Costumbres de la Villa y Corte
Según decía Rosa, la compañía de la vieja sorda no era muy agradable, pero en peores se las había visto y, además, a ella le daba igual, porque con la idea de verse en Madrid y de que iba a trabajar de extra en las películas y la verían los directores de cine, estaba encantada, ilusionadísima.
Respecto a alojarnos en La Inglesa, había algo que yo no entendía. Porque Madrid estaría lleno de casas de huéspedes, de pensiones…
—Efectivamente —me confirmó Juan—. Hay desde posadas y mesones de los siglos diecisiete y dieciocho hasta grandes hoteles de la belle époque, sin contar el Emperador, que surgió después de la Victoria, y el que ha levantado mister Hilton para los últimos invasores. Hay hoteles, fondas, pensiones, mesones, residencias, asilos, cárceles, colegios mayores, casas de huéspedes, casas de citas, casa de lenocinio…
—Bueno, bueno, bueno… Yo lo que digo es que tú no conocerás sólo La Inglesa. Habrás vivido en algún otro sitio.
—He casi vivido en varias madrigueras; casi todas de estos barrios de Pérez y de Carlitos.
—Pues, ¿por qué nos has traído a ésta?
—Es verdad —me apoyó Rosi—, a la única en que los actores caemos mal.
—No es la única. Y tiene algunas ventajas. Ya las iréis viendo. La primera, que doña Leona es una viciosa, lo habréis notado.
—¿Lo dices por lo de las palizas? —pregunté.
—No. Por lo de los versos. Es una viciosa de la poesía recitada, como las meretrices de provincia: Con un divino Rubén y dos José María el embargado, la tienes en el bote: te fía dos meses. Y otra ventaja: ya habéis visto el letrerito del portal.
—¿Qué letrerito?
—«Menéndez, sastre. Se hacen arreglos».
—Sí; y eso, ¿qué?
—¡Pero, hombre, Galván, tú ya sabes lo que representa en nuestro oficio un traje bien arreglado!
—¿Para lo de extras también?
—Para lo de extras mucho más.
A la mañana siguiente Maldonado nos llevó al Sindicato, a presentarnos a los que llevaban la bolsa de extras. No nos pusieron ninguna pega, porque como éramos actores profesionales, nos dieron en seguida el carnet de extras. Así estaba establecido.
Además tuvimos suerte (suerte y recomendaciones de Maldonado), y a los dos días ya nos llamaron para trabajar. El primer día nuestro trabajo fue andar por una calle, desde el escaparate a la esquina, desde la esquina al escaparate, ¡vaya un trabajo!
—¡Bueno, pues ya hemos debutado!
—Yo lo he pasado bien. Me he divertido —comentábamos después en La Inglesa mi prima y yo.
—Tú no hacías más que exhibirte, Rosi. Ponerte delante de unos y de otros para que te vieran.
—¡Pues claro! Y a ti, ¿qué te ha parecido, primo?
—Pues… ¿qué quieres que te diga? Estoy un poco asombrado de que paguen por esto.
—Y dan más de lo que sacábamos nosotros haciendo una función.
—Bueno, pero para vivir en Madrid no sé qué te diga. Porque hay que ver lo que cuesta todo. Yo he mirado precios por aquí, por el barrio, cuando volvimos del trabajo, que salí a dar una vuelta, y me he quedado…
Rosi comentó, riendo:
—¡Pero si hasta nos han dado la comida!
—Claro, como el día de Navahonda.
—Yo había veces que no podía contener la risa cuando aquél de la madera gritaba…
—La claqueta.
—Eso. Gritaba «¡Séptima!». Y el otro: «Vamos, andando, andando». Y nosotros, venga a andar otra vez sin decir nada. ¡Y alguna vez dijeron que lo hacíamos mal! Pero si era andar…
—Es que, no sé si te habrás fijado, pero eso que parece tan fácil, que, ya digo, me extraña que paguen, unos lo hacen mejor y otros peor.
—¡Calla, calla! —dijo, de nuevo entre carcajadas—. Que todavía me viene la risa cuando me acuerdo del gordito.
—¡Ése, ése! Y también me reí al acordarme.
—Decían: «¡Andando!», y él, parado. Decían: «Por la derecha, por la derecha», y el gordito salía por la izquierda.
—Y una vez los tapó.
—¡Sí, los tapó! ¡Tapó a Rabal y a la italiana!
Y nos reíamos los dos juntos, no sé si de lo graciosa que fue la situación, o de la alegría de haber cobrado y haber comido.
—¡Se paró justo delante!
—A ése le llevaron —dijo Rosi—,como a nosotros: porque era una cara nueva. Los directores se quejan de que los extras son siempre los mismos.
—Claro, pero es que los mismos son los que lo hacen bien. ¿Te acuerdas cuando el de las gafas se abalanzó hacia una señora que pasaba por allí y que se había parado frente a la cámara? La saludó y se la llevó a rastras. La mujer estaba muerta de miedo.
—Pero luego lo comprendió todo. Y hasta se puso muy contenta al ver a Rabal.
—Para eso hay que tener mucha cara.
—Y saber hacerlo.
—Eso, eso digo.
—Al fin y al cabo, es un oficio como otro cualquiera. Pero no un oficio para toda la vida. Yo procuro que se me vea bien, para ver si me dan una frase, porque pagan más y eso ya es ser actriz.
Recordé con pena:
—Como le pasó a mi padre.
—Pero yo ya me fijé cómo les gusta a éstos del cine que se haga.
Pocas veces trabajamos los tres juntos. Sólo cuando llamaban a muchos extras. Lo corriente era que llamasen a ocho o diez. Y entonces uno de nosotros trabajaba en una película, otro en otra, o nos quedábamos en La Inglesa jugando a las cartas, o dábamos vueltas por el barrio.
A mí Maldonado me había dicho que fuera de vez en cuando por una taberna de la Corredera, donde se reunían algunos extras a jugar al dominó y a charlar de sus problemas, que convenía que le vieran a uno.
Mi prima Rosa del Valle se había echado unas amigas que trabajaban en lo mismo y vivían cerca, y salía a pasear con ellas.
Con esto empezamos a vernos menos, que al fin y al cabo era lo natural, puesto que ya no éramos de la misma compañía, pero ya Maldonado nos había enseñado bastantes cosas de Madrid y de nuestro nuevo oficio.
—En Madrid no se cena, no es costumbre. Se comen tapas en sitios como éste, así, en la barra, que si te las ingenias, siempre pagas menos de las que te comes. Y escuchad una cosa: en la película ésa que os han convocado para mañana, que es de las grandes, de las que tienen muchas escenas de conjunto, tened esto muy presente: cuando rueden los planos, lo importante es que os pongáis donde menos se os vea.
Se sorprendió Rosi.
—¿Cómo?
—¿Que no se nos vea? —pregunté.
—Que no os vean los técnicos. Y, sobre todo, que no os vea la cámara.
Rosa no entendía bien, pero estaba muy decepcionada.
—¿Que no se nos vea? Pero entonces…
—Hacerme caso. Que no se os vea. ¡Si os ven es malísimo, malísimo!
—Yo tampoco lo entiendo, Maldonado, porque si le ven a uno y uno queda bien…
No me dejó seguir.
—¿Cómo vas a quedar bien?
—Pues hombre —me ayudó Rosi—, si la ven a una desenvuelta, con soltura, y se fijan, y le dan una frase, y un papelito…
La cortó, tajante.
—Aquí no hay frases ni papelitos, ni puñetas. Aquí lo que hace falta es que le llamen a uno para otro día. Y si la cámara te ve, muy guapa, muy mona, sí, como tú quieras, pero te ve en la fiesta del duque de Osuna, por ejemplo, no te llaman luego el día que se ruede la escena de los mendigos, ¿comprendes? Siempre sale alguien diciendo: «A ésa se la vio en la fiesta; iba de marquesa, iba de marquesa». Y te han jodido una sesión. Hay que esconderse, ¿comprendéis?, esconderse. Y así os pueden llamar para la fiesta de los duques, para los mendigos, para los piratas, para los frailes en el coro… ¡para todo! Sesiones y más sesiones… Yo trabajé cuatro años en esto y ¡nunca me vio nadie!
—Pero… —apunté yo— nos pagan para que se nos vea…
—Y, además, conviene —dijo Rosi.
—¡No conviene, coño! Nos pagan por hacer bulto. Y se puede hacer bulto sin que le vean a uno. Sobre todo, sin que te vean la cara, que es lo que delata.
—¿Y cómo me van a ver a mí y a mi cara no? —pregunté.
—Eso, eso —dijo Rosi.
—Pues te la tapas. Con un pañuelo, como si estuvieras llorando o secándote el sudor. Agachas la cabeza y pones una mano en la frente, como si estuvieras meditando. O las dos en la cara como si estuvieras horrorizado. Pero hay que taparla, hay que taparla.
—Pero si todos los extras lo hacen así —dije—, las películas quedarán muy raras.
—Eso no es cosa tuya. A ti no te van a dar el premio de la Bienal de Venecia. Además, sólo hacemos esto los enterados; los demás, no. Pero a vosotros os conviene ser de los enterados, ¿o no?
—Sí, en eso tienes razón.
—Durante los ensayos, sí, que os vean, está muy bien. Pero conviene que os pongáis cerca de una columna, o de un árbol o de otro extra muy alto, y en el momento en que digan: «¡Motor, acción!», a taparse. Y con los ayudantes, siempre buen trato, mucha atención, disciplina, un purito de vez en cuando, o un simple saludo con humillación, según los gustos… Y tú, Rosi, agradable, sonriente…, pero sin pasarte.
—Yo no me paso.
—El otro día, en la película de la Casa de Campo, estabas haciéndole cucamonas al ayudante.
—¿Yo, cucamonas?
—Sí, tú, cucamonas. Bueno, pues la script es su mujer. Así que con ese ayudante ya, ni una convocatoria. Como no sea para merendar.
—¡Yo qué sabía!
—Pues eso. Y otra cosa… Aunque esto no es para mañana. Pero, en fin, para muy pronto. La ropa. Hasta ahora os habéis defendido con las históricas, que dan los trajes, y con las neorrealistas, que cualquier harapo vale. Pero tenéis que hacer figuración distinguida, que pagan más. Hay que comprar unos trajes en el Rastro, que los dan baratísimos, y hacerles unos arreglitos.
—Por eso nos decías que para lo de extras nos venía bien Menéndez, el sastre.
—Claro. A los actores importantes eso ni les va ni les viene. No creerás tú que Alberto Closas se compra la ropa en el Rastro y luego se la lleva a Menéndez.
—No, ya me imagino.
—Tú, Carlos, necesitas un traje oscuro, un esmoquin y uno clarito bien planchado. Sobre todo, que estén limpios y bien planchados. Para eso doña Leona tiene muy buenas manos. Así que a darle fuerte a Rubén Darío. Y tú, niña, ya te estás estudiando La higuera, de Juana de Ibarbourou.
—Me sé lo del jardín sonriente.
—Ésa le gusta más cantada por Valderrama. Y al sastre Menéndez, a reírle los chistes.
Me acostumbré a esta nueva vida. Aunque echaba de menos las comedias, mis interpretaciones con la voz gangosa que tantas carcajadas provocaban en el público. Reconozco que miraba con algo así como desprecio o superioridad a los otros extras, a los que nunca habían interpretado personajes importantes…, ni sin importancia. Nunca habían hecho más que estar sentados o paseando. Pero ahora yo era uno de ellos, no tenía por qué presumir. Me acostumbré, ya digo.
Era también una vida un tanto difícil y miserable, pero no tanto como la que yo había vivido, sobre todo en los últimos tiempos. Me daba pena por mi prima Rosa del Valle. Sus ilusiones de que la descubrieran, le dieran una frase, un papelito y llegara a ser una Emma Penella, una Aurora Bautista, se iban desvaneciendo.
Un día, a la caída de la tarde, antes de cenar, estaba yo en el comedor con la patrona dándole a los versos. Recité aquello de «Margarita, está linda la mar…».
—¡Ay, qué bonito! —exclamó doña Leona cuando llegué al final—. ¡Qué bonito es este verso, Galván! ¡Y qué bien lo ha recitado usted! En confianza, le diré una cosa, y no se lo diga usted a él porque yo sé que en el fondo Conejo es muy orgulloso, pero usted echa los versos mejor que Conejo. Le pone más, más… Ay, no sé cómo decirlo. Más delicadeza, más sensibilidad. Principalmente los de Rubén Darío. Bueno, es que ese hombre, no sé, no sé… Mire usted, yo, aquí, en el comedor, cierro los ojos y me parece que, estoy en otro lado. Que estoy como en una película de Ivonne de Carlo o la María Montez. Al otro, al de los pastores…
—Gabriel y Galán.
—Sí, a ése. A ése le encuentro un poco basto. En comparación, digo, en comparación. Aunque me hace llorar, eso sí. Pero el otro…
—Rubén Darío.
—Ése. ¡Rubén Darío me chifla!
Y de pronto, oímos unos ruidos de pasos precipitados, unas carreras, unos golpes. Y gritos de mi prima.
—¡Es Rosa! ¿Qué le pasa?
Levantándose de su silla, dijo la patrona con voz terrible:
—¡Calle usted! ¡Calle! ¡Es ese guarro, ese guarro! ¡Ese zurullo!
Salimos al pasillo cuando el sastre Menéndez corría a refugiarse en su cuarto. Tras él, sin echar una mirada a Rosa, fue como una furia doña Leonor; mejor dicho: doña Leona.
—¡Ven aquí —gritaba—, ven aquí, no te escapes, guarro! ¿Crees que te va a valer esconderte? ¡No te va a valer de nada, tarugo, zurullo, cerdo!
—¡Si fue un tropezón, Leona, un tropezón! —gemía el sastre.
De un empellón le metió la patrona en su cuarto. Luego, entró ella y cerró de un portazo. La bronca debió de ser descomunal, a juzgar por el ruido de golpes, de trastazos, y los gritos que se escuchaban desde el pasillo.
Tirada contra la pared estaba mi prima Rosa del Valle con la cara colorada, las faldas remangadas, el pelo revuelto, arreglándose con manos nerviosas la blusa, yo diría que metiéndose dentro las tetas, porque por un momento me pareció verlas.
No le pregunté lo que había ocurrido porque era…, ¿cómo se dice?… Obvio. Sí, obvio, eso es.
Le eché una mano por encima de los hombros y la llevé hacia mi cuarto. Ya no daba gritos, pero respiraba entrecortadamente.
—Cierra, cierra la puerta, Carlos. No quiero oírle.
A pesar de cerrar la puerta, seguían llegando hasta nosotros, aunque más sordos, los aullidos, los golpes, los lamentos. Poco a poco fueron desapareciendo.
—El tío guarro… ¡No tienes idea, primo! Me ha pillado ahí, en el pasillo, me ha arrimado contra la pared… Me ha metido mano, me ha sobado por todas partes… Dame agua, dame agua, que me refresque… Echa ahí, en la palangana.
Hice lo que me decía. Vacié el jarro en la palangana del lavabo. Ella metió las manos y empezó a chapuzarse la cara. Pero siguió hablando al mismo tiempo.
—Me apretaba contra la pared… Me echaba su aliento asqueroso… No decía más que: «Cállate, cállate, no grites. Déjate, déjate…». Yo no quería escandalizar, ¿comprendes? Me pellizcaba en el culo, me mordía… El muy cerdo… No tienes idea de cómo me ha puesto de caliente el muy cerdo, cómo me ha puesto…
Yo no estaba seguro de entender bien.
—Pero, Rosita…
—Sí, me ha puesto caliente, ¿qué quieres? ¿Queda agua en el jarro?
—Sí queda.
—Échamela por la nuca.
Le eché lo que quedaba en el jarro. Se le mojaron la blusa y la falda.
—Debías haberte quitado la ropa —dije.
—¡Claro, delante de ti! Pues buena estoy yo ahora para andarme con ésas. Ya sabes lo que nos pasa a las mujeres si se nos toca. Bueno, a algunas, porque otras son de hielo. Pero yo es que me enciendo. Y el cabronazo ese, que da asco verle, me ha metido la mano en la entrepierna, me ha apañuscao las tetas, me ha llenado de saliva desde el cuello hasta los ojos. De pronto se lo ha sacado todo y ahí no he podido contenerme y es cuando he gritado… Dame la toalla, Carlos.
—Toma.
Se secó la cara, se restregó un poco la toalla contra la blusa, que estaba empapada y se le ceñía a la carne; se le marcaban las formas…
—Ya te digo, Carlos, yo es que me acarician, aunque sea a lo bestia y un tío repugnante como éste, y me pongo…
—Ya, ya… Yo no lo sabía.
—Claro. ¿Por qué ibas a saberlo?
Recordé la voz de mi padre, meses atrás, cuando nos despedimos en el cruce de caminos: «Ten cuidado, Carlos. Es todavía una niña».
—Bueno, ya estoy más calmada. O, por lo menos, más fresca.
—Ya es algo.
—Pero necesito tranquilizarme del todo.
Suspiró y se apoyó en la pared. Con la mano se daba aire en la cara. Tenía los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas.
—¿Qué podemos hacer, Carlos?
—¿Salimos a dar una vuelta?
—No, salir no. Estoy empapada y no tengo ganas de cambiarme ahora. ¿Jugamos a las cartas?
—Bueno; si crees que eso te va a tranquilizar…
—Sí, yo creo que sí. Dejaré de pensar en ese tío guarro. Pensaré solamente en qué trampas hacer para ganarte la partida y llevarme el duro.
—Yo también…, yo también procuraré pensar sólo en las cartas.
—Anda, saca la baraja.
Saqué la baraja de la mesilla de noche. Se la di a Rosa.
—¿A qué jugamos, Carlos?
—A lo que tú quieras.
—¿A la brisca?
—Bueno, como estamos solos…
—¿De duro?
—Sí, sí, de duro.
Rosa repartió las cartas. A veces jugábamos al tute con doña Leona, o con ella y Menéndez. Si estaba Maldonado y éramos cinco, jugábamos a las siete y media. Cuando estábamos solos, jugábamos a la brisca. Siempre en el comedor.
Lo malo fue que en mi cuarto no había muebles: sólo la mesilla de noche, el lavabo y la cama. Eso fue lo malo. Porque tuvimos que jugar en la cama, casi tumbados, el uno frente al otro.
Yo no veía las cartas. Veía los pelos empapados de Rosa, pegados a la frente, a las mejillas. Su blusa, también empapada, pegada a la carne, resaltando las tetas, los pezones… Ella no creo que viera nada en mí; nada nuevo, quiero decir, porque me tenía ya demasiado visto. Pero aquel cerdo repugnante la había puesto tan caliente… De todas formas, ya digo, no fue eso lo malo; lo malo fue que en el cuarto no hubiera una mesa y unas sillas.
Lo que son las cosas… Sin buscarlo, sin proponérmelo, casi podría decir sin pensarlo (aunque de eso ya no estoy tan seguro, ha pasado tanto tiempo que ya no me acuerdo de si alguna vez lo pensé), bueno, pero el caso es que, como digo, sin buscarlo me encontré con aquel regalo. ¡Y qué regalo! Mi prima Rosa del Valle, desde que se desarrolló, siempre me había parecido muy mona, aunque sin comparación con Juanita Plaza; pero en la cama, entre mis brazos, a sus dieciocho años, era una auténtica maravilla. Y por culpa del lujurioso sastre Menéndez, aquella maravilla era para mí.
Y bien que la disfruté. Claro que no nos resultó fácil. Por las noches yo dormía con Juan Conejo, al que no le contamos nada. Teníamos que aprovechar las mañanas, cuando el sastre Menéndez se encerraba a trabajar en su obrador y doña Leona se iba a la compra. Afortunadamente, la habitación contigua a la mía la ocupaba la vieja sorda, que no se enteraba de nada. Por ese lado no había peligro.
Un día, después de comer en una de las tabernas del barrio, del barrio de Pérez y de Carlitos, como decía Maldonado —Galdós y Arniches para los demás—, volvimos a casa por si había suerte y doña Leona estaba echando la siesta. Pero no la hubo: andaba zascandileando por allí. Así que Rosi se fue a su cuarto y yo al mío.
Me tumbé a hojear uno de los libros que me prestaba Maldonado, uno de Pérez, recuerdo. La verdad es que me aburría bastante, pero luego me entretenía dar vueltas por las calles buscando los lugares, que todavía se conservaban. De pronto, se abrió la puerta. Entró Rosa en el cuarto y se abalanzó sobre mí, me abrazó, me tiró sobre la cama.
—¡Cuánto te quiero, Carlos, cuánto te quiero! ¡Y qué guapo eres!
—¡Rosi, estate quieta, Rosi!
Pillado por sorpresa, derribado en la cama, no sabía cómo defenderme, y protestaba, entre risas:
—¡Ahora no, ahora no, la Leona está suelta!
—Ya lo he visto —decía Rosi también riéndose—. Pero no te asustes, primo, no te defiendas.
—¡Suéltame, Rosi!
—Que no te defiendas, idiota; no vengo a violarte. Vengo a que me saques a paseo. Anda, anda, arriba.
Tiraba de mí, de un brazo, y me levantó de la cama. Me dio la chaqueta, que yo me había quitado para tumbarme.
—No me parece mal lo del paseo —dije—. La novela ésta que tanto le gusta a Maldonado, es un tostón.
—¿Cómo se llama?
—Fortunata y Jacinta. A lo mejor a ti te gusta más.
—¿De qué trata?
—De tiendas.
La miró por encima y la tiró sobre la cama.
—Es muy gorda. Anda, vamos de paseo. ¿Sabes dónde me vas a llevar?
—Pues a Tirso de Molina, como siempre. ¿O vamos a la plaza de Santa Ana?
—No, señor. Vamos al Café Gijón.
No comprendí cómo a Rosi pudo ocurrírsele aquel disparate. Nunca habíamos ido a ese café porque era carísimo. Debíamos el mes a doña Leona, y a Menéndez no le habíamos pagado el arreglo del traje de rayitas.
—De eso hace seis meses; se le habrá olvidado.
—No, no, que lo apunta.
—Yo quiero ver a aquella gente —dijo, muy decidida—. Te invito yo.
—¡Eso sí que no! —rechacé, muy digno.
Pero ella ya me sacaba de la habitación, sin hacer ningún caso a mi réplica.
—Con lo de la sesión de ayer. Hicimos horas extraordinarias, de figuración distinguida y con nocturnidad. Saqué más que la protagonista, seguro, porque es una película de lo más casposa.
Doña Leona se asomó al pasillo, a curiosear.
—¿Salen ustedes?
Muy presumida, ajustándose la rebeca, respondió Rosi:
—Vamos al Café Gijón.
—¿Al Café Gijón? —dijo admirada y quizá envidiosa la patrona.
Con gran aplomo y enorme descaro, explicó mi prima:
—Nos ha citado allí un señor para hablarnos de un posible contrato.
—Pues, enhorabuena. Espero que esta noche se pongan ustedes al corriente.
—Son guasas de ésta, doña Leonor. Vamos allí por conocerlo. Por ver a la gente.
—No saben la envidia que me dan. Pero ese zurullo de Menéndez no se atreve a entrar. Allí van los poetas, ¿verdad, señor Galván?
—Sí, eso creo. Pero no los que a usted le gustan. Los que a usted le gustan, ya se han muerto.
—No, señor. Que Rafael de León, el de los cuplés, está vivo. ¿Ése para en el Café Gijón?
—No lo sé. Ya le digo que no hemos ido nunca.
—Si le ve usted, dígale que tiene una admiradora. Una admiradora con la que nunca le faltará casa. Que yo sé que los poetas son de mucho talento, pero a veces están lampando.
—Se lo diré, doña Leonor. Si le veo, claro.
Cruzamos la plaza de Tirso de Molina a paso ligero, que imponía Rosi. Alegre, retozona, se estrechaba contra mi brazo.
—Gracias, gracias por llevarme, Carlos.
—Pero no invitas tú. Es un préstamo que me haces.
Las calles del recorrido hasta Recoletos, a pesar de ser céntricas, no estaban muy concurridas a aquella hora de la tarde. Sin que la viera nadie, Rosi pudo darme un beso en la mejilla al decir:
—Lo tuyo es mío y lo mío es tuyo. Y no me refiero sólo a los cuerpos. Y lo será siempre.
—No exageres. Las mujeres sois… —y canturreé recordando la vieja zarzuela—: «Mariposillas locas que jugáis con el amor».
Soltó la risa mi prima.
—Si te quiero, no es por tu modo de cantar. ¡Joder, qué mal lo haces! No has mejorado desde Canuto, no seas bruto.
—Tú también desafinabas lo tuyo.
—Sí, ya sé que entre todos destrozamos la función de aquel pobre señor.
—¡Menudo pájaro!
—A mí me arreaba cada azote que tenía el culo morado.
Me fue imposible evitar un leve ataque de celos retrospectivos.
—No me dijiste nada.
—No iba a chafar la gira por azote más o menos.
—¿Y te ponías…? —pregunté con mala intención, recordando sus propias confesiones.
—Me ponía… como ya sabes tú que me pongo. Pero nunca le di carrete, ¿eh? Me caía de mal el tío… Te acuerdas de que yo no quería trabajar en aquello, no quería cantar.
—Que no querías cantar, quedó claro. Le pusiste poca voluntad.
Se me ofendió, herida en su amor propio, y replicó, sarcástica:
—La única que cantaba bien era Juanita, ¿verdad? La única que hacía todo bien era Juanita.
—¡Deja eso ahora, mujer!
—Pues ¿sabes una cosa? Yo te quiero mucho más que ella. Y te querré siempre mucho más de lo que ella te habría querido. Y te voy a poner muchos menos cuernos de los que te ponía ella. Y te voy a querer más de lo que te ha querido nadie. Y más que he querido a nadie.
—Bueno, bueno, bueno… Yo no necesito tanto.
—Pues aunque no me necesites, me vas a tener para siempre, para siempre. Porque yo sí te necesito. Ya lo sabes, apréndete esta palabra: siempre.
—No prometas tanto, Rosi. La vida es muy larga.
—¡No seas ciezo, coño!
—Me conviene estar preparado, Rosi. Entre tú y yo hay mucha diferencia.
—Pues por eso.
—Diferencia de edad, digo.
—¿De edad? Ni siquiera treinta años.
—¿Te parece poco?
—Poquísimo. A mí no me gustan los niñatos. Entre tu hijo el zangolotino y tú, por ejemplo, no hay ni punto de comparación. ¡Tú eres un hombre, joder!
—Deja los asuntos de familia, Rosa.