CAPÍTULO 14

El café de los artistas

El café estaba abarrotado. No había ninguna mesa libre y también muchos clientes se agolpaban en la barra. Daba la impresión de que todo el mundo hablaba a un tiempo. Nada más entrar, se clavaron en nosotros las miradas de los que había cerca de la puerta. Estoy seguro de que Rosa pensaba lo mismo que yo: los dos nos sentíamos como gallina en corral ajeno. Los mirones nos dejaron en paz en seguida y volvieron a lo suyo: a hablar todos a un tiempo.

—Aquí no hay donde sentarse, primo.

—¿Quieres que nos vayamos?

—No, eso sí que no. Después de la caminata…

—En la barra hay algún hueco.

—¿Para qué lo dices? ¿Para esperar mesa? Porque yo quiero estar aquí un rato largo.

—Pero dos cafés en la barra y dos en la mesa es mucho.

—Pues cuando encontremos mesa, nos sentamos y decimos que ya hemos tomado.

—Sí —repliqué yo, escéptico—, en un sitio como éste te van a dejar hacer eso.

—Seguro que de los que hay aquí, muchos no gastan nada.

—Ya. Pero se sientan a mesas con otros.

—¡Mira, esa mesa se queda!

Efectivamente, dos señoras mayores se levantaban de una mesa cercana a nosotros y venían hacia la puerta. Nos pudimos sentar. Por cierto, aquellas señoras eran de las pocas mujeres que había en el local. Esto me chocó, porque, al ser un café de artistas, yo creí que habría tanto mujeres como hombres. Pero, no; mujeres había, pero muchas menos. Desde luego, por allí no andaban ni Sara Montiel, ni Carmen Sevilla, ni Ana Mariscal.

—¿Qué van a tomar?

—Dos cafés con leche.

En cuanto el camarero se alejó, los dos hicimos lo mismo: recorrer el café con la mirada.

—¿Conoces a alguien? —me preguntó Rosi.

—No sé; hay tanta gente, y tan amontonada, que no se ve a nadie.

—¿No será que no vienen a esta hora?

—Mira, aquellos de ese rincón, ahí, a tu derecha, deben de ser los poetas.

—¿Ésos tan corrientes?

—Sí, ésos.

—¿Por qué lo sabes?

—Porque dice Maldonado que la tertulia más grande que viene aquí es la de los poetas, y ésa es la más grande.

—Sí, eso sí. Pero no parecen poetas.

—Pues, ¿qué parecen?

—Nada…, gente rica… corriente.

—No se van a poner uniforme.

—¿Y artistas? ¿Hay artistas?

—No sé… No veo a ninguno…

Pero, de pronto, descubrí un rostro y exclamé, muy excitado:

—¡Mira, mira, mira! Ése es Buero Vallejo, Antonio Buero Vallejo. En la mesa que está frente a nosotros, no. En la de más allá.

—¿Y quién dices que es?

Insistí, apresuradamente:

—Buero Vallejo.

—Ya. Pero ¿quién es?

—Ese flaco, de la cara seria… El de la pipa.

Impaciente y nerviosa, dijo Rosi:

—Ya le veo, ya. Pero que quién es.

—Buero Vallejo.

—¡Pero que quién es Buero Vallejo, coño, que a veces no entiendes nada!

—Pero ¿no te acuerdas? Si estuvimos a punto de echar una obra de él que había tenido éxito en Madrid, ahora no me acuerdo de cómo se llamaba, y mi padre empezó a arreglarla y no pudo porque no la entendía bien.

—Pues no, no me acuerdo.

—Es un autor de los más importantes.

—¡Mira, mira! —me advirtió Rosi con la emoción del cazador que descubre una pieza—. Allí, en la barra, está Francisco Rabal.

—Es verdad. Y el que está con él es Fernando Rey.

—¡Anda, y decíamos que no había ninguno!

—Y también es actor el otro, ése de gafas que da palmadas en la espalda al bajito.

—Sí, hombre. A ése le hemos visto en el María Guerrero.

—Sí, es Enrique Diosdado.

—Oye tú, pues sí que vienen.

—Claro que vienen. Y los escritores, porque no se les conoce por las caras, pero seguro que aquí están los más importantes… Y los pintores…

—¿Y Picasso? ¿Viene Picasso?

—Ése es rojo. Está en Francia.

—¿Y aquí no hay rojos?

—Dicen que está el café lleno.

—Pues no están en Francia.

—¡Déjate de política, leche! ¡Mira, mira ese que está de pie!

—¿Cuál? —dijo riendo—. ¿El camarero?

—No, mujer. Al otro lado, donde los poetas… El que está saludando a los poetas, ése…

—¿El que lleva un perrito en brazos?

—Sí, ése, el calvo… Ése es Guillermo Marín. Le vimos en el Español.

—Sí, sí es él.

—Y aquella que está en la mesa de más allá de los poetas…

—¿Cuál?

—Aquella tan guapa.

—Si es guapa, no la veo.

—No seas tonta, menos que tú. Aquella del vestido verde…, la que está con aquel del pelo colorado, es Maruja Asquerino. Ha trabajado en una película que se llama Surcos, la que mandaron al festival de Cannes.

—Ya, ya sé. ¿Y el del pelo colorado?

—No sé, no tengo ni idea.

—Deben de estar hablando todos de películas que se van a hacer… De compañías que van a formarse… De los próximos estrenos…

—Y también se estarán poniendo verdes unos a otros.

—También. Es natural. Pero está muy bien que haya un sitio como éste, donde vengan todos a charlar de sus cosas.

—Claro que está bien.

—Pero de las otras chicas que hay…, de las mujeres…, no conozco a ninguna.

—Yo tampoco. Y me he estado fijando, ¿eh?

—¿Y por qué no las conocemos? ¿Es que las importantes no quieren venir?

—Yo qué sé. Si quieres se lo preguntamos a Maldonado, que ése lo sabe todo.

—Yo sí vendría. Aunque fuera importante. Me gusta mucho este sitio. Oye… Nosotros… Tú y yo…, ¿vendremos alguna vez?

—Ya hemos venido. Estamos aquí.

—Ya. Pero yo no quiero decir así.

—Pues ¿qué quieres decir?

—Verás… Nosotros, a los extras ya los conocemos a casi todos, ¿no?

—Yo creo que sí, a casi todos. Llevamos ya cerca de dos años en esto. ¿Por qué?

—Tú, aquí, ¿ves a alguno?

—No, por aquí no vienen.

—Por eso. Hoy hemos venido tú y yo. Sí, es verdad. Pero estamos aquí, en esta mesa, solos los dos. Porque hemos venido a verlos a ellos, a los artistas. Pero lo que yo pregunto es… ¿alguna vez vendremos con ellos?

—Ya, ya te entiendo. ¿Y sabes lo que te digo? Que me da la impresión de que sí.

—¿Tú crees?

—Últimamente me han ocurrido dos cosas muy importantes. Dos cosas que han cambiado mi…, mi modo de verlo todo, mis proyectos.

Vi sorpresa en los ojos de Rosi.

—Pero ¿tú tenías proyectos?

—Ninguno. Pero ahora es distinto. He descubierto tu hermosura, tu calor… Y luego, en estos días, me he acostumbrado a ti. Y la otra cosa importante ha sido hace un momento.

—¿Aquí? ¿En el café?

—No, en la calle… Cuando dijiste que ibas a quererme más que a nadie. Y que te iba a tener para siempre. Me dijiste: apréndete esta palabra: «siempre». Y esas dos cosas sumadas, ¿sabes?, me han despertado las ganas de…, de hacer algo. Unas ganas que desde hace tiempo no sentía. Por eso digo que no tenía proyectos, pero ahora sí. ¿Tú no crees que podíamos formar compañía?

—¿Formar compañía? ¿Para trabajar aquí, en Madrid?, —y me miraba como a un loco.

—No, mujer. Me he enamorado de ti, pero no he perdido el juicio. Para trabajar en los pueblos.

Rosa, horrorizada, lanzó tal grito que, a pesar del ruido del café, volvieron la cabeza los de la mesa de al lado.

—¿En los pueblos? ¿Qué dices? Te has vuelto loco, sí, te has vuelto loco. ¿Trabajar en los pueblos, como antes?

Me recordó las tarimas de los cafés, la voz del pregonero, los cuartos de las posadas, los caminos…

—¡No, no; si no es eso! —repliqué—. Digo en los pueblos de aquí cerca, de Madrid. Hay agentes que se dedican a organizar esos bolos. Así seguiríamos trabajando de actores. No seríamos sólo extras.

—¡No, yo de extra no me quedo!

—Por eso.

Cada vez tenía más seguridad en mi proyecto. Necesitaba que Rosi compartiera mis esperanzas. Le cogí las manos y le hablé con mi voz y mi expresión más convincentes.

—Podríamos decir a los directores, a los ayudantes, que se acercaran a vernos. Y, aunque no nos vieran, sabrían que éramos actores. Tú ya puedes hacer las primeras actrices. Compañía Del Valle Galván.

—Me parece mejor lo que he pensado yo.

—Ah, ¿también tú has pensado algo?

—Sí, pero por el lado del cine. Hacer todo, todo, todo lo contrario de lo que dice Conejo: que me vean, que me vean lo más posible, y pedir que me den una frase, y otra, y suplicarlo, y dar la tabarra, y hacer lo que quieran para que me den un papelito.

Me escandalicé, pero de verdad, espontáneamente, sin pensarlo.

—¡Pero, Rosa!

Muy decidida, firmísima, insistió:

—Lo que quieran, Carlos. Y esto no tiene nada que ver con lo nuestro.

—¡Joder con que no tiene que ver!

Cargada de razón, me habló como a una persona que es tarda en comprender.

—No tiene que ver. Lo uno son cosas nuestras y lo otro son cosas mías.

No se me ocurrió nada que replicar, pero me distrajo la llegada de un nuevo personaje.

—Mira, acaba de entrar Daniel Otero.

Rosi exclamó, llena de sincera admiración:

—¡Es verdad! ¡Daniel Otero!

—Se ve que aquí vienen todos, todos.

Estimulados por la presencia de aquel triunfador, llegamos a un acuerdo. Al mismo tiempo que procuraríamos que nos vieran cuando rodáramos, y que pediríamos que nos dieran frases, formaríamos una compañía pequeña con alguien más que encontrásemos. Lo uno ayudaría a lo otro. Y, quién sabe, a lo mejor llegábamos a trabajar en Madrid en verano, o en un teatro de barrio…

—Pero ¿tú crees que podremos? —preguntó Rosa.

—Es cuestión de estudiarlo, de planteárselo. Yo ahora me encuentro con fuerzas, Rosi. Gracias a ti.

De vuelta a casa, seguimos hablando de lo mismo, haciendo proyectos. Así, andando despacio, cogidos del brazo, acabó por parecernos que todo aquello era fácil; por lo menos, que no era imposible. Según nuestra costumbre, nos pasamos por la tienda de abajo, que era donde nos daban los recados de trabajo por teléfono. Nos dijeron que doña Leona había cogido alguno.

—La han llamado a usted, Rosa —dijo la patrona—. Que mañana, a las siete, en Ballesteros. De Aspa Flis. Vestido de cóctel.

—Claro —dijo Rosi—. Esto ha sido Somontes.

—¿Quien?

—¿No te acuerdas? El ayudante aquel de cuando lo de Navahonda. El que me dio su tarjeta. Hace tiempo le llamé, pero estaba en Barcelona, por fin, el otro día le he encontrado.

—No me habías dicho nada.

—Era cosa mía. En esta película de Ballesteros va él.

Me volví hacia doña Leonor.

—¿Y para mí no ha habido nada?

—También. A las diez en la Plaza de España. Traje normal.

Mucha suerte tuvimos aquel día, porque además de lo del trabajo, Maldonado no vino a dormir a La Inglesa. Ya hacía tiempo que faltaba algunas noches. Pero cuando le preguntaba, me respondía con evasivas.

Un día, por toda aclaración, me dijo que estaba pasando del folletín del siglo diecinueve a la novela galante. No quise insistir, pero las ausencias de Conejo bien las aprovechábamos Rosi y yo.

En el rodaje de la Plaza de España coincidí con él.

—Carlos —me dijo—, las cosas me han ido bien últimamente.

—Ya me parecía a mí. Las cosas nocturnas, quieres decir.

—Las cosas del corazón, compañero. Como te anuncié, abandono, aunque me imagino que provisionalmente, el mundo de Pérez y de Carlitos, dejo los bajos fondos de Máximo, me alejo de las pobres gentes del Dosto, y me paso a Guido da Verona.

—Bueno, traduce.

—Muy sencillo. He encontrado una señora a la que le sobra media cama. Esta tarde, al acabar el trabajo, me pasaré por Mesón de Paredes a recoger la maleta y a despedirme con ojo húmedo de Menéndez y doña Leona. Y así, Rosi y tú tenéis el cuarto a vuestra disposición hasta las claritas del día.

Protesté, indignado:

—Pero ¡qué dices!

—Compañero, a mí se me cae la baba. Pero sólo cuando estoy dormido. En cuanto me despierto, me la limpio.

Cortó nuestra plática el ayudante de dirección, llamándonos al trabajo.

Juan Conejo, para despedirse, llevó una botella de Rioja. Sabía hacer las cosas. A doña Leona se le saltaron las lágrimas. Mientras nos bebíamos la botella, recitamos algunos versos. Rosi recitó La higuera, que ya se la había aprendido, y cuando llegó al final, a aquello de: «¡Hoy a mí me llamaron hermosa!», doña Leona, que ya debía de estar casi tan borracha como Conejo, se abrazó a Rosi, hecha un mar de lágrimas.

—¡No te hagas ilusiones, Leona —le dijo su marido—, que tú no eres una higuera!

Y soltó una de sus risotadas.

Mucho más que él rio Conejo, celebrándole la ocurrencia.

—¡Buen golpe, buen golpe, Menéndez, muy ingenioso! ¡Pero es verdad que doña Leonor no es una higuera: es un rosal florido!

No debía de estar muy seguro Conejo de la señora de la media cama, puesto que se esforzaba en dejar una puerta abierta. Total, que entre sollozos, abrazos, brindis y promesas de vernos con frecuencia, despedimos a Conejo.

A los pocos días, al volver a casa, la patrona me detuvo en el recibidor.

—Espere, don Carlos. Tiene usted una carta.

Era muy raro el tono de doña Leonor al decirme aquello, y sus ojos me habían mirado como procurando no expresar nada. Volvió y me dio la carta. El sobre no tenía sello. Y aquella letra la conocía yo. Alcé la mirada del sobre y miré a la patrona. Ella dio media vuelta y se marchó hacia la cocina. Yo me metí en mi cuarto.

Querido primo: Yo soy muy joven, tenías tú razón al decírmelo tantas veces. Pero no me refiero ahora a nuestra diferencia de edad, sino a otra cosa que no tiene nada que ver. No hablo de tu edad, sino de la mía. Como soy muy joven, no tengo la experiencia que tenéis los mayores, y sé muy poco de la vida y a veces confundo unas cosas con otras. Confundo a veces también mis sentimientos. Últimamente me ha pasado y tengo que pedirte perdón. Creí que lo que sentía por ti era amor, y no lo era. Pero quererte, te quiero mucho. Te he querido desde niña. Pero eso es distinto. También es distinto lo que me llevaba a ti estos días. Eso me parece que era porque, como sabes, soy muy ardiente y a ti te tenía muy cerca. Pero no quiero engañarte. He conocido a otro hombre y he visto que lo que sentía por ti no era amor.

Sé que tengo que pedirte muchas veces perdón, porque a lo mejor mientras yo tengo mucha felicidad a ti te hago sufrir. Creo que se te pasará pronto, porque tú eres muy golfo y pronto encontrarás otra, que siempre la has encontrado. Pero pienso que tenías razón tú y no es culpa mía, sino de mis pocos años.

He preferido decírtelo por escrito, porque tenía miedo a no saber decírtelo de palabra.

Por favor, Carlos, no me busques para que hablemos, porque no sabría qué hacer.

Perdón, perdón, perdón. Te ha querido siempre y te seguirá queriendo, tu prima:

Rosa.

Nunca había tenido un amor que me durase tan poco tiempo.

Sonaron unos golpes discretos en la puerta de mi cuarto.

—¿Quién es?

—Soy yo, don Carlos. Soy doña Leona.

—¿Qué quiere? ¿Ocurre algo?

—Quería verle un momento, sólo un momento. No le molesto.

Yo debía de tener un aspecto un tanto ridículo, sentado en la cama, con la carta entre las manos. Pero no podía decirle que no entrara.

—Pase, pase usted, doña Leonor.

Entró. Se me quedó mirando. Parecía como si esperase que yo dijera algo. Comprendí que lo sabía todo, pero yo no estaba dispuesto a decir nada. Con un gesto intenté preguntar algo así como: ¿qué pasa? Ella siguió mirándome y tardó un poco en hablar.

—¿Ha leído ya la carta?

—Sí.

—¿Quiere usted tomar un café con leche? Creo que le vendrá bien. Acabo de hacerlo.

—No, muchas gracias. No se moleste.

—No es ninguna molestia. ¿O prefiere un vasito de vino?

—Tampoco, tampoco… De verdad, doña Leonor, se lo agradezco mucho, pero no quiero nada.

—¿Y anís? ¿Quiere una copita de anís? Eso puede que sea lo que mejor le vaya. Y Menéndez y yo tenemos una botella, aunque no la sacamos nunca.

—Si se empeña usted, doña Leonor, bueno… El anís lo acepto, porque no diga usted que es un desaire.

En realidad, lo dije para que saliese de la habitación y me dejase solo otra vez, aunque no fuera más que unos minutos.

En lo que traía el anís volví a pasar la mirada por la carta. Leí una palabra aquí, otra allá. Una frase suelta… Pero ni las palabras ni las frases tenían sentido… La carta entera significaba sólo una cosa: ya no está.

—Aquí llega el anís —dijo doña Leonor al entrar—. Le he traído una copa, pero si le parece mejor una palomita…

—Es lo mismo. Muchas gracias.

—Preferirá beberse la copa usted solo, ¿verdad?

—Sí, claro.

—Pues mire usted lo que son las cosas, se la va a beber conmigo. Porque yo me he traído otra y no me va a hacer un feo.

—No, eso de ninguna manera.

—Pues, hala, por usted y por mí. Y a los demás que les zurzan, don Carlos.

—Por usted y por mí, doña Leonor.

—Llámeme doña Leona, hombre, como cuando no estoy, que me gusta más.

—¿De verdad le gusta?

—Pues claro. ¿No ve que así me llama Menéndez? ¡Ay, don Carlos, cuando se acaba un amor parece que se acaba el mundo! Pero el puñetero mundo no se acaba.

—Usted… ¿sabe lo de esa carta?

—¿A usted qué le parece? La chica se encerró en su cuarto. La vieja no estaba porque se había ido a dar una vuelta, a ver si sacaba algo de las limosnas; ella cree que no lo sé, pero la que a mí se me escape… Se encerró, y al cabo de media hora salió con la maleta hecha, me pagó los atrasos, me dio la carta para usted y se marchó tan fresca. De modo y manera, que usted me dirá.

—Pero usted no sabía…

—¿Que se habían liado? Eso lo sabía hasta la sorda. Pero, hombre, con el ruido que hacían algunas noches… Una o dos veces me acerqué a escucharles. ¡Ay, me recordaban los buenos tiempos! ¿Otra copita?

Sin darme tiempo a responder, volvió a echarme aguardiente.

—Ustedes los hombres son unos egoístas, y cuando nos ven fondonas creen que no sabemos nada de estas cosas. De viejos, allá nos andamos usted y yo, don Carlos. Lo que pasa es que los hombres se creen siempre unos chicos. Como a ellos no les echan piropos, no notan cuando empiezan a dejar de echárselos. Yo también he vivido lo mío, que antes de casarme con Menéndez ya había tenido otro que me dejó plantada. Incluso después de casada tuve mi gran amor. No hable usted de esto con Menéndez; no por nada, sino porque le molesta que se lo recuerden. Más de un año me duró sin que Menéndez se enterase, pero cuando se enteró, agarró sus tijeras de sastre, y se plantó en Casa Manolo, la taberna de Lavapiés, que estaba el otro. Y sacó las tijeras y se fue para el otro… Y allí acabó mi gran amor. Ni le volví a ver, ni se le volvió a ver por la calle ni por el barrio. Yo creo que no ha parado de correr todavía, y ya va para diez años, porque no había terminado la guerra mundial. Usted me dirá si aquello era un hombre. Menuda zurra me dio Menéndez. De ahí arrancó la costumbre. Aunque poco después empecé a revolverme y, desde entonces, golpe por golpe. Cuando desapareció aquel cobarde creí, como usted ahora, que el mundo se había terminado.

Traté de quitar importancia a mi problema:

—No, si le advierto a usted que yo…

—¡Calle usted, hombre, que hay que ver la pinta que tenía cuando entré, sentado ahí en la cama, con el papel ése entre las manos y mirándome con ojos de carnero a medio morir! Ahora ya, con las copitas, es otra cosa.

—De verdad, doña Leonor, ni siquiera sé si esto me ha dolido. Ha durado tan pocos días…

—En eso puede que no vaya descaminado. Lo mío fue más profundo. Y, lo que le digo, ya ve usted, se pasó. Ahora cuando me acuerdo de Menéndez entrando en el obrador y cogiendo las tijeras, me hace gracia. Y la cara del otro yo creo que incluso la he olvidado. Tenía una foto, pero la quemé. Se daba un aire a Tyrone Power, pero del que me acuerdo es de Tyrone Power. Y usted, mayormente, que trabaja en el cine y ve tanto personal, tantas chicas, la semana que viene ya está pensando en otra cosa.

—No se esfuerce en convencerme, doña Leonor.

Me interrumpió para rectificar:

—Doña Leona.

Acepté la rectificación:

—Doña Leona. Si me da una copa más, me pongo a pensar en otra cosa ahora mismo.

—Pues ahí va la copa.

Seguí durante mucho tiempo trabajando de extra, viviendo en La Inglesa, recitando versos a doña Leona, riéndole los chistes al sastre Menéndez, hasta que un día, en el rodaje de aquella película de la que ya he hablado, otro extra como yo me felicitó por mi truco de la voz gangosa y me propuso hacer unos bolos por los pueblos.

—Hay veces que vengo forrado, y otras, saco para el viaje. Ya sabe usted que este oficio es una rifa.

—Bueno, y algo más.

—No señor, nada más: una rifa. ¡Lo que yo le diga!

—Pero hay que tener papeleta.

—Ya, ya sé lo que quiere decir. Que hay que valer, ¿no? Pues no señor. En esta rifa se puede ganar hasta sin papeleta. Pero, a lo que estamos, ¿se viene usted?

Le dije que sí, y cuando me dijo las obras que íbamos a representar, se llevó la sorpresa de que yo todas las tenía hechas.

—¡Pero bueno, usted es una perla! En cuanto al vestuario, si conoce las comedias…

—Vivo en casa de un sastre.

—Pero ¿dónde estaba usted escondido? ¡La rifa! ¿Lo ve? ¡Usted me ha tocado en la rifa!

Según había prometido aquel hombre, Baques se llamaba, debutamos a los quince días. El debut no fue en un pueblo pequeño, fue en Aranjuez. Yo estaba emocionado, muy emocionado. Hasta entonces, aquél fue el día más emocionante de mi vida. Y no sé si después… Bueno, sí, después el éxito, y los premios, dato… Pero aquel día no lo olvidaré nunca.

—¡Coño, Galván! ¿Qué te pasa?

—¿A mí? Nada.

—¿Cómo que nada? Pero si estás como un flan. Estás nerviosísimo. No haces más que ir de un lado para otro. Cálmate, hombre. Ya sé que llevas tiempo sin hacer comedias, pero no es la primera vez que sales a un escenario, ¡joder!

—Sí, estoy nervioso, es verdad. Más que nervioso, emocionado. Pero creí que no se me notaba.

Me dijo Baques, con asombro:

—Pero si has encendido dos pitillos a un tiempo, te has bebido el tinto por una oreja…

—No se lo he dicho a nadie, Baques, a nadie… A nadie de la compañía, quiero decir. Pero es la primera vez que actuó en un teatro.

—¡Qué dices!

—A ti… te he contado que tengo mucho repertorio, y es verdad.

—Te sabes las cuatro comedias de memoria.

—Las he hecho cientos de veces. Te he dicho también que mis padres eran cómicos, que he recorrido España de pueblo en pueblo trabajando a partido, haciendo bolos…

—Sí, ya lo sé. ¿Y qué?

—Pero lo que no te había dicho es que sólo he trabajado durante treinta años, cuarenta… no sé, los que tengo, en cafés, en bares, en plazas, en casinos, en patios, en almacenes, en cuadras… Nunca he visto levantarse un telón antes de empezar a actuar.

—¡No me digas!

—¡Nunca! Y nunca lo he visto caer al terminar… Y, por lo tanto, nunca se ha levantado para que saludásemos… Y esto de hoy, aquí, en Aranjuez, ¡es un teatro!

—¡Toma, pues claro!

—¡Tiene telón!

—¡Anda coño!

—¡Y luces!

—Pero ¿qué quieres, trabajar a oscuras? Y también tiene butacas para que se sienten los espectadores, si vienen.

—¡Sí, sí, tiene butacas! Todo eso impone.

—Mira, Galván, tómate otros dos tintos, pero no por la oreja, fúmate los pitillos de uno en uno y no des la nota. Métete en el camerino…

—¡Hay camerinos!

—Pues claro, hombre. Pégate el bigote, pon la voz gangosa, y al público que le den por el culo.

Salí a trabajar muy nervioso, pero lo superé. Saqué la voz gangosa y se troncharon de risa. Baques quedó contentísimo conmigo.

Un día, no recuerdo en qué pueblo… Bueno, pero es lo mismo; antes de empezar la función apareció Baques dando gritos:

—¡El trece! ¡El trece! ¡Ha tocado la rifa! ¡El trece! ¡El trece de julio debutamos en Madrid! ¡En un teatro de barrio, pero en Madrid!

¿Tendría razón Baques? ¿Todo sería una rifa? Porque para mí lo fue.

¡Aquel trece, aquel trece, como él decía! ¡Mi vida dio una voltereta! ¡Una voltereta en la que yo, sin decírselo a nadie, había pensado siempre, pero siempre me pareció imposible! ¡Y ocurrió, ocurrió! ¡Lo imposible, lo increíble, el milagro!