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¿Por qué hay dos sexos?

Como hemos visto en el capítulo inicial, al principio el sexo no tenía sexo. Las células haploides que se fusionaban para formar zigotos diploides eran indistinguibles. Pero esta isogamia inicial pronto derivó hacia una «anisogamia fisiológica», un estadio evolutivo en el que los gametos siguen siendo morfológicamente indistinguibles, pero se han diferenciado en tipos complementarios, de manera que dos células del mismo tipo nunca se fusionan (lo que presumiblemente tiene por objeto evitar la fusión «incestuosa» de células pertenecientes a un mismo clon). Aunque suelen denotarse como + y –, nada impide en principio la profusión de tipos sexuales. De hecho, así ocurre en muchas algas y hongos. En vez de un sexo masculino y otro femenino, tenemos una multitud de «sexos» superficialmente similares, cada uno incompatible consigo mismo y compatible con el resto (una situación que puede antojársenos estrafalaria, pero que tiene la ventaja de incrementar sobremanera el número de parejas sexuales potenciales, que en las especies dioicas se reduce a la mitad de la población).

Pero la naturaleza aborrece la simetría. La evolución de la anisogamia propiamente dicha (la diferenciación entre gametos masculinos y femeninos) tiene que ver con un concepto clave, al que volveremos una y otra vez en este libro: la inversión parental (es decir, la inversión de cierto capital energético y material en la descendencia para incrementar sus posibilidades de supervivencia). La forma más elemental de inversión parental consiste en dotar a los gametos de una reserva de alimento (como el vitelo de los huevos). Pero esta solución plantea más de un problema adaptativo. Para empezar, las células precursoras de estos huevos deberán dedicar parte de sus recursos a fabricar y acumular sustancias de reserva, lo que menoscabará tanto su tasa de multiplicación como su movilidad. Si todos los gametos se consagraran a esta tarea, el resultado sería una población dispersa de células estáticas que tendrían muchas dificultades para encontrarse y fusionarse en el medio líquido. En vez de eso, la selección natural favoreció la diferenciación de las células sexuales en dos tipos: macrogametos grandes y estáticos, especializados en acumular reservas, y microgametos numerosos y activos, especializados en nadar al encuentro de los anteriores[47]. En el límite de este proceso evolutivo los macrogametos pierden toda movilidad y los microgametos quedan reducidos a poco más que una bolsa de material genético dotada de un flagelo impulsor. En otras palabras, las células sexuales se diferencian en óvulos y espermatozoides.

La asimetría macho-hembra

Pero la existencia de dos categorías de gametos (óvulos y espermatozoides) no es una condición suficiente para la existencia de machos y hembras. Nada obliga a que la ovogénesis y la espermatogénesis estén segregadas en organismos diferentes. En teoría, las especies sexuales podrían optar por el hermafroditismo, ahorrándose así el «coste de los machos». ¿Por qué, entonces, las especies sexuales son en su gran mayoría dioicas, con machos especializados en producir espermatozoides y hembras especializadas en producir óvulos? La respuesta es que el hermafroditismo es una estrategia evolutivamente inestable, y la razón última de ello es la asimetría fundamental entre óvulos y espermatozoides.

Mientras que los espermatozoides son relativamente baratos de producir, los óvulos, con su carga de vitelo, suelen resultar mucho más caros. Ahora bien, si por el precio de un óvulo típico pueden producirse millones, o incluso billones, de espermatozoides, entonces un hermafrodita mutante que renuncie a su parte femenina y lo invierta todo en espermatozoides podrá repartir su capital reproductivo entre más socios reproductores y propagar sus genes a expensas de los óvulos ajenos. Estos especialistas en producir gametos masculinos se propagarán como una plaga, hasta que su expansión se vea frenada por el déficit de óvulos (cuyos productores serán cada vez más escasos en la población). En esta situación, dedicarse a producir óvulos para satisfacer la demanda creciente puede ser un buen negocio. Un hermafrodita mutante que renuncie a su parte masculina (evitando así desperdiciar parte de su capital reproductivo en espermatozoides destinados a fecundar óvulos ausentes) para invertirlo todo en óvulos podrá sacar más partido de los apareamientos con dadores de espermatozoides. De esta forma los especialistas en producir espermatozoides contribuyen a la expansión de los especialistas en producir óvulos, y viceversa.

El resultado final de esta coevolución es la segregación de la espermatogénesis y la ovogénesis en individuos diferentes. La asimetría fundamental al nivel de las células sexuales tiende a romper la simetría al nivel organísmico, lo que da lugar a poblaciones de machos y hembras. Así pues, el hermafroditismo sólo puede convertirse en una estrategia evolutivamente estable si existe alguna presión selectiva contraria a la segregación sexual. (Por ejemplo, el hermafroditismo es más frecuente entre las plantas y los animales sésiles, un hecho que se ha explicado por la menor movilidad de las semillas en relación al polen, o de los óvulos en relación a los espermatozoides, lo cual limitaría la dispersión de los individuos de sexo femenino más allá de su entorno local; la producción simultánea de óvulos y espermatozoides soluciona este problema). De ahí que la ausencia de machos y hembras diferenciados sea la excepción y no la regla entre las especies con reproducción sexual.

Figura 3.1. Las setas son los cuerpos fructíferos diploides de los hongos, desarrollados a partir de la fusión de dos micelios haploides sexualmente compatibles. En las formas de vida isógamas, como es el caso de los hongos, los «sexos» (en el sentido de tipos sexualmente compatibles con cualquier otro que no sea el propio) no sólo no se limitan a dos, sino que pueden llegar a contarse por millares. (Fotografía del autor).

¿Tienen sexo los genes?

En su viaje a través de las generaciones, un gen autosómico puede encontrarse ahora en un vehículo masculino y después en uno femenino, o viceversa. Podría decirse, pues, que los genes no tienen sexo. Pero hay una pequeña minoría de genes cuyo destino sí está ligado al sexo femenino o masculino. Algunos orgánulos celulares (como las mitocondrias, los centros energéticos de la célula eucariota) tienen su propio material genético. El ADN mitocondrial de todos los vertebrados parece contener el mismo juego de 37 genes que especifican 13 proteínas, todas ellas integrantes de la cadena respiratoria y el sistema de fosforilación oxidativa que proporcionan a la célula la energía obtenida de la combustión de los hidratos de carbono y otras sustancias orgánicas, así como dos cadenas de ARN ribosómico y 22 moléculas de ARN de transferencia, todo ello empaquetado en un cromosoma circular análogo al de las bacterias.

Figura 3.2. Dos caracoles de tierra en plena cópula. En las formas de vida anisógamas la norma es la separación de la ovogénesis y la espermatogénesis en individuos diferenciados en hembras y machos respectivamente. Pero ésta no es una condición necesaria, como lo demuestra la existencia de especies monoicas, sin sexos propiamente dichos. Los caracoles, por ejemplo, son hermafroditas, lo que quiere decir que todos los individuos producen óvulos y espermatozoides, aunque no simultáneamente: los caracoles sólo ejercen de hembras cuando son portadores de óvulos maduros fecundables, y el resto del tiempo ejercen de machos. (Fotografía del autor).

Puesto que sólo el núcleo del espermatozoide penetra en el óvulo, los genes mitocondriales y demás genes extranucleares se heredan exclusivamente por vía materna. Todas las mitocondrias de todas las células de nuestro cuerpo proceden de nuestra madre. Para estos genes extranucleares, que sólo se propagan de madres a hijas, un cuerpo masculino es una vía muerta. Así pues, éstos son los únicos genes propiamente femeninos. Pero su existencia plantea un conflicto de intereses en el nivel genómico, pues la mejor estrategia de propagación para los genes extranucleares será la que más favorezca al sexo femenino, aunque sea en detrimento del masculino. Las más de las veces esto se opondrá al interés de los genes nucleares, que no estarán dispuestos a desaprovechar el potencial reproductivo masculino.

Podría parecer que una manera obvia de evitar este conflicto de intereses es abolir la segregación entre machos y hembras. Pero el hermafroditismo no elimina la asimetría óvulo-espermatozoide, razón del conflicto entre genes nucleares y extranucleares. Estos últimos siempre obtendrán un beneficio inmediato de la desviación de los recursos parentales hacia la parte femenina a expensas de la masculina. De hecho, se han identificado genes inhibidores de la espermatogénesis en más de 140 especies de plantas hermafroditas, y, como era de esperar, todos se localizan en el ADN extranuclear[48]. Lejos de evitar el conflicto intragenómico, el hermafroditismo lo exacerba.

A medida que se propagan los genes antimasculinos, la población inicialmente hermafrodita se va feminizando, hasta que los espermatozoides comienzan a ser un recurso escaso. Esta situación favorece la evolución de genes restauradores de la espermatogénesis. En consecuencia, allí donde surja un gen feminizador extranuclear, es de esperar que también surja un gen nuclear capaz de bloquear su expresión. En tal caso la partida puede acabar en empate, pero nada impide que el proceso vuelva a repetirse. Los investigadores en genética vegetal han identificado pares feminizador-supresor en el girasol, el sorgo, la calabaza, el tomate y otros cultivos comunes. En el maíz, por ejemplo, se conocen dos genes feminizadores, cada uno con su propio bloqueador, y en el tabaco se han catalogado hasta ocho de tales pares antagónicos[49].

Pero los genes bloqueadores no son la única réplica evolutiva a los genes extranucleares conflictivos. A menos que alguna presión selectiva promueva el mantenimiento del hermafroditismo, cosa que no suele ocurrir en el caso de los animales, el conflicto entre genes extranucleares y genes nucleares se resolverá con la segregación de la espermatogénesis y la ovogénesis en individuos diferentes (machos y hembras). Para verlo, supongamos que en una población inicialmente hermafrodita surge un gen mutante feminizador que se propaga hasta afectar a la mayoría de individuos. Puesto que en una población mayoritariamente feminizada hay óvulos de sobra, para un hermafrodita será ventajoso renunciar a su parte femenina y consagrarse a la producción de espermatozoides. Es de esperar, pues, que también surjan mutaciones antifemeninas en coevolución con las antimasculinas. Una vez aparecen mutantes masculinizados en la población, la opción hermafrodita no tiene futuro: la mayor parte de los óvulos y espermatozoides en oferta es portadora de genes antimasculinos y genes antifemeninos respectivamente, de manera que las generaciones futuras estarán abocadas a feminizarse o masculinizarse. Una vez más, el resultado final es una población formada por machos y hembras[50].

Así pues, el conflicto intragenómico también contribuye a la segregación de la ovogénesis y la espermatogénesis en dos categorías diferenciadas de individuos (en otras palabras, a la coevolución de machos y hembras). Pero esta solución no siempre aplaca el egoísmo de los genes extranucleares. Aunque la supresión de los machos no tiene por qué traducirse en un incremento de la producción de óvulos por parte de sus hermanas, los genes extranucleares todavía pueden monopolizar el capital reproductivo si hacen que las madres engendren sólo hijas. Una manera de conseguirlo es inducir la partenogénesis, cosa que seguramente ha ocurrido más de una vez, aun a costa de conducir a la especie a un callejón sin salida evolutivo. Otra solución ventajosa a corto plazo para los genes extranucleares, pero nefasta para la especie, sería abortar el desarrollo de los zigotos de genotipo masculino. Sin embargo, las hembras seguirían necesitando dadores de espermatozoides para fecundar sus óvulos, por lo que cualquier gen anti-antimasculino que contribuya a restaurar la proporción normal de machos y hembras siempre sería favorecido por la selección natural.

Así pues, las hembras no pueden prescindir de los machos (por lo menos si quieren beneficiarse de las ventajas de la reproducción sexual), aun en contra del interés «egoísta» de los genes extranucleares. De hecho, parte de lo que en otro tiempo fueron genes extranucleares se ha transferido al ADN nuclear. Hoy todos los biólogos aceptan que las mitocondrias descienden de bacterias simbiontes[51], aunque es seguro que buena parte de los genes bacterianos ancestrales está ahora integrada en los cromosomas del núcleo celular, lo que contribuye a mitigar el conflicto intragenómico.

Pero tampoco todos los genes nucleares son neutrales en esta guerra de sexos. Como es bien sabido, el sexo de un mamífero viene dado por los cromosomas X e Y. Los individuos de genotipo XX son hembras y los de genotipo XY son machos. Esto quiere decir que son los espermatozoides (que pueden portar un cromosoma X o un cromosoma Y) y no los óvulos (que siempre portan un cromosoma X) los que determinan el sexo de cada embrión. Puesto que los cromosomas X e Y no son homólogos, no se entrecruzan durante la meiosis. Esto quiere decir que un gen «egoísta» localizado en el cromosoma X nunca pasará al cromosoma Y, por lo que puede permitirse eliminar los espermatozoides Y para promover su propagación sin tirar piedras contra su propio tejado. La difusión de este gen profemenino conduciría a poblaciones formadas sólo por hembras y, por ende, abocadas a extinguirse, si no fuera porque, como antes, la selección natural promoverá cualquier gen anti-antimasculino que neutralice al distorsionador sexista.

Otra posibilidad es que el gen antimasculino inhiba el efecto fenotípico masculinizante del cromosoma Y. Así parece haber ocurrido en el lemming, un topillo ártico conocido por sus ocasionales explosiones demográficas catastróficas, que han dado lugar a la leyenda de que poblaciones enteras se suicidan en masa arrojándose al mar. Pero este roedor también es notable por sus cromosomas sexuales, que en vez de dos son tres: un cromosoma Y, un cromosoma X y un cromosoma W (que es una mutación del X normal). Pues bien, los individuos XY se desarrollan en machos, como es de rigor en los mamíferos, pero los WY, a pesar de ser portadores de un cromosoma masculino, se desarrollan en hembras. El efecto de la presencia de este gen en las poblaciones de estos roedores es un exceso permanente de hembras[52].

Por otra parte, al contrario de lo que sucede con los genes extranucleares, que sólo se heredan por vía materna, los genes del cromosoma Y sólo se heredan por vía paterna. Esto los convierte en los únicos genes propiamente masculinos, por lo que su interés inmediato será propagarse a través de los machos, aunque sea en detrimento de las hembras. Como antes, un gen «egoísta» promasculino localizado en el cromosoma Y que elimine todos los espermatozoides portadores de cromosomas X y haga que las parejas sólo engendren machos se propagará aunque ello comprometa el futuro de la especie[53]. La solución encontrada por la selección natural para minimizar este otro conflicto de intereses genómico ha sido reducir el cromosoma Y al mínimo y reprimir la expresión de sus genes salvo en momentos puntuales del ciclo vital del organismo. (En las aves el genotipo XY corresponde al sexo femenino, por lo que en este caso el interés de los genes del cromosoma Y se suma al de los genes extranucleares en contra del sexo masculino, lo que quizá pueda explicar por qué la mayoría de aves ha optado por prescindir del cromosoma Y, de manera que los machos son XX y las hembras X0).

Por último, una solución alternativa es prescindir de la determinación cromosómica del sexo. Así han hecho, por ejemplo, algunos reptiles como las tortugas y los cocodrilos, el sexo de cuyos embriones depende de la temperatura a la que se incuban los huevos. (En las tortugas, los huevos incubados a temperatura alta se desarrollan en hembras, mientras que en los caimanes y cocodrilos es al revés). El inconveniente de este procedimiento es que unas condiciones inusualmente calurosas o frías pueden provocar un exceso de machos o hembras, mientras que las temperaturas intermedias dan lugar a intersexos, animales de sexo ambiguo. Parece ser que el sexo del individuo está relacionado con el tamaño. Los fetos que se desarrollan a mayor temperatura crecen más, y si ser más grande es una ventaja para los machos (lo que vale para los cocodrilos, que compiten por las hembras) o para las hembras (lo que vale para las tortugas, porque las hembras de mayor tamaño son más fecundas), entonces es ventajoso que los embriones adopten el sexo que más se adecúe a su tamaño[54]. Algo parecido ocurre en algunos peces en los que el sexo cambia con la edad: los individuos jóvenes son hembras que se convierten en machos al alcanzar cierto tamaño (proteroginia), o viceversa (proterandria). En algunos peces de arrecife que forman cardúmenes de hembras custodiados por un único macho, la hembra de mayor tamaño se convierte en macho cuando el dueño del harén muere. Otras veces los huevos fecundados se desarrollan en hembras y los no fecundados en machos. El caso más conocido es el de los himenópteros sociales: las obreras y reinas son diploides, y los zánganos son haploides. Todas estas soluciones contribuyen a minimizar el conflicto intragenómico.

El alto precio de los óvulos

Como hemos visto, la selección natural amplifica la asimetría óvulo-espermatozoide hasta forzar la ruptura de la simetría en el nivel organísmico y dar lugar a poblaciones de machos y hembras. Es más, una vez establecida la asimetría macho-hembra, el mismo proceso no hace más que exacerbarla. La inversión en la descendencia (o inversión parental) no tiene por qué limitarse al vitelo de los huevos. A menudo la selección natural favorece que algún progenitor proporcione alimento, cuidados y protección a las crías, con lo que se incrementan las posibilidades de que lleguen a la madurez sexual. Al hacerlo así, el progenitor consagrado a la crianza (que en principio puede ser la madre, el padre o ambos) pierde oportunidades de aparearse más veces y producir más descendencia. Pero si la producción suplementaria de huevos sólo sirve para engordar a los predadores, entonces saldrá ganando si se hace cargo de las crías hasta que hayan alcanzado un estadio de desarrollo suficiente para valerse por sí mismas. La selección natural favorecerá la estrategia reproductiva más conveniente, que será una solución de compromiso entre fecundidad e inversión parental, ajustada a la ecología y la biología particulares de cada especie.

Aunque ambos progenitores están igualmente interesados en que su prole sobreviva, son las madres las que suelen cargar con el peso de la crianza. La razón última de esta desigualdad de roles sexuales vuelve a ser la asimetría fundamental entre óvulos y espermatozoides. Por ejemplo, la inmovilidad de los óvulos hace que la fecundación interna, cuando existe, tenga lugar casi invariablemente dentro del cuerpo femenino, de manera que cualquier inversión parental suplementaria tenderá a ser asumida por la madre que gesta los embriones antes que por el padre. Así, por ejemplo, las hembras de reptiles y aves producen gametos gigantes provistos de gran cantidad de vitelo (la yema del huevo) y una cáscara calcificada, lo que representa una inversión material considerable; y las hembras mamíferas no sólo soportan una prolongada gestación interna de uno o más fetos que requieren un suministro constante de recursos extraídos del cuerpo materno a través de la placenta, sino que tras el parto continúan alimentando a sus crías con la leche producida por sus glándulas mamarias.

La consecuencia más relevante de esta inversión parental asimétrica es que la descendencia potencial de una hembra típica no es más que una pequeña fracción de la descendencia potencial de un macho típico. Mientras que el potencial reproductivo femenino está limitado sobre todo por la inversión parental, el masculino lo está por la competencia por los óvulos. En teoría, un solo apareamiento puede proporcionar a cualquier hembra el esperma necesario para fecundar todos los óvulos que puede producir en un ciclo reproductivo. A un macho estándar, en cambio, todo apareamiento extra puede reportarle más descendencia. De ahí que el sueño de todo macho sea disponer de toda una población de hembras para él solo. Por desgracia para el sexo masculino, esta situación es evolutivamente inestable[55]. Para verlo, supongamos que en una población dada hay un exceso de hembras. Dado que, por fuerza, todo nuevo individuo debe tener un padre y una madre, ambos sexos dejarán en conjunto el mismo número de descendientes por generación; pero, al haber menos machos que hembras, la descendencia media de los primeros será mayor que la descendencia media de las segundas. En estas condiciones, aquellos progenitores que tengan más hijos que hijas tendrán también más nietos que sus vecinos y, en consecuencia, sus genes se irán propagando por la población. Ahora bien, al ir disminuyendo la proporción de hembras en cada generación, tener hijos en vez de hijas será cada vez menos ventajoso. Al final, el número de machos y hembras de la población tenderá a igualarse. En consecuencia, los progenitores invertirán lo mismo en hijos que en hijas. (Al mismo resultado se llegaría a partir de la situación opuesta de un exceso inicial de machos). Pero en una población con tantas hembras como machos nunca habrá hembras disponibles suficientes para que un macho pueda sacar todo el partido de su potencial reproductor sin tener que competir con los otros machos presentes.

Por supuesto, las hembras también compiten entre sí, pero pocas veces lo hacen por los machos. En la mayoría de especies, la fecundidad femenina está limitada sobre todo por el espacio y los recursos disponibles, pues el esfuerzo reproductivo de las hembras rivales se concentra en la inversión parental antes que en la competencia por los apareamientos. Cualquier inversión parental adicional por parte femenina encarece aún más el precio de los óvulos, lo que contribuye a exacerbar la competencia masculina por las hembras.

Así pues, mientras que la fecundidad femenina está limitada sobre todo por la fisiología, el principal factor limitante de la fecundidad masculina es la competencia por los óvulos. El primero en demostrar esta asimetría fundamental en el laboratorio fue el británico A. J. Bateman. Además de confirmar la predicción de que un solo apareamiento era más que suficiente para fecundar toda la puesta de una mosca del vinagre, Bateman hizo un descubrimiento no tan esperable, y es que la varianza de la fecundidad individual era mucho mayor en el caso masculino que en el femenino[56]. Mientras que la fecundidad femenina mostraba poca variación, algunos machos tenían mucha descendencia y otros ninguna. Bateman concluyó que la fecundidad masculina dependía sobre todo del número de apareamientos, lo que se traducía en una competencia intensificada por el acceso a las hembras.

Las diferencias sexuales en la varianza del éxito reproductivo caracterizan los sistemas de apareamiento. Cuando la varianza masculina es mayor que la femenina se habla de «poliginia efectiva». En los animales poligínicos, una minoría de machos monopoliza los óvulos fecundables. Un ejemplo típico es el ciervo común, cuyos machos entablan combates por el acceso a las hembras, durante los que se embisten entrelazando la cornamenta ramificada. Se estima que los machos más exitosos dejan hasta una treintena de descendientes, aunque la mayoría de machos no pasa de cuatro, y casi la mitad de la población masculina no consigue engendrar ni un solo vástago en toda su vida. Las hembras, por su parte, no suelen dejar más de una decena de descendientes, aunque la mayoría tampoco baja de seis[57]. Otra consecuencia importante de la poliginia masculina es que la paternidad, cuando llega, suele retrasarse hasta que los machos han alcanzado un tamaño competitivo, aunque ya estuvieran en condiciones de engendrar desde varios años antes. Los ciervos machos raramente consiguen ser padres antes de los siete u ocho años, mientras que las hembras suelen criar con éxito ya desde los tres años de edad. Además, su éxito reproductivo suele caer en picado en cuanto su poderío físico comienza a declinar con los años. Incluso los machos más poderosos difícilmente consiguen volver a aparearse después de los 12 años, mientras que la fecundidad femenina no decae hasta después de los 15 años. Por todo ello, las hembras suelen tener una vida fértil efectiva el doble de larga que los machos[58].

Pero el caso más extremo de poliginia seguramente es el del elefante marino norteño, cuyos machos se ensarzan en fieros combates sin tregua, en los que no es raro que se dejen la vida, para tener acceso exclusivo a todas las hembras que pueden acaparar. En un estudio de campo clásico[59], se constató que, de 115 machos congregados en las playas del islote de Año Nuevo, frente a la costa californiana, durante una temporada de cría, sólo cinco (los más dominantes) efectuaron 123 de las 144 cópulas observadas. La gran mayoría de los machos de esta especie no llega a conocer el sexo y, en todo caso, tienen que esperar hasta los cinco o seis años de edad para tener alguna opción de acceder a las hembras. Para colmo, sólo uno de cada cien supera los nueve años de edad, porque suelen morir prematuramente, extenuados y quebrantados por las secuelas de los combates. Las hembras, en comparación, gestan su primera cría a los tres o cuatro años de edad y suelen vivir más de catorce años. Pero el premio para los vencedores es sustancioso: un macho dominante puede engendrar más de una cincuentena de vástagos en un solo año, una descendencia cinco veces más numerosa que la de una hembra típica en toda su vida. Aunque no es habitual que un macho dominante mantenga su posición de privilegio más de cuatro años seguidos, en ese tiempo puede llegar a engendrar más de 200 hijos.

Competencia poscopulatoria

Pero la competencia masculina por los óvulos no cesa ni siquiera tras la consumación de la cópula. Puesto que la receptividad sexual femenina se mantiene como mínimo hasta la fecundación, un macho que acaba de inseminar a una hembra no tiene aún garantizada la paternidad de las futuras crías, porque entre inseminación y fecundación siempre hay cierto margen de tiempo para la intrusión de espermatozoides ajenos que pueden rivalizar con los propios en la carrera hacia los óvulos. Esta «competencia espermática» se da en las especies cuyas hembras tienden a aparearse con más de un macho durante su periodo de celo. En tal caso, ser el último de la fila puede dar ventaja al semental de turno. Para ello, los machos recurren a una amplia variedad de tácticas: desplazar el esperma rival, taponar el tracto genital femenino o impregnarlo de alguna sustancia repelente, prolongar la cópula o no despegarse de la hembra tras la inseminación, copular repetidamente, aparearse a escondidas, etc. Las salamandras macho, por ejemplo, depositan un espermatóforo (una pastilla de esperma solidificado) en el suelo para que la hembra se lo introduzca sentándose encima. Pues bien, si un macho ve un espermatóforo de un rival, coloca el suyo encima, con lo que se asegura de que sean sus espermatozoides los que accedan a los óvulos. Los genitales masculinos de diversos insectos cuyas hembras guardan el esperma en receptáculos internos a la espera de que maduren sus óvulos parecen diseñados para vaciar el esperma ajeno y depositar el propio. Lo mismo puede decirse del pene hipertrofiado de algunos patos[60]. Algunos autores (incluido quien escribe) piensan que el pene humano también estaría diseñado para desplazar el esperma ajeno (véase la figura 6.2). La prolongada cópula humana también es explicable en términos de una hipotética ventaja del último[61]. Pero nuestros actos sexuales son fugaces en comparación con las ocho horas de cópula de las martas cibelinas y otros mustélidos. Y esto es una bagatela si se compara con las diez semanas de cópula de los insectos palo, aunque la palma se la llevan los sapos del género Atelopus, que permanecen abrazados a la hembra durante más de cuatro meses.

Una solución alternativa a la prolongación de la cópula es repetirla una y otra vez. Así lo hacen, por ejemplo, los leones, que pueden copular más de 150 veces en dos días, a intervalos de pocos minutos (aunque cada cópula no dura más de doce segundos). En otros casos el macho mantiene el contacto físico con la hembra tras la cópula propiamente dicha, como hacen las libélulas que vuelan en tándem mientras la hembra deposita sus huevos en la superficie del agua conforme van siendo fecundados por el esperma almacenado, o bien monta guardia durante un tiempo prudencial, como hacen los bisontes y otros rumiantes, que no se alejan de la hembra que acaban de inseminar hasta pasada una media hora.

Una solución más radical es el taponamiento del tracto genital femenino, casi siempre por coagulación del fluido seminal. Estos tapones se dan en insectos, ofidios, gusanos, marsupiales, quirópteros y roedores. Algunas moscas emplean como tapón un espermatozoide de tamaño descomunal, mientras que ciertos gusanos acantocéfalos sellan el tracto genital femenino con un pegamento especial. Estos machos también emplean su pegamento para intentar taponar el tracto genital de sus rivales, en lo que se ha descrito como una «violación homosexual»[62]. Pero la solución más extrema es emplear como tapón los propios genitales. El ejemplo más conocido de esta modalidad de «monogamia suicida» es el de los zánganos, que clavan sus genitales en la abeja reina que acaban de inseminar, lo que les acarrea la muerte por destripamiento al separarse. Los genitales masculinos también sirven de tapón en algunos dípteros depredadores cuyas hembras devoran el resto del cuerpo del macho durante la cópula[63].

Cuando los papeles se invierten

Entre los sexos masculino y femenino existe una asimetría fundamental derivada en última instancia de la asimetría óvulo-espermatozoide. Esta asimetría, al menos de entrada, implica una mayor inversión parental por parte femenina, de lo que se sigue un modelo de crianza intensiva a cargo de las hembras y maximización del número de apareamientos por parte masculina. Por regla general, las hembras hacen una mayor inversión parental por descendiente, lo que menoscaba su potencial reproductivo. Los machos, por su parte, tienen una fecundidad potencial mayor, pero su éxito reproductivo individual es mucho más variable. Los hay que en una sola temporada de cría tienen más hijos que la hembra más fecunda en toda su vida, pero son más los que mueren sin dejar descendencia. La causa de esta varianza desorbitada es la competencia masculina por los óvulos, que se hace tanto más intensa cuanto mayor es la inversión parental femenina. Mientras que las hembras raramente tienen que competir por los espermatozoides, los óvulos constituyen el principal factor limitante de la fecundidad masculina.

Pero este cuadro no es en absoluto universal. En las aves, por ejemplo, la regla es que ambos progenitores se repartan la inversión parental de manera más o menos equitativa. No es raro que el macho se haga cargo de la toma de posesión de un territorio de cría y/o la construcción del nido (lo que puede compensar la inversión femenina en los huevos) y luego colabore con su pareja en la incubación y la alimentación de la prole. Es más, en unas cuantas especies (sobre todo aves acuáticas) los papeles se invierten del todo: no sólo es el macho quien se encarga de incubar los huevos y alimentar a los polluelos, sino que la hembra se desentiende por completo de sus deberes maternales y se dedica a cortejar a otros machos. Esta inversión de los roles femenino y masculino habituales es más frecuente en las especies con fecundación externa. Es el caso de muchos peces y anfibios cuyos machos se encargan de la custodia de los huevos y las crías. El ejemplo más extremo de inversión de roles quizá sea el del caballito de mar, cuya hembra «penetra» al macho con un seudopene del que se vale para inyectar sus huevos en una bolsa ventral, donde permanecen hasta que nacen los alevines. Aquí la fecundación es interna pero, excepcionalmente, tiene lugar dentro de un cuerpo masculino y no femenino.

El fenómeno de la inversión de roles sexuales siempre ha intrigado a los evolucionistas, porque, al menos desde la perspectiva del egoísmo genético que se les supone a los actores del drama evolutivo, no parece que las hembras lo tengan fácil para conseguir que sean los machos quienes carguen con el peso de la crianza. A principios de los años setenta del siglo pasado, el sociobiólogo Robert Trivers propuso que la asimetría en la inversión parental de ambos sexos hace que los intereses reproductivos de machos y hembras entren en conflicto, de manera que la estrategia reproductiva óptima para un padre no tiene por qué serlo también para la madre de sus hijos. Obviamente, cualquier inversión parental suplementaria que incremente la descendencia efectiva de la pareja será beneficiosa para ambos progenitores; pero aquél que se las arregle para que sea el otro quien haga todo el trabajo quedará libre para engendrar más descendencia con otra pareja, lo que incrementará su aptitud darwiniana y, en consecuencia, será favorecido por la selección natural. Es de esperar, pues, que cada progenitor intente «explotar» reproductivamente al otro[64].

El problema es que el progenitor que se desentiende de su prole sólo saldrá ganando si puede contar con que su pareja no hará lo propio. Si ambos desatienden sus deberes parentales, ambos saldrán perdiendo. Es razonable pensar que el más reacio a abandonar será aquél que más haya invertido ya en el negocio reproductivo. Dado que la hembra casi siempre asume una mayor inversión parental de entrada, parece que tiene todas las de perder. Si no quiere echar en saco roto su inversión previa, será ella quien tenga que asumir los deberes maternales que le imponga la selección natural. Además, el progenitor que más invierte en la crianza también tiene que pagar un precio más alto para reemplazar cada prole abortada. Y cuanto más aumente su inversión parental, mayor será el compromiso materno adquirido con la prole, para ventaja del macho desertor de turno.

Aun así, cuando la fecundación es externa, como sucede en el medio acuático, la hembra aún puede tener alguna oportunidad de pasar de explotada a explotadora. La fecundación en el agua suele requerir la producción de muchos millones de espermatozoides por cada óvulo, lo cual representa una inversión no desdeñable por parte del macho. Si no quiere malgastarla, deberá esperar a que su pareja haya terminado de desovar, porque si eyacula demasiado pronto los espermatozoides podrían dispersarse antes de completar su misión. En teoría, esto proporciona a la hembra la oportunidad de escabullirse mientras su consorte fecunda la puesta, con lo que el macho no tendría más remedio que hacerse cargo de su custodia[65]. (Trivers ofreció en su momento otra explicación de la inversión de roles basada en la confianza en la paternidad, una idea según la cual es improbable que un macho invierta en su descendencia si no tiene la certeza de que es suya; pero cuando la fecundación es externa el macho eyacula directamente sobre los huevos, así que la certeza de su paternidad es absoluta, cosa que haría más factible la evolución de machos maternales. Volveremos sobre esta idea a propósito de la monogamia y la infidelidad).

Pero la fecundación interna no dejaría opción a la hembra: por mucha prisa que se dé en desprenderse de sus óvulos, siempre lo hará después de que su consorte los haya fecundado. Nada retendrá al macho si éste decide escabullirse para seguir engendrando más descendencia con otras hembras. La fecundación interna obliga al sexo femenino a una inversión parental creciente, lo que propicia la explotación reproductiva del sexo femenino por el masculino.

El error de Trivers

La idea del conflicto sexual ha inspirado mucha literatura científica y de divulgación, quizá porque entra en resonancia con estereotipos culturales hondamente arraigados (en particular, el que contempla los sexos masculino y femenino como «opuestos»). Pero la popularidad de las ideas científicas no siempre se corresponde con su corrección o su rigor metodológico. Y la idea del conflicto sexual deja bastante que desear en este aspecto. Para empezar, una inversión previa no necesariamente obliga a seguir invirtiendo para mantener el negocio a flote. A veces es mejor aceptar la pérdida. Así, a una hembra podría compensarle renunciar a criar sola la descendencia de un macho desertor y volver a empezar de cero con otro macho más colaborador que le permita dejar la misma descendencia con un coste total más bajo. Siempre que el mayor rendimiento de la crianza compartida compense la pérdida, la hembra saldrá ganando si renuncia a continuar con un negocio reproductivo poco rentable y se asocia con un macho dispuesto a invertir en la descendencia común.

En segundo lugar, la reproducción sexual no es un juego de suma cero (es decir, un juego tal que los ganadores lo son a expensas de los perdedores), sino una empresa cooperativa. Machos y hembras dependen los unos de los otros para perpetuar sus genes. En este juego de suma no nula ambos jugadores deben jugar limpio: si uno intenta pasarse de listo, ambos pueden acabar perdiendo la partida. Pero la objeción más fundamental a mi juicio es que ninguna estrategia reproductiva que se base en la explotación efectiva de un sexo por el otro puede ser evolutivamente estable, porque en tal caso la selección natural debería favorecer la producción de más hijos del sexo explotador (que propagarían más eficazmente los genes paternos y maternos a un precio más bajo) que del sexo explotado. Si es verdad que los machos explotan reproductivamente a las hembras, y que éstas están en desventaja, entonces es mejor tener hijos que hijas. Ahora bien, esto conduciría a una desviación de la proporción de sexos hacia el lado masculino, una situación que, como hemos visto, es intrínsecamente inestable y, en consecuencia, no puede mantenerse mucho tiempo.

Recordemos que en las especies que se reproducen sexualmente los individuos como tales no se perpetúan (tal como subrayan con insistencia los seleccionistas génicos, entre los que se cuenta el propio Trivers). Las identidades genéticas del padre y de la madre se confunden en su descendencia. Los que pasan a la generación siguiente no son los genotipos parentales, sino los genes (o, precisando más, las variantes alélicas) de ambos progenitores. Afirmar que el sexo masculino explota reproductivamente al femenino equivale a decir que los genes de los machos se propagan a expensas de los genes de las hembras. Pero esta interpretación es engañosa, porque ya hemos visto que, salvo una ínfima minoría de genes cuyo destino está ligado al sexo femenino o masculino, los genes no tienen «género». La eficacia de cualquier estrategia reproductiva debe evaluarse promediando sus beneficios sobre todos los contextos en que se aplica. Esto quiere decir que los genes que más se propagarán no serán necesariamente los más prósperos en un contexto masculino o femenino, sino los que sean capaces de prosperar en ambos contextos. Por eso no tiene sentido hablar de estrategias reproductivas en conflicto. Más bien, las tácticas reproductivas masculina y femenina deben contemplarse como aspectos complementarios de una estrategia común y no como intereses antagónicos.

De hecho, lejos de propiciar la explotación reproductiva de un progenitor por el otro, la existencia de dos sexos previene esta posibilidad, porque la dependencia reproductiva mutua entre machos y hembras hace que ambos progenitores estén condenados a entenderse. La asimetría macho-hembra no es una fuente de conflicto, sino una manera de minimizarlo. (En todo caso, el pretendido conflicto de intereses se reduce al existente entre la minoría de genes ligados al sexo —los genes extranucleares y los genes del cromosoma Y— y el resto del genoma. Pero incluso esta versión débil de la tesis de Trivers es discutible, porque la satisfacción de los intereses inmediatos de este puñado de genes conflictivos compromete su propia supervivencia a largo plazo).