En este libro hemos abordado dos problemas distintos que a menudo se confunden: la evolución del sexo y la evolución de los sexos. Para muchos biólogos, la evolución de la reproducción sexual es «el problema de los problemas», porque el sexo tiene costes añadidos que, en teoría, deberían hacer que la selección natural lo descartara en favor de la alternativa asexual, que siempre resultaría más rentable a corto plazo. Pero, como he argumentado en los dos primeros capítulos, la presunta paradoja del sexo es, en buena medida, un falso problema. Para empezar, pasarse a la clonación asexual no tiene por qué traducirse en un incremento de la fecundidad, ya que la tasa de natalidad efectiva suele depender más de la disponibilidad de recursos que de la fecundidad potencial. Los argumentos basados en el doble coste del sexo, la principal premisa en el planteamiento del problema por Maynard Smith, no tienen en cuenta la ecología. En la mayoría de situaciones reales, el sexo seguramente no necesita ser ventajoso a corto plazo para mantenerse por selección natural; basta con que no sea demasiado desventajoso.
Por otra parte, el argumento del doble coste del sexo apela a la fecundidad diferencial de las poblaciones, y al hacerlo incurre en un seleccionismo de grupo, precisamente lo que más querían evitar los neodarwinistas ultraortodoxos que contemplan el sexo como una paradoja evolutiva, y que tanto insisten en que la selección natural se ejerce sobre los individuos, no sobre las poblaciones. Lo cierto es que no está claro que prescindir del sexo reporte a las hembras alguna ventaja añadida (salvo, quizá, en situaciones especiales como una población sumamente dispersa). En cambio, las hembras sexuales pueden servirse del mayor potencial reproductivo masculino para propagar más eficazmente sus propios genes a través de su progenie masculina, cosa que no pueden hacer las hembras partenogenéticas.
Un sesgo ideológico omnipresente en las teorías sobre la evolución del sexo y las estrategias reproductivas es el introducido por la metáfora del gen egoísta, que atribuye un individualismo radical a los actores del proceso evolutivo. Si se espera que los genes de cada progenitor se comporten como agentes egoístas que sólo atienden a su propio beneficio inmediato, entonces la reproducción sexual misma se convierte en una paradoja evolutiva, porque implica que dos alelos de cada gen, uno materno y otro paterno, pasan juntos a la siguiente generación en lugar de competir por la exclusiva de su locus cromosómico. El sexo implica una cooperación entre alelos de un mismo gen y, por ende, una selección de grupo al nivel génico (donde lo que se selecciona es un acervo génico compatible con un genoma específico) no reducible a una selección estrictamente individual, ni siquiera tomando el gen como unidad de selección.
La confusión de los neodarwinistas ultraortodoxos ante la persistencia y la prevalencia del sexo meiótico (al menos en las formas de vida pluricelulares) emana más de un prejuicio ideológico contrario a la selección de grupo que de un impedimento teórico. Pero la explicación del mantenimiento de la reproducción sexual frente a la alternativa asexual es indisociable de la idea de selección de grupo, porque el sentido evolutivo del sexo (en particular la generación de genotipos nuevos por recombinación génica) es la ganancia de capacidad de anticipación a los cambios del entorno (en particular el entorno biótico, y más en particular los parásitos), lo que se consigue incrementando la varianza de la aptitud darwiniana, aunque sea a expensas de la aptitud media. Esta estrategia es especialmente ventajosa para los organismos de tiempo de generación prolongado, cuya mayor inercia evolutiva menoscaba su adaptabilidad. La reproducción sexual introduce variabilidad en la descendencia, lo que incrementa la capacidad de respuesta a las presiones selectivas.
Ahora bien, esta ganancia de capacidad de anticipación supone renunciar a la perpetuación de la identidad genotípica, porque el sexo desbarata los genotipos parentales y los recombina en la descendencia. Desde el punto de vista neodarwinista, éste es el aspecto más paradójico de la reproducción sexual, porque se supone que la selección natural favorece las variantes genotípicas óptimas, pero el sexo las deshace tan pronto como las crea. Una salida de este atolladero consiste en trasladar la unidad de selección del organismo al gen (la idea que pretende transmitir la metáfora del gen egoísta). La reproducción sexual hace que selección génica y selección individual dejen de ser equivalentes, porque las identidades individuales de los organismos sexuales son transitorias, mientras que los genes son potencialmente inmortales. Pero el cambio de unidad de selección no restaura la correspondencia entre la individualidad objeto de selección y la identidad que se perpetúa en la generación siguiente. Para ello hay que definir una individualidad supraorganísmica tal que los genes seleccionados definan la identidad colectiva que se perpetúa. En el caso de las especies sexuales, la individualidad sobre la que se ejerce la selección ya no es el organismo, macho o hembra, sino el grupo mínimo constituido por una pareja de progenitores; y la identidad que se perpetúa ya no es la genotípica, sino la identidad genómica, que equivale a la identidad de especie.
El argumento del doble coste del sexo presupone que la reproducción sexual implica dos categorías de progenitores: machos y hembras. Pero ésta no es una condición necesaria. A priori, nada impide que las especies sexuales estén formadas por individuos hermafroditas, sin machos ni hembras propiamente dichos. La evolución de los sexos es un problema evolutivo distinto de la evolución del sexo.
Desde la perspectiva ultraortodoxa, con su énfasis en el individualismo egoísta, la evolución de las estrategias de apareamiento se contempla como el resultado de una interacción esencialmente antagónica entre machos y hembras, comparable a una relación depredador-presa: las hembras, atadas por su mayor inversión parental obligada, son sujetos pasivos a merced de los machos, que lo tienen todo a su favor para satisfacer sus intereses reproductivos aun a costa de explotar a sus parejas sexuales. Pero la reproducción sexual no es un juego de suma cero. La visión «ultradarwinista» (como diría Stephen Jay Gould) de las relaciones entre los sexos tiende a pasar por alto que los genes objeto de selección son asexuales (con la mínima excepción de los genes mitocondriales y los del cromosoma Y), por lo que no tiene demasiado sentido hablar de una estrategia reproductiva masculina y otra femenina (en todo caso, sería más correcto hablar de tácticas encuadrables en una estrategia común). También pasa por alto el hecho aún más obvio de que el conjunto de la población masculina no deja más descendencia que el conjunto de la población femenina. En realidad, la idea de la explotación reproductiva de un sexo (usualmente el femenino) por el otro (usualmente el masculino) es difícil de conciliar con el adaptacionismo riguroso, pues sugiere que la selección natural favorece una estrategia subóptima para el sexo explotado, lo que, al menos en teoría, debiera ser evolutivamente inestable.
La razón última de este pretendido conflicto de intereses reproductivos entre los sexos masculino y femenino sería la asimetría macho-hembra. Pero esta interpretación es producto de un sesgo ideológico (otro más) que contempla la desigualdad de roles sexuales como una fuente de conflicto. En realidad, la segregación de la ovogénesis y la espermatogénesis en dos categorías de organismos, machos y hembras, minimiza el antagonismo entre los progenitores, porque los productores de óvulos y los productores de espermatozoides están obligados a entenderse. Es la simetría de roles sexuales la que crea conflicto. Por eso la selección natural tiende a amplificar la asimetría óvulo-espermatozoide hasta forzar la ruptura de la simetría al nivel organísmico y dar lugar a poblaciones de machos y hembras. De ahí que las especies dioicas sean mayoría, y las monoicas minoría.
El énfasis en la prevalencia del egoísmo sobre la cooperación, junto con la idea de que la maternidad es una ligadura que deja a las hembras a merced de los machos, conduce a la implicación de que es el interés masculino el que dicta la estrategia reproductiva de cada especie (salvo en los casos de inversión de roles, que serían la excepción que confirma la regla), y puesto que el potencial reproductivo masculino es en general mayor que el femenino, los machos tienden a eludir la inversión parental para seguir apareándose (a menos que su contribución directa o indirecta a la crianza sea imprescindible para la propagación óptima de los propios genes). Tras esta conclusión subyace otro sesgo ideológico derivado de un estereotipo cultural sin ningún fundamento teórico sólido: la presunción de que los machos son promiscuos y las hembras monógamas «por naturaleza».
Un corolario de esta idea es que la monogamia sólo puede evolucionar cuando la selección natural fuerza al macho a cooperar en la crianza de la prole, lo que sólo sucedería cuando las madres son incapaces de sacar adelante a su prole sin ayuda. Aun así, se afirma que la confianza en la paternidad es una condición necesaria para la evolución de la inversión paterna. La prueba de que esta conclusión es más producto de un sesgo ideológico que de un razonamiento adaptacionista válido es que en la mayoría de aves nominalmente monógamas la paternidad es bastante incierta, debido a la tendencia femenina al sexo extraconyugal, y más aún para los machos monógamos que para la minoría de machos polígamos.
En la misma línea, la infidelidad masculina se contempla como una conducta contraria a los intereses femeninos. Esta interpretación también es sospechosa de sesgo ideológico, pues, a diferencia del adulterio femenino, la infidelidad masculina no tiene por qué entrar en conflicto con los intereses reproductivos de la hembra consorte. De hecho, como sugiere la hipótesis del «hijo sexy» y confirman las observaciones de la conducta de las aves monógamas, para una hembra puede resultar más conveniente (en términos darwinianos) emparejarse con un macho seductor y proclive al adulterio que hacerlo con un macho fiel pero de escaso atractivo.
La influencia de los sesgos ideológicos señalados, en particular el del pretendido antagonismo fundamental entre los sexos, se deja sentir especialmente en el tratamiento evolucionista de la violencia sexual. Se da por sentado que la coerción sexual, en la forma de violación o maltrato, es una táctica reproductiva masculina manifiestamente adaptativa, aunque perjudique al sexo femenino. Pero, en este tema más que en ningún otro, cabe insistir en que ninguna táctica reproductiva evolutivamente estable puede beneficiar a un sexo en detrimento del otro. Por eso considero que la mayoría de conductas habitualmente interpretadas como cópulas forzadas deberían contemplarse más bien como conductas de cortejo «sadomasoquista».
Los sesgos ideológicos del individualismo egoísta y el antagonismo entre los sexos también subyacen tras la idea de que las vistosas libreas de los machos de numerosas especies poligínicas, y de algunas nominalmente monógamas, son una forma de «publicidad engañosa». Pero la reproducción sexual es una empresa cooperativa, y tanto a los machos mejor dotados como a las hembras que ansían sus genes les interesa que los criterios de evaluación de la calidad genética masculina sean fiables. Por eso es de esperar que los mensajes corporales y conductuales destinados al otro sexo sean «honrados». La aparentemente insensata preferencia femenina por atributos costosos que representan un hándicap para su ostentador se justifica porque éstos suponen una carga tanto más pesada cuanto peor dotado está un macho para la supervivencia y la competencia con los rivales. Cualquier hándicap genuino es «publicidad honesta», en el sentido de que proporciona información fidedigna acerca de la aptitud de los aspirantes a padre. La fiabilidad de los indicadores de aptitud es resultado de la competencia masculina (y, más raramente, femenina) en un régimen de selección sexual. La comunicación honesta entre los sexos es el resultado final de una coevolución tal que las señales falseables o vacías de contenido acaban siendo devaluadas por los rivales e ignoradas por las hembras.
La sexualidad (en el sentido más amplio del término) evolucionó en una Tierra inhóspita bañada de radiación ultravioleta, antes de que existiera la capa de ozono, incluso antes de que hubiera oxígeno libre en la atmósfera. Las bacterias (o quizá las protocélulas que las precedieron) aprendieron a intercambiar segmentos de material genético para reparar el deterioro causado por el bombardeo de fotones de alta energía. Los eucariotas (evolucionados a partir de asociaciones simbióticas de procariotas) reinventaron la sexualidad, en la forma de singamia y meiosis. A diferencia del intercambio horizontal de genes de la sexualidad procariota, en el sexo meiótico la transferencia de genes es vertical, de una generación a la siguiente. En los eucariotas el sexo está indisolublemente ligado a la reproducción. Y en los eucariotas pluricelulares más complejos y de tiempo de generación más largo, la reproducción ha quedado indisolublemente ligada al sexo.
El sexo meiótico deshace los genotipos parentales y crea otros nuevos en cada generación, pero sólo recombina genotipos mutuamente compatibles (es decir, variaciones sobre un mismo genoma específico). Las identidades genéticas de los organismos sexuales son transitorias. Pero la identidad de especie se mantiene. Cambiarlo todo para que nada cambie: en eso consiste el sexo. Los organismos individuales nacen y mueren, las especies surgen y se extinguen, pero los genes son potencialmente inmortales. La continuidad de la vida reside en la integridad de los genes, lo que requiere tanto la reparación de su soporte físico (el material genético) como la depuración del «ruido» mutacional. El sexo comenzó así, como un mecanismo de restauración de la información genética. Y cambió el paisaje del mundo vivo para siempre.