CAPÍTULO 10

Donde al cómico Galván se le aparece el demonio

Juan Conejo, de nombre artístico Sergio Maldonado, fue quien encontró el camino para salvar la situación cuando ya todos nos las veíamos moradas. Se le ocurrió quién podía ser el mediador, quién en aquel pueblo era el único hombre capaz de frenar los impulsos de doña Florentina: el cura.

Maldonado habló con el cura, las viejas se llevaron casi a rastras a doña Florentina a la sacristía para que el cura hablase con ella, y entre unos y otros se consiguió el milagro de que no sólo no nos echasen ni a los Calleja-Ruiz ni a los Iniesta-Galván, ni nos metieran presos ni nos tiraran al río, sino que hubo permiso para echar la función por la tarde.

Mi padre no se lo podía creer, ni los demás tampoco. Pero quedaba el otro problema: ¿quién la echaba, ellos o nosotros? El dueño del bar dijo que él no quería problemas, que lo decidiéramos hablando amistosamente.

Hablaron amistosamente mi padre y Miguel Ruiz entre insultos, tacos y amenazas, y al final decidieron hacer lo de siempre, lo que ya habían hecho otras veces: jugarse la representación al tute.

—¿Y con quién vas a ir de compañero? —preguntó despectivo Ruiz—. ¿Con tu hijo?

—No; ése ahora está pensando en otras cosas.

—¿Con el gilipollas de Maldonado? Pues chupao lo tengo. Y empezó Ruiz a dar órdenes:

—¡Inés, Menchu, sacar la cortina, ir barriendo la tarima, que darnos función!

Hubo mucha expectación. La Calleja-Ruiz y la Iniesta-Galván estuvimos todo el tiempo pendientes de la mesa.

En un momento me pareció que mi hijo Carlitos, procurando que no le viéramos, rezaba por lo bajo. Seguro que el hijo de su madre rezaba para que ganaran los enemigos y no tener que salir a escena.

Sus preces fueron escuchadas y ganó la Calleja-Ruiz. ¡Qué risas, qué cuchufletas, qué cachondeo! Y nosotros, ¡qué abucheo a mi padre y a Maldonado!

—¿Sabéis lo que os digo a todos, ya que os ponéis así de graciosos? —dijo mi padre—. Que en vista de que no hay que hacer La estafa del Cangrejo, me voy a meter en la puta cama.

—Yo, por las mismas razones y con vuestro permiso, me voy a exceder en la bebida —informó Maldonado.

—Y yo —dijo mi prima Rosa—, para celebrar la derrota de la familia, me voy a bailar a la plaza.

Después de concluida la representación, cuando mi padre dormía, y seguramente mi tía también, y Rosa bailaba y mi hijo Carlitos no sé qué coño haría, y Maldonado y yo tomábamos una copa en el bar, vimos venir hacia nosotros, sin haberse quitado la pintura ni el traje de la función, a Miguel Ruiz, agitadísimo, fuera de sí, desesperado.

—Mira cómo viene Ruiz —le indiqué a Maldonado.

Me preguntó, ya un tanto tartajoso por la borrachera:

—¿Le has hecho algo?

—No, yo no.

—¡El cura! ¡El cura! —exclamaba Ruiz—. ¡El cura y la madre del cura!

—¿Qué te pasa? —le pregunté cuando estuvo junto a nosotros.

Agarró Miguel Ruiz por una manga a Maldonado, que intentaba evadirse.

—No te vayas, Maldonado, no te vayas. ¿Tú estabas enterado de algo de esto?

—¿De qué?

—Tú hablaste con doña Florentina y con el cura cuando la bronca —dijo Ruiz, acusador.

—Sí, hice de intermediario. Dije al clérigo que tranquilizase a la euménide… y nada más.

—¿Sabéis por qué no nos han metido presos? —nos preguntó Ruiz—. ¿Por qué no nos han tirado al río?

—No, yo no —contesté.

Hecho una furia, explicó el desventurado cómico:

—¡El cura convenció a doña Florentina de que nos dejara hacer la función diciéndole que lo que se ingresara se dedicaría a obras de caridad!

—¿Todo lo que se ingresara por la función? —pregunté, incrédulo.

—¡Sí! —corroboró el infeliz—. ¡Y se ha llevado todo para el cepillo, Galvanes, para el cepillo!

A pesar de mi melancolía, tuve que contenerme para no soltar la carcajada en las propias narices de Ruiz. ¡Lástima que mi padre no le hubiera oído; se habría consolado de la pérdida del tute!

—Sólo se me ocurre una solución —apuntó Maldonado—, pero la considero muy procedente: que le preguntes a doña Florentina qué día reparten las limosnas.

—¡Déjame en paz!

Insistió Maldonado, con su lengua estropajosa:

—Creo que es los viernes antes del almuerzo.

Ruiz le lanzó una mirada feroz.

—No le hagas caso, Ruiz —dije—. ¿Habíais sacado mucho?

—¡Treinta duros! —se lamentó.

—¡Caray, buena cifra!

—Más que nunca, Galván. ¡Treinta duros de mi alma! Pero ¿para qué quiere treinta duros ese capullo del cura?

—No grites aquí, que va a ser peor.

—Le dan casa y patatas y gallinas y conejos y huevos… ¿Para qué quiere los treinta duros? ¿Para comprarle otra vara a san José?

—Anda, vamos ahí fuera, al baile.

—¡El baile de San Vito voy a bailar yo! ¡El baile de San Vito, pero para toda la vida!

Le arrastré fuera del bar, pero no quiso quedarse en la plaza.

La noche de verano estaba muy agradable. Llegaba hasta la plaza el olor del campo. Bailaban los mozos y las mozas.

Me senté a una mesa solo y pedí un vaso de vino. Veía pasar ante mí, en rueda, dando vueltas, a todos aquellos hombres, cada uno abrazado a una mujer. Y no pensaba en la bronca de la iglesia, ni en la partida de cartas, ni en que nos habíamos quedado sin función. Sólo en Juanita, en que ya no estaba, que no estaría nunca. Y en que todas las noches, hasta que me acostumbrara, debía tener cuidado en la cama al dar una vuelta y sentir el calor de otro cuerpo, pues no sería el de ella, sino el del zangolotino.

Mi prima Rosa del Valle bailaba el bolero con el hijo de Ruiz, que era un chico de su edad y de muy buena pinta. A veces yo no veía a Rosa, porque no le daba la luz en la cara, pero cuando la veía estaba muy guapa. Hablaban los dos, pero serios. ¿De qué hablarían?

Tocaban El camino verde. Pero yo no oía eso… Oía dentro de mí Caminemos.

Aquel pobre ingenuo, ¿estaría tirando los tejos a Rosa? ¿Creería de verdad que como se dejaba llevar en el baile podía ser una cosa suya?

Me daban ganas de levantarme y, como habría hecho don Quijote, alejar a aquella pobre víctima del peligro.

Poco después, Rosa vino a sentarse conmigo y supe de qué habían hablado.

—Qué solo está.

—Los demás andan por ahí. Has bailado demasiado tiempo con el chico de Ruiz.

—¿He perdido la buena fama, primo? —se guaseó Rosa—. ¿Ya no me podré casar?

—Déjate de cofias. Lo que quiero decir es que no des demasiadas facilidades.

—¿Por qué? Tengo que divertirme. Estoy en la edad. Además, yo a los chicos sé pararles los pies.

—Sí, como al pobre Carlitos.

Este recuerdo pareció divertirla.

—A ése le paré las manos.

—De todas formas, cuando estés con la compañía ten cuidado. Luego, a los cómicos nos echan mala fama.

—Pues sí que nos ha dado resultado hoy lo de causar buena impresión.

—Haz lo que quieras. Yo no soy quién para darte consejos.

—Hombre, un primo segundo siempre es un primo segundo. ¡Ay, primo, yo sé lo que te pasa! Si quieres llorar, aquí tienes un hombro.

—No hables en coña de eso.

—No hablaba en coña. Intentaba ser tu amiga. Mejor dicho: tu amigo, ya que esta noche Maldonado no rige. Hace un rato ha sacado a bailar al alcalde.

—¡No me digas! Nos van a echar, nos van a echar…

—No, al otro no le ha parecido mal. Se han marcado un pasodoble. Tú debías hacer lo mismo: divertirte.

Se levantó de su silla y se acercó a mí. Abrió los brazos, ofreciéndose:

—¿Bailamos, primo?

Yo me eché para atrás, como horrorizado.

—¡No, no!

—Hijo, ni que hubieras visto al demonio.

—Lo he visto.

—Pues peor lo vas a pasar aquí bebiendo vino y viendo pasar parejas y más parejas. Te advierto que yo, ya que no sé consolarte, me voy a bailar otro poco.

—Pero no con el chico de Ruiz.

—No creas que ha estado haciéndome la rosca.

—¿Ah, no?

—Ha estado todo el rato hablándome de trabajo.

—¿De trabajo?

—Sí, es un rollazo el niño. Me decía que el tío Arturo ya está demasiado viejo, y que después de lo de Juanita, a lo mejor nuestra compañía se deshace… Pero que si pasa eso, que no me preocupe, que en la suya tengo un puesto, porque no tienen una chica como yo. Y que podría hacer muy buenos papeles.

Recordé. Recordé una noche parecida a aquélla. Hacía cuatro años. Bailaban los mozos y las mozas en otro pueblo. Bailaba yo con Juanita.

Acababa de conocerla. El bolero que sonaba era Caminemos. Hablaba yo a Juanita al oído, mientras bailaba. Trataba de estar insinuante, convincente.

—Tendrás unos papeles estupendos. Todas las damas jóvenes y alguna primera actriz. Y estaríamos siempre juntos. Como ahora.

—No me atrevo, Carlos, no me lo pidas más.

Hay veces en que uno actúa como si fuera un juguete mecánico que manejase otra persona, ¿no es verdad? Es lo que llaman perder el control. Así actué yo en aquel momento: me fui hasta la mesa en que estaba el niño aquel, el hijo de Ruiz, y sin darle tiempo a que se levantase, le di una hostia que le tiré patas arriba.

Las mujeres, ya se sabe cómo reaccionan: unas veces de una manera, y otras de la contraria. Rosa reaccionó poniéndose a bailar con otro mozo del pueblo y no volviendo a mirar al hijo de Ruiz.

Ellos, los Calleja-Ruiz, como tenían furgoneta, se marcharon a medianoche. Nosotros, los Iniesta-Galván, teníamos que esperar el autocar que pasaba a la mañana siguiente. Mejor sin dormir, para ahorrarnos otra noche de posada.

Mi padre, mi tía y Rosa hicieron sus maletas, dejaron sus cuartos y salieron del pueblo para ver el mar.

Hay quien dice que en La Mancha no hay mar, pero de noche se ve. Se sale un poco de cualquier pueblo y arriba están las estrellas y abajo la oscuridad del mar, y muy lejos, si se agudiza la vista, se divisa la línea recta del horizonte. Se ve alguna lucecilla. Pueden ser una o dos barcas que han salido a la pesca. El ruido de las olas tiene que ponerlo uno con la imaginación, o llevarse una caracola y pegársela a la oreja. En aquel mar se oyen sólo los grillos. Puede que fuera así el canto de las sirenas.

Todo esto no se me está ocurriendo ahora. Lo dije aquella noche, cuando ya las copas eran demasiadas.

—¡Un poeta tu padre, Carlitos, un poeta! —me elogió Maldonado—. ¡Como Antoñito, el republicano! ¡Como el profe de Salamanca!

Quizá para demostrarnos que también él empezaba a estar borracho, comentó mi hijo:

—Yo soy de Vigo.

—¿Y qué relación tiene eso…? —quiso saber Maldonado.

—Sí, ¿qué relación tiene? —pregunté.

—Que allí hay mar. Yo lo vi mucho. Y no se le parece en nada a lo que hay por aquí.

Maldonado le miró, compasivo, y se volvió hacia mí.

—Apolo no te ha dado un hijo poeta, Carlos. No tienes un Virgi, ni un Hora, ni siquiera un Fede. Éste no llega ni a don Ramón el gaitero. Es un administrativo. Por cierto —y se encaró con Carlitos—, que me quisiste quitar el empleo, y no sé si sabrás que yo tengo pistola.

Desprevenido, mi hijo no sabía qué cara poner. Yo tampoco esperaba que Maldonado fuera a sacar nunca aquella cuestión a relucir.

—No, Maldonado —empezó a decir el chico—, yo lo que…

—¡Sí quisiste! —le interrumpió el otro con brusquedad—. ¡Me cago en tu padre aquí presente!

Yo conocía de sobra a Juan Conejo y sabía que la cosa no se presentaba grave, pero Carlitos me miraba como un náufrago que pide auxilio.

—¡Y no lleves la contraria a los mayores! ¡Quisiste porque no sabías que tengo pistola, que si no, te la habrías envainado, porque eres un cagueta!

Mi hijo se puso gallito.

—¡A mí no me hable usted…!

—¡Yo te hablo como me sale del carnet! —dijo el exdivisionario.

—No te pongas así con el chico. Y tú, Carlitos, no te cabrees con éste. ¿No ves que está borracho?

Maldonado echó un brazo por encima del hombro de mi hijo.

—A ver, ignorante, ¿por qué crees tú que me aguantan tu papá y tu abuelito con lo mal cómico que soy y con lo que les robo en las cuentas? Pues porque tengo pistola y carnet.

Viendo la cara del otro tan pegada a la suya, mi hijo se esforzaba en mirarme de reojo, como para preguntarme si Maldonado le iba a dar un beso o un tiro.

—No le hagas caso, Carlitos. Cuando está borracho no sabe lo que dice, pero es un alma de Dios.

Alma de Dios —dijo Maldonado apartándose de mi hijo y tratando de encontrar el vaso con su temblorosa mano—, de Arniches y García Álvarez. Música de uno de aquéllos tan buenos. Según tu padre, soy hijo de Arniches y García Álvarez.

Después de conseguir acercarse el vaso a los labios y tragarse el contenido, nos miró detenidamente.

—Pero qué sombrones estáis.

Se había terminado la música. Ni boleros, ni sambas, ni pasodobles, ni chachachás. Todos los mozos y las mozas y los padres de los mozos y las mozas estaban ya en sus casas. El bar lo habían cerrado.

—Pero la única botella que queda en toda esta región vinícola está aquí —dijo Maldonado mostrando una—. Y nos la vamos a beber los tres peripatéticamente.

Echó a andar y nosotros le seguimos. Bebió un trago a gollete y me pasó la botella.

—Tú me querías quitar el empleo, Carlitos; Rosa ya no te quiere, a tu padre se le ha marchado Juanita. Pues nosotros vamos a celebrar todo eso con una gran juerga.

—¿Sin música? —pregunté—. Si pasara la ronda…

—Que cante el niño.

—Anda, Carlitos —le dije—, despierta a las mozas.

—Darme un trago.

Le alargué la botella y mientras bebía suspendimos nuestro paseo.

—Sí, señor —dijo Maldonado—. Y con este trago firmamos la paz.

Mi hijo Carlitos se arrancó con una asturianada, la misma que cantaba en Canuto, no seas bruto.

—Pero ¿no sabes otra? —le pregunté.

—Sí, pero con ésta tengo más éxito.

—La otra, la otra —pidió Maldonado.

Cantó la otra el niño, y aún no había rematado cuando salió una agria voz de mujer por una ventana:

—¡Callarse, cómicos!

—Nos van a echar, nos van a echar —reflexioné en voz alta, pesimista—. Pero ahora ya…

Y lancé una pedorreta hacia la ventana. Seguimos nuestro paseo buscando a veces apoyo en el que teníamos al lado. Alteraban el silencio de la noche pueblerina nuestras pisadas. Y también el hipo que le había entrado a Carlitos.

—Aún nos quedan cuatro horas hasta que pase el autocar —recordó Maldonado—. Y en esta noche tranquila y serena pueden ocurrir grandes cosas.

El tono declamatorio de Maldonado no pareció impresionar a Carlitos, que preguntó escéptico:

—¿Qué cosas? No le veo yo que vaya a ocurrir nada.

—Esta noche pasará a la historia con el nombre de la noche alegre. Oye, Carlos, ¿en este pueblo hay puta?

—No. Dicen que hace años hubo una.

—Pero la cazaría a perdigonazos doña Florentina.

—¿Vosotros vais mucho de putas? —nos preguntó Carlitos.

—A un padre no se le preguntan esas cosas.

—Perdóname, pero es que… es que estoy borracho.

—Ah, siendo así…

—Sí vamos, Carlitos —le informó Maldonado—. En las plazas importantes.

—Yo no fui nunca, porque en Vigo es carísimo.

—Y en todas partes. Pero nosotros vamos gratis.

Fue la primera vez que mi hijo admiró al administrador de nuestra compañía.

—¿Gratis? —preguntó asombrado.

—Les echamos versos —expliqué yo.

Aumentó el asombro de mi hijo.

—¿Versos?

—Sí, les gustan mucho.

Los ojos de Carlitos se desorbitaban peligrosamente. Era algo más que asombro lo que sentía. Acababa de enfrentarse con lo inverosímil.

—¿Les gustan?

—No repitas todo —le reprendió Maldonado—. Inventa tú algo.

—Es que…, es que…

—Es que si no, esto no es una conversación.

—A las putas les gustan mucho las poesías —le dije.

Noches y noches en las casas de las plazas importantes venían a nuestra memoria.

—Más que a las señoras decentes —dijo Maldonado—. Sobre todo el Fede: «Y que yo me la llevé al río / creyendo que era mozuela, / pero tenía marido. / Fue la noche de Santiago…».

Yo empalmé con lo de:

—«¡Mira cómo se me pone la piel cuando te recuerdo…!».

—Polvo seguro —dijo Maldonado—; con ésa, polvo seguro.

—«Señol juez —recité yo—, pase usté más alante y que entren tos esos…»

—Ésa es de menos joder —opinó Maldonado, y le preguntó a Carlitos—: ¿Tú no sabes ninguna? ¿Ni El dos de mayo?

—Tendré que aprender.

—Yo creo que sí.

—Una por lo menos.

De pronto, en medio del silencio y de la oscuridad, algo me llamó la atención. Me detuve.

—¿Quién hay ahí?

—¿Dónde? —preguntó mi hijo, deteniéndose también.

—En ese portal.

Mi hijo aguzó la mirada.

—Una pareja. Están de retozo.

En efecto, un bulto confuso, o un bulto y otro bulto, se agitaba contra la puerta cerrada de una casucha.

Maldonado se detuvo, como habíamos hecho nosotros, dirigió el rayo de su mirada hacia los clandestinos amantes, y gritó con voz de trueno:

—¡Abominación! ¡Abominación! ¡Separaos, macho y hembra, separaos! ¡O corred al lecho si os urgen vuestras carnes y estáis unidos en santo matrimonio!

Cesó el movimiento de los bultos. Empezamos a divisar a un mozo y una moza.

—Pero no os entreguéis a desaforados placeres aquí, a la vista de la multitud. ¡Acordaos de la pobre doña Florentina, sacrificándose por todos, allí en la cama con su don Florentino!

Del portal llegó hasta nosotros una voz insegura, de muchacho.

—Oiga…, nosotros no nos metemos con nadie.

—¡Sí, os metéis conmigo y con mis amigos, ofreciendo gratis a nuestros ojos este bello pero provocador espectáculo! ¿Creéis que no hemos advertido vuestros rítmicos movimientos? ¿Que no hemos escuchado la música de vuestras alteradas respiraciones? ¿Y cómo no ha de excitarnos eso a nosotros, pobres varones solitarios sin hembra que llevarnos a la boca? ¿Cómo no ha de excitarnos la piel de ese sofocado rostro de mujer, cuya pureza aumenta la luz de la luna? ¿Cómo no ha de excitarnos su redonda grupa cuyos prietos glúteos ceñías con tus manos ávidas? Y que, por cierto, muy prácticas me parecieron, pues una de ellas se iba a la hendidura…

Se dejó oír de nuevo la voz del mozo.

—Están borrachos como cubas.

Y la de la moza:

—Son cómicos.

Continuó Maldonado su declamación:

—Sí, somos pobres cómicos solitarios y estamos borrachos como cubas, y vosotros sois pecadores emparejados y estáis ardientes como brasas. Como brasas del infierno al que queréis llevarnos con vuestra tentadora imagen. Porque cómo apartar nuestras hambrientas miradas de los muslos de nieve espesa que descubre la remangada falda, de la abierta blusa por la que quieren escaparse las palomas de los pechos con sus enhiestos picos, de la obscenamente abierta bragueta. He visto tus manos, mozo manchego, afanarse en las corvas y trepar. Y no quiero ni pensar dónde estaban las manos de la moza, porque al pensarlo siento un placer tan irresistible que me induciría a pecado, si no fuese porque el pecado está a punto de realizarse por sí mismo.

Como éramos tres, sin proponérnoslo, cerrábamos la salida a la pareja. Dieron los dos un paso y quedaron aún más a la luz.

—Déjennos marchar —pidió el mozo.

—¿Ahora, mozo provocador, mujer lasciva? ¿Ahora pretendéis iros con vuestra belleza y vuestro placer y dejarnos a media función, en el entreacto? ¡No! ¡Ahora vais a hacer la función completa! Siéntate, Galván. Siéntate y aprende, Carlitos, que te hace falta. Y yo… sí puedo llegar al suelo, también me siento.

Nos sentamos los tres frente a la pareja, como a dos metros escasos.

—Vamos, mozo —ordenó Maldonado—, se acabó el magreo. Ahora, el último acto.

Muy en hombre, alzó la voz el mozo:

—¡Que nos dejen marchar!

Gritó amenazante Maldonado:

—¡Que tengo pistola, ¿eh?, que tengo pistola!

Sacó la pistola y la mostró. No apuntando a nadie, sino exhibiéndola.

—¡Basilio! —chilló, atemorizada, la moza.

—Guárdate la pistola, Juan, ya está bien de broma.

Pero Juan ya estaba desmandado, como le había visto otras veces.

—¡No me sale de los cojones! ¡Me han puesto cachondo y es culpa suya! ¡Vamos, Basilio! ¡Levántale más las faldas, que veamos la hermosura de los muslos de…! ¿Cómo te llamas tú? ¡Sin mentiras!

Con un hilo de voz, respondió temblorosa la moza:

—Casilda…, me llamo Casilda.

—¡Oh, nombre tan hermoso como tu carne! ¡Tan hermoso como la tierra de la que hicieron tu carne! ¡Vamos, queremos ver la hermosura de los muslos de Casilda, pero hasta las ingles!

Suplicó el mozo:

—Por favor…

—¡Arriba las faldas, he dicho!

Con sentido práctico femenino, Casilda, mientras le caían dos lágrimas, empezó a levantarse las faldas.

—¡No, tú no, Casilda! —dijo Maldonado, que ahora sí apuntaba a los dos con la pistola—. Que te las levante él; y poquito a poco…

La moza le pidió al mozo:

—Levántamelas, Basilio.

Y el mozo, sin dejar de mirarnos con un tremendo rencor, obedeció la súplica.

—Así…, así…, y vuélvela un poco para acá, que veamos más de frente esos muslos robustos, poderosos, que están diciendo «muérdenos». Preséntanosla un poco más todavía, para que ahora, cuando le bajes las bragas, corran nuestras miradas, como gazapos, hacia el jardín de las delicias.

Bruscamente, Maldonado cambió de tono. Sorprendido, indignado, acusador, se dirigió a Basilio:

—Pero ¿¡se las vas a bajar!? ¿¡Y tú eres un hombre!? ¡Tú, que no estás dispuesto a morir a los pies de Venus! ¡No bajes más esas bragas, bellaco entre los bellacos, que ya mis amigos y yo estamos viendo el vello del pubis, y el deseo de abalanzarnos nos arrebata!

Aterrorizado, tembloroso, el mozo no sabía a qué carta quedarse.

—Bueno…, ¿qué hago? ¿Se las bajo o no se las bajo?

Apareció la media sonrisa de Maldonado, mientras la luz de la luna rebrillaba en sus ojos oscuros y penetrantes, aunque algo enturbiados aquella noche.

—Ah, crees que ella es cosa tuya. Por no avergonzarte más no quiero preguntarle a esta moza en llamas qué quiere que le hagan ahora, ni quién quiere que se lo haga. Voy a dejar que os marchéis, porque Baco sólo en los preliminares se lleva bien con Afrodita. Y no quiero decepcionar a la diosa, por más que en este momento me haya enloquecido la carnal belleza de su mensajera, porque sé que sus venganzas son terribles.

El mozo no tenía ante sus ojos más que a un borracho enfurecido, y a ese borracho volvió a suplicarle:

—Pero… ¿deja que nos marchemos?

—Sí. Pero bájate los pantalones y corre. Y que Casilda se baje las bragas y corra. Que quiero ver cómo se alejan de mi ardorosa frente vuestros culos a la luz de la luna.

Salieron disparados los dos mozos.

—Pero ¡eh, eh, eh!, quiero que corráis cada uno para un lado. ¡Tú para levante, tú para poniente…! ¡A correr!

Echaron a correr de nuevo, esta vez cada uno para un lado.

—¡Abajo, abajo, más abajo bragas y pantalones!

Obedecieron los dos, mientras intentaban correr, trabados los muslos.

—¡Oh, qué hermosura! ¡Y qué pena, Galván!

—Sí… —dije con resignación—. Qué pena, Maldonado. Di un empujón a mi hijo, en dirección a la moza.

—¡Anda, Carlitos, corre, corre por ella!

—¡Corre, que Basilio va para el otro lado!

Echó a correr Carlitos.

—¡Casil… da! ¡Casil… da!

Dio un tropezón y lanzó un grito. Se cayó. Se cayó cuan largo era. Mi hijo Carlitos, el zangolotino, dio un traspiés y se estrelló contra el suelo.

Maldonado y yo, dando tumbos, corrimos a levantarle, alarmados, porque nos pareció que la cabeza había golpeado en las piedras.

—Papá…, me caí.

—Ya lo hemos visto, hijo.

—Se me escapó la Casilda porque me caí. Y me di un buen golpe en la frente. ¿Por qué hay tantas luces ahora? ¿Por qué encendieron?

A pesar de que los vapores del valdepeñas empezaban a nublarme la vista, pude ver que en la cara de Maldonado volvía a aparecer su media sonrisa cuando lleno de seguridad en sí mismo y en sus saberes explicó a mi hijo que no habían encendido nada, que estaba viendo las estrellas.

Traté de olvidar mi borrachera y de recordar que era un padre.

—Si hubieras mirado por dónde ibas…

—Tienes razón. Pero yo no miré por dónde iba. Yo miré el culo.

Volvió hacia mí sus ojos de besugo más tristes que nunca.

—Soy muy desgraciado, ¿verdad?

—No es que seas desgraciado —le consolé—. Es que tienes una toña de campeonato.

—Y hace mucho frío.

—No, hijo, no hace frío. Estamos a finales de agosto.

—El frío es de la propia castaña —explicó Juan Conejo, que tenía experiencia—. Vamos, vamos a vomitar a esa esquina. En las esquinas se vomita muy bien.

Hacia la esquina se fueron los dos juntos. No sé cuál se apoyaba en el otro.

—¿Y si vomito no tendré frío?

—Sí, después de vomitar tendrás un poco más. Pero luego te echas otro trago de vino y entras en calor.

Yo aún no tenía el estómago revuelto, aunque la cabeza me flotaba. Ellos vomitaron a gusto. Mi hijo Carlitos oprimía con su mano el hombro de Maldonado. Parecía que estaban celebrando un rito, como sellando una amistad indestructible. Pero estas cosas de borrachos se pasan con el sueño.

—Como nuevos, estamos como nuevos —decía Maldonado mientras regresaban—. Un traguito para ti también, Galván. Pero adminístralo, que va quedando poco.

—Y usted… Sergio… —preguntó mi hijo con admiración y respeto—, ¿todo lo que sabe lo aprendió en Rusia?

—No… Lo aprendí en la cuesta de Moyano… A Rusia no fui a aprender. Fui en busca de aventuras, por culpa de Santiago, de Santiago London y de Pepito Conrad, y del Salga… ¡Ay, el Salga, cómo me transtornó la cabeza! Y también en busca de aventuras me vine a estos pueblos. Y de comida, que había más que en la Villa y Corte.

—Pues ni lo uno ni lo otro vi yo.

—Además, discípulo amado, yo no sé casi nada.

—No le hagas caso —dije—, sabe mucho. Lo lee en los libros.

—Sólo sé que en Rusia nevaba, que a un montón de amigos los mataron, que a la vuelta me metieron de extra en el cine, que me casé, que mi mujer me puso los cuernos y que borracho se está mucho mejor que sobrio.

Mi hijo, que ya se iba enterando de lo que era la vida, observó:

—Las mujeres son un peligro.

—No lo sabes tú bien —le dije.

—¡Pero no debe importarnos, oh, Fedón, mientras existan el vino y la amistad!

Carlitos no estuvo de acuerdo:

—La amistad no es la misma cosa que las mujeres.

Juan Conejo, Sergio Maldonado, el aventurero, se acercó a él y le dijo:

—Es otra cosa mucho mejor, y que duele menos cuando se pierde. ¿Puede haber alguien más feliz en el mundo esta noche que nosotros tres? Y eso que acaba de ocurrir un acontecimiento desgraciado…

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté.

—Se acabó la botella.

Y la tiró al suelo. Rebotó en las piedras y escandalizó la noche.

—Pero es lo mismo, amigos. El vino ya lo tenemos dentro. Échame un brazo por encima del hombro, discípulo amado, y echa el otro por encima del hombro de tu amigo Galván. Anda con inseguros pasos, haciendo unas eses lo más grandes que puedas, con cuidado de no darte un trastazo, y canta con nosotros: «¡Asturias, patria querida…!».

Volviendo a pisar las mismas piedras de las mismas calles, seguimos nuestro paseo cantando a coro: «¡Asturias de mis amores! / ¡Quién estuviera en Asturias / en algunas ocasiones!».