En el que el cómico Galván llega a ninguna parte
Escondida en su cuarto, guardaba el ebanista Esteve una botella de sidra achampanada que se procuró no se sabe dónde. Este día la descorcha y ofrece un trago a su compañero, porque ha llegado la noticia…
Las casas civil y militar informan que, según comunican los médicos de turno, Su Excelencia el Generalísimo Franco acaba de fallecer por paro cardíaco como final del curso del shock tóxico por peritonitis.
Precisamente pocos días después hay que suspender los ensayos en el asilo porque también ha caído enfermo el jubilado Carlos Galván, aunque de mucha menos gravedad. Siente cierta opresión en el pecho al respirar. Y le han vuelto aquellos dolores que tan pronto le daban en la espalda, en el estómago o en una rodilla.
Pero cuando Daniel Otero entra en el cuarto a visitarle y a charlar con él, le encuentra con muy buen aspecto. Quizá tenga razón el médico de la residencia y sólo necesite algo de reposo.
—Le advierto, Galván, que a mí me vienen muy bien estos días sin ensayar. Porque estaba ya un poco harto de echarles piropos a las viejas que usted ha elegido.
—¿Sabe lo que pasa? Que a usted no le va el teatro de los Quintero. Lo noté el primer día.
—Mañanita de sol sí me va.
—Porque ésa es más lírica.
—Tiene usted razón.
—En cambio, yo lo domino. Y no sólo lo he hecho en mis comienzos, cuando iba en la compañía de mi padre, sino años después. Cayetano Luca de Tena iba a montar El genio alegre en el Español y retrasó el estreno un año porque sin que yo hiciera el Lucio no se atrevía a levantar el telón; y como yo tenía otros compromisos… Fue cuando estuve en el Festival de las Naciones, de París, haciendo el protagonista de La venganza de don Mendo.
—Yo en París nunca he estado —reconoce Daniel Otero—. Aunque en cierta ocasión, hace ya años, estuve a punto de ir con la compañía del teatro María Guerrero a hacer El castigo sin venganza, de Lope de Vega.
—En ese teatro le vi yo a usted Macbeth. ¡Qué interpretación tan prodigiosa!
—No. Macbeth lo hice en el Teatro Español.
—No señor. En el María Guerrero, lo recuerdo muy bien. Y, además, ahí está en los recortes, en las maletas. Si quiere buscarlo…
—Pero, Galván, por favor, ¿cómo va usted a recordarlo mejor que yo?
—Abra, abra las maletas y busque. Seguramente está en la primera, la de la derecha; pero abra las otras también, por si acaso.
Por no excitar al enfermo, el viejo y eminente actor abre las maletas. Se queda estupefacto. Hay miles de recortes en cada una. En confusos montones, revueltos, algunos arrugados, otros hechos pedazos, los hay que son páginas enteras y otros casi milimétricos. Alza la mirada Otero hacia su compañero de profesión.
—Pero aquí… es imposible…
Carlos Galván le comprende y se lamenta:
—Sí, tiene usted razón, están todavía un poco desordenados. Quise convencer al ebanista de que me ayudara, pero se negó. Es muy vago y tiene poco interés por el arte, la cultura. Si estuvieran ordenados le habría dado a usted el gusto de releer las críticas que le dedicaron cuando Macbeth. ¡Qué críticas! ¡Y qué merecidas! ¿Las recuerda?
—Recuerdo algunas. Como recuerdo que fue en el Español.
El enfermo sonríe, condescendiente, seguro de sí mismo.
—Bueno, como usted quiera. Reconozco que tengo fallos de memoria. Yo, de Shakespeare, fíjese usted, nunca hice nada.
—Era mi especialidad.
—Ya, ya lo sé. Pero yo lo clásico lo he tocado poco. A lo más que llegué fue a unas cuantas representaciones de El avaro, de Moliere.
Manifiesta una grata sorpresa el genial Otero.
—¿Usted ha hecho El avaro? Yo también.
—¡Vaya! En algo coincidimos. Y muy honrado, por mi parte.
—Siempre fue una de mis mayores ilusiones. Lo hice en Buenos Aires, con la idea de hacerlo luego en Madrid. Pero ¿sabe usted?, no me salía bien.
—¿Es posible?
—Se lo digo ahora que no nos oyen los empresarios ni los críticos: me faltaba vis cómica, yo lo notaba.
—Puede ser, puede ser…
Y Galván reprende a Otero como un maestro cariñoso a su discípulo predilecto:
—Porque en Los piropos…
Modestamente, agachando un poco la cabeza, promete Daniel Otero:
—Espero mejorar en los próximos ensayos.
Aparta la mirada Carlos Galván de su compañero, la deja vagar por la desconchada pared para evocar:
—Yo hice El avaro en París, en el teatro Sarah Bernhardt. Porque después de La venganza de don Mendo, los organizadores del Festival de las Naciones exigieron que al año siguiente yo interpretase un Molière. Lo dirigió Marsillach —¡qué hombre más inteligente y más preparado, a pesar de su juventud!— que, en realidad, quería hacer el papel de Harpagón, pero como era condición del Festival que lo hiciera yo… Entraron a felicitarme Louis Jouvet, Charles Boyer, Jean Cocteau, Josefina Baker, Chevalier… ¡Todos, todos! No se puede imaginar qué éxito.
—Me hago una idea, porque el público de París…
—Ovaciones, bravos… Salidas y más salidas… Allí es costumbre que las damas lancen flores al escenario como prueba de admiración… Todo el suelo acabó cubierto de flores.
—En América el público también es muy efusivo.
—¡Mucho, mucho!
—Más que aquí, ¿no le parece?
—El de aquí es más frío que el de otras partes.
—No se puede decir, porque queda uno como un vanidoso que se lamenta, pero es así. En Buenos Aires, todas las veces que he ido a representar Otelo el público aplaudía minutos y minutos puesto en pie. Luego entraban al camerino los actores argentinos, los escritores, las fuerzas vivas… Y a la salida del teatro, una doble fila de admiradoras, aplaudiendo, pidiendo autógrafos.
—¡Exacto, exacto! Cuando yo hice allí El alcalde de Zalamea con Carlos Lemos ocurrió lo mismo. Las ovaciones eran más para Carlos, claro, porque no hay comparación entre personaje y personaje, pero la noche del estreno entraron en mi camerino, con un grupo de compañeros de profesión y de espectadores, dos productores a ofrecerme contratos para el cine. Me quedé allí haciendo películas.
—Yo he hecho muy poco cine.
—Porque no ha querido. Porque estaba usted siempre con su Shakespeare, sus clásicos…
—Puede ser.
—Por cierto, que lo de que me quedara haciendo películas en Argentina fue una tortura para mi amante de entonces, Mabel Gaynor, porque allí, cuando uno trabaja en el cine, los periódicos le inventan a uno aventuras amorosas sin el más pequeño fundamento. Y no había manera de convencerla de que eran inventadas.
Se acerca un poco más el gran actor a su compañero enfermo y le pregunta, con una chispa de picardía en el azul pálido de sus ojos:
—¿Y eran inventadas, Galván?
Contra lo que indicaba el diagnóstico del médico del asilo, la enfermedad de Carlos Galván se agrava en pocos días. Se agrava de forma alarmante. A pesar de los lenitivos, los dolores no cesan. Aumenta la opresión del pecho. Ha seguido sentándose a su lado Daniel Otero, para intercambiar recuerdos. Pero el viejo cómico no parece escucharle.
Hoy las viejas que hacen de mocitas andaluzas en el entremés de los Quintero se asoman apiñadas a la puerta del cuarto. En la cabecera del lecho están los amigos del cómico enfermo. Sor Martirio, Esteve, Salcedo, Daniel Otero le hablan, pero él no los oye.
—Galván, Galván —dice el músico—, ya he elegido lo que podemos poner de fondo para Los piropos, pero como a eso no le va bien el piano, he hablado con un amigo que toca la guitarra, y va a venir. Yo acompañaré El puñal del godo.
—Galván, para mi papel —dice el actor— se me ha ocurrido imitar a Miguel Ligero, que hacía muy bien el acento andaluz. ¿Qué opina usted?
—Don Carlos, ¿es que no nos oye? —pregunta el ebanista.
No los oye. O ni siquiera les escucha. En su mirada vacía se advierte que no les escucha. Está muy lejos…
Los caminos se entrecruzan, se revuelven sobre sí mismos antes de llegar a ningún lado. Son caminos para los pies, para las pezuñas, para los cascos, para las ruedas. Hicieron caminos de hierro y ahora han hecho también caminos en el aire. Aterriza en la llanura de La Mancha el avión que despegó del aeropuerto de Orly, aterriza junto al bar en que trabaja Vicentita, y está a punto de llegar a Méjico el viejo autocar destartalado donde, atravesando el océano, viaja la compañía Iniesta-Galván. En el cuartucho de la posada le dice al cómico su hijo el zangolotino: «Yo no le llamo de usted porque es mi padre, sino porque no le conozco», y el cómico agonizante le escucha allí, sobre la almohada del asilo. Allí escucha la voz de su prima Rosa: «Pues aunque no me necesites, me vas a tener para siempre, para siempre. Porque yo sí te necesito. Ya lo sabes, apréndete esta palabra: siempre». Con sus bultos al hombro van por el camino, cruzándose con los cómicos y saludando al pasar, el Generalísimo Franco y el presidente Kennedy, que viene en visita oficial. Al llegar Carlos Galván a la suite con ventanales que dan al mar, la starlet Mabel Gaynor se abre de piernas y Greta Garbo le ofrece una copa de champán. A lomos de un viejo incunable, Maldonado descendió feliz a los infiernos. Ve el jubilado cómo mueve los labios el ebanista. Puede hacer un esfuerzo para verlos mejor, mueve la cabeza hacia ese lado, pero no quiere, prefiere quedarse allí lejos, donde van a condecorarle con la Legión de Honor, y después marcharse a mear al patio de la posada, porque sabe que al abrir la puerta del retrete aparecerán ante él las playas de Acapulco. «Somos vagabundos», le dice Juanita Plaza. Va cerrando los ojos. Ya no tiene dolores, porque un peso suavísimo, consolador, se le ha posado en el hombro. Es la mano de una mujer. De una de las que tuvo. No sabe de cuál.
Se oye la voz del pregonero en los caminos, en las calles y plazas de los pueblos, en los wagon-lits, en la penumbra de los escenarios vacíos después de levantar los decorados, en los patios de butacas, en los grandes hoteles de Cannes, Buenos Aires, París, en los cafés de cómicos, en los platós, en las casas de putas, en las fondas de las estaciones, en los vagones de tercera, en los aviones, en las pensiones de los barrios bajos. Se oye la voz del pregonero:
—¡Hoy, a las seis y media de la tarde, en la residencia de ancianos San Carlos Borromeo, ha fallecido el cómico Carlos Galván! ¡Se suplica a cuantos le han conocido que tengan para él un piadoso recuerdo!