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Sexo y violencia

Desde la óptica del egoísmo genético y el conflicto sexual, la coerción sexual (que puede definirse como el uso o la amenaza de la violencia para forzar a una hembra a aparearse o impedir que lo haga con un rival, con cierto coste para la parte femenina[87]) en cualquiera de sus versiones es una consecuencia natural del ansia masculina tanto de fecundar a cuantas más hembras mejor como de evitar la competencia espermática con los rivales. En otras palabras, conductas masculinas como la cópula forzada o la agresión a hembras fecundables obedecerían a estrategias de coerción sexual encaminadas a supeditar los intereses reproductivos femeninos a los masculinos.

Pero, como hemos visto en los capítulos anteriores, los argumentos teóricos en los que se basa esta interpretación son demasiado simplistas y no resisten un examen riguroso ni siquiera en términos estrictamente adaptacionistas. ¿Significa esto que toda forma de violencia sexual es una aberración conductual o un epifenómeno sin ningún significado adaptativo? No necesariamente, al menos en lo que respecta a la cópula forzada. A primera vista puede parecer que la selección natural debería favorecer a los violadores. Si es cierto que el éxito reproductivo de un macho depende del número de óvulos que consiga fecundar, entonces lanzarse sobre cualquier hembra fecundable que se ponga a su alcance para inseminarla a cualquier precio debe ser una conducta adaptativa, porque le permitirá engendrar más descendencia y propagar más eficazmente sus genes. Cabe esperar, pues, que la cópula forzada sea una táctica reproductiva frecuente en el mundo animal. Pero este argumento no tiene en cuenta que la reproducción sexual es cosa de dos, y las hembras tienen mucho que decir en la selección de cualquier táctica reproductiva masculina, incluida la inseminación forzada.

¿Es adaptativa la violencia sexual masculina?

En realidad, la cópula forzada es una conducta poco habitual fuera de la especie humana. Podría aducirse, no obstante, que si no es más frecuente es sólo porque los machos de la mayoría de especies lo tienen difícil para sujetar y reducir a las hembras contra su voluntad. Pero lo cierto es que entre los insectos hay algunos ejemplos llamativos de machos dotados de agarraderas ventrales que parecen servir únicamente para sujetar a la hembra y forzar la cópula. Es el caso de los mecópteros depredadores del género Panorpa, las llamadas moscas escorpión, cuyos machos quizá sean los más versátiles del reino animal en cuanto a tácticas reproductivas. La primera consiste en ofrecer una presa a la agresiva hembra para inseminarla tranquilamente mientras ella se entretiene devorando el regalo. A falta de presa, pueden suplirla con una bola de saliva cuajada rica en proteínas. Pero esto supone un dispendio no desdeñable, así que algunos machos prefieren robar su regalo nupcial a otro macho, para lo cual imitan los ademanes de una hembra en celo y, cuando el incauto procede a cortejarlos ofreciéndoles el presente de rigor, se lo arrebatan y huyen volando[88]. Por último, si un macho se cruza con una hembra y no tiene nada que ofrecerle, a menudo intenta forzarla, para lo cual dispone de ganchos ventrales que se aferran a su víctima tras atraparla en vuelo. De todas maneras, la eficacia de esta táctica parece ínfima, porque la hembra casi siempre consigue zafarse del abrazo del macho, y si no lo logra todavía puede bloquear su tracto genital para evitar la inseminación, cosa que consigue la mitad de las veces[89]. Aun así, cabe pensar que el rendimiento reproductivo de la cópula forzada tiene que ser lo bastante significativo para que la selección natural haya dotado a estos machos de unas estructuras que no parecen tener otra función que facilitarla.

Si en las moscas escorpión la cópula forzada no pasa de ser un último recurso, en otros insectos se ha convertido en la conducta de apareamiento habitual. Es el caso de las chinches del género Gerris, los conocidos «zapateros», insectos acuáticos que patinan sobre la superficie de las charcas. Aquí el apareamiento va precedido invariablemente de un forcejeo en el que el macho intenta sujetar a la hembra y ésta intenta zafarse (y, como antes, las más de las veces lo consigue). Los machos también poseen abrazaderas abdominales para aferrarse a las hembras, además de un cuerpo aplanado que facilita la sujeción. Las hembras, por su parte, poseen un abdomen espinoso y encorvado, todo lo cual dificulta la cópula forzada. Esta coevolución sugiere una «carrera de armamentos» entre machos y hembras, en el curso de la cual la selección natural ha favorecido tanto a los machos mejor equipados para la cópula forzada como a las hembras capaces de ejercer una selección sexual de los «violadores»[90].

Figura 5.1. Una pareja de zapateros (Gerris sp.) copula tras el forcejeo nupcial. A ojos humanos, el cortejo de estas chinches acuáticas semeja una «violación». La selección sexual mutua ha dotado a los machos de abrazaderas para inmovilizar a las hembras, y a éstas de espinas dorsales que dificultan la consumación de la cópula. (© Biopix.dk: J. C. Schou).

La existencia de machos con adaptaciones para la cópula forzada nos compele a admitir que la selección natural puede propiciar la evolución de dicha conducta en ciertas circunstancias. Pero entonces, a la vista de su aparentemente obvio carácter adaptativo, ¿por qué no es más frecuente esta forma de coerción sexual en el reino animal? Una primera respuesta podría ser que, simplemente, la mayoría de machos no necesita recurrir a la fuerza para aparearse. De entrada, parece razonable pensar que los machos que más ganarían convirtiéndose en violadores deberían ser los menos cotizados como sementales. Rechazados por las hembras e intimidados por los rivales, su única alternativa para evitar la muerte genética sería asaltar furtivamente a cualquier hembra incauta e intentar inseminarla por las buenas o por las malas. Pero el mundo animal está repleto de machos rechazados y perdedores (de hecho, en la mayoría de especies sólo una minoría de machos consigue perpetuar sus genes), a pesar de lo cual los violadores siguen siendo la excepción y no la regla.

Violadores juveniles

La cuestión es si la cópula forzada oportunista puede ser una estrategia de apareamiento suficientemente competitiva para mantenerse frente al éxito reproductivo de los machos que acaparan la mayoría de apareamientos sin necesidad de forzar a las hembras. La principal restricción es que la cópula forzada no puede consumarse a cualquier precio. Éste es un punto clave, porque la selección natural sólo premiará a los violadores lo bastante considerados con sus víctimas para dejarlas en condiciones de gestar y criar la eventual descendencia engendrada. Este requisito introduce otra asimetría sexual significativa, y es que mientras el violador debe hacer un uso mesurado de la fuerza para no causar ninguna lesión incapacitante (si es que quiere obtener algún rédito reproductivo de su estrategia), la violencia defensiva por parte de la víctima no está sujeta a ninguna restricción. Puesto que su principal interés es evitar a toda costa ser inseminada por un macho no deseado, una hembra puede permitirse incapacitar y hasta matar al violador en defensa propia. Si se tiene presente esta asimetría, parece improbable que la selección natural favorezca la cópula forzada como estrategia de apareamiento cuando no hay otra opción.

Lo que sí parece evolutivamente más viable es el recurso a la cópula forzada para engendrar descendencia extra. Es obvio que los machos más poderosos y seductores no necesitan forzar a las hembras para acaparar los apareamientos, pero ya hemos visto que el ascenso hasta la cumbre de la jerarquía masculina puede llevar tiempo, y las hembras suelen rechazar a los jóvenes que aún no han demostrado su valía. En estas condiciones, el recurso juvenil a la cópula forzada podría tener una contribución significativa al éxito reproductivo de un macho por lo demás apto para acceder al rango máximo en la edad adulta, con lo que los genes responsables de la tendencia violadora podrían propagarse en la población masculina.

Se ha especulado que éste podría ser el caso del orangután, el único primate del que puede afirmarse que es un «violador» impenitente. Se ha estimado que al menos la mitad de las cópulas de los machos adultos y la práctica totalidad de las efectuadas por subadultos son forzadas[91]. Por otra parte, la resistencia femenina al apareamiento es inversamente proporcional al tamaño y rango del pretendiente: mientras que los machos más poderosos y dominantes casi nunca necesitan recurrir a la fuerza, los adultos subordinados y los subadultos, cuyas solicitudes sexuales son sistemáticamente rechazadas por las hembras, raras veces consiguen copular por las buenas. Sin embargo, no está claro que las cópulas forzadas contribuyan significativamente al éxito reproductivo masculino, porque no se ha registrado ningún embarazo atribuible a estos apareamientos violentos[92]. Pero entonces, si no sirven para engendrar descendencia, ¿cuál es el sentido adaptativo de estas cópulas forzadas estériles, si es que lo tienen?

Sadomasoquismo animal

Los orangutanes no son los únicos animales que efectúan cópulas forzadas aparentemente infértiles. Ya hemos visto que las aves monógamas son proclives al sexo extraconyugal oportunista. Pues bien, en algunas especies muchas de estas cópulas furtivas son forzadas. Es el caso, por ejemplo, del diamante moteado australiano, también conocido como pinzón cebra. Se ha estimado que ocho de cada diez cópulas extraconyugales de los impetuosos machos de esta especie son forzadas. Pero curiosamente, como en el caso del orangután, estos apareamientos no parecen reportar ninguna descendencia extra a los violadores. Aún más curioso es que los tres polluelos bastardos de cada diez que cría una pareja media proceden invariablemente de las cópulas extraconyugales no forzadas[93]. Nadie sabe cómo se las arreglan las hembras para evitar que sus huevos sean fecundados por padres no deseados. Pero lo que nos interesa aquí es qué sentido tiene que los machos pierdan su tiempo y sus energías en cópulas estériles.

Una inspección más detenida de la conducta de los orangutanes quizá nos proporcione la clave de este enigma. Cuando un macho itinerante se encuentra por primera vez con una hembra, invariablemente intenta forzarla, cosa que, también invariablemente, ella intenta evitar a toda costa. Después de este primer encuentro el macho sigue a la hembra a todas partes y los intentos de forzarla se repiten una y otra vez en los días sucesivos, hasta que la acosada deja de oponer resistencia (si es que el acosador no es puesto en fuga por el macho residente dominador del territorio, alertado por los gritos de la hembra), ya sea porque acaba doblegándose a la superior fuerza del macho o porque se torna más receptiva al acercarse la ovulación. La hipótesis que propongo es que las cópulas forzadas infértiles de este estilo no pretenden ser un acto generativo sino, más bien, una forma de cortejo. Yo lo llamaría «cortejo sadomasoquista». (Por supuesto, con esta denominación no pretendo sugerir una afinidad, siquiera lejana, con el sadomasoquismo humano). El que las orangutanas se resistan por sistema a las solicitudes de cópula de cualquier macho con el que no hayan tenido contacto previo alguno podría ser una manera de evaluar su vigor. Sea como fuere, lo que quiero subrayar es que los orangutanes, como los pinzones cebra, no son violadores esporádicos, sino que las cópulas forzadas parecen ser una interacción sexual estándar entre machos y hembras. Y en ambos casos la violencia sexual no parece reportar ningún beneficio reproductivo, lo que invita a sospechar que tiene otro significado más sutil. En cualquier caso, la cópula forzada no debe interpretarse como una táctica masculina para satisfacer el interés reproductivo del «sexo fuerte» a costa del interés femenino, porque tal cosa es evolutivamente improbable y, si llegara a darse, no podría mantenerse.

Desde luego, el erotismo animal puede adoptar tintes violentos. La cópula de los mustélidos, en la que el macho muerde a la hembra en la nuca hasta hacerla sangrar mientras la mantiene sujeta durante horas para penetrarla repetidamente mientras ella forcejea intentando liberarse puede parecer una violación desde el punto de vista humano. Pero esta interpretación no tiene sentido, porque así es como se aparean siempre estos animales. Lo mismo vale para los zapateros antes citados, cuyos machos están dotados de ganchos prensores para atenazar a las hembras. Si la «violación» es la norma, entonces no cabe interpretarla como tal. Ahora bien, ¿cómo debemos interpretar la cópula forzada ocasional como alternativa a la cópula consentida?

Para los adeptos a la tesis del conflicto de intereses entre los sexos, el carácter adaptativo del impulso violador se justifica sin más por su contribución directa al éxito reproductivo masculino[94]. Pero, como he argumentado en su momento, toda estrategia reproductiva evolutivamente estable debe implicar un compromiso entre los intereses masculinos y femeninos. Recordemos que a cualquier hembra le interesa tener hijos que le den muchos nietos portadores de sus propios genes, y para ello debe aparearse con machos cuya conducta de apareamiento sea adaptativa. Los sociobiólogos de la vieja escuela tienden a pasar por alto este punto a la hora de interpretar la violencia sexual masculina. Pero los que lo tienen presente, y siguen asumiendo que la violación es una conducta adaptativa, llegan a la conclusión (a todas luces absurda) de que a las hembras (humanas incluidas) les interesa dejarse inseminar por los machos capaces de vencer su resistencia y forzarlas, lo que constituye una prueba de su aptitud[95].

Ahora bien, si se acepta que los intereses darwinianos de ambos sexos confluyen incluso en este caso de antagonismo aparente, entonces es engañoso llamar «violación», o siquiera «cópula forzada», a estas conductas de apareamiento, por violentas que se nos antojen desde nuestra perspectiva antropocéntrica, porque la denominación transmite la falsa idea de que el macho viola los intereses reproductivos de la hembra. Por otra parte, el uso del término «violación» sugiere de manera implícita (y a veces explícita) una analogía entre la conducta de los violadores humanos y la de los machos de otras especies (como el orangután, el pinzón cebra o la mosca escorpión). Esta presunta analogía implica asumir que toda la variedad de comportamientos agrupados bajo la denominación «cópula forzada» obedece a instintos cuya evolución responde a presiones selectivas similares, con independencia de la distancia filogenética entre las especies. Pero esto es un gran error, porque las cópulas forzadas no deberían contemplarse como una consecuencia esperable del conflicto de intereses reproductivos entre machos y hembras, sino como una paradoja evolutiva cuya interpretación correcta requiere considerar los aspectos particulares de cada caso. Es más que dudoso que los forzamientos reiterados de los orangutanes tengan el mismo sentido adaptativo (si es que tienen alguno) que los asaltos sexuales esporádicos de las moscas escorpión. Con más motivo, la afirmación de que todo varón es un violador en potencia no puede sustentarse en ninguna justificación adaptacionista de las cópulas forzadas en otras especies distintas de la humana. Pero la conducta sexual humana no es el tema de este libro, así que no insistiré en esta cuestión aquí[96].

Celos violentos

A diferencia de los violadores, que son más bien raros en la naturaleza, los machos celosos y posesivos son moneda corriente en el mundo animal. Por citar sólo unos cuantos ejemplos próximos, las hembras de diversos primates sociales son objeto de agresiones por parte de machos posesivos, en particular cuando se encuentran en estro[97]. Los macacos y los papiones son especialmente proclives a agredir a las hembras de su grupo cuando las sorprenden dejándose cortejar por algún macho periférico. Todavía más posesivos son los papiones hamadrias, organizados socialmente en tropas que comprenden varios harenes, cada uno dominado por un macho adulto de pelaje plateado que no quita ojo a sus hembras, lanzándoles una mirada amenazante en cuanto se alejan demasiado; y si alguna hace caso omiso de la advertencia, su dueño se abalanza sobre ella y le asesta un mordisco en la nuca (eso sí, sin causarle ninguna herida). En el caso de los chimpancés, en cambio, los maltratadores suelen ser machos subordinados que intentan escaparse con una hembra en estro para aparearse fuera de la vista de los machos dominantes del grupo. Puesto que las hembras suelen ser reacias a abandonar la protección del grupo, a menudo el macho amenaza y golpea a su elegida para obligarla a seguirlo.

Como la cópula forzada, la posesividad agresiva suele interpretarse como una forma de coerción sexual encaminada a salvaguardar los intereses reproductivos masculinos a costa de los femeninos. Si el presunto sentido adaptativo de la cópula forzada era fecundar cuantos más óvulos mejor, el de la posesividad agresiva sería salvaguardar la paternidad de la descendencia engendrada por la pareja o las integrantes del propio harén. Y si las justificaciones adaptacionistas de la cópula forzada tienden a fijarse sólo en su beneficio para la parte masculina, las de la posesividad agresiva tienden a considerar sólo su coste para la parte femenina, omitiendo el coste para los propios agresores.

Un ejemplo es la controvertida conducta celosa de los azulillos (Sialia sp.). En un experimento clásico, el etólogo David Barash colocó un macho disecado junto al nido de una pareja recién establecida en ausencia del propietario, y observó que, cuando éste regresaba, no sólo la emprendía contra el señuelo, sino contra su propia pareja, llegando incluso a repudiarla. Barash interpretó esta reacción como una adaptación conductual para evitar la competencia espermática[98]. Pero cuando otros etólogos repitieron el experimento de Barash, no observaron el comportamiento celoso en cuestión[99]. Para guardar las formas, los colegas de Barash adujeron que la diferencia podría deberse a que ellos habían trabajado con una especie hermana, S. sialis, y especularon que la conducta de los machos de S. currucoides (la especie estudiada por Barash) podría haber evolucionado en una situación de exceso de hembras en la población, lo que permitiría a los machos celosos reemplazar con facilidad a las repudiadas. Lo cierto es que sólo en una ocasión Barash había observado que el macho repudiara a la hembra (una buena muestra de cómo los científicos pueden crear una montaña a partir de un grano de arena). Pero el argumento de sus colegas no es incorrecto; sólo que un exceso de hembras lo bastante significativo difícilmente podría mantenerse las generaciones necesarias para que la selección natural tuviera tiempo de fijar la conducta celosa presuntamente adaptativa.

Lo que deberíamos preguntarnos es hasta qué punto puede permitirse un macho monógamo castigar a su pareja, por fundada que sea su sospecha de adulterio, sin castigarse a sí mismo. En un régimen monógamo típico no abundan las hembras desemparejadas, por lo que el repudio de la pareja puede significar el fracaso reproductivo, de modo que es preferible pagar el precio de criar algún hijo bastardo que perder toda opción de reproducirse. Cuando los emparejamientos son transitorios, un macho cotizado con un buen territorio quizá pueda contar con emparejarse en segunda instancia si aún no ha terminado la temporada de cría (incluso así es dudoso que prescindir de la primera pareja sea una buena idea). Pero en un régimen de monogamia permanente, repudiar o eliminar a la pareja por celos puede ser un suicidio genético, porque lo más probable es que las otras hembras fértiles de la población estén ya emparejadas.

Desde luego, es razonable pensar que la selección natural premiará a los machos monógamos celosos que no toleren ningún devaneo extraconyugal de su consorte, aunque su agresividad debería dirigirse al rival y no a la hembra. Pero si el adulterio se consuma, agredir a la pareja no reporta ningún beneficio al cornudo. Lo mismo vale para los regímenes poligínicos: un macho que agreda a una hembra hasta matarla o incapacitarla sólo conseguirá restarse a sí mismo oportunidades reproductivas. Y si la agresión lesiva sobre las hembras difícilmente puede reportar algún beneficio reproductivo a los machos (salvo, quizá, favorecer a las madres de sus hijos en la competencia con las hembras rivales por los recursos), entonces no parece que éstos puedan imponer sus intereses reproductivos por la fuerza. Si los machos cumplen sus amenazas y agreden fatalmente a las hembras insumisas, éstas nunca aprenderán la lección y no podrán contribuir al éxito reproductivo masculino; y si no las cumplen, la selección natural premiará a las hembras que no se dejen intimidar y se apareen como más convenga a sus propios intereses.

Hembras infanticidas

Algunos autores incluyen el infanticidio entre las formas de coerción sexual masculina, sobre la base de que implica el uso de la fuerza para manipular el estado fértil y la receptividad sexual de las hembras (porque la interrupción forzosa de la maternidad precipita la vuelta al estado fecundable) con el coste para éstas de la inversión perdida en las crías eliminadas por los infanticidas[100]. El infanticidio quizá sea la expresión más despiadada de la competencia masculina por los apareamientos, pero es una conducta bastante frecuente en la naturaleza. (Sólo entre los primates, se ha documentado en catorce especies, entre las que se cuentan nuestros parientes más cercanos, gorilas y chimpancés; de hecho, algunos autores han querido ver en la conducta altamente promiscua de las hembras de diversos primates sociales organizados en grupos multimacho —es decir, con más de un macho reproductor— una manera de confundir la paternidad para prevenir el infanticidio).

El infanticidio suele contemplarse como un aspecto de la competencia masculina que perjudica al sexo femenino en general. Esto quizá valga para los casos en que uno o más machos usurpan un harén y matan las crías lactantes para que sus madres recuperen sus ciclos ovulatorios (como ocurre, por ejemplo, en los leones y los langures). Pero en otros casos el infanticidio también puede favorecer a las hembras en la competencia con sus rivales. Por ejemplo, se sabe que los chimpancés machos matan y devoran las crías de hembras inmigrantes jóvenes, relegadas a la periferia del territorio por las hembras dominantes[101]. Este infanticidio selectivo es perpetrado por los machos dominantes de la comunidad, y es casi seguro que las madres afectadas han copulado más de una vez con los infanticidas, por lo que no puede excluirse la posibilidad de parricidio (lo cual debería inhibir el impulso caníbal masculino). Pero en una situación de competencia intensificada por los recursos, una hembra dominante puede manipular la tendencia infanticida masculina en beneficio propio. Puesto que las hembras suelen estar demasiado dispersas para que un macho pueda monopolizarlas a todas, los machos dominantes tienden a concentrar su esfuerzo reproductivo en las de rango más alto, que lo tienen más fácil para sacar adelante a sus retoños (porque, además de acaparar el alimento, ocupan el centro del territorio, donde están a salvo de las incursiones de los machos vecinos y más protegidas de los predadores). Las hembras más solicitadas copulan sin descanso con la camarilla de machos dominantes, sobre todo en el punto álgido del estro, cuando la probabilidad de fecundación es máxima. Esta conducta minimiza las posibilidades de que una hembra dominante sea fecundada por un macho subordinado o extraño, lo cual es un doble seguro de vida para la futura cría, pues no sólo será respetada por los machos dominantes (cualquiera de los cuales puede ser su padre), sino que éstos la protegerán de cualquier otro infanticida potencial. Las crías de las hembras periféricas, en cambio, son de paternidad más dudosa, lo que las convierte en víctimas propiciatorias. En una situación de competencia exacerbada por exceso de población o escasez de recursos, si los machos dominantes quisieran eliminar una fracción de las crías de la comunidad para garantizar la supervivencia de las propias, deberían dirigir sus ataques a las madres periféricas, con lo que minimizarían la probabilidad de parricidio. Aun así, en condiciones normales la posibilidad de parricidio debería inhibir a los machos, lo cual puede explicar por qué el infanticidio no pasa de anecdótico en los regímenes promiscuos en comparación con la poliginia de harén.

En cualquier caso, está claro que el infanticidio selectivo beneficia a las hembras dominantes tanto como a los machos. Buena prueba de ello es que de vez en cuando lo perpetran ellas mismas. Hay unos cuantos casos documentados de hembras «asesinas» de crías ajenas entre los chimpancés[102], pero esta conducta es poco habitual en los primates. En otros grupos de mamíferos, en cambio, está más extendida de lo que podría pensarse. Hay casos documentados de infanticidio perpetrado por hembras en unas treinta especies, la mayoría carnívoros y roedores[103]. De hecho, en muchos de estos casos las hembras son más infanticidas que los machos. Es más, en algunas especies (como el licaón o el perrillo de las praderas) el infanticidio es una conducta exclusivamente femenina.

El infanticidio a manos femeninas todavía es más frecuente entre las aves. Un ejemplo familiar es el gorrión común, cuyas hembras son tanto o más infanticidas que los machos, aunque, como los celos, el infanticidio no tiene el mismo sentido adaptativo para ambos sexos. Así, mientras que los gorriones machos suelen eliminar las polladas de madres que han enviudado para emparejarse con ellas, las hembras dirigen su instinto infanticida hacia las otras familias de su consorte (hay que decir que uno de cada diez machos de gorrión es bígamo o incluso trígamo)[104].

¿Quién domina a quién?

En vista del más que dudoso rédito adaptativo del uso masculino de la fuerza contra las hembras, conviene reconsiderar el significado evolutivo de las relaciones de dominancia intersexuales. Está claro que las jerarquías de dominancia dentro de cada sexo condicionan el éxito reproductivo individual. Pero machos y hembras son socios reproductores antes que rivales; y si los primeros no pueden imponer sus intereses reproductivos a las segundas, entonces las relaciones de dominancia entre machos y hembras no pueden asimilarse a las jerarquías masculinas o femeninas, porque los machos no tienen ningún poder real sobre las hembras a efectos de selección sexual.

Si los machos se han hecho más poderosos que las hembras (al menos en los regímenes poligínicos) no ha sido para someter al sexo femenino, sino porque ser más grande y fuerte que los rivales es una ventaja en la competencia con los otros machos. Por eso, en contra de la tesis de que los machos hacen valer su mayor poderío físico para ejercer la coerción sexual en interés propio, pienso que la dominación de los machos sobre las hembras no es más que un efecto secundario de la evolución de jerarquías de dominancia masculinas, y no cabe buscarle ningún sentido adaptativo. Si los machos ejercieran una coerción sexual efectiva que pusiera a las hembras en desventaja, entonces sustraerse a la dominación masculina sería un interés femenino lo bastante prioritario para que la selección natural las hubiera dotado de cuerpos tanto o más poderosos que los masculinos.

Lo cierto es que incluso los partidarios del carácter adaptativo de la coerción sexual reconocen que, fuera de la especie humana, la supremacía masculina es más formal que efectiva[105]. Ni siquiera entre los mamíferos, mayoritariamente poligínicos, puede decirse que la dominación masculina sea universal: no faltan ejemplos de dominio femenino total o parcial sobre los machos (incluidos primates como el lémur de cola anillada, el cercopiteco de cara negra o el bonobo), e incluso allí donde los machos dominan a las hembras a título individual, el control masculino efectivo de sus movimientos suele ser muy limitado. Esto vale no sólo para la coerción sexual, sino para la competencia por los recursos. Puesto que las hembras son las depositarias del capital reproductivo (y más cuando monopolizan la inversión parental, en forma de gestación interna y lactancia en el caso mamífero y de huevos enormes en el caso de las aves y los reptiles), los machos tienen poco que ganar disputándoles el sustento, porque el éxito reproductivo masculino depende mucho más del número de apareamientos que el femenino. Es de esperar, pues, que la selección natural premie a los machos que tiendan a evitar la competencia con las hembras por los recursos, con independencia de las relaciones de dominancia mutuas. Así ocurre, por ejemplo, en los chimpancés, cuyos machos se dedican a cazar monos mientras las hembras «pescan» termitas, de manera que ambos sexos explotan fuentes distintas de proteínas; es más, a pesar de su dominio despótico sobre el sexo femenino, los machos comparten de buen grado sus presas con las hembras en estro. Más dóciles todavía son los bonobos, que se dejan arrebatar la comida de las manos por las hembras sin oponer resistencia. Pero el caso más extremo de evitación de la competencia intersexual seguramente es el de los ratones marsupiales del género Antechinus. El ciclo vital de estos pequeños insectívoros está ajustado a la marcada estacionalidad de su hábitat. Su sistema de apareamiento es poligínico y crían una vez al año, tras un periodo de celo corto y frenético, durante el cual los machos no comen ni duermen, al final del invierno australiano. La gestación dura un mes, y todos los nacimientos tienen lugar en un lapso de dos semanas. Pero los padres nunca llegan a ver a sus hijos, porque todos mueren en masa antes de que éstos nazcan, consumidos por la extenuante competencia por los apareamientos y las interminables cópulas de varias horas de duración, dejando una población de hembras preñadas con todo el alimento disponible para ellas solas[106].

Si la dominación masculina se mantiene es porque no lesiona los intereses reproductivos femeninos, no porque la selección natural sea machista. No niego que una subordinación femenina tan absoluta que hasta el último macho de la fila sea capaz de doblegar a cualquier hembra parece una situación desfavorable para el sexo femenino, porque a las hembras casi siempre les convendrá aparearse con los machos de más alto rango (los más aptos como dadores de genes) y desechar a los menos aptos. Pero las hembras han encontrado diversas soluciones evolutivas para sustraerse a la coerción sexual inconveniente. Por ejemplo, las hembras primates suelen coaligarse contra los machos para mantenerlos a raya, bien con parientes cercanas (en los regímenes matrilocales) bien con aliadas (como en el caso del bonobo). Estas alianzas pueden tener la suficiente influencia para excluir a ciertos machos del grupo o determinar la jerarquía masculina (como ocurre en las tropas de bonobos, donde el rango de un macho se corresponde con el de su madre). Otra estrategia consiste en entablar lazos con machos «amigos» que las defiendan del hostigamiento de otros machos, como ocurre en los papiones de sabana[107], o llamar la atención de los machos de mayor rango para que las liberen del acoso de otros machos menos deseables, como ocurre en los chimpancés y otros primates cuyas hembras anuncian la inminencia de la ovulación mediante hinchazones genitales conspicuas.

Claro que no siempre los machos situados en lo más alto de la jerarquía son la mejor opción para una hembra[108], y en tal caso la supremacía masculina sí puede convertirse en un inconveniente. Por ejemplo, si una hembra permanece toda su vida en su grupo natal, como ocurre en la mayoría de primates sociales, podría darse el caso de que su propio padre fuese el macho alfa para cuando ella madurara sexualmente; y puesto que la penalización del incesto por la selección natural es mayor para las hembras que para los machos (al menos cuando la inversión parental masculina es ínfima, como ocurre en los regímenes poligínicos), desde el punto de vista masculino una hija puede ser una pareja sexual casi tan buena como cualquier otra, mientras que desde el punto de vista femenino un apareamiento incestuoso representa un riesgo aumentado de malgastar una inversión parental considerable en una descendencia anómala. (En un régimen monógamo, en cambio, la consanguinidad tiene un coste similar para ambos sexos, porque ambos progenitores se reparten la inversión parental, y porque las uniones incestuosas tienden a ser menos fecundas). La evitación del coste de la consanguinidad podría explicar por qué algunas hembras primates parecen preferir aparearse con machos periféricos de bajo rango antes que con machos de rango más alto, cosa que estos últimos no suelen estar dispuestos a tolerar. Pero este eventual conflicto de intereses entre parientes cercanos es demasiado particular y circunscrito para sustentar una teoría general de la evolución de las estrategias de apareamiento basada en el conflicto sexual.