CAPÍTULO 11

Los últimos caminos

—Lo siento, Galván, de verdad, lo siento mucho. Pero hoy no pueden echar función.

Habíamos llegado a aquel pueblo a ver lo que cata, sin muchas esperanzas. El que acababa de quitárnoslas del todo era el señor Eleuterio, el dueño del bar, un hombre muy simpático al que siempre le habíamos caído bien.

—Ya sé que no hemos concretado nada —decía mi padre apoyado en la barra, entre sorbo y sorbo de cerveza—. Pero nos hemos acercado a Hinojera, como otras veces, porque nos venía de paso.

—Y porque aquí hay mucha afición —dije yo.

—Sí que la hay, sí —reconoció el señor Eleuterio—. Por eso precisamente…

Le interrumpió, sorprendido, mi padre:

—Ah, ¿porque hay afición no podemos…?

—Deje que me explique, Galván —dijo el señor Eleuterio—, que yo a usted siempre le he tratado bien. Y lo de ahora no es culpa mía. Pero tengo el local ocupado hoy, mañana y el otro.

—La última vez que pasamos por aquí, tuvimos mucho éxito con ¡Cuidado con la marquesa!

—Hicimos un día más —recordó Maldonado.

—Pero es que estos tres días trabajan los estudiantes.

—¿Los estudiantes? —preguntó mi padre—. ¿Y qué hacen?

—Pues funciones, ¿qué van a hacer?

Mi padre creyó comprender de lo que se trataba y manifestó su desprecio:

—Ah, son aficionados.

—No, no. Me han dicho que aunque son estudiantes, no es cosa de aficionados que es cosa de la cultura. Mire usted, Galván, a mi me ha hablado el alcalde, que le había llamado el delegado de Educación de Ciudad Real y creo que también está interesado el gobernador. No he podido negarme, comprenderá.

—¡Claro, si es cuestión de las autoridades, usted a pagar y a aguantarse!

—No; de pagar, nada. Es de gratis, de gratis. Y no crean que vienen mal preparados, que traen decoraciones, y trajes y músicas. Aquí dentro no sé si van a caber, de la cantidad de cosas que traen. ¿No han visto ahí fuera la camioneta?

—Yo vi sacar unos muebles —dije—, pero pensé que era una mudanza.

—Y todo eso —preguntó mi padre—, ¿quién lo paga? Porque cuesta un huevo.

—¿Quién lo va a pagar? El gobierno —aclaró el señor Eleuterio.

Mi padre descargó un golpe en el mostrador, que por poco se parte el puño.

—¡El gobierno! ¡También el gobierno está contra nosotros! ¡Pero, qué coño le hemos hecho nosotros al gobierno!

—No vocifere tanto, Galván, que está ahí el cabo.

—¿Y qué mierda de obras traen? —preguntó mi padre.

—De autores famosos, me han dicho; muy famosos… Ahí tiene usted el programa. Vienen los nombres.

Cogió uno del mazo que había sobre el mostrador y se lo alargó a mi padre, que lo leyó por encima:

—Lope de Rueda … Juan de la Encina…, Torres Naharro… ¡Pero quién coño son éstos, quién son!

El pobre estaba desesperado. Comenzó a recorrer el bar a zancadas, de una pared a la otra, sin dejar de dar voces.

—¿Dónde han estrenado estos cabrones, si puede saberse?

Se acercó a Maldonado y a mí, para susurrar, procurando que no le oyera el cabo:

—Éstos son de Falange, seguro, de Falange. Recomendados del gobernador. ¡Hay que ver, hay que ver! Lope de Rueda…, Juan de la…

Ahora se encaró con el señor Eleuterio, como si tuviera la culpa de algo:

—¡Nosotros traemos a Muñoz Seca, a los Quintero, a Torrado, a Jardiel Poncela! ¡No a enchufados!

Se volvió hacia Maldonado:

—¿Tú has oído hablar de esos tíos alguna vez? ¿De Lope Encina, de Juan Rueda y de la madre que los parió?

—Sí, son autores antiguos.

—¿Antiguos? Pero ¡de cuándo! Porque ni yo, ni mi padre…

Maldonado alzó los ojos al cielo como queriendo decir que la antigüedad de aquellos autores se perdía en la noche de los tiempos.

—¿Vosotros habéis visto alguna función de ellos?

—No, yo soy muy joven —contestó Maldonado.

—Pero ¿has leído alguna?

—No, no se puede.

Para mayor inri, llegó hasta nosotros el sonido de la corneta del pregonero, y después su voz anunciando que el grupo Los caminantes, del TEU de Barcelona…

Mi padre no pudo escuchar más.

—¡Y vienen desde Barcelona, los niñatos! —gritó, indignado—. ¡A que no han venido caminando! ¡Me cago en la madre de Lope de Vega!

—Lope de Rueda —le corrigió Maldonado.

—¡De las de los dos! ¡De las de los dos!

Siempre se ha dicho de los cómicos que robábamos la lana de los colchones, que tirábamos la maleta por la ventana y salíamos por la puerta como si fuéramos al café, para marcharnos sin pagar; que robábamos huevos, gallinas… No me extraña.

Pero eso debían de hacerlo los que recorrieran distancias más largas. Nosotros no podíamos, porque andábamos siempre dentro de muy pocas leguas. Igual que conoce ahora la gente a los que salen en la televisión, igual nos conocían a nosotros en aquellos pueblos. Si no robábamos gallinas era por eso, no por falta de ganas. Porque del trabajo ya era imposible comer. Cuando no por una razón, por otra.

—Imposible Galván —escuchamos en otro pueblo al dueño de otro bar—. Este pueblo está en la ruina. El gobierno le ha arruinado con eso de quitar las cartillas de racionamiento. Aquí vivíamos del estraperlo, usted lo sabe. Estraperlo de queso, de aceite, de harina, de huevos, de todo. Pero desde que quitaron las cartillas, ya no hay estraperlo. Ahora un queso vale lo que vale un queso y nada más. Así no hay quien viva.

—Nunca llueve a gusto de todos —comentó mi padre.

Ahora sí que me he perdido… Ahora sí que la memoria… Me he perdido en los caminos, en los pueblos… Porque sé muy bien lo que quería contar… Pero ¿fue en Medinilla?

Vicenta, aquella chica del bar, ya estaba con nosotros. Se había incorporado a la compañía y era la única que vivía bien, porque en los días libres, que eran los más, siempre encontraba alguien que la llevase a trabajar al bar de su pueblo, a Navahonda. Y es curioso, en los demás pueblos no se reían de ella; sólo en el suyo.

Pero a lo que íbamos… No, me parece que no fue en Medinilla. ¿En la propia Ciudad Real? No lo creo posible, porque debíamos tanto en la fonda del Pelusa que procurábamos aparecer por allí lo menos posible. Noches hubo en que dormimos al raso, pero no era nuevo para nosotros.

A ver, a ver si me acuerdo… Navaseca, Navahonda, Poblacho, San Mateo, Hinojera, Alcorque, Cabezales… Lo de mi hijo Carlitos con la Engracia, la hija del señor Ceferino el ricacho, fue en Trescuevas, luego no estábamos en Trescuevas… Pero teníamos que estar muy cerca… ¿Navahonda? ¿Pozochico?

Era un pueblo en el que, no recuerdo por qué, tampoco pudimos hacer nada y decidimos marcharnos… ¿Higueruela? No, porque está lejos de Trescuevas. Pero bueno, es lo mismo. Al fin y al cabo, el pueblo es lo de menos.

El caso fue que el zangolotino había desaparecido. Como aquel día del cine, cuando se fue con mi prima Rosa del Valle. Pero la causa no podía ser la misma, porque Rosi estaba con nosotros, y también Vicenta, y cine no había.

Plantado en el centro del patio, junto al pozo, mi padre le llamaba a voces. Pero no estaba en la posada; Rosa le había buscado por todas partes.

—Es que si tarda, se va la camioneta, y nos han dicho que nos llevan. ¡Carlitooos!

—No te desgañites, tío —dijo Rosa—, que no está. Ven, Vicenta, vamos a buscarle por el pueblo.

Yo pregunté por él en el bar:

—¿Han visto por aquí a un joven alto, de buen aspecto, con los ojos grandes?

—¿De aquí o de fuera?

—De fuera.

—Aquí no han entrado más que mozos de aquí.

Mientras tanto, en la calle, preguntaba Rosa:

—¿Han visto ustedes por aquí a un chico desgarbado con mirada como bobalicona y un labio que le cae así, como hasta la cintura?

—No le he visto, pero aquí hay muchos como ése.

Uno que trabajaba en el taller mecánico sí supo darme razón.

—Si el que yo digo es el que usted dice… El que estaba esta mañana tomando unas copas con usted…

—Sí, ése.

—Yo diría que se marchó con el Ambrosio en la furgoneta, que tenía que hacer un porte a Trescuevas.

—¿A Trescuevas? —dije, alarmado.

Sí, se había ido a Trescuevas. Apareció a las tantas de la noche. Venía hecho una lástima. Tenía igual de gordo el labio de arriba que el de abajo. Se había atado un pañuelo a la cabeza para contener la sangre de una herida. Un ojo lo traía todo morado. Cojeaba.

—Lo hice…, lo hice de buena fe, papá…, de buena fe… Quería ayudaros…, porque esto vuestro no puede ser. Me fui a ver a la Engracia, que ya lo tenía pensado desde hacía tiempo. Porque yo a mi vida no le veo más solución que un matrimonio, un buen matrimonio… Y la Engracia no me gusta tanto como tú, Rosa, te lo digo de verdad, pero no me disgusta. Encontré al Ambrosio, un mozo de aquí que me llevó en la furgoneta. En Trescuevas los mozos y las mozas pasean de atardecida por un camino que hay cerca del río. Un camino con árboles, muy bonito. Me amparé en las sombras y vi a la Engracia que paseaba con otras dos mozas. Le hice gestos y ella me vio. Y se vino hacia mí, y me cogió las manos y me dijo que estaba segura de que volvería. Y entonces oí unas voces: «¡El cómico, el cómico! —gritaban—. ¡Ha vuelto el cómico! ¡A por él!». Eran aquellos, ¿os acordáis?, el Roque, el Paco, y no sé cuál otro. No sólo la Engracia, su padre también estaba seguro de que volvería y los tenía esperándome desde hacía meses. Me dieron una paliza. Me dejaron deslomado.

—¡Hecho un cristo te han dejado, pobrecito mío! —dijo mi tía Julia.

—La Engracia lloró —añadió Carlitos—. Y yo también, ¿para qué voy a deciros otra cosa? Tuve que volver haciendo autostop.

—¿Y te recogieron, viéndote con esa pinta? —le pregunté.

—Eran extranjeros, de los que vienen a la ruta del Quijote. Pero quiero deciros que lo que hice fue en parte por ayudaros. Porque si a mí se me dan bien las cosas, podéis compraros una furgoneta como la de los Calleja-Ruiz, o más decoraciones, o una máquina de películas como la del señor Solís, o qué sé yo, pero no seguir así, que de verdad que es imposible.

Procuré no lanzarle una mirada asesina, procuré entender su buena intención.

—Ahora sí que es imposible, Carlitos. Adiós Trescuevas y Navahonda y Pozochico… ¿No es verdad, Maldonado?

—Sí; y Revuelta y Medinilla y Navaseca y Alcorque…

—Bastante perdidas estaban ya antes de que el niño se decidiera a dar el braguetazo —comentó mi tía.

Las cosas marcharon de mal en peor. Efectivamente, el señor Ceferino corrió la voz por la comarca y nos pusieron el veto en todas partes, porque él por allí era muy poderoso.

Nos fuimos un poco hacia el norte y algo pudimos trabajar. Poblacho, Cabezales, San Antón… Pero por muchos equilibrios que hiciera Maldonado con las matemáticas, la mitad de los días no comíamos.

—Papá… —me dijo un día Carlitos—, lo pensé mucho desde el día que me escapé a Trescuevas…

—Comprendo que no lo hayas olvidado.

—No digo eso. Digo que pensé en mi situación aquí con vosotros… En mis posibilidades en esta vida. Le di muchas vueltas. No sirvo más que de estorbo.

—No te preocupes; si no hubieras venido, tampoco estaríamos mejor.

—Vosotros, no. Estoy de acuerdo. Yo, papá, a lo vuestro no le veo solución. Y lo pensé, lo pensé… Pero yo me marcho, papá.

—¿Que te marchas? ¿Y adónde vas a ir? ¿Qué vas a hacer?

—Marcho a Vigo. Escribí a mi amigo Pepiño. Puedo trabajar en una de las papelerías. Me contestó. No sabe si llevaré paquetes, o despacharé, o fregaré el suelo, pero yo le dije que, para empezar, lo que fuera. Me acordaré de ti, papá, y de Rosa y de Maldonado y de todos vosotros. Estos meses lo pasé muy mal, pero los recordaré toda la vida, me parece.

—Pero… ¿cómo te vas a ir? Yo, para el tren…

—Hay uno que me lleva hasta el cruce. Allí haré autostop; y si tengo suerte y pasa otro extranjero…

Y se fue. Todo eso me lo dijo en la cama, casi abrazados el uno al otro. Hablamos más tiempo, pero ya no me acuerdo de qué. De la vida, probablemente. Me había acostumbrado al zangolotino y ahora tenía que acostumbrarme a estar sin él. No me costó mucho esfuerzo, porque la vida que llevábamos no era para sentimentalismos.

Un día en que no sé qué pueblo…

—Pero, hombre, ¿cómo se les ocurre a ustedes venir a trabajar aquí? Si aquí hoy no queda nadie.

—¿Qué ha pasado?

—No queda nadie. Y menos, de los que les gusta el teatro.

—¿Por qué?

—Trabaja en Talavera Doroteo Martí, el que echa las funciones de la radio. Y cuando trabaja en Talavera Doroteo Martí, ya se sabe, aquí no queda ni un alma. Ni en ningún pueblo de alrededor. Ponen autocares.

En uno de aquellos autocares me fui a Talavera. A ver a Doroteo Martí.

—Soy de la compañía Iniesta-Galván —le dije—. No habrá usted oído hablar de ella porque andamos siempre por aquí, no nos alejamos mucho. Me llamo Galván, Carlos Galván, y tengo interés en ver la función. Si pudieran darme un pase…

Doroteo Martí estuvo amabilísimo. Ordenó en seguida que me colocaran en el teatro. Pero tuve que estar en una silla, al final de todo, porque estaba absolutamente lleno. Un dineral debieron de hacer aquella noche, un dineral. Y daban tres funciones en el día.

La gente lloraba, gritaba, aplaudía… Eran los mismos que yo conocía después de años recorriendo aquellos pueblos… Pero el espectáculo era otra cosa. ¡Qué decorados, y, sobre todo, qué trajes!

Al caer el telón final, la gente enloquecía. Doroteo Martí les hablaba, y más aplausos. Cuando besó a una vieja de la primera fila porque le recordaba a su madre, ya fue el delirio.

Entré de nuevo en su camerino para felicitarle y darle las gracias, y de paso…

—… Las compañías como la nuestra se defienden muy mal ahora. Hay mucha competencia… Del cine, de la radio. No vamos a tener más remedio que deshacerla. ¿En la suya no habría un puesto para alguno de nosotros?

Pero, claro, no lo había. Lo natural era que la compañía estuviese completa. Eso ya lo sabía yo, pero aquello había sido una excusa para hablarle de otra cosa.

—Y una ayuda… una ayuda de cualquier tipo… Quizá eso le fuera a usted más fácil.

Doroteo Martí estuvo igual de amable que antes. Y muy comprensivo. Y muy generoso. Me dio quinientas pesetas. Lo que ganábamos nosotros en una semana, si había suerte.

Tiempo después, en otro pueblo nos encontramos de nuevo con Solís el peliculero. Hacía mucho que no le veíamos.

—¡Coño, Solís! ¿Qué haces por aquí? —dijo sorprendido mi padre—. ¡Me ha jurado el del casino que no quiere ni cine ni teatro!

—Así es —le respondió el peliculero—. Los mozos de aquí se van al pueblo de al lado, que ya tiene un cine de verdad, de los fijos.

—Ya lo sé. Pero entonces, ¿a qué has venido?

—Se acabó el cine ambulante, Galvanes. Todo acaba en esta vida. Ese ignorante de Rovira todavía sigue por ahí, pero porque es un optimista.

—Pues tú, ¿qué haces?

—Precisamente voy al pueblo de al lado, a Sotillo de la Virgen, con una lista de películas, a ver si el del cine quiere alguna. Y también tengo que hablar con uno de aquí de parte de un amigo de Madrid, para ver si en su almacén quiere poner un cine. Él pondría el local y mi amigo la cámara.

—Y tú, ¿ya no trabajas en lo tuyo?

—Aquello se acabó, Galvanes —dijo muy divertido, entre risas, como siempre—. Como lo vuestro. Vosotros sois fantasmas.

Mi padre asintió melancólico:

—Ahí sí que has acertado. Entonces…, ¿ya no tienes la cámara, el odioso cacharro aquél?

—No; como te caía mal, y eres mi amigo, lo vendí en el Rastro.

—¿Y la furgoneta?

—Ésa la conservo, porque tengo que traer y llevar películas.

—Y… ¿te va bien?

—Me llevo unas comisiones… De momento, no es mucho; pero hay que agarrarse a lo que se pueda. Ahora, eso sí, por las caras que os veo me parece que lo justo es que pague las copas yo. ¡Camarero, chinchón para todos!

Maldonado sonreía con su media sonrisa. No sé si sonreía porque iban a traer chinchón o porque ya antes de que hablase Solís lo sabía todo: que se había acabado el cine ambulante, que abrían cines de verdad en los pueblos, que Solís era comisionista de películas y que nosotros estábamos a punto de irnos a hacer puñetas.

—Los que estén tomando la copa o jugando al dominó o a las cartas, tienen que marcharse, porque dentro de un cuarto de hora va a empezar la función. Para verla hay que tomar consumición nueva.

En cuanto oyeron aquello en el bar de aquel pueblo, se levantaron todos como un solo hombre y se dieron a la fuga como si les hubieran dicho que habían puesto una bomba o que venían los maquis. Luego, en lo que faltaba para empezar, se sentaron dos hombres con tres o cuatro mujerucas. No sacamos ni para la cena. El del bar, que era buena persona, nos dio unos bocadillos para el camino. Porque nos echamos al camino. A ver si llegábamos al pueblo de al lado, que estaba muy cerca, y podíamos hacer, con más suerte, una función por la noche.

Mi tía Julia se emparejó conmigo.

—Ando buscando un momento para hablar a solas contigo, pero hasta ahora no lo he encontrado.

—¿Ocurre algo?

—¿Qué más quieres que ocurra, Carlos? Oye, te hablo primero a ti aunque debía hablar antes a Arturo, pero es que no sé cómo decírselo. Me da mucha pena. Prefiero que se lo digas tú. La última vez que coincidimos con los Calleja-Ruiz, en Sobejano…

—No, en Pinarejo.

—Sí, es verdad. Pues… hablé con ellos. Tú sabes que se les murió la Fernanda Machado, que era prima de Miguel Ruiz…

—Sí, la enterraron no sé dónde. En San Mateo, me parece.

—No, creo que en Cabezales.

—Puede ser.

—Pues… hablé con ellos, con Ruiz y con la Calleja, que es un mal bicho, ya lo sé, pero qué va a hacer una. Yo tengo más años que la Machado, pero podría hacer muchos de sus papeles.

—Pero, tía… Tú eres una primera actriz.

Mi tía se encogió de hombros. Aquello ya le tenía sin cuidado.

—¿Vas a dejarnos? Si nos dejas, se acaba la compañía. La Iniesta-Galván. Tú eres la Iniesta, tía … Julia Iniesta. ¿No te acuerdas de ¡Cuidado con la marquesa!? ¿De Señora ama, de Benavente? ¡Esa Señora ama, tía! Te conocen desde Villanueva de los Ojos del Guadiana hasta Talavera de la Reina. Y ahora más: en Poblacho, en San Antón… Sin ti no somos nadie.

—Por eso no me atrevo a hablar con tu padre y quiero que lo hagas primero tú, que se lo vayas diciendo poquito a poco. Tu padre no puede más, Carlos, está muy viejo. Yo sé que el teatro no morirá nunca. También es teatro lo que hacen por la radio. Y lo que echa el jodío Solís en su cine. Pero éste nuestro de los caminos, se ha acabado, está dando las boqueadas. Miguel Ruiz es mucho más joven que Arturo y quizá sus boqueadas sean más largas.

—Pero…, tía…

—¿Qué?

En el silencio de la tarde, sólo se escuchaban nuestros pasos sobre el camino.

—No sé… No sé qué tengo que decirte. Pero es muy duro que nos hagas una cosa así. ¿Qué va a hacer ahora mi padre? ¿Qué vamos a hacer los demás? ¿Qué vamos a hacer sin ti?

—Tú eres joven, Carlos. Yo no he visto nunca más vida que ésta, pero todos sabemos que hay otras. Lo malo es lo de tu padre; por eso te pido el favor de que le hables tú, por eso me he acercado a ti… Piénsalo mucho, Carlos. No digo lo que tienes que decirle, sino el modo. Díselo con cuidadito.

—Se acaba la compañía, tía Julia… ¿Qué va a ser de él?

Mi tía Julia no respondió. Ya había dicho todo lo que tenía que decir. Sacó un pañuelito, dificultosamente, porque llevaba una maleta, y se enjugó las lágrimas. Seguimos andando, mi tía, yo, mi padre, Maldonado, Rosa del Valle y Vicentita, la del bar, cargados con los bultos.

Al día siguiente hablé con mi padre. Intenté explicarle lo que me había dicho mi tía. Y procuré hacerlo como ella me había encargado, con cuidadito. Mi padre lo encajó bien; no se sorprendió demasiado porque, por lo visto, él también llevaba tiempo dándole vueltas a lo mismo.

—¿Tú crees, Carlos, que si yo le digo a Miguel Ruiz que me lleve con ellos, me admitirán? Yo ya no quiero hacer los primeros papeles. Que los siga haciendo él.

—¿Por qué no te van a admitir?

—También van a partido, como nosotros. Y yo con un punto me conformo.

—Creo que podrías sacarles dos.

—Para mí sería mejor, claro. Pero no me parece justo pedírselo, ni creo que me lo dieran. El director es él. Y así me libro de todas esas preocupaciones de hablar con los alcaldes, con los dueños de los bares, con los empresarios, con los encargados de los casinos…

—En eso tienes razón. Ya es hora de que descanses algo.

—Y si se rompen los decorados, que se rompan. Y si una actriz se larga con un americano o con un patán de pueblo, que se largue.

—Y te libras también de enseñar a hablar a los zangolotinos.

—Y a las Vicentas. Que los enseñe Ruiz. Y añadió, muy divertido:

—¡Y a misa, que vaya Ruiz!

—Me parece que a misa, cuando toque, te llevarán a la fuerza, como tú nos llevabas a nosotros.

—Y las mierdas que escriben los autores, que las limpie Ruiz.

—Total, que vas a estar en la gloria.

—Nací en una carreta de cómicos, tú lo sabes, hace ya una pila de años, y aunque me hubiera gustado morir en una cama de las que salen en las películas, veo que ya no es posible… Si me muero en la furgoneta de los Calleja-Ruiz, en el infierno verán que en este país los cómicos hemos adelantado mucho.

Dije, un tanto sarcástico:

—Estás muy gracioso, padre, y muy animado.

—Siempre he procurado no perder del todo el buen humor. De eso he vivido, ¿no? Sólo lo perdía al dirigir; bueno, no lo perdía, lo ocultaba. Porque para eso hay que hacerse el bravo.

—¡Y bien te lo sabes hacer tú!

—¿Qué crees que dirá Miguel Ruiz? Le voy a llamar ahora mismo. Están en Revuelta.

—Si se queda con la tía, ¿por qué no se va a quedar contigo?

—Lo dices porque estamos los dos para el desguace, ¿verdad?

—Ya se puede dar Ruiz con un canto en los dientes.

—¿Por qué?

—¡Pues anda, que no va a aprender de ti! ¡Con la de trucos que tú sabes!

—Ni uno le voy a enseñar, ¡ni uno!

—Pero los aprenderá viéndote, y te copiará.

—¿Y tú qué vas a hacer, Carlos?

—Lo pensé hace tiempo. Porque vi que esto no daba más de sí. Me voy con Maldonado.

Fingió sorpresa mi padre y me preguntó en plan de guasa:

—¿Otra vez a Rusia? ¿Qué pasa allí ahora?

—No, padre… Menos mal que, a pesar de todo, estás de buen humor.

—Me trae más cuenta.

—No me voy a Rusia. Me voy a Madrid, a trabajar de extra en el cine. Dice Maldonado que se saca más que con esto si se tienen influencias, y él las tiene.

—¡Me cago en el padre de los hermanos Lumière, como decía el director aquél!

Con esto dimos por terminada la conversación. Mi padre se fue a telefonear a Revuelta y yo a hablar con Maldonado, para darle mi respuesta definitiva.

Me dijo que trabajaría de extra, que dormiría bajo techado, que comería malamente, y nada más. Que no esperase otra cosa. Por ejemplo, que al entrar en el plató todos se pusieran a gritar: ¡Mira, Robert Taylor, Robert Taylor!

—Comprenderás que a mi edad ya no espero nada.

—¿A tu edad? Pregúntales a los médicos y a los curas si los que se mueren a los ochenta no esperan algo.

Según Maldonado, mi prima Rosa también se venía con nosotros. Me parecía lógico. Una chica como ella, joven y guapa, se defendería bien de extra de cine. Mejor que en aquellos pueblos, esperando la vendimia.

Maldonado se fue a solucionar lo necesario para que pudiéramos salir de allí y luego se reunió con nosotros.

—A mí, uno de los del cine —nos dijo Rosa—, cuando estuvimos trabajando en la película en Navahonda, me dio su tarjeta, por si alguna vez iba a Madrid y quería algo.

—¿Cuál de ellos? —pregunté.

—Aquel que eligió al tío y que luego el director le puso a parir.

—Ah, sí, el rubianco —recordó Maldonado—, el ayudante de dirección. A ése no le conocía yo. A ver…

Rosi había sacado de su bolso la tarjeta.

—Somontes —leyó Sergio—. Guarda esta tarjetita como oro en paño, Rosi. Si el ayudante te la dio, por algo sería.

—Es fácil adivinarlo —comenté.

—Parecía un señor muy serio.

Cambiando de tema, dijo Maldonado:

—Hemos quemado las naves, compañeros. Me deshice del material.

—¿Y has sacado algo?

—Sí. Ha sido la última operación financiera de la compañía Iniesta-Galván.

—¿A quién has enredado? —preguntó Rosi.

—A nadie. Simplemente he convencido a unos mozos de este pueblo y a otros del pueblo de al lado para que formen un grupo teatral-cultural.

—¿Cómo aquel que vino de Barcelona? —pregunté.

—Una cosa así. Y les he vendido los telones de casa rica, casa pobre y jardín, las dos escobas, la jaula, el tapete, el serrucho, las dos brochas, el conejo de cartón y el abanico.

—¿Y qué te han dado?

—Vosotros, artistas, no os preocupéis por las cifras. Hemos pagado la posada y tenemos para el viaje hasta Madrid y para hacer una parada con vino. Eso sí, a la Villa y Corte llegamos limpios.

En las afueras del pueblo, con un frío que pelaba, porque el invierno ya estaba encima, despedimos a mi padre y a mi tía.

—Que Talía siga siéndole propicia, don Arturo.

Mi padre le respondió riendo:

—¡Y a ti, Baco!

Mi tía nos recomendó:

—No se os olvide lo que hemos dicho: escribid a la fonda del Pelusa diciendo dónde os alojáis en Madrid. Y ya os diremos lo que sea de nosotros.

—Los Calleja-Ruiz suelen parar en Bailén —explicó mi padre.

Casi llorando, mi tía se abrazó a mi prima y le dijo:

—Cuídate, Rosi, hija mía. Cuídate mucho. Ten mucho cuidado.

—Sí. No te preocupes. Las chicas de ahora somos muy mayores. Te escribiré a la fonda del Pelusa, y te contaré cómo es Madrid.

Les quedaba sólo un kilómetro de camino hasta el cruce y pensaban hacerlo a pie. Allí cogerían el autocar que los llevaría a Revuelta, donde estaban los Calleja-Ruiz.

—Ahora, padre, ya no tendrás que jugarte las plazas al tute.

Mi padre me abrazó para despedirse y me dijo al oído:

—Ten cuidado, Carlos. Es todavía una niña.

Sinceramente, no entendí a qué venía aquello.

—Pero ¿qué dices, padre?

Aún más bajo que antes, para que no le oyeran los demás, siguió diciendo:

—Tu prima Rosi. Es una niña, aunque ella se cree muy mujer. Y tú eres… muy sensible, Carlos. Le das mucha importancia a todo. Y luego, sufres.

—Padre, qué cosas tienes.

Arreciaba el frío. Se había levantado viento, que barría de un lado a otro la llanura.

Echaron a andar los dos viejos por el camino, cargados con sus bultos, hacia el cruce. Nosotros les vimos andar un trecho. Alzamos las manos. Ellos también. Y nos volvimos al pueblo, no me acuerdo ahora cuál, porque la camioneta de transportes que había apalabrado Juan Conejo para que nos llevase a Madrid, salía a la mañana siguiente.