La marcha triunfal
La camioneta ya estaba en la plaza, lista para marcharse. Era una que hacía portes. Rosita, Sergio y yo nos acomodamos lo mejor que pudimos entre las cajas y los paquetes.
Nos subimos los cuellos de los gabanes, nos apretamos unos a otros y no sacamos las manos de los bolsillo ni para fumar, porque soplaba con todas sus fuerzas un viento helado y nos azotaban la cara las gotas del aguanieve.
—Si tus amigos no fallan —le dije a Maldonado—, con lo de extras nos ahorraremos esto de ir siempre de un lado a otro.
Maldonado se lamentó:
—Me parece que yo lo echaré de menos.
—Yo no. Estaba deseando dejar esta vida. Alguien me dijo una vez que no éramos ni cómicos, que éramos vagabundos.
—Es también una hermosa profesión.
—Yo echaré de menos algunas cosas —dijo Rosi—, pero otras desde luego que no. Y estar en Madrid me apetece mucho.
—¿Qué piensas encontrar allí? —le preguntó Maldonado.
—Por lo pronto, encontraré a Madrid.
—De eso no cabe duda.
—Y en los estudios de cine podré ver de verdad a las artistas, no como se las ve en las fotos de las revistas, que seguro que valen mucho menos.
Yo, recordando la aventura de Navahonda, dije:
—A la María Rosa Salgado ya la viste. Y era muy guapa.
—Mona, nada más. Pero sólo he visto a ésa. Ahora veré, qué sé yo, a Carmen Sevilla, a Aurora Bautista… Y las veré así, a un metro de distancia. A ver si de verdad valen tanto.
Yo, muy serio, porque realmente lo pensaba, comenté:
—Y, sobre todo, tendremos más dignidad.
Con una sorpresa exageradísima, abriendo dos ojos como platos, como si nunca hubiera oído esa palabra, preguntó Maldonado:
—¿¡Más qué!?
Asustado por aquella reacción, repetí con cierta timidez:
—Dignidad, he dicho.
Maldonado no apartaba de mí sus asombrados ojos, y comprendí que quizá aquella palabra era un tanto desproporcionada. Traté de matizar.
—Bueno, no sé, no sé si es eso lo que quiero decir… Pero, en fin, supongo que a los extras, a veces, los llevarán a trabajar a un pueblo.
—Sí, a veces. Muy pocas, porque hay que pagar dietas, y claro…
Le interrumpí, excitado, tratando de hacerle comprender lo que había querido decir:
—¿Y los llevan así, así, como vamos nosotros ahora?
Y señalé con la mirada las cajas de mercancías que nos rodeaban.
—No —reconoció Maldonado.
Yo grité:
—¡Pues eso digo! ¡Dignidad! ¡Dignidad!, o como se llame…
Dibujó su media sonrisa Maldonado para rectificarme:
—Se llama «confort».
—Bueno, pues eso.
Pero inmediatamente me arrepentí de haber estado de acuerdo y volví a lo mío:
—Aunque me parece que no, que no es lo que yo digo.
—Ay, Galván, Galván, hijo y nieto de Galvanes, de cómicos, de vagabundos… No reniegues de tus ancestros. ¿Quieres viajar en wagon-lits en vez de viajar en esta simpática camioneta? Me parece muy bien. ¿Quieres beber las burbujas de esa champaña extranjera en vez de valdepeñas? Pues muy bien. ¿Quieres comer ostras y turnedó y no pan y queso? Muy bien, hombre. Pero ¿para qué quieres la dignidad? Antes a los cómicos los perseguían, los marcaban con hierros candentes, no los enterraban en sagrado… Ahora nos soportan, nos dejan vivir a nuestro aire, aunque no sea el aire de ellos, y a algunos les dan premios y los sacan en los papeles. No te quejes, Galván.
—Sí, pero eso es a los de Madrid.
—Pues allí vamos, hombre, allí vamos.
—Yo en eso digo lo que Maldonado, primo —dijo Rosita—. Eso de la dignidad casi no sé lo que es. Lo que quiero es que en Madrid me vaya bien. Pero… ¿me irá bien?
—¿A ti? —exclamó Maldonado.
Y se puso a cantar el chotis de Lara: «Cuando vayas a Madrid, chulapa mía…».
Rosi se sumó al canto y yo también, olvidando mi enfado, para no aguar la fiesta. Nos oyó el conductor de la camioneta y sin preocuparse de cuál era el motivo de nuestra alegría, que en realidad no había ninguno, se sumó al coro.
Yo ya conocía Madrid. Había estados dos o tres veces. Pero sólo de paso, años atrás, y no me había enterado mucho. Mi prima, Rosa del Valle, era la primera vez que lo veía. Mientras la camioneta daba tumbos sobre el empedrado, Rosa miraba a un lado y a otro, muy abiertos los ojos y también la boca, sin decir nada. Por fin habló.
—¡Huy, qué feo es Madrid!
—Bueno, hemos entrado por mal sitio —explicó Sergio.
—Es grande, pero feo —dijo Rosi.
—Cuando veas las calles del centro, te gustará más.
El de la camioneta nos dejó bastante lejos de la calle Mesón de Paredes, donde estaba la casa de huéspedes a la que nos llevaba Maldonado, que, por ese motivo tuvo una discusión con él. Pero no sirvió de nada.
Cargados con las maletas, echamos a andar desde el Portillo de Embajadores hacia la plaza de Tirso de Molina. Nos turnábamos Maldonado y yo para llevar además de la nuestra la de Rosita, que miraba a la gente y las casas sin apearse de su primera mala impresión.
—Pues como esta calle las hay en Talavera y en Ciudad Real.
Juan Conejo se erigió en defensor de su tierra. Presumía de ser de los pocos madrileños que habían nacido aquí.
—Sí, pero sólo una, y aquí hay muchísimas.
—Pero ¿todas iguales?
—No, variadas.
—No empieces a poner pegas, Rosa, que no has hecho más que llegar. Seguro que si sales a dar una vuelta tú sola, te pierdes.
Replicó con malicia:
—Me parece a mí que si me pierdo por estas calles, acabaré en otro sitio mejor.
Yo entendí por dónde iban los tiros.
—O peor, no cantes victoria. Aquí hay mucha competencia.
—Las mujeres que se ven pasar son unas birrias.
—Porque Celia Gámez, Irene Daina y Virginia de Matos —dijo con sorna Maldonado—, no salen por las mañanas.
Se detuvo frente a una casa, y Rosi y yo también nos paramos.
—Bueno, aquí es.
En el portal había un cartel que decía: «Menéndez, sastre, se hacen arreglos». Y en el mismo cartel, en letra más pequeña: «La Inglesa, casa de huéspedes».
Siguiendo a Maldonado entramos en el portal y comenzamos a subir la escalera.
—¿Los dueños son ingleses? —preguntó mi prima.
—Son de Aranjuez. Los dueños son los señores de Menéndez.
—¿El sastre?
—Sí.
Al llegar al rellano del segundo piso oímos una bronca tremenda. Gritaban a un tiempo un hombre y una mujer, y aunque no entendíamos lo que decían, no cabía la menor duda de que estaban a punto de llegar a las manos.
Maldonado nos informó.
—Aquí es. Y están en casa.
—Hay gente, sí —dije yo.
—Son la patrona y su marido.
Pulsó el timbre varias veces, con insistencia, para hacerse oír, hasta que amainó la bronca.
—Se entretienen así —nos dijo.
—Se zurran la badana de lo lindo, ¿no?
—Sí, pero sin mala intención, ya te digo. Por pasar el rato.
Se abrió la puerta, y Maldonado saludó alegre, cordial:
—¿Cómo está la buena gente?
El hombre que había aparecido tras el umbral, exclamó, sorprendido y contentísimo:
—¡Conejo! ¡Pero si es Juan Conejo!
—¡No pasan los años por usted, Menéndez!
Menéndez llamaba hacia el interior, a grandes voces:
—¡Leona! ¡Leona! ¡Conejo vuelve a la madriguera!
Y soltó una gran risotada, como si se hubiera hecho mucha gracia a sí mismo.
—¡Y trae dos gazapos! —añadió, volviendo a reír—. Pasen, pasen todos.
Entramos. Menéndez cerró la puerta tras de nosotros y se presentó:
—Soy Casimiro, el sastre. Pero para los amigos, Menéndez. ¡Ja, ja, ja!
Desde el interior de la casa llegaron los gritos agudísimos de la patrona:
—¡Conejo! ¡Conejo! ¡Don Juan Conejo!
Llegó hasta nosotros por el pasillo con un alegre repiqueteo de baldosas desencajadas. Era una mujer en la cuarentena, frescachona, cuyo aspecto rozagante contrastaba con él un tanto decrépito de su marido.
—¡Ya sabía yo que volveríamos a verle! ¡Huy, madre, y cómo le han dejado! Pero ¿es que en esos pueblos de Dios no se come?
Juan Conejo resumió nuestra vida y peripecias:
—Unos comen y otros no.
Intervino entre carcajadas Menéndez:
—Y a Conejo le ha tocado que no.
Pero ¿cómo podía este sastre estar alegre, soltar esas carcajadas, con aquel ojo que cuando nos abrió la puerta tenía un cerco de color de rosa que a la segunda risotada ya era colorado y ahora morado como una berenjena?
—Éstos son dos compañeros que buscan habitaciones.
—Este guayabo es su novia, ¿no, Conejo? —preguntó el sastre.
—Venus Afrodita no es tan benévola conmigo. Es una prima de este amigo, Carlos Galván. Se llama Rosa Chamorro.
—Rosa del Valle —corrigió mi prima.
—Sí, de nombre artístico Rosa del Valle.
Torció el morro la patrona.
—Ah, cómica.
—Sí, doña Leona —dijo Rosa, muy modosita.
La interrumpió el marido, precipitadamente.
—¡Chist! No se llama Leona. Se llama Leonor. Pero yo la llamo Leona, porque Leonor es un nombre tan feo… ¡Ja, ja, ja! No es por los arañazos, no —y otra carcajada.
—¡Calla, zurullo!
Y de un empellón le mandó contra la pared. Pero el hombre se recuperó en seguida. Se veía que estaba acostumbrado.
Luego, la patrona se volvió hacia mí.
—¿Y usted también es cómico?
—Sí señora.
—Pero ¿Conejo no les ha advertido?
—Pensé que siendo amigos míos, doña Leonor…
Enérgica, le cortó la palabra.
—¡Ni amigos ni nada! Una cosa es usted y otra sus amigos.
—Yo creo, Conejo, que en eso Leona tiene razón —dijo Menéndez—. Aquí hay unas normas, y usted lo sabe.
—Pero ¿qué sucede? —pregunté yo, que no entendía nada de aquello.
Maldonado me explicó:
—No os advertí que en Madrid hay algunos sitios de estos de… de hospedarse, en los que no admiten cómicos. Uno de ellos es el hotel Ritz y otro esta casa de huéspedes: «La Inglesa».
Rosa se asombró, pero más por lo primero que por lo segundo.
—¿En el hotel Ritz no dejan vivir a los cómicos?
—No.
—Pero… ¿aunque sean actores muy importantes, como Carlos Lemos o Daniel Otero?
—Ni a ésos.
La señora de Menéndez, muy digna, afirmó:
—¡Ni en esta casa, señorita, ni en esta casa!
El asombro de mi prima iba en aumento.
—¿Y a los del cine tampoco, con lo que ganan?
—Tampoco —dijo Maldonado—. Ni a los de Hollywood. A Rita Hayworth no la admitieron. Luego, después de casarse con Alí Khan, volvió y sí la admitieron, pero no en calidad de actriz, sino de princesa persa.
—Las normas son las normas —dijo doña Leonor.
—Pero, entonces, ¿a ti, Juan, aquí…? —pregunté.
El sastre me respondió:
—Lo del señor Conejo es algo parecido a lo que acaba de contar. No vivió aquí en calidad de actor, sino de exdivisionario.
—¿Y todo eso por qué? —preguntó Rosita—. ¿Por qué no quieren ustedes a los actores?
—No es que no los queramos —protestó la patrona—, que a mí me gusta el teatro, aunque voy poco por los precios, y las películas… Pero una cosa es quererlos y otra alojarlos.
—Pero… ¿por qué? —insistía Rosa.
La patrona le dio una larga y precisa explicación:
—En el hotel Ritz no sé por qué será, ni me importa. Aquí lo hacemos para dar categoría al establecimiento. Hay huéspedes a los que no les gusta la compañía de los cómicos: se acuestan tarde, charlan hasta las tantas, gastan luz, pagan mal y, ustedes lo saben, y no lo digo por ofender, viven arrejuntados.
Al sastre le pareció que su mujer se estaba pasando.
—Bueno, bueno, Leona.
—No, si no lo digo por estos señores, que los acabamos de conocer y son amigos de aquí, de Conejo, y con eso me basta; lo digo en términos generales.
—Pero, entonces, ¿por qué nos has traído aquí, Juan? —pregunté.
Muy seguro, me respondió:
—Porque doña Leonor va a hacer una excepción.
—No, no la voy a hacer.
El respetable exdivisionario se puso muy simpaticón:
—Que sí que la va a hacer, que lo sé yo.
—Que no, que no la voy a hacer.
Atacó por otra línea Juan Conejo y dijo muy serio, muy convincente:
—Doña Leonor, yo he vivido dos años aquí.
—Sí señor.
—Nunca he dejado de pagarle…
—Algún retrasillo.
Sin escucharla, prosiguió Maldonado la enumeración de sus virtudes.
—… si me he acostado tarde, he entrado sin hacer ruido para no molestar; siempre me he emborrachado fuera; y ¿he traído alguna mujer a mi habitación?
—Sí señor.
—Bueno, pero sin darme cuenta, y muy pocas veces.
Sin poderlo evitar, soltó el chorro de la risa la patrona.
—¡Sin darse cuenta, dice! ¡Qué demonio de hombre!
—Verá usted, doña Leonor, yo le propongo un experimento. Nos tiene quince días a prueba…
—A usted, sí, pero a sus amigos, y que me perdonen, que no es contra ellos…
Maldonado la interrumpió.
—Escuche, escuche… Nos tiene quince días a prueba… O tres semanas, si quiere —rectificó para dar más facilidades—. Y al cabo de ese tiempo, si nos acostamos demasiado tarde, si charlamos hasta las tantas, si gastamos mucha luz o si no pagamos, nos echa.
Se escandalizó la patrona.
—Pero ¿tú le oyes, Menéndez? ¡Ahora lo que quiere es estar tres semanas sin pagar!
El sastre se moría de risa.
—¡Te enreda, Leona! ¡Si le dejas hablar, te enreda!
—Comprenda que yo, de momento, no puedo dejar solos a estos compañeros la primera vez que vienen a Madrid. Si nos vamos, nos vamos los tres juntos; pero si nos quedamos, también.
Y de repente, entusiasmado, añadió esta incongruencia:
—¡Y le recitamos versos, doña Leona, le recitamos versos, como antes!
—Para oír versos, con usted me basta. Que es una gloria oírle, la verdad sea dicha.
—¿Se acuerda de la Marcha triunfal?
Se volvió hacia mí para explicarme:
—Lo que más le gusta a doña Leonor es la Marcha triunfal.
Y de nuevo a la patrona:
—¿Y usted ha oído aquí, a mi compañero Galván, recitar La chata?
—¿Cómo le voy a oír, si acabo de conocerle?
—Pues le va usted a oír —dijo muy decidido.
Y me ordenó:
—Anda, Carlos.
Yo creí morirme de vergüenza.
—Pero, hombre… Ahora, aquí…
—¡Si lo digo en coña, idiota! —dijo riéndose—. Doña Leonor te va oír… Y escucha como nadie, ¿eh?, te lo digo yo, sabe escuchar… Pero te va a oír luego, o un día de éstos, a la caída de la tarde, antes de cenar, que es cuando a ella le gusta.
Soltó una carcajada Menéndez.
—¿Ustedes han visto alguna vez a un conejo poder a una leona? ¡Pues ya lo están viendo!
—¡Calla, tarugo! Que sabes que si me doblego es porque Conejo es tu amigote. Pero haremos lo de la prueba…, y dejando una señal.
—Lo tengo previsto —dijo Maldonado—. Mañana, a la vuelta del sindicato, es lo primero que pienso hacer.
—Y espero que sean formales, que no alboroten, que se acuesten pronto…
—Yo tengo una curiosidad —dijo Rosi un poco cortada—. Se lo pregunté a Maldonado… Bueno, a Conejo… Pero… no sé si hago mal en preguntar.
—¡No, no! —dijo Maldonado muy divertido—. Si a Menéndez le gusta mucho explicarlo.
—Dígame, señorita.
—Él me dijo que se lo preguntase a usted. ¿Por qué se llama esta casa de huéspedes «La Inglesa»? Ustedes no parecen…
—¿Ingleses? —interrumpió Menéndez—. ¡No, claro que no! Yo soy de Aranjuez y Leona, del Retiro, ¡ja, ja, ja! Pero es que el nombre del establecimiento no viene de «inglés», viene de «ingles», y mi mujer y yo tenemos ingles.
Y las risotadas del sastre fueron incontenibles.
—Pues ya lo sabes, Rosi. ¿Satisfecha?
—Sí, sí.
—Y de habitaciones, ¿qué?
—Tenemos, tenemos —dijo la patrona—. Ahora ustedes tienen que decirnos la distribución, porque nosotros en eso no nos metemos.
—Yo querría dormir con mi compañero Galván. Así lo hemos hablado.
—Bueno, hay la vacía. La del chico de las oposiciones, que las sacó. Ahí pueden meterse los dos. Y la señorita Chamorro…
—Del Valle —corrigió mi prima.
—Bueno, la chica que se acomode con la vieja, con doña Aurelia.
Y así se hizo. Juan Conejo y yo compartimos una habitación, y mi prima Rosa del Valle compartió otra con una vieja sorda que vivía allí porque un pariente suyo funcionario de categoría de no sé qué ministerio, le pasaba una mensualidad.