CAPÍTULO 15

El relámpago

Una noche de aquel verano, cuando representábamos en Madrid Un drama de Calderón, de Muñoz Seca, vino al teatro Miguel Mihura. Y me descubrió. Fíjese usted lo que son las cosas: a mis años, me descubrió. Me dio un papel corto, pero muy lúcido, en su próxima comedia. Después estrené la de Ruiz Iriarte, que fue mi consagración. Es una de las ventajas de este oficio, que nunca hay razón para perder la esperanza. Aunque también a veces la esperanza es una trampa y hay quien se pasa la vida entera en esto sin que nunca le toque la rifa. A mí me sucedió lo contrario. A partir de entonces, la popularidad, el dinero… Entraba y salía en el Café Gijón como uno más. Justo aquello con lo que soñaba mi prima Rosa del Valle. No sabe ella, ni Juanita Plaza, ni mi hijo Carlitos lo que se perdieron. Las noches de Villa Rosa, de Casablanca, de Pasapoga con Rabal, con Mistral, con Sara Montiel. ¡Qué vida tan distinta! ¡Qué lejos los pueblos de mala muerte, las posadas, los caminos con los bultos al hombro! Películas, teatro, premios, giras por América, festivales, portadas en las revistas… Estuve en el festival de Mar del Plata y en el de Venecia, en cada uno con una chica distinta. Nunca he sido un adonis y en aquellos tiempos ya estaba muy cascado —la vida me había pegado duro—, pero la fama siempre atrae a las mujeres. ¡Todavía recuerdo aquella semana en Mallorca con Mabel Gaynor!

Como tenía dinero, porque cobraba muy bien, mi manager me organizó la vida. Me instalé en un piso de lujo, en un barrio residencial, y traje a vivir conmigo a mi padre, que ya estaba harto de patear caminos y muy achacoso. Murió allí, bien atendido, sin que le faltase nada. Murió bien.

Pero todo aquello fue un relámpago. La fama, las cartas de las admiradoras, la felicitación del gran Daniel Otero un día de estreno, los elogios del crítico Marquerte, las medallas, los trajes elegantes, los viajes en avión… Un relámpago, sí señor. Duró poco más o menos ocho años. ¿Son algo ocho años en una vida que va camino de los setenta? Un relámpago, nada más.

Porque, de pronto, empezaron a llamarme menos para el cine. Se pusieron de moda otras cosas: las películas de romanos, ¿se acuerda usted? Un año no me ofrecieron ningún contrato. En el teatro parecía que se hubieran olvidado de mí. Pude vivir un tiempo de los ahorros, porque no me había administrado mal. Vendí el piso y me fui otra vez de pensión. Pero a una que estaba bastante bien.

Me resigné a hacer papeles más pequeños y peor pagados. Pero llegó un momento en que hasta ésos me faltaban. Los críticos, además, la habían tomado conmigo, ¿sabe usted? Decían que me repetía y otras cosas que ahora no recuerdo, pero ahí están, en los recortes, que yo guardo igual lo bueno que lo malo. «Son rachas», me decían los compañeros.

Y en aquella racha me trastorné, usted lo sabe. Estuve una temporada internado en una clínica. Sentía unos dolores tremendos en el pecho, que tan pronto se me trasladaban a la cabeza, como a los riñones. Me costaba trabajo levantarme de la cama y casi no podía andar. El médico dijo que eran imaginaciones o algo así, como lo que les pasa a las mujeres cuando se ponen histéricas. Bueno, todo esto lo entiende usted mejor que yo. Lo tiene todo, además, en la historia clínica. Entonces me vino lo de la memoria. No recordaba bien las cosas, incluso las que me acababan de ocurrir. Me internaron. Estuve tres meses internado. Pero me curé. Lo malo fue que, aunque salí perfectamente bien, no volvieron a llamarme para el trabajo. Es natural que si un actor se olvida de las cosas, los demás se olviden de él. Y vaya usted a explicarles que ya está curado. No se fiaban. Sobre todo de un hombre de mi edad. Y en nuestro oficio el pasado cuenta poco, por muy glorioso que haya sido. Le vale a uno mismo, para encerrarse en los recuerdos, para consolarse con ellos. Los grandes éxitos de las noches de estreno, los aplausos, los bravos, las ovaciones, los festivales de Venecia, de Cannes, las giras triunfales por toda América, las fotos en las portadas de las revistas, la popularidad, los miles de autógrafos, las interviús sirven para meterse en un cuarto a mirar los recortes, los programas, las cartas de las admiradoras, los carteles, pero no para que le llamen a uno a trabajar. Sobre todo cuando se está viejo y desmemoriado. Como tenía que marcharme de la pensión y no se me ocurría dónde ir, fui a pedir ayuda a Juan Conejo. Llevaba muchos años sin verle, pero me enteré de que había puesto una librería de viejo cerca de la calle San Bernardo.

—¿Y qué crees que puedo hacer?

—Digo yo que alguno de esos amigos tuyos de Falange, de los viejos tiempos… Ya sé que ahora pintan menos, pero de todos modos…

—Puedo hablar con alguno. Pero lo que tú pretendes es muy difícil, Carlos. ¿Cómo vas a jubilarte a tu edad? ¿Y cómo te van a meter en una residencia?

—¿Por qué no, si no sirvo para nada?

—Pues porque eres jovencísimo, Galván.

—No me vengas con cachondeos. ¿Soy viejo para trabajar y joven para ir a un asilo?

—Una paradoja, sí señor. Pero así es. Comprendo que estés preocupado, pero no sorprendido, porque en tu venerable oficio, desde el carro de Tespis hasta los estudios de Hollywood, eso es moneda corriente. Ahí tienes a Daniel Otero.

—¡Vaya una comparación! Ya quisiera yo estar en su pellejo.

—Un día de éstos le dan una función homenaje.

—Sí, en el Teatro Español.

—Una función benéfica, en realidad. Todos los ingresos son para él. Y ¿por qué han organizado esa función? Porque no tiene una gorda.

No podía creer lo que acababa de oír. ¿El gran Daniel Otero estaba en la ruina?

—Tiene el mismo dinero que tú. Y muchos más años. Durante la primera parte del homenaje interpretará fragmentos de su repertorio: Edipo, Antígona, Hamlet, El alcalde de Zalamea, Macbeth… Le aplaudirán, le ovacionarán, se reirán algo los jóvenes del anfiteatro… Pero no le contratará nadie. Y luego le entregarán las ochenta mil pesetas que se recauden.

—¡Pero si ha ganado fortunas!

—Ya. Pero como el Dosto, el hombre tenía un vicio: el juego.

—Sí, ya lo sabía.

—En sus tiempos gloriosos vivía más en Biarritz y en Estoril que en su piso de Argüelles. Y en los otros tiempos, Bellas Artes, las casas de amigos hasta que el sol traspasaba las persianas…

—Pero, de todas formas, yo creí que algo le quedaba. Un buen pasar… Porque su caso es muy distinto al mío. A mí el triunfo, la consagración, el reconocimiento de mis méritos, los personajes importantísimos, los premios… todo eso, me llegó tarde y se acabó pronto. Apenas duró ocho años. Pero él toda su vida ha sido un triunfador. Ya cuando la República, Daniel Otero iba de galán con Margarita Xirgú y, desde entonces, siempre ha sido el actor más insigne de España. Reconocido por todos. Y ahora, porque al hombre le gustaba el póquer…

—El póquer, y la ruleta y el frontón. Consuélate pensando que su caso es peor que el tuyo; porque a él, encima, le regañan.

Juan Conejo me hizo beber tres vasitos de vino en lo que él se tomaba otras tantas copas de ginebra y se portó como yo esperaba. Por mediación de unos amigos suyos me encontró una plaza en la Residencia de Ancianos San Carlos Borromeo. Y aquí sigo desde hace unos años.

—Don Miguel, don Carlos, les traigo una noticia que supongo buena para ustedes. Hoy ingresa en la residencia otro artista. Un amigo más para charlar, ¿no?

—Pero ¿es músico? —preguntó, interesado el pianista Salcedo.

—No, músico no.

Sor Martirio desdobla un papelito, en el que trae escrito el nombre del nuevo jubilado.

—Lo he apuntado aquí cuando me lo ha dicho la madre directora, para decírselo a ustedes. Se llama Daniel Otero.

Un instante quedan en silencio los dos amigos. Se miran el uno al otro. Aquel nombre no le dice nada a la monja, pero a ellos les resulta casi imposible creer lo que han oído. Es Galván el primero que pregunta:

—¿Daniel Otero?

—Pero ¿ese hombre no es rico?

—No, yo ya sabía que no. Pero, de todas formas… ¡aquí, en el asilo! Parece imposible.

—Es muy famoso, ¿verdad? —pregunta sor Martirio—. Ya saben ustedes que yo de esto…

A Galván no se le oye, habla casi para sí mismo cuando responde:

—Muy famoso, mucho…

A mí me parece recordar que en sus primeros tiempos cantó zarzuela —dice el pianista Salcedo.

—¡Quite usted, hombre! ¿Daniel Otero, zarzuela? Pero ¿de dónde se saca semejante disparate? Siempre se dedicó a la comedia, al drama. El verso lo decía como nadie.

—¿Mejor que Guillermo Marín y que Manuel Dicenta?

—Yo me atrevería a contestarle, y ya es mucho decir, que a veces sí, porque tiene más facultades. Es el último de los grandes, de los que sucedieron a los Borrás, los Tallaví, los Morano… Por eso no comprendo que acabe en un sitio como éste.

Esa misma mañana ingresa en la residencia el jubilado Daniel Otero. Carlos Galván ha ido contándoles a unos y a otros de quién se trata. A su compañero de cuarto, el ebanista Esteve, no parece haberle interesado mucho, aunque últimamente Galván, a fuerza de relatarle viejos recuerdos y mostrarle recortes de periódicos, ha despertado en él cierta curiosidad por el mundo de los cómicos.

Son pocos los jubilados para los que el recién llegado significa algo. Los más siguen con sus paseos, sus charlas, sus partidas de cartas o de dominó, su televisión. El gran maestro de la escena Daniel Otero ha actuado poco en el cine; y el teatro, para la mayoría de esta gente, por sus elevados precios, era un lujo prohibido. Los menos, seis o siete, curiosean por los ventanales que dan al vestíbulo, a la galería…

Y ven pasar a un anciano pequeño —quizá en sus buenos tiempos fuera más alto—, encorvado, que camina lentamente, como con miedo a resbalar en el suelo de relucientes baldosas. Tiene los ojos azules, muy claros, y algo empañados por una delicada niebla. Los pasa de un lado a otro; de los ventanales a través de los que divisa por primera vez el descuidado jardín, los rostros de los curiosos, a las blancas paredes adornadas con macetas y con algún cuadro de santos.

Entre los curiosos, con la cara pegada a los cristales, están Galván y Salcedo.

—Oiga, Galván, ¿no cree usted que debería acercarse a saludarle?

—¿A usted le parece oportuno?

—Yo creo que sí.

Acompañado por sor Martirio, que le enseña el camino, ya llega al rellano de la escalera Daniel Otero, cuando se abre la puerta que comunica la galería con el jardín y, precipitadamente, se acerca a ellos Carlos Galván.

—¡Don Daniel, don Daniel…! Disculpe, pero… quiero decirle que nos alegramos mucho de que esté entre nosotros.

—Yo no me alegro tanto, caballero. Y perdóneme el exceso de sinceridad.

—Me he atrevido a saludarle… en el momento de su llegada, porque también soy actor. Soy Carlos Galván.

—Pues… por el nombre… Tengo fallos de memoria, ¿comprende?

—Hemos coincidido algunas veces.

—¿Ha trabajado usted en mi compañía?

—No, eso no. Pero hemos coincidido hace años en algunos estrenos, y en el Café Gijón…

Sor Martirio da por concluida la ceremonia del saludo.

—Ya tendrán tiempo de hablar de eso, don Carlos. Ahora don Daniel está deseando deshacer la maleta y descansar.

Con amabilidad, el glorioso actor se despide de Galván.

—Mucho gusto en conocerle. Y perdone que de momento no le recuerde. ¡La maldita memoria…!

Ya suben la escalera Otero y la monja. El pianista Salcedo se acerca presuroso a Galván porque acaba de tener una brillante idea.

—¿No le parece que deberíamos hacerle un homenaje a Daniel Otero?

—¿Un homenaje?

—Sí, un homenaje artístico de bienvenida. Entre nosotros, entre la gente del asilo.

A Carlos Galván la idea del pianista le parece excelente y casi se siente un poco sorprendido y humillado porque no se le haya ocurrido a él.

Muy deprisa comienzan los preparativos. Se trata de que el homenaje se le tribute a Daniel Otero por su llegada, y si se demora muchos días, el efecto no será el mismo. La directora, la madre María del Amor Hermoso, no pone ningún inconveniente. La sala grande está a disposición de los jubilados. Y algunas monjas pueden colaborar.

Sobre el estrado, además del piano, hay una mesa pequeña. A ella está sentada la madre María del Amor Hermoso, que trata de imponer silencio. El personal está un tanto alborotado por el acontecimiento y cuesta algún trabajo conseguirlo.

—En primer lugar, para ofrecer este sencillo homenaje al gran actor Daniel Otero, que desde hace días se encuentra entre nosotros, pronunciará unas palabras su compañero de profesión don Carlos Galván.

Con un ademán indica la madre directora al jubilado Carlos Galván que suba al estrado. Así lo hace, y se sitúa de pie, delante del piano. Está muy limpio y aseado. Se ha puesto el traje oscuro, el de las fiestas, bodas, cócteles… Una monjita se lo ha planchado cuidadosamente, con pericia y con ternura. Ha procurado también quitar algunas manchas, las más grandes y visibles.

Galván tiene en su mano derecha la cuartilla que ha escrito para tan señalado acontecimiento. Le tiembla un poco la mano que sostiene el papel. También le tiembla la voz.

—«He aquí el tinglado de la antigua farsa…», dice don Jacinto Benavente, nuestro premio Nobel, al comienzo de Los intereses creados.

La mano que sostiene el papel tiembla quizá excesivamente.

—A uno de los más insignes representantes de ese tinglado ofrecemos hoy sus nuevos amigos este modesto homenaje. Con él no… Con él no… No es nuestra…

El temblor es cada vez más acusado, dificulta la lectura. Empiezan a levantarse rumores en la sala. Las letras bailan ante los ojos de Galván. El jubilado sujeta con su mano izquierda la derecha, pero el temblor no cesa.

—Con él no pretendemos… no pretendemos de ninguna manera…, porque… porque…

La madre María del Amor Hermoso se ha levantado de la mesa y conduce a ella al jubilado.

—Siéntese, don Carlos; estará más cómodo sentado.

Y sentado a la mesa, prosigue Galván la lectura. Ha dejado sobre la mesa la cuartilla, y las letras dejan de bailar.

—… no pretendemos de ninguna manera, porque sería imposible, igualar los múltiples y grandiosos que a lo largo de su vida se le han tributado. Pretendemos únicamente expresarle a él, tan habituado al cariño y a la admiración de los públicos más diversos, que desde los primeros días de convivir…

La voz de Galván es a cada momento más conmovida, más temblorosa.

—… con nosotros, cuenta con nuestra admiración…, con nuestra admiración… y nuestro cariño…

Vuelve a resultarle difícil la lectura a Galván. Ahora no le tiembla el papel, pero se le han empañado los ojos y ve las letras borrosas, a través de una veladura. Cuando la audiencia advierte que el jubilado está a punto de llorar, prorrumpe en aplausos.

—Algunos de vosotros sois aficionados al teatro, al viejo arte de Talía; otros no. Pero todos podréis comprender lo que significa para un hombre como Daniel Otero, acostumbrado a vivir en plena fama, rodeado de elogios, de ovaciones, de premios, el verse obligado, por ley de vida, a prescindir de todo eso. Daniel Otero, el gran trágico, muy merecidamente, ha vivido durante años en la riqueza, y hoy pasa a vivir… como nosotros, con nosotros. Yo os pido a todos que le compenséis la riqueza perdida con la… con la… con la mucho más valiosa que todos lleváis en vuestros corazones.

Mal han llegado al auditorio las últimas palabras de Galván, enturbiadas por el llanto, pero sus compañeros de residencia le aplauden. Aprovecha Galván el aplauso para sacar el pañuelo y enjugarse las lágrimas, para sonarse.

Prosigue su breve discurso, y cada vez que el llanto es evidente, se reproducen los aplausos. Llevando sus razonamientos un poco por los pelos, Carlos Galván se las ha ingeniado para cerrar su disertación con estas palabras:

—… porque, como dijo don José Zorrilla en su inmortal drama Don Juan Tenorio, «un punto de contrición —da a un hombre la salvación— por toda la eternidad».

El aplauso final lo inicia la directora del asilo, la madre María del Amor Hermoso, para quien el conmovido Galván tiene una sonrisa de gratitud.

Después el maestro Salcedo interpreta al piano el intermedio de La leyenda del beso, que es acogido por los jubilados con tan prolongados aplausos, que el maestro Salcedo se considera obligado (y muy satisfecho) a ofrecer otras piezas más de su repertorio.

Vuelve a subir Carlos Galván al estrado, esta vez con ánimo más alegre, para recitar un fragmento de La venganza de don Mendo, que es recibido por el público con grandes carcajadas. La voz gangosa que pone Galván y sus graciosas muecas provocan la hilaridad de los ancianos, que le premian con una gran ovación.

Abrazos y apretones de manos para el jubilado cuando baja del estrado y se mezcla con sus compañeros. Tres monjitas, acompañadas al piano por el maestro Salcedo, interpretan unas canciones populares castellanas. Y después, llega el plato fuerte. Sube al estrado el homenajeado, el eximio actor, el maestro de comediantes Daniel Otero.

Sor Martirio le ayuda a subir los dos escalones. Una vez que pisa las tablas del estrado, el anciano se convierte en un hombre alto, muy alto. El peso de los años no consigue doblegar su espalda.

Cuando comienza el recital, su voz suena firme, segura, sin un temblor, sin una disfonía.

El silencio de los espectadores se puede cortar con un cuchillo. Quizá a muchos se les escape el sentido de algunos conceptos, pero la magia de las palabras, su sonido, les está llegando al alma. Es como si les hubieran tomado de la mano para conducirlos a un mundo nuevo. Y algunos de ellos, los más sensibles, se preguntan por qué los han llevado a ese mundo con tanto retraso.

El final de cada poema se acoge con grandes aplausos cada vez más intensos, más prolongados. Y cuando concluye el que Daniel Otero ha anunciado como último, la ovación es de gala. Muchos ancianos se levantan de sus asientos y van hacia el estrado a estrechar la mano, a abrazar a Daniel Otero que, conmovido, agradece con sonrisas las efusiones a unos y a otros.

El maestro Salcedo, después de felicitar y manifestar su admiración al eminente actor, ha vuelto a sentarse al piano y se ha arrancado con un pasodoble, porque ahora hay baile.

Los jubilados y las jubiladas se apresuran a colocar las sillas y los bancos junto a las paredes y a dejar espacio para que evolucionen los bailarines, que ya se están emparejando.

—¿A que no se marca usted este pasodoble conmigo, don Daniel?

—¿A que sí me lo marco?

Rodea con su brazo derecho la cintura de la anciana, y muy garbosamente se suma a los danzarines.

Hay, como siempre, los melancólicos, solitarios en los bancos, apoyada la vencida espalda en la pared, que miran evolucionar a las parejas como pensando: «Estos jóvenes están locos».

Cuando Daniel Otero ha empezado a advertir que sus fuerzas están a punto de no dar para más, ha abandonado el baile y en un rincón ha formado grupo con Galván y con Esteve, el ebanista. Tras muchos rodeos, Galván expone una idea:

—Se me ocurre… No sé si les parecerá un disparate… Es una idea que… Al ver el entusiasmo que ha despertado este acto…

Impaciente, Esteve, el compañero de cuarto de Galván, le apremia:

—Pero suéltelo ya, hombre.

—¿Qué les parece a ustedes si formáramos un cuadro artístico?

—¿Cómo un cuadro artístico?

Ha sido Daniel Otero quien no ha comprendido bien la propuesta.

—Pues eso: formar un cuadro aquí, en el asilo, entre nosotros, para dar funciones de vez en cuando.

—Pero… ¿dice usted dar funciones con los jubilados y las jubiladas haciendo de actores y de actrices?

—Eso, eso digo.

—¿Dar funciones con esas viejas, dice usted?

—Sí, sí.

—¿Usted conoce el repertorio, Galván?

—Sí, he hecho cientos de comedias.

—Yo no he hecho tantas, pero bastantes. Y no conozco ninguna en que salgan tantas viejas juntas.

Interviene el ebanista:

—Y viejos.

—Bueno, los hombres es otra cosa. Nos conservamos mejor. Yo aún podría hacer el Tenorio, así, en un festival, entre amigos. Pero ¿qué vieja de éstas podría hacer la Inés?

Galván defiende su proyecto:

—Nadie nos obliga a hacer el Tenorio. Se trata de encontrar la obra adecuada. Y se le pueden hacer arreglos. Yo en eso tengo mucha práctica. Quizá fuera mejor tres obras cortas. El puñal del godo, Mañanita de sol, Los piropos

Pero ¿Los piropos no es ese entremés de los Quintero en que dos andaluces piropean en la terraza de un bar a todas las chicas que van pasando?

—Sí, ése.

—¿Y quién piensa usted que sean las chicas? ¿Estas viejas de aquí?

—Sí, las más monas. Creo que podría quedar gracioso, original… Y muy moderno.

—Si lo dice por la repugnancia que puede causar, lo de moderno lo encuentro muy adecuado.

Pero, a pesar de estos desacuerdos, el proyecto se acepta, se eligen los actores y las actrices, y el jubilado Carlos Galván va a buscar los ejemplares a la librería de su amigo Juan Conejo.

—Yo no trabajo literatura dramática, Galván. Tiene poca salida. Para eso vete a la calle de la Paz, como siempre.

—Ya, ya; pero por la amistad…

—Veo que estás en la gloria. Hasta compañía propia tienes.

—Sí, no estoy mal. Aunque ahora, el mejor amigo que tengo allí, el pianista Salcedo, se ha vuelto contra mí. Fíjate, dice que miento mucho. Quería hablarte de eso, Juan. ¿Tú crees que miento?

—¿Y eso qué importa?

—Pues que a mí me ha preocupado.

—Pero ¿tú no lo sabías?

—¿El qué?

—Que mentías.

—No.

—Ay, Galván, Galván, hijo y nieto de Galvanes. Eterno mentiroso. Pero si todos mienten, si todos mentimos, ¿a ti qué más te da eso? Yo, aquí, digo con la mayor serenidad: Sólo cinco ejemplares quedan en el mundo. Cuando sé que quedan quinientos. Y el comprador me contesta: Pero yo de ninguna manera puedo pagar esa cifra. Cuando sabe que puede pagar el triple. Además, tu oficio es mentir. No comprendo lo que te preocupa.

—Dice Salcedo que se ha enterado de que nunca he ido a Venecia.

—Claro, nunca.

—Que siempre he vivido en pensiones de mala muerte.

—Siempre, siempre.

—No lo tomes a coña, Juan. Para mí es muy serio.

—Pero a ti, en el asilo, ¿no te han puesto un psicoanalista?

—No, es un psicólogo.

—¿Y qué dice?

—Nada. Dice que el que tiene que hablar soy yo.

—Y tú le cuentas mentiras.

—No; le digo la verdad. Llevo casi un año hablando con él. Él tiene interés en que le vaya contando mi vida, porque tengo lagunas en la memoria.

—Y tú le vas contando lo de cuando conociste a Ava Gardner y lo de la gira por América y lo del piso lujoso…

—Sí.

—Pues muy bien. ¿Y de mí qué quieres?

—Que me expliques por qué dicen que todo eso son mentiras. Tú eres muy inteligente y eres mi mejor amigo. Mi único amigo.

—Sí, las dos cosas son verdad. Pero ninguna es motivo para… ¿Quieres más vino? Sírvete tú mismo porque a mí a lo mejor se me cae fuera. ¿Qué estaba yo diciendo?

—No sé.

—Tú sabes mejor que nadie que vives en un mundo de fantasía. ¿Mentira? ¿Verdad? ¡Yo qué sé! Dicen los que entienden que las fantasías son verdad.

—Sí lo sabes. Tú sabes cómo empecé yo, cómo empezamos los dos, y a lo que yo llegué. Tú sabes que…

Cuando el jubilado Carlos Galván empieza a revivir el momento en que avanzó por el pasillo central del cine Rialto, enfundado en su impecable esmoquin entre aplausos, saludos y sonrisas, para recoger el premio por su interpretación en Flores para mamá, Juan Conejo le interrumpe.

—No, Carlos. Somos amigos. Soy tu único amigo, acabas de decirlo. Y te quiero. Y «tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma». A ti nunca te dieron un premio, ni a mí tampoco, desde luego; y no podían dártelo, porque nunca hiciste un personaje importante en ninguna película. Ni personaje secundario, ni terciario, ni cuaternario…

—Pero ¿qué estás diciendo? Si ya cuando trabajábamos los dos de extras, en aquellos tiempos… Cuando Lazaga…

—Claro, claro, claro. Me acuerdo muy bien. Lazaga, al oírte hablar con la voz gangosa, se divirtió mucho y dijo que le dieran aquellas frases a otro.

Carlos Galván no dice nada. No despega los labios. Tiene los ojos muy abiertos, clavados en su amigo, el librero Juan Conejo, antiguo cómico de la legua, antiguo divisionario, antiguo extra de cine, que sonríe con su media sonrisa. El jubilado está perplejo. ¿Qué ha dicho su amigo, su único amigo? ¿No será que ha entendido mal? Pero, no; está seguro de haberle entendido perfectamente.

—¿Por qué dices eso?

—Porque es así. Galván, compañero, amigo, hermano, tú nunca has tenido ningún premio, nunca has interpretado un papel que tuviera más de una frase sin importancia, nunca te ha descubierto Miguel Mihura…

¿Es cierto lo que dice Juan Conejo? Le conoce bien, sabe su vida, sus trabajos. Sabe que Mihura entró una noche en su camerino para felicitarle y para ofrecerle uno de los personajes de su próxima obra. Ésa es la verdad y no lo que dice el librero. Si no, ¿por qué él lo recuerda?

—Ni has estrenado en el Infanta Isabel con la Garcés una comedia de Ruiz Iriarte…

—Sí, aquélla de la secretaria.

—Ni de ningún otro autor; ni te han aplaudido en un mutis, ni has hecho una gira por América con Carlos Lemos…

A Galván empieza a darle miedo la seguridad con que el librero dice todo aquello. Habla en voz baja, dudoso:

—Entonces, ¿por qué lo recuerdo, Juan? ¿Por qué recuerdo esas cosas?

No pone ningún énfasis el viejo amigo en su explicación. Habla con sencillez, casi con indiferencia, como restando importancia al tema. Y sirve un poco más de vino en el vaso de Galván.

—Son cosas que les han pasado a los otros, a otros que tú conoces, con los que has charlado mucho en los cafés, en los estudios de cine… Y cosas que has leído en los periódicos, en las revistas… Pero tu foto no ha salido en las portadas, ni has estado en el festival de Venecia…

—¿Que yo no…? ¡Con Berlanga!

—No, Galván; ni en el de Mar del Plata, ni has ido a París, ni has tenido nunca una crítica, buena o mala.

Galván no ha dejado un instante de mirar a Juan Conejo, no ha separado la mirada de él, como si a través de sus ojos pudiera llegar al fondo de su pensamiento y encontrar sus motivos, las razones para decir lo mismo que el pianista Salcedo. Lo mismo que algunos otros viejos de la residencia. Al cabo de unos instantes cree encontrar una razón.

—Me parece…, me parece que estás borracho, Juan.

El viejo compañero no le oye y sigue a lo suyo:

—Nunca te han pedido un autógrafo por la calle ni en ningún otro lado ni has recibido cartas de admiradoras, porque nunca las has tenido…

—Cartas, a cientos. Ahora, últimamente, no; pero antes…

—Ni te has tirado a Mabel Gaynor ni a ninguna otra por el estilo. Todo lo más a alguna extra como tú, siempre sin traspasar las «barreras sociales», que se dice. Bueno, y a Juanita Plaza, allí, en las posadas; luego, a tu prima…

Ya no tiene el jubilado la mirada en los ojos de su amigo. La ha fijado en un punto del suelo. Entrecruza las manos, retuerce los dedos.

—Pero yo he sido…, he sido…

—Has sido amigo de Rabal, de Mistral y de algunos otros, es verdad. Te has dejado invitar. Has ido casi a diario al Café Gijón. Te has pasado las horas muertas esperando, a ver si caía una sesioncilla, pero nada más.

—Estás borracho, no me cabe la menor duda.

—Sí, es verdad, lo noto. ¿Lo dices como censura o como elogio?

—En eso no me meto. Allá tú con tu salud. Lo digo porque no encuentro otra explicación a todo lo que me has dicho.

In vino veritas, compañero.

—¿Quieres decir con todo eso que yo no soy Carlos Galván?

—Si lo dicen tus documentos…

—¿Que yo no soy yo? ¿Que no he sido yo?

—No he dicho nada de eso.

Exaltándose por momentos, Galván se levanta de su silla.

—¿Que no he compartido la cabecera de los repartos con Arturo Fernández, con Tony Leblanc…? ¿Que no me ha abrazado una noche de estreno Daniel Otero?

—Si acabas de conocerle…

—¿Que en Méjico, el presidente de la República no…?

Juan Conejo le interrumpe, sin violencia, cariñosa y comprensivamente:

—¿Quieres desahogarte, Galván?

—¿Desahogarme? ¿Qué dices?

—Vamos ahí enfrente, al bar. Aquí se me ha terminado la ginebra.

—Ponnos dos ginebras, Ernesto. Tú prefieres aguardiente, ¿no?

—Sí, lo prefiero.

—Una ginebra y un mono.

Hay ruido en la taberna disfrazada de cafetería. Juegan unos muchachos en una máquina electrónica. De otra máquina, o de la radio, sale un estruendoso rock. Fregotea vasos el de la barra. Entran en el local dos clientes, dos hombres del barrio, con aspecto de menestrales. Maldonado —Juan Conejo— se vuelve hacia ellos. Los saluda alegre, jovial:

—¡Baldomero, Jesús! Mirad, éste es Galván. Carlos Galván. Me habéis oído hablar de él. Porque yo hablo de ti, Carlos. Soy tu panegirista en este barrio.

Tras los saludos, sigue el librero con las presentaciones, protocolario y enfático:

—Baldomero y Jesús, de la industria y del comercio. Preguntadle, que él os cuenta lo que queráis. El actor más famoso de España en el cine y en el teatro. El triunfador de los festivales de Cannes, de Venecia, de Chicago…

El viejo actor se siente halagado, pero considera que su obligación es rectificar a su amigo:

—No; en Chicago no estuve.

—Preguntadle, preguntadle. Lo que queráis, que él lo cuenta.

Uno de ellos, el llamado Jesús, se atreve a formular una pregunta:

—¿Se ha tratado usted con Carmen Sevilla?

—Uuuu… Cuéntales, cuéntales tus amores con Carmen Sevilla y con Sara Montiel…

Pudoroso, protesta Galván:

—Hombre, Juan…

—Para esas cosas es muy reservado. Un caballero. Preguntadle algo serio, profesional.

Pero Carlos Galván ya ha cogido el hilo.

—No, no tuve que ver con ninguna de ellas. Y no por falta de ganas. Pero en aquellos tiempos, aunque a ustedes les parezca raro, lo que más cuidaban las estrellas de cine españolas era su virginidad. Otra cosa era si salías de España. Y yo tuve la suerte de salir. En Méjico, ¡qué facilidad para todo! ¡Qué libertad! ¡Y qué mujeres! Dolores del Río ya tenía años, pero era un monumento. Y Elsa Aguirre y María Félix y Columba Domínguez… Columba Domínguez, que vivía en casa del Indio Fernández, un palacio de piedra, iba vestida de blanco, de paloma, ustedes saben que Columba y paloma es lo mismo, y llevaba los pies descalzos como las palomas… Tocaban los mariachis…

—¿Conoció usted a Cantinflas?

—¿A Mario? ¡Ya lo creo! Le conocí en Acapulco. El Acapulco de entonces, no se pueden hacer una idea: un paraíso.

—¿Y fue amigo de él?

—¿Amigo? Su cuate, me llamaba. Aunque la que le traía loco era Carmen Sevilla. Cuando yo estuve en Méjico, hace de esto muchos años, pero creo que sigue igual, las dos personas más importantes que había allí era la Virgen de Guadalupe y Cantinflas: Fue cuando el presidente de la República me entregó el diploma. Ustedes comprenderán por mi aspecto de ahora que nunca he sido un Robert Taylor. En aquellos tiempos, tampoco. Pero llevaba en la solapa la insignia de visitante distinguido de la ciudad de Méjico, y eso a las mujeres de allí les hacía impresión.

Katy Jurado, que trabajó en Solo ante el peligro con Gary Cooper y Grace Kelly, la princesa de Mónaco, no se separaba un momento de mí. Y ésa es una mujer de las que entran pocas en docena. Pero a mí, ya ven lo que son las cosas, me gustaba más Lupita René, una chica que empezaba. Estando en Méjico me propusieron hacer una temporada de teatro clásico español en Nueva York, pero como por aquellas fechas me presentaron a Luis Buñuel y se interesó para que trabajase en su próxima película…