Ahora que sabemos que la idea del conflicto de intereses entre los sexos masculino y femenino como principio rector de la evolución de las estrategias de apareamiento es una gran falacia científica, es momento de reconsiderar el fenómeno evolutivo de la inversión de roles sexuales. Pues bien, aunque es verdad que el cuidado de la prole por parte masculina ha evolucionado muchas veces en los animales con fecundación externa, no es nada raro que sea la madre quien se ocupe de su descendencia. De hecho, esta última posibilidad es casi tan frecuente como la primera. Si se acepta la idea de que la fecundación externa da ocasión a la hembra de forzar al macho a asumir la inversión parental, y que ésta no dejará de aprovechar la oportunidad (como corresponde a un agente egoísta), ¿por qué, entonces, hay tantas hembras de peces y anfibios que asumen generosamente el cuidado de la prole? El error está en presuponer que esto constituye necesariamente una desventaja para las hembras y una ventaja para los machos «desertores».
Para empezar, el que la inversión parental masculina sea nula no quiere decir que los machos no paguen un alto precio por perpetuar sus genes. Es cierto que un macho que eluda la inversión parental dejará tanta más descendencia cuantas más hembras pueda acaparar. El problema es que los machos rivales pretenderán lo mismo, y éstos suelen ser tan numerosos como las hembras disponibles. En un régimen de poliginia efectiva, un macho tiene que imponerse a sus rivales por la fuerza o pasar un riguroso examen por parte femenina (o ambas cosas) antes de poder aparearse. Cuanto mayor es la inversión materna por descendiente, más selectivas se muestran las hembras y/o más agresivos los machos rivales, y más se encarece el precio de los óvulos. Puede que la maternidad sea una pesada carga para las hembras, pero el esfuerzo reproductivo de los machos no es menor, ni mucho menos: lo que ellas invierten en la prole, ellos lo invierten en la intensa competencia con los rivales.
Es más, ni siquiera la superioridad genética es garantía de éxito reproductivo masculino. Si sólo una minoría de machos se aparea y todos los demás quedan descartados, la igualdad entre los competidores irá aumentando de generación en generación, lo que implica que los combates o los «concursos de belleza» masculina serán cada vez más reñidos y de resultado más incierto. De hecho, la mayor varianza del éxito reproductivo masculino en los regímenes poligínicos puede explicarse en parte como un mero producto del azar: dado que los machos que se desentienden de la crianza invierten mucho menos tiempo en reproducirse que las hembras, tienen más posibilidades tanto de incrementar su descendencia como de fracasar[66]. Esto puede dar cuenta de al menos una parte de la diferencia en la varianza del éxito reproductivo de ambos sexos sin necesidad de apelar a la selección sexual.
Otro factor que añade incertidumbre al éxito reproductivo de un macho poligínico es la demora de la reproducción. Como ya hemos visto, en un régimen de poliginia efectiva los machos jóvenes raramente tienen oportunidad de aparearse (a diferencia de las hembras, que pueden comenzar a reproducirse en cuanto llegan a la madurez sexual). La consecuencia de esta demora reproductiva masculina es que siempre habrá más machos que hembras que morirán por una u otra causa antes de comenzar su vida fértil efectiva, con independencia de la calidad de sus genes.
Interpretar la asimetría en la inversión parental como una explotación reproductiva de las hembras por los machos es simplemente absurdo, porque, por fuerza, el conjunto de la población masculina deja la misma descendencia que el conjunto de la población femenina. Los machos exitosos no se reproducen a expensas de las hembras, sino a expensas de sus rivales: si unos machos dejan mucha descendencia es porque otros no dejan ninguna. Por otra parte, asumir la inversión parental tiene sus compensaciones. Al pagar el precio de la crianza las hembras compran calidad genética. Puesto que un mismo macho puede fecundarlas a todas, no necesitan competir entre ellas por un padre con genes de primera calidad para sus hijos. Las hembras que monopolizan la inversión parental son dueñas de su destino genético, cosa que no puede decirse de los machos «desertores», los más de los cuales morirán habiendo dejado poca o ninguna descendencia.
La evolución de las estrategias reproductivas no se rige por lo que es más conveniente para los machos o las hembras. Las estrategias de apareamiento favorecidas por la selección natural dependerán de las condiciones iniciales y la historia evolutiva de cada especie, y no de las oportunidades que tenga un progenitor de dejar al otro en la estacada. Es cierto que la fecundación interna suele condicionar la asunción de cualquier inversión parental ulterior por parte materna, pero esto no significa que las hembras estén indefectiblemente atadas a la maternidad. Lo opuesto a la poligamia es la poliandria, un sistema de apareamiento propio de aves limícolas como los falaropos, los andarríos y las jacanas, entre otras. Aquí son las hembras las que compiten por los machos, y ellos los que se encargan de la incubación y la crianza. La explicación de esta inversión de roles sexuales reside en parte en la biología reproductiva de estas aves, cuyos polluelos son bastante independientes desde que nacen y no necesitan mucho más que calor y protección, por lo que su cuidado no requiere la suma de esfuerzos de ambos progenitores. Al hacerse cargo el macho de la nidada, la hembra puede concentrarse en alimentarse para producir en breve otra puesta (una estrategia especialmente conveniente cuando el riesgo de predación de huevos y polluelos es elevado, como ocurre en el hábitat de estas aves)[67]. En este caso son las hembras las que toman la iniciativa en el cortejo y se disputan los machos disponibles. La competencia entre ellas es tan intensa que llegan a destruir los huevos de sus rivales para sustituirlos por los suyos. Cada hembra domina un territorio que puede abarcar hasta cuatro nidos. Puesto que las marismas donde viven estas aves son lo bastante productivas para permitir sacar adelante varias nidadas al año, aquí el potencial reproductivo femenino está más limitado por la disponibilidad de asistentes en la crianza que por la inversión materna en los huevos.
Si se acepta la tesis del conflicto de intereses y la explotación egoísta de un progenitor por el otro, esta inversión de roles nunca habría podido evolucionar, porque los machos lo tienen todo a su favor para eludir la inversión parental. Aparte de la fecundación interna, que en teoría da ventaja al sexo masculino ya de partida, los huevos de estas aves son comparativamente enormes (lo que permite que las crías nazcan en un estadio de desarrollo avanzado y sean capaces de valerse por sí mismas). Esto supone una considerable inversión materna previa. Además, la inversión paterna es de muy alto riesgo (las jacanas, por ejemplo, pierden hasta cuatro de cada cinco nidadas a manos de los predadores)[68], a lo que hay que sumar la incertidumbre de la paternidad, pues la dueña de un harén copula indistintamente con todos sus machos. (Se ha comprobado que uno de cada tres polluelos de jacana no es hijo de su padre putativo, lo que contradice la premisa de que la inversión paterna requiere la confianza plena en la paternidad.) [69] El hecho de que, a pesar de todo, los machos no rehúyan la crianza para dedicar todo su tiempo a fecundar cuantas más hembras mejor, en unas circunstancias tan poco favorables a la deserción femenina, contradice la tesis sociobiológica del conflicto de intereses entre los sexos.
Por otra parte, esta inversión de roles está muy lejos de representar una revancha evolutiva del sexo femenino sobre el masculino, porque en las poblaciones poliándricas típicas hay hasta siete veces más hembras fértiles que machos disponibles[70]. En un régimen poliándrico típico los machos se convierten en el principal factor limitante de la fecundidad femenina. La inversión de roles se traduce en un incremento de la varianza del éxito reproductivo femenino, y el resultado es que la mayoría de hembras deja poca o ninguna descendencia, a diferencia de los machos, cuyo éxito reproductivo es mucho más uniforme. Puede que las hembras poliándricas hayan ganado la batalla de los sexos, pero la suya ha sido una victoria pírrica.
Por supuesto, entre machos y hembras no todo es armonía. La competencia masculina por los óvulos, o la femenina por la inversión paterna, puede salpicar al otro sexo. Acabamos de ver que los machos de jacana pueden perder su nidada a manos de una hembra rival, y los machos de numerosas especies matan las crías ajenas para luego engendrar descendencia propia con las madres frustradas. Y en los regímenes monógamos la infidelidad está a la orden del día (y no sólo en el caso humano). Es obvio que estos comportamientos entran en conflicto con los intereses del progenitor perjudicado, pero estos casos particulares no pueden interpretarse como la expresión de un conflicto de intereses fundamental entre los sexos. Cuando entre un macho y una hembra surge el conflicto, siempre hay involucrados genes de terceros.
Un corolario de la interpretación de la asimetría macho-hembra en términos de conflicto de intereses es que los machos, por su propia naturaleza, tenderían a ser promiscuos para sacar el máximo partido de su mayor potencial reproductivo, mientras que las hembras, para las que cualquier aligeramiento de la carga de la maternidad sería bienvenido, tendrían una tendencia natural a la monogamia. Esta idea es falsa por partida doble. Por un lado, el esfuerzo reproductivo de los machos poligínicos es incluso mayor que el de los machos monógamos cuando en el balance se incluye la energía dilapidada en la competencia por los apareamientos; además, la monogamia garantiza al macho la opción de engendrar descendencia con al menos una hembra, una ventaja no desdeñable si se considera que el futuro más probable para un macho exento de la inversión parental es la muerte genética. Por otro lado, las hembras autosuficientes no tienen que competir por los mejores sementales, de manera que su éxito reproductivo sólo depende de ellas mismas.
Aunque es innegable que la crianza en solitario implica una disminución de la fecundidad potencial femenina, es un error medir la aptitud de una estrategia reproductiva sólo por la descendencia producida. Aquí es conveniente aplicar la lógica del seleccionismo génico a más de una generación vista. Una hembra que se aparee con un macho de gran éxito reproductivo lo tendrá mejor para propagar sus propios genes a través de sus hijos, que tenderán a heredar la aptitud del padre (siempre que los rasgos que contribuyen a su éxito —la fuerza para imponerse a los rivales o el atractivo para seducir a las hembras— sean heredables). Si la reducción de la fecundidad potencial de una madre «soltera» se ve compensada por un incremento sustancial del número de nietos, cada uno portador de al menos una cuarta parte de los genes de su abuela, a ésta le convendrá más (en términos selectivos) aparearse con un macho poligínico poderoso y atractivo sin ninguna vocación paternal que hacerlo con un macho monógamo dispuesto a compartir las tareas de la crianza.
No tiene objeto que ambos progenitores se repartan la inversión parental si uno solo puede hacer todo el trabajo. La crianza puede parecernos una sufrida carga para una madre sola, pero el bienestar individual es irrelevante para la selección natural. Una conducta que se nos antoje inconveniente para el individuo puede ser sumamente ventajosa para la perpetuación de sus genes. Esta puntualización debe tenerse muy en cuenta a la hora de evaluar los costes y beneficios de cualquier estrategia reproductiva. Si la contribución paterna es prescindible, las hembras que renuncien a ella contribuirán a propagar los genes de los machos poligínicos, y los hijos de éstos contribuirán a su vez a propagar los genes de las hembras autosuficientes. A menos que la aportación masculina sea decisiva para la propagación de los genes de la pareja, la selección natural tenderá a favorecer la independencia femenina en detrimento de la monogamia.
La monogamia no tiene por qué beneficiar a las hembras más que a los machos (ni a los machos menos que a las hembras). La crianza compartida no es necesariamente una ventaja para las hembras, ni una desventaja para los machos. La estrategia reproductiva que favorecerá la selección natural en cada caso será el resultado de un balance ajustado entre los costes y beneficios de la poliginia y los costes y beneficios de la crianza biparental. Si el compromiso paterno con la familia no contribuye a que una hembra propague sus genes más que los de sus rivales en las generaciones sucesivas, ésta hará mejor en dejarse fecundar por un «donjuán» en vez de emparejarse con un padre ejemplar. En lo que respecta a la propagación de los propios genes, el sacrificio femenino no es menos «egoísta» que la deserción masculina. Lejos de ser antagónicas, ambas tácticas reproductivas son complementarias y se refuerzan mutuamente.
En contra de lo que sugiere la tesis de la explotación reproductiva del sexo femenino por parte masculina, ser macho no es ninguna bicoca. Como hemos visto, los machos que se ahorran la inversión parental acaban pagando un precio tanto más alto por reproducirse (los pocos afortunados que lo consiguen) cuanto más invierten las hembras por ellos. No resulta tan extraño, pues, que algunos prefieran cambiar de sexo, al menos exteriormente. Se han descrito machos «travestidos» en una amplia variedad de especies, incluidos mamíferos con un dimorfismo sexual tan extremo como el elefante marino. La adopción de una apariencia y una conducta femeninas es una táctica a la que suelen recurrir los machos jóvenes para, haciéndose pasar por hembras, acceder a las hembras auténticas sin que los machos dominantes se percaten de la presencia de un rival.
Más corriente es que los machos ofrezcan algún recurso o servicio que les facilite el acceso sexual a las hembras. Algunos llegan a ofrecerse a sí mismos como alimento para la hembra a la que acaban de inseminar. El ejemplo más notorio de esta monogamia suicida es el macho de la mantis religiosa, que se deja devorar por la hembra durante la cópula sin oponer resistencia. De este modo el propio cuerpo del padre de las futuras ninfas contribuye a la producción de los huevos que serán fecundados póstumamente por su esperma. (La monogamia suicida puede parecer chocante desde la concepción ingenua de la selección natural como «la supervivencia del más apto». Pero aquí lo que cuenta no es la supervivencia individual, sino la de los genes. Si las perspectivas de volver a aparearse en lo que resta de vida son escasas, uno puede prestar un mejor servicio a sus genes dejándose comer para reconvertir el propio cuerpo en huevos destinados a propagarlos).
Los ejemplos como éste evidencian que el sexo masculino no está necesariamente menos dispuesto que el femenino a asumir los costes de la crianza. Si la monogamia no es más frecuente en el mundo animal no es porque los machos tiendan a escabullirse aprovechando una presunta desventaja femenina de partida, sino porque las hembras tienden a monopolizar la inversión parental para así suscitar la competencia masculina y utilizarla en beneficio de sus propios genes. Para que la crianza compartida sea favorecida por la selección natural se requiere que la aportación masculina incremente el éxito reproductivo diferencial de las hembras monógamas frente a las hembras autosuficientes. No tiene sentido, por lo tanto, responsabilizar al sexo masculino de la perpetuación de la poliginia en detrimento de un pretendido interés monógamo femenino. En todo caso, es el sexo femenino, cuya inversión parental mínima siempre es mayor (porque un óvulo siempre es más caro de producir que un espermatozoide), el que dicta la estrategia reproductiva de la especie.
En las especies con fecundación externa, los machos pueden ofrecerse para cuidar de los huevos liberados en el agua. En las aves, los machos pueden ofrecerse para construir el nido y relevar a la hembra en la incubación de los huevos y la alimentación de los polluelos. Pero las hembras mamíferas, con su embarazo y su lactancia, monopolizan la inversión parental y dejan poco margen para la participación paterna en la crianza. Los escasos mamíferos monógamos conocidos son animales solitarios o que viven en grupos familiares aislados. En estas condiciones, los machos pueden preferir permanecer junto a una posible pareja sexual para asegurarse el apareamiento cuando entre en celo, y las hembras pueden beneficiarse de los servicios masculinos en la defensa del territorio familiar, la prevención del infanticidio, la vigilancia de los predadores o la provisión de alimento. Pero entre los mamíferos la poliginia es el sistema de apareamiento mayoritario con diferencia, como corresponde a la enorme asimetría en la inversión parental obligada de ambos sexos.
De hecho, incluso en los mamíferos monógamos los roles materno y paterno son más asimétricos que en las aves monógamas. Esto se debe sobre todo a que los machos mamíferos no pueden relevar a su pareja a la hora de amamantar a las crías (los machos no humanos no disponen de leche envasada ni biberones). Ahora bien, como ha señalado el biólogo Martin Daly, esto no tiene por qué ser así[71]. A fin de cuentas, no hay ningún impedimento teórico para la evolución de la lactancia masculina. De hecho, se sabe desde antiguo que las ubres de los machos cabríos son capaces de producir leche. Incluso existe un caso documentado de este fenómeno en un mamífero salvaje, el murciélago dayak (aunque no se ha confirmado que los machos amamanten a sus crías)[72]. Si se tiene en cuenta que la lactancia materna demanda una inversión considerable de energía y nutrientes, parece razonable pensar que la lactancia paterna sería una solución evolutiva bien recibida por las madres mamíferas.
A diferencia de las aves, los mamíferos han optado por el viviparismo, lo que implica una prolongada gestación interna, y una crianza basada en una secreción alimentaria materna: la leche. La principal ventaja de la lactancia es que incrementa la independencia de la incertidumbre en la disponibilidad de alimento. Las crías de los mamíferos están mejor protegidas frente a un eventual periodo de vacas flacas, porque su madre puede seguir produciendo leche mientras le queden reservas. Pero esta dependencia de la leche materna excluye la participación directa de los machos en la alimentación de la prole. La lactancia paterna permitiría sortear esta dificultad, pero su evolución requeriría la sincronización de las fisiologías de ambos progenitores (mediante feromonas o biorritmos ajustados a una reproducción estacional). Aunque esta solución parezca factible, es lo bastante complicada para que la selección natural opte por cualquier atajo que permita la contribución de los padres mamíferos a la crianza sin necesidad de adoptar el rol materno.
La evolución de la crianza compartida no requiere en absoluto una estricta simetría de roles sexuales. Pero, además, no está claro que la lactancia masculina contribuya en algo al éxito reproductivo de una pareja monógama. En el caso de los carnívoros monógamos, por ejemplo, la fecundidad de las parejas está más limitada por la productividad del territorio que por la capacidad lactante de la hembra, por lo que es dudoso que hacer de nodriza sea la aportación paterna más valiosa en términos de éxito reproductivo mutuo[73]. Si los machos mamíferos no amamantan a sus retoños es porque pueden hacer contribuciones más útiles y de evolución más factible que la lactancia misma.
En la línea de Trivers, algunos autores han justificado la rareza de la monogamia en los mamíferos y la ausencia de padres lactantes con el argumento de que la gran inversión femenina que supone la gestación interna obliga a la madre a asumir cualquier inversión parental ulterior, lo cual explicaría tanto la evolución de la lactancia materna como la no evolución de la lactancia paterna[74]. Este argumento es doblemente incorrecto. En primer lugar, no es cierto que la inversión materna obligada sea necesariamente mayor en los mamíferos que en las aves, pues en estas últimas la hembra debe producir una reserva de vitelo suficiente para que los polluelos rompan el cascarón en un estadio de desarrollo comparable al de un mamífero recién nacido. De hecho, los huevos de algunas aves precoces son enormes en relación al tamaño de la madre, y representan una inversión mucho mayor que el embarazo de los marsupiales o incluso algunos mamíferos placentarios (como el oso panda, cuyas hembras paren crías diminutas y muy retrasadas en su desarrollo). En segundo lugar, la lactancia materna no pudo derivarse de la gran inversión inicial que representa el embarazo porque la producción de leche evolucionó antes que la gestación interna, como lo evidencia la existencia de mamíferos que ponen huevos (los monotremas).
La monogamia, que nivela la inversión parental de ambos sexos, se opone a la tendencia de la selección natural a acentuar la asimetría macho-hembra. Por eso es evolutivamente inestable, como el hermafroditismo, y difícilmente puede estabilizarse a menos que alguna presión selectiva demande una inversión parental extenuante para un solo progenitor. Aun así, incluso las hembras monógamas tienden a promover la poliginia efectiva, hasta el punto de que la principal preocupación de un macho monógamo típico es la infidelidad de su consorte.
La contrapartida del mito de la hembra monógama es el mito del macho promiscuo. Incluso cuando la monogamia es ineludible, la pretendida naturaleza promiscua del sexo masculino se traduciría en una tendencia irrefrenable a la infidelidad. Por supuesto, el sexo extraconyugal interesaría más al sexo masculino que al femenino, ya que incluso para un macho monógamo todo apareamiento extra representa una oportunidad de engendrar más descendencia. Las hembras, en cambio, tendrían pocos motivos para ser infieles a su pareja.
El problema es que, si todos los individuos de la población están emparejados, es matemáticamente imposible que el conjunto de los machos cometa más infidelidades que el conjunto de las hembras. Para que se cumpliese el tópico de que la población masculina comete más infidelidades que la población femenina, debería ocurrir que unas pocas hembras inusitadamente promiscuas cometieran adulterio con numerosos amantes. En tal caso sí habría más machos que hembras infieles aunque la suma de infidelidades fuera la misma para ambos sexos. Pero esta situación es poco realista, porque una promiscuidad femenina tan exagerada no tendría sentido en un contexto monógamo, ya que el éxito reproductivo de una hembra depende más del número de óvulos que es capaz de producir que del número de machos que la inseminan. En cambio, los machos que engendran hijos con cuantas más hembras mejor sí se ven premiados por la selección natural, pues no deja de ser cierto que el éxito reproductivo de un macho depende del número de óvulos que consigue fecundar. Ahora bien, para que los genes de los machos adúlteros prosperen es obligado que éstos dejen más descendencia que los fieles, y para ello deben contar con la complicidad de las hembras de la población.
Las ventajas selectivas del sexo extraconyugal para las hembras monógamas son menos obvias que en el caso masculino, pero no menos significativas. Si bien es cierto que la descendencia de una hembra no aumenta con el número de machos que la inseminan, tener trato sexual con más de un macho le permitiría incrementar la diversidad genética de la prole (lo que puede ser ventajoso en un entorno cambiante) y asegurarse la descendencia en caso de infertilidad del consorte o, si éste desaparece, facilitarle el reemparejamiento. Pero la principal ventaja de la infidelidad es que permite a las hembras beneficiarse de la inversión paterna sin tener que conformarse con un socio reproductor genéticamente mediocre. La selección natural también premia la infidelidad femenina, pero, a diferencia del caso masculino, cuando ésta atiende más a la calidad de los sementales que a su cantidad. No es que las hembras monógamas sean menos proclives a la infidelidad que los machos, sino que tienden a ser más selectivas a la hora de cometer adulterio. Dicho sea de paso, un corolario de la selectividad del adulterio femenino es que difícilmente puede haber más machos infieles que hembras: si sólo una minoría de galanes es responsable de la mayoría de adulterios, como cabe esperar si las hembras seleccionan escrupulosamente a sus «amantes» conforme a criterios de atractivo masculino compartidos por toda la población femenina, entonces los machos infieles serán la excepción y las hembras adúlteras la regla. (No obstante, si una fracción significativa de la población está desemparejada, cada vez que un macho emparejado se aparee con una hembra desemparejada habrá infidelidad masculina pero no femenina, y si este caso es más frecuente que el apareamiento entre hembra emparejada y macho desemparejado, entonces sí puede haber más infidelidades masculinas que femeninas. Esta posibilidad es poco realista fuera de la especie humana, pero podría proporcionar alguna base estadística al tópico de que los varones cometen más infidelidades que las mujeres).
La infidelidad beneficia a ambos sexos: a los machos porque les permite tener más hijos, y a las hembras porque les permite tener hijos más aptos (como propagadores de los genes maternos)[75]. Por eso no debe extrañar que sea la norma entre las especies monógamas (incluida la humana). Así pues, la infidelidad no debería contemplarse como la expresión de una naturaleza promiscua reprimida por una imposición monógama. Monogamia e infidelidad son dos caras de una misma moneda.
Se sabe que las hembras de numerosas especies monógamas parecen estar dispuestas a poner un poco más de su parte en la crianza para compensar el tiempo invertido por su consorte en festejar a las hembras vecinas, con tal de que sus hijos hereden la seducción y, por ende, el éxito reproductivo del padre. La explicación de esta conducta a primera vista insensata es que las hembras monógamas se sirven del mayor potencial reproductivo de los machos más cotizados como «amantes» para propagar más eficazmente sus propios genes a través de su progenie masculina[76].
Por eso el uso del término «infidelidad» en referencia al sexo extraconyugal es engañoso, al menos en el caso masculino. Otro aspecto fundamental de la asimetría macho-hembra es la certidumbre de la maternidad en oposición a la incertidumbre de la paternidad. Para el sexo femenino la filiación de la prole raramente plantea dudas. Una hembra monógama siempre tendrá la seguridad de que los hijos que ha concebido son suyos y no de una rival; el que su consorte se dedique a seducir a otras hembras no resta ninguna certidumbre a su maternidad. Los devaneos masculinos quizá representen cierta reducción de la inversión paterna, pero nunca un expolio de la inversión materna. La «infidelidad» del padre de familia no entra en conflicto con los intereses genéticos de su pareja, porque a ésta le compensa tener por consorte a un galán cuyos hijos sean buenos propagadores de los genes maternos.
Un padre de familia, en cambio, nunca puede estar tan seguro de su paternidad, pues existe la posibilidad de que su pareja haya sido inseminada por un rival en su ausencia. Una hembra siempre puede expoliar la inversión parental de su pareja en beneficio de un rival, cosa que no pueden hacer los machos. ¿O sí? Lo cierto es que se conoce al menos un caso de machos que engañan (y aquí el término puede emplearse con toda propiedad) a las hembras para hacerlas invertir su capital reproductivo en la descendencia de una rival. Se trata de la rana arborícola Phrynohyas resinifictrix, también conocida como ranita lechera (llamada así por la secreción lechosa tóxica que exuda para defenderse de los predadores). Los machos de esta especie toman posesión de un hueco anegado en lo alto de un árbol y cantan para atraer a una hembra que desova y se marcha, dejando al padre al cuidado de los huevos. Pero la inversión de roles no acaba aquí: cuando eclosionan los renacuajos, el macho vuelve a cantar para atraer a otra hembra, sólo que esta vez los huevos de la incauta no son fecundados, sino que sirven de alimento para la prole de la primera hembra, lo que representa un caso único de expoliación de la inversión parental femenina por parte masculina. Pero esto es una rareza evolutiva de lo más infrecuente. En el mundo animal, las hembras engañan y los machos son engañados, y no al revés.
A diferencia del caso masculino, la infidelidad femenina sí es un engaño en toda regla, pues el cornudo es parasitado genéticamente por un rival con la complicidad de su consorte. Se comprende, pues, que los machos monógamos sean celosos por naturaleza. En cambio las hembras, que no corren ningún riesgo de ser parasitadas genéticamente por una rival con la complicidad masculina, tienen pocos motivos para mostrarse tan celosas y posesivas con sus consortes como éstos con ellas. Si los celos masculinos tienen que ver con la garantía de la paternidad, los celos femeninos, cuando existen, obedecen casi siempre a la competencia por los recursos paternos. Aunque la monogamia nivele la inversión parental de ambos sexos, la asimetría macho-hembra sigue dictando su ley.
Figura 4.1. La ranita lechera (Phrynohyas resinifictrix) es uno de los pocos casos, si no el único, en que se puede hablar de machos que «estafan» reproductivamente a las hembras haciéndoles dilapidar su inversión parental en hijos ajenos. En las especies con fecundación interna tal cosa es imposible, pero la fecundación externa abre una puerta evolutiva al sexo masculino. Como ocurre en muchos batracios, el macho de esta rana arborícola tropical cuida de los huevos fecundados por él, pero, además, proporciona alimento a sus renacuajos con el truco de volver a emitir el canto nupcial para atraer a una hembra lo bastante incauta para dejar su puesta a cargo de un macho traidor que, en vez de fecundar sus huevos, se los ofrecerá como pitanza a los hijos de otra hembra. (Fotografía de A. Pérez).
Casi todos los machos monógamos son facultativamente polígamos. Esto vale en particular para las aves migratorias, muchas de cuyas especies combinan la monogamia con la poligamia. Los machos que pueden permitírselo intentan formar una segunda (y a veces hasta una tercera) familia en una misma temporada de cría. Pues bien, se ha observado que, si la hembra primaria descubre que su consorte tiene una doble vida, intenta ahuyentar a la hembra secundaria y destruir sus huevos. Para evitarlo, el macho bígamo procura instalar su segundo nido a una distancia prudencial del primero. Algunos autores han especulado que la hembra secundaria es víctima de engaño por parte del macho, que le ocultaría su condición de «casado». Otros, en cambio, prefieren pensar que la engañada es la hembra primaria, que no estaría dispuesta a compartir la inversión paterna con los hijos de una rival[77]. Pero ambas interpretaciones son discutibles. En primer lugar, para una hembra desemparejada puede ser más conveniente convertirse en la secundaria de un macho bien dotado y dueño de un territorio rico que unirse a un macho mediocre en un territorio pobre. Así parece ocurrir, por ejemplo, en el gorrión (otra especie nominalmente monógama cuyos machos son proclives a la bigamia). Pues bien, experimentos de campo han permitido comprobar que las hembras que enviudan prefieren unirse a machos ya emparejados antes que a alguno de los solteros disponibles[78].
En cuanto a la interpretación contraria, cabe insistir en que ninguna estrategia reproductiva evolutivamente estable puede beneficiar al sexo masculino a expensas del femenino (o viceversa). Cuando la monogamia tiende a derivar hacia alguna forma de poliginia, es porque las hembras también sacan algún partido de ello. Como señaló hace tiempo el norteamericano Gordon Orians, si la poliginia siempre favorece a los machos y, aun así, no se da en cualquier circunstancia, cabe pensar que cuando evoluciona es porque también favorece a las hembras. Siempre que se supere cierto «umbral de poliginia», para una hembra será mejor integrarse en un harén dentro de un territorio rico que ser pareja única en un territorio pobre[79]. Y ello sin contar los valores añadidos de la superioridad genética o el atractivo masculino.
En los casos en los que el macho no reparte su inversión parental entre sus dos o más familias, sino que se consagra a su primera nidada y se desentiende de las demás, lo que repercute negativamente en el éxito reproductivo de las hembras secundarias, las hembras desemparejadas siguen prefiriendo convertirse en la secundaria de un macho ya emparejado antes que unirse a un soltero[80]. Pero aquí las hembras primaria y secundaria comparten territorio y se toleran mutuamente, lo que tiene sentido si se piensa que, a diferencia del caso anterior, la bigamia no supone ningún menoscabo de la inversión paterna para la hembra primaria. (Hay que decir, no obstante, que tampoco en este caso todo es de color de rosa. En algunas especies, como el carricero tordal, se ha observado que la hembra secundaria recién llegada destruye los huevos de la hembra residente, con lo que consigue desviar la inversión paterna hacia su propia descendencia.) [81] Parece claro, pues, que la conducta celosa de las hembras está encaminada no tanto a impedir la bigamia como a monopolizar la inversión paterna, el territorio o ambas cosas. Al forzar al macho a establecer su segundo hogar lo bastante lejos del primero para disuadirle de pasarse el tiempo viajando de uno a otro nido, la hembra primaria obliga a su pareja a dedicar atención preferente a su primera nidada en detrimento de la segunda.
Una prueba de que la motivación principal de los celos femeninos es monopolizar la inversión paterna y no excluir a las rivales del acceso sexual al consorte es que ni siquiera las hembras que menos toleran la bigamia ponen trabas a su pareja a la hora de seducir a las hembras emparejadas de los territorios vecinos. Y es que, a efectos de selección natural, el compromiso de exclusividad sexual entre los miembros de una pareja monógama sólo atañe a la parte femenina, pues de su fidelidad depende que la inversión paterna no caiga en saco roto. Lo cual nos lleva a la cuestión de la confianza en la paternidad.
Una tesis sociobiológica clásica es que la selección natural de cualquier inversión paterna requiere la certidumbre de la paternidad, porque cualquier contribución masculina a la crianza caerá en saco roto si los beneficiarios son hijos de un rival, y este riesgo (que no corren las hembras) implica que la inversión parental sólo será una buena opción evolutiva para un macho si su paternidad está lo bastante garantizada.
A fin de evaluar la veracidad de esta predicción, es instructivo comparar las biologías reproductivas dispares de aves y mamíferos[82]. Para que sea productiva, cualquier cópula extraconyugal debe tener lugar dentro del intervalo fértil crítico en el que la hembra es fecundable. Pero los espermatozoides de los mamíferos enseguida pierden su capacidad fecundante (antes de tres días en el caso humano), lo que deja poco margen para la competencia espermática. (Curiosamente, los únicos mamíferos de los que se sabe que igualan e incluso superan a las aves en longevidad espermática son los murciélagos, que también vuelan, aunque no parece que esta coincidencia tenga nada que ver con la larga vida de los espermatozoides de ambos grupos). En cambio, las hembras de la mayoría de aves almacenan el esperma en túbulos que permiten que los óvulos vayan fecundándose secuencialmente conforme maduran. En este último caso, el intervalo de fecundabilidad se mide en semanas en vez de días, cosa que da bastantes opciones a cualquier macho furtivo de infiltrar sus espermatozoides o desplazar los ya presentes antes de que todos los óvulos disponibles hayan sido fecundados, lo que implica una «ventaja del último»[83]. Esta circunstancia menoscaba la garantía de la paternidad, a pesar de lo cual la crianza biparental es la norma entre las aves, mientras que en los mamíferos, cuyos intervalos de fecundabilidad breves y espermatozoides de vida corta incrementan la confianza en la paternidad, la monogamia es minoritaria.
Aunque la biología sexual de las aves es una puerta abierta a la infidelidad, la constatación de su elevada incidencia entre las especies nominalmente monógamas no ha dejado de causar sorpresa. Entre los papamoscas y otras aves canoras son habituales tasas de paternidad «ilegítima» del 25%, y hasta del 40% en los escribanos; pero la palma se la llevan los malúridos, pajarillos australianos parecidos a los chochines europeos, aunque de cola más larga y coloraciones más vistosas (en el caso masculino), cuyas tasas de paternidad ajena alcanzan un pasmoso 90%. [84] La profusión de la infidelidad puede parecer la expresión más palmaria del pretendido conflicto de intereses entre los sexos, pero conviene recordar una vez más que ninguna estrategia reproductiva evolutivamente estable puede favorecer a un sexo a expensas del otro, y la infidelidad no es una excepción. Por supuesto, el adulterio perjudica al cornudo de turno, pero quien más gana en este juego no es su consorte (pues ella paga igualmente su parte del coste de la crianza) sino el «amante» furtivo, que consigue dejar descendencia extra con una inversión parental nula.
Así pues, según como se mire, el adulterio femenino beneficia al sexo masculino tanto como le perjudica. De hecho, el riesgo de adulterio no es el mismo para todos los machos. Está claro que, para que la monogamia pueda evolucionar, los machos con vocación de padres de familia deben dejar más descendencia que los donjuanes que eluden la inversión parental, y para ello deben ser los auténticos padres de la mayoría de sus hijos, lo que requiere que sus parejas no los engañen, o lo hagan con machos igualmente monógamos, portadores de los genes implicados en el vínculo de pareja y el instinto paternal. Pero, una vez establecida la monogamia como estrategia reproductiva evolutivamente estable, la incertidumbre de la paternidad no puede disuadir a los machos de atender a sus obligaciones paternales. Un buen ejemplo de ello es el sargento o tordo charretero (así llamado por las «charreteras» rojas que adornan los hombros de los machos), un ave facultativamente polígama que ha sido objeto de investigaciones detalladas para determinar la filiación de la prole (incluso mediante pruebas de ADN) con resultados un tanto sorpresivos. Se ha comprobado que muchos de los polluelos nacidos en un territorio dado, si no la mayoría, no son hijos del macho residente: un macho con apenas cuatro polluelos a su cargo puede haber engendrado un número mayor de ellos en los territorios vecinos, mientras que un macho con diez polluelos a su cargo puede ser el padre biológico de sólo uno de ellos[85].
Si se piensa que el móvil principal de la infidelidad femenina es la ganancia de calidad genética, es de esperar que los machos más cotizados como consortes sean también los más solicitados para el sexo extraconyugal oportunista, y los menos recelosos de su propia paternidad, pues las hembras emparejadas con un macho cotizado tienen menos motivos para ser infieles que las emparejadas con un macho mediocre. Estudios de campo detallados han permitido constatar que, en las especies facultativamente polígamas, la incertidumbre de la paternidad es hasta cuatro veces mayor para los machos monógamos (la mayoría de los cuales cría más hijos bastardos que propios) que para los bígamos o trígamos (que también son los que efectúan más cópulas extraconyugales)[86]. Por mucho que desconfíe de la fidelidad de su pareja, un macho poco cotizado no tiene más remedio que apostar por la monogamia, porque difícilmente tendrá alguna opción de perpetuar sus genes si no se empareja. Para un macho cotizado, en cambio, la proclividad femenina al adulterio selectivo es más una ventaja que un riesgo, porque siempre engendrará más hijos bastardos de los que le tocará criar.