualidad evolucionó como un mecanismo de restauración de la información genética, y ésa sigue siendo su función primaria.
Pasaremos revista a todas estas propuestas y examinaremos sus pros y sus contras. Pero tampoco faltan los escépticos que dudan de que el sexo tenga sentido adaptativo alguno. Para estos críticos, los teóricos adaptacionistas en su torre de marfil se enzarzan en interminables discusiones estériles y desconectadas del mundo real de la experimentación y la observación de campo. Ciertamente, el debate sobre la paradoja del sexo no deja de evocar las discusiones bizantinas sobre el sexo de los ángeles, solo que aquí se discute sobre el sexo de las lagartijas (o, mejor, sobre su pérdida en algunos linajes que se han pasado a la partenogénesis, un caso que ha suscitado mucha controversia). Aunque no comulgo con los antiadaptacionistas por sistema, admito que, en el asunto que nos ocupa, su escepticismo no está del todo injustificado. No en vano el mismísimo Williams, nada sospechoso de antiadaptacionismo, acabó por arrojar la toalla y aceptar que el sexo quizá no sea más que un accidente evolutivo congelado.
Por otra parte, el doble coste del sexo, la principal premisa en el planteamiento del problema según Maynard Smith, asume que la reproducción sexual implica la existencia de dos categorías de progenitores: machos y hembras. Pero ésta no es una condición necesaria. En principio, nada impide que los miembros de una especie sexual sean hermafroditas, de manera que todos los efectivos de la población sean capaces de gestar crías. Pero en la naturaleza el hermafroditismo es la excepción y no la regla. Las especies sexuales son en su mayoría dioicas (es decir, con machos y hembras). La existencia de sexos, y en particular de dos sexos, no es menos enigmática que la existencia del sexo mismo. ¿Por qué debería haber machos y hembras? Aunque muchos evolucionistas se han interesado por el problema del sexo, pocos se han interrogado sobre la evolución de los sexos masculino y femenino. De hecho, la asimetría macho-hembra tiende a contemplarse como una fuente de conflicto, más que como un resultado óptimo de la selección natural. Pero dicha asimetría no puede darse por sentada, sino que, como la propia reproducción sexual, debe considerarse una paradoja evolutiva que requiere explicación.
En los capítulos que siguen exploraremos la evolución del sexo y de los sexos, el significado evolutivo de la sexualidad, tanto en el sentido amplio de intercambio de genes como en el sentido restringido de reproducción sexual, así como las implicaciones evolutivas de la asimetría macho-hembra y la selección sexual derivada de las estrategias de apareamiento de los progenitores. Para comenzar esta exploración por el principio emprenderemos un imaginario viaje al pasado hasta el eón Arcaico, donde nos encontraremos con una Tierra muy diferente del planeta azul con el que estamos familiarizados, con una atmósfera venenosa y fétida, unas tierras yermas y abrasadas por la radiación ultravioleta, y unas aguas turbias pobladas sólo por microorganismos, sin animales ni plantas, ni ninguna otra forma de vida pluricelular. Fue en aquel entorno anóxico e inclemente donde se originó el llamado sexo meiótico, la forma de reproducción a la que hoy estamos atados.