[1] Margulis y Sagan, 1997. <<
[2] Ibíd. <<
[3] Un caso particular digno de mención es la partenogénesis gamofásica, un mecanismo de determinación del sexo tal que los huevos fecundados se desarrollan en hembras, mientras que los huevos no fecundados se desarrollan partenogenéticamente en machos (que, en consecuencia, son haploides). El ejemplo más notorio es el de los himenópteros, pero también se conocen machos haploides entre los rotíferos, los ácaros, los homópteros, los coleópteros y los tisanópteros. <<
[4] Maynard Smith, 1978. <<
[5] Crow y Kimura, 1965. <<
[6] Williams, 1975. <<
[7] Margulis y Sagan, 1997. <<
[8] Dawley y Bogart, 1989. <<
[9] Watts et al., 2006. <<
[10] Bernstein, 1983; Michod, 1995. <<
[11] La condición de donante o receptor depende de la presencia de un episoma (un segmento de ADN que contiene alrededor de un centenar de genes y que puede encontrarse tanto en forma de plásmido —anillo de ADN libre— como integrado en el cromonema bacteriano principal) conocido como factor F. Las células portadoras del plásmido (F +) son donantes y lo transfieren a las células receptoras (F –) durante la conjugación, con lo que éstas se convierten a su vez en donantes. El factor F así transferido puede arrastrar consigo unos cuantos genes del donante, pero esto no suele mermar su viabilidad. En cambio, las células con el factor F integrado en su genoma, llamadas Hfr, transfieren una fracción sustancial o incluso la totalidad de su ADN a la célula receptora, que sólo se convierte a su vez en donante si la transferencia es completa (porque el episoma se localiza en la cola de la cadena de ADN transferida). Basándose en este caso, algunos autores han sugerido que la sexualidad en general podría estar al servicio de la transmisión de elementos genéticos «egoístas». Aunque hay aspectos clave de la sexualidad procariota y eucariota que esta hipótesis deja sin explicar, no es tan descabellado pensar que, en origen, el sexo quizá no fuese más que una suerte de infección, y que la célula huésped acabara sirviéndose de los genes transferidos por plásmidos en beneficio propio, ya fuera para la reparación de su material genético o para la adquisición de genes útiles. <<
[12] Michod, 1995. <<
[13] Ibíd. <<
[14] Cuéllar, 1971. <<
[15] Crews y Fitzgerald, 1980. <<
[16] Crews, 1994. <<
[17] Margulis y Sagan, 1997. <<
[18] Aunque en teoría podrían generarse genotipos recombinantes por entrecruzamiento de cromosomas homólogos en la profase meiótica, en este caso los cromosomas que se entrecruzan son idénticos, de manera que los genotipos resultantes son una réplica del materno. <<
[19] Basándose en este hecho, algunos autores han sugerido que el sexo, lejos de acelerar la evolución, la retarda (Eshel y Feldman, 2001). Pero dos líneas de experimentación desmienten esta idea y confirman la hipótesis weismanniana clásica. Un procedimiento consiste en ejercer una presión selectiva sobre poblaciones con diferentes tasas de recombinación y luego comparar la respuesta de cada población. Así, por ejemplo, experimentos de laboratorio con levaduras y algas unicelulares han permitido confirmar que las cepas sexuales se adaptan más deprisa a las condiciones de cultivo que las cepas asexuales (Colegrave, 2002; Goddard et al., 2005). La otra línea experimental consiste en imponer una selección direccional a largo plazo para algún carácter y observar la evolución correlativa de las tasas de recombinación génica. Diversos experimentos han permitido constatar que las tasas de recombinación tienden a aumentar en respuesta a una presión selectiva mantenida (para una revisión, véase Burt, 2000). En consonancia con este resultado, se ha observado que los animales domésticos tienen tasas de recombinación aumentadas (a través de un incremento de los entrecruzamientos cromosómicos meióticos) en comparación con las especies salvajes (véase la figura 2.1), lo que puede explicarse porque las especies domésticas han estado sometidas a una selección direccional más intensa. <<
[20] Muller, 1964. <<
[21] Kondrashov, 1982, 1988. <<
[22] Williams, 1966, 1975. <<
[23] Bell, 1982. <<
[24] Ibíd. <<
[25] Ghiselin, 1974; Maynard Smith, 1976. <<
[26] Burt y Bell, 1987. <<
[27] Hamilton et al., 1990. <<
[28] Clarke, 1979; Ridley, 1994. <<
[29] Bremermann, 1987. <<
[30] Burt y Bell, 1987; Burt, 2000. <<
[31] Wagensberg, 2000. <<
[32] Wynne-Edwards, 1962. <<
[33] Hamilton, 1964. <<
[34] Williams, 1966. <<
[35] Dawkins, 1989. <<
[36] Sober, 1993. <<
[37] Dawkins, 1998. <<
[38] Fontdevila y Moya, 1999, 2003. <<
[39] Lyttle et al., 1991. <<
[40] Williams, 1992; Burt, 2000. <<
[41] En rigor, esto sólo sucede cuando los genomas de donante y receptor no son homólogos, sea porque el donante ha adquirido previamente genes ajenos por transducción vírica u otra vía, o porque las células conjugantes no pertenecen a la misma especie bacteriana (algo no infrecuente en el mundo procariota). <<
[42] Bernstein et al., 1985; Michod, 1994. El apareamiento introduce términos no lineales en las ecuaciones de la dinámica darwiniana (porque la tasa de natalidad depende del cuadrado de N, el número de individuos, mientras que para las especies asexuales depende de N). El coste de la rareza para la especie sexual se deriva de esta no linealidad, porque acentúa la influencia del tamaño poblacional en la tasa de natalidad de cada especie. <<
[43] Michod, 1994. <<
[44] Parker, 1979. <<
[45] Suomalainen et al., 1976; Michod, 1994. <<
[46] Michod, 1994. <<
[47] Parker, 1982. <<
[48] Frank, 1989. <<
[49] Gouyon y Couvet, 1987; Ridley, 1994. <<
[50] Hurst y Hamilton, 1992. <<
[51] Margulis, 1981. <<
[52] Bull y Bulmer, 1991; Ridley, 1994. <<
[53] Hamilton, 1967. <<
[54] Head et al., 1987. <<
[55] Fisher, 1930. <<
[56] Bateman, 1948. <<
[57] Clutton-Brock, 1994. <<
[58] En las sociedades humanas polígamas, en cambio, el éxito reproductivo masculino aumenta con la edad, como resultado de la acumulación de riquezas y esposas, y los varones, cuya fecundidad no se ve interrumpida por la menopausia, tienen vidas fértiles más largas que las mujeres. Esta diferencia significativa entre la poligamia humana y los sistemas poligínicos animales debería hacernos reconsiderar el extendido tópico de que los varones son polígamos por naturaleza. <<
[59] LeBoeuf, 1974. <<
[60] McCracken et al., 2000. <<
[61] García Leal, 2005. <<
[62] Abele y Gilchrist, 1977. <<
[63] Parker, 1970. <<
[64] Trivers, 1972; Dawkins, 1989. <<
[65] Dawkins y Carlisle, 1976. <<
[66] Sutherland, 1985. <<
[67] Jenni, 1974. <<
[68] Jenni y Collier, 1972. <<
[69] Emlen et al., 1998. <<
[70] Oring et al., 1983. <<
[71] Daly, 1979. <<
[72] Francis et al., 1994. <<
[73] Daly y Wilson, 1983. <<
[74] Véase, por ejemplo, Diamond, 1997. <<
[75] Birkhead y Møller, 1992; Ridley, 1994. <<
[76] Møller, 1987. <<
[77] Alatalo et al., 1981; Slagsvold et al., 1992. <<
[78] Veiga, 1992. <<
[79] Orians, 1969. <<
[80] Martin, 1974. <<
[81] Hansson et al., 1997. <<
[82] Gomendio y Roldán, 1993. <<
[83] Birkhead, 1988. La puesta secuencial es una adaptación para evitar un incremento excesivo del peso corporal que dificultaría el vuelo del ave. <<
[84] Westneat, 1987; Payne y Payne, 1989. <<
[85] Zuk, 2003. <<
[86] Kempenaers et al., 1992, 1995; Freeman-Gallant, 1997. <<
[87] Smuts, 1992. <<
[88] Thornhill, 1981. <<
[89] Thornhill, 1980. <<
[90] Arnqvist y Rowe, 2002. <<
[91] Mitani, 1985. <<
[92] Ibíd. <<
[93] Burley et al., 1996. <<
[94] Véase, por ejemplo, Thornhill y Thornhill, 1983. <<
[95] Baker, 1996. <<
[96] Para una refutación de la tesis de que la violencia sexual humana es la expresión de instintos adaptativos, véase García Leal, 2005. <<
[97] Smuts y Smuts, 1993. <<
[98] Barash, 1976. <<
[99] Morton et al., 1978. <<
[100] Smuts y Smuts, 1993. <<
[101] Hiraiwa-Hasegawa, 1988; Nishida y Kawanaka, 1985. <<
[102] Goodall, 1977, 1986. <<
[103] Wolff y Peterson, 1998. En este apartado no incluyo los casos de infanticidio perpetrado por las propias madres, una conducta también frecuente entre las hembras mamíferas que paren camadas numerosas. Este infanticidio de «planificación familiar» se da sobre todo en condiciones de superpoblación o escasez. Al devorar una parte de su camada para ajustar su tamaño a los recursos disponibles, o incluso la camada entera si las perspectivas de supervivencia son escasas, las madres recuperan parte de su inversión parental en unas crías que casi con seguridad iban a morir igualmente. <<
[104] Veiga, 1990. <<
[105] Smuts, 1992. <<
[106] Folstad y Karter, 1992. Los machos criados en cautividad sin encuentros agresivos ni actividad sexual no viven muchas semanas más que los salvajes, mientras que las hembras viven dos y hasta tres años. <<
[107] Smuts, 1985. <<
[108] Qvarnström y Forsgren, 1998. <<
[109] Una propuesta de definición formal de la eficacia biológica es la siguiente (Sober, 1993): El rasgo X es más eficaz que el rasgo Y si y sólo si X proporciona una probabilidad de supervivencia mayor y/o una mayor expectativa de éxito reproductivo que Y. Aunque el enunciado es un tanto ambiguo, lo que quiere decir Sober es que un rasgo puede incrementar la eficacia biológica aun cuando reduzca la probabilidad de supervivencia con tal de que incremente lo suficiente la descendencia efectiva potencial. Sólo la supervivencia que se traduce en una mayor expectativa de éxito reproductivo cuenta a efectos selectivos. Cualquier incremento de la eficacia biológica debe traducirse en un incremento del éxito reproductivo, pues no tiene sentido adaptativo incrementar la probabilidad de supervivencia a costa de la propia reproducción. <<
[110] Borgia, 1979. <<
[111] Andersson, 1982; Cherry, 1990. <<
[112] Weatherhead y Robertson, 1979. <<
[113] Fisher, 1930. <<
[114] Hamilton y Zuk, 1982. <<
[115] Ward, 1988; Pruett-Jones et al., 1990; Zuk, 1992. <<
[116] Møller, 1990. <<
[117] Boyce, 1990. <<
[118] Kirkpatrick, 1982. <<
[119] Kirkpatrick, 1985; Pomiankowski, 1987. <<
[120] Pomiankowski et al., 1991. <<
[121] Zahavi, 1975. <<
[122] Zahavi, 1995. <<
[123] Kodric-Brown y Brown, 1984. <<
[124] Borgia, 1979. <<
[125] Boake y Capranica, 1982; Forsyth, 1993. <<
[126] Møller, 1988. <<
[127] Low et al., 1987; Ridley, 1994. <<
[128] El dimorfismo sexual humano es especialmente interesante porque las implicaciones de la interpretación evolutiva de los caracteres sexuales masculinos y femeninos parecen contradictorias de entrada. Por un lado, el mayor tamaño corporal y desarrollo muscular de los varones parece congruente con un sistema de apareamiento poligínico (aunque este dimorfismo sexual no pasa de modesto en comparación con el de las especies genuinamente poligínicas), mientras que la anatomía genital masculina sugiere una competencia espermática significativa y, por ende, una conducta sexual femenina más o menos promiscua (véase la figura 6.2). Por otro lado, el hecho de que el atractivo femenino diferencial dependa de caracteres sexuales secundarios como la razón cintura/cadera y las mamas engrosadas sugiere una selectividad masculina más propia de un sistema de apareamiento monógamo con una inversión parental importante por parte paterna. Una posible solución a esta paradoja aparente sería un sistema de apareamiento esencialmente monógamo, pero facultativamente polígamo y con cierta dosis de sexo extraconyugal oportunista, a semejanza de la mayoría de aves monógamas. Pero otra posibilidad (a mi juicio más congruente con la organización social de los homínidos protohumanos en grupos multimacho que practicaban la caza cooperativa) sería una poliginandria restringida (una suerte de matrimonio múltiple entre los machos y hembras más cotizados como parejas sexuales) presumiblemente combinada con una monogamia marginal (parejas satélites constituidas por machos y hembras de bajo rango en torno al núcleo poliginándrico dominante). La promiscuidad tolerada (y la consiguiente competencia espermática) en este contexto poliginándrico podría haber creado las condiciones para la evolución de la anatomía genital del macho humano, que parece más adaptada para el desplazamiento del esperma ajeno (como sugiere el pene agrandado y en forma de émbolo) que para la producción de espermatozoides supernumerarios (como en el caso de los chimpancés, cuyos machos tienen unos testículos hipertrofiados). Para un tratamiento a fondo de las peculiaridades y la evolución de la biología sexual humana, véase García Leal, 2005. <<
[129] A pesar de esta obviedad, algunas pensadoras feministas han hecho malabarismos filosóficos para cuestionar las bases biológicas del género, aunque ninguna ha ido tan lejos como Anne Fausto-Sterling, una embrióloga que ejerce de ideóloga. En su libro Cuerpos sexuados, esta autora ha llegado a poner en duda que los sexos masculino y femenino puedan considerarse clases naturales, y ha postulado un continuo genérico entre el varón y la mujer heterosexuales, que incluiría homosexuales y bisexuales de ambos sexos, transexuales e intersexuales (hermafroditas y seudohermafroditas). Fausto-Sterling se basa en la ocasional ocurrencia espontánea de intersexos inclasificables como machos o hembras para cuestionar la separabilidad de los sexos masculino y femenino. Pero el que la frontera entre la noche y el día sea borrosa no quita que la diferencia entre la luz y la oscuridad sea más que evidente. Mi impresión es que Fausto-Sterling (que además de feminista es lesbiana militante) pretende naturalizar la homosexualidad a base de desnaturalizar la heterosexualidad, y al fundamentar su argumentación en los intersexos asume implícitamente que la homosexualidad viene a ser una forma de intersexualidad (lo cual es más que discutible). Los intersexos son fenómenos naturales, sí, pero se trata de anomalías que no impiden que la diferencia entre las condiciones masculina y femenina sea tan clara como la diferencia entre la noche y el día. Aunque puedo comulgar con el ideario político de Fausto-Sterling, en lo estrictamente biológico considero que su pensamiento es un ejemplo paradigmático de ideología vendida como ciencia. <<
[130] Harlow y Harlow, 1962; Zuk, 2003. Los machos criados en las mismas condiciones de privación social tampoco saben aparearse, pero sí se excitan instintivamente ante las hembras en estro, aunque nunca hayan visto una antes (Goy et al., 1974). <<
[131] Gahr, 1994. <<
[132] Ibíd. <<
[133] Crews, 1994. <<
[134] Nottebohm y Arnold, 1976; Gahr, 1994. <<
[135] Gorski et al., 1978; Gahr, 1994. Inspirándose en el dimorfismo cerebral de la rata, algunos neurólogos no sólo han querido ver dimorfismos cerebrales comparables entre varones y mujeres, sino que no han dudado en hacerlos extensivos a heterosexuales y homosexuales (LeVay, 1991; Allen y Gorski, 1992). Según estos autores, el dimorfismo sexual de ciertas regiones cerebrales (el tercer núcleo intersticial del hipotálamo anterior y la comisura anterior, estructuras presuntamente más gruesas en mujeres y varones homosexuales) se correlaciona con la orientación sexual. Estos resultados se basan en una inspección «a ojo» de tejidos teñidos, una técnica cuya fiabilidad a la hora de delimitar regiones cerebrales concretas ya había sido cuestionada en las investigaciones similares con animales. De hecho, otros presuntos dimorfismos cerebrales reportados con anterioridad, como el de la región preóptica del hipotálamo, han sido descartados por estudios posteriores (entre ellos el del propio LeVay). Por todo ello, los resultados de este estilo deben contemplarse con sumo escepticismo. <<
[136] Gorski, 2000; Nogués, 2003. <<
[137] Nogués, 2003. <<
[138] Zuk, 2003. <<
[139] Ibíd. <<
[140] Voyer et al., 1995. <<
[141] Un contraargumento aduce que son las mujeres y no los varones las que se habrían beneficiado de una aptitud espacial aumentada (al menos en cuanto a memorizar localizaciones de series de objetos) a la hora de encontrar alimento no móvil. Sherry y Hampson (1997) han señalado que unos pocos tests psicológicos evidencian que las mujeres superan a los varones en esta clase de tareas, pero que la concentración de la mayoría de investigadores en las diferencias de aptitud para resolver problemas más tridimensionales ha oscurecido estos resultados. También se ha objetado que las hembras homínidas habrían sido las que abandonaban su territorio natal al llegar a la adolescencia para trasladarse a otra comunidad, mientras que los machos habrían permanecido junto a sus padres y hermanos, como ocurre en los chimpancés, y el sexo que se dispersa más lejos del dominio natal se beneficiaría de una capacidad de orientación aumentada. <<
[142] Sherry y Hampson, 1997. <<
[143] Gould y Lewontin, 1979; Dennett, 1995. <<
[144] Gaulin y Fitzgerald, 1986; Zuk, 2003. <<
[145] Jacobs, 1996. <<
[146] Zuk, 2003. <<
[147] Ibíd. <<
[148] Gray y Buffery, 1971. <<