CAPÍTULO 9

Donde la compañía Iniesta-Galván se asoma al mundo del cine

A pesar de lo mal que nos pintaban las cosas, aquella noche en Navahonda tuvimos suerte: los cineastas necesitaban veinte extras. Por lo tanto, según el acuerdo a que habíamos llegado con los del pueblo, los cómicos podríamos trabajar en la película.

A la mañana siguiente nos presentamos todos a la puerta del bar Castaño.

El ayudante de dirección iba de un lado para otro dando voces.

—¡A ver, los mayores! ¡Ahora no quiero mozos! ¡Los de cincuenta años para arriba! ¡Pónganse aquí, separados!

El alcalde, divertido, dio un empujón a uno.

—¡Anda tú, Nicasio, que llaman a los viejos!

—¡Pues vente tú también!

—Vamos para allá.

Noté que mi padre estaba un tanto retraído y le animé.

—Padre, ponte en aquella fila.

—Ya voy, ya voy —dijo remoloneando. Pero se acercó a la fila.

Un vejete saludó muy educado al ayudante de dirección.

—De la quinta del noventa y dos. ¿Sirvo?

—Póngase ahí.

Una mujer llamaba a sus amigas, entre risas:

—¡Madalena, Pecosa, que nos llaman a nosotras!

—¡No; los hombres, sólo los hombres! —gritó el ayudante de dirección—. ¡Las mujeres, no!

Divertida y respondona se plantó ante él la que había hablado.

—¡Pues en las pilículas salen muchas mujeres! ¡Y bien descaradas!

Todas rieron con ella.

—Bueno, luego veremos. Ahora no. Por favor, que hay prisas. Ya están todos, ¿no?

Hubo un rumor afirmativo.

—¿Quién de ustedes se atreve a decir una frase, un párrafo corto?

Hubo un silencio. Se miraron unos a otros. Yo miraba a mi padre, que se hacía el distraído. El llamado Nicasio dijo:

—Aquí, el alcalde, que tiene labia.

—No, no; para esto no —se excusó el alcalde.

Fueron los del pueblo, los que la noche antes estaban tan cabreados con nosotros, que por poco nos apedrean o nos apuñalan, quienes animaron a mi padre a que diese un paso al frente.

—¡Anda ya, cómico!

—¡Vamos, Galván!

—¡Éste es tu trabajo! ¿No lo decíais anoche?

—Yo… —se atrevió por fin a decir mi padre—, yo puedo aprendérmelo, y decirlo. Soy actor.

—Ah, sí es verdad —recordó el ayudante—. Usted es de la compañía.

—Sí, de la compañía Iniesta-Galván. Soy Arturo Galván.

—Sí, lo tengo aquí apuntado.

Con timidez y respeto, añadió mi padre:

—El primer actor y director.

—Apréndase esto.

Y muy de prisa, leyó el ayudante:

—«Estaba deseando que viniera usted por acá, señorito, para decirle una cosa un tanto delicá. El Colás es una mala persona. En esta finca no hay sitio para los dos. O él o yo».

Vi cómo el semblante de mi padre se demudaba.

—Pero así, de repente… —dijo.

—Aquí lo tiene escrito. Tome.

El ayudante le alargó el papel. Mi padre se tranquilizó algo.

—Ah, ¿está copiado?

—Claro. Es muy corto y tiene usted tiempo hasta después de comer.

—De sobra —dijo mi padre, ya tranquilo del todo—. Esto es poca cosa.

—Se le pagará aparte.

—Muy bien, muy bien.

Recobró el color. Ahora resplandecía. Se oyó una voz lejana, de mujer, que se iba acercando.

—¿Le estás dando las frases de Jesús?

—Sí —contestó el ayudante.

—¡Tiene racord! —gritó la chica, como si ocurriera algo terrible—. ¡Te he dicho ayer que ese personaje tiene racord!

El ayudante echó una mirada al libro que le mostraba la otra.

—¿Éste, el Jesús?

—Míralo aquí.

Y pasó unas hojas del libro, ante la mirada espantada del ayudante. A mí me faltaban años para entender de qué estaban hablando.

—¡Joder, es verdad! —aceptó el ayudante—. ¡Lo que faltaba! Se volvió hacia mi padre:

—Tiene usted racord en Madrid, Galván.

—¿Que tengo qué?

Desesperado, como si hablase a un sordo, el ayudante gritó:

¡Racord! ¿No sabe usted lo que es eso?

—No señor.

—Que si se le ve aquí, tiene que trabajar dos días en Madrid.

—¿En Madrid?

—Sí, la semana que viene.

Todos los miembros de la compañía Iniesta-Galván estábamos pendientes de lo que decía aquel hombre, el ayudante de dirección de la película. Por un momento, cuando eligieron a mi padre para que dijera el párrafo y sobre todo cuando hablaron de pagarle aparte, vimos el cielo abierto. Por culpa de aquella extraña palabra, racord, que con el paso del tiempo me sería muy familiar, ¿se estaría cerrando de nuevo?

—¿Dónde vive usted? —preguntó el ayudante.

—Pues…, según…

—Sí, ya sé que está casi siempre de gira, pero, habitualmente, ¿dónde vive? O ahora…, ¿dónde está parando?

—Con los demás…, todos juntos… En la fonda del Pelusa.

—El nombre de la fonda da igual. Digo en qué ciudad. Ah, perdone. En Ciudad Real.

—Muy bien. No está nada lejos. Por nosotros, en lo de las dos sesiones de Madrid no hay problema. Piénselo, pero deprisa.

—¿Que lo piense?

—Le van a pagar el viaje de ida, el de vuelta…

—Ah, si es así…

—Y dos mil por sesión.

—¿Qué?

Se oyó la voz lejana del director:

—¡Pero ¿qué pasa con ese hombre?!

—¡Nada, nada! —respondió el ayudante, y se volvió hacia mi padre—. Digo que dos mil por cada día de trabajo.

—Ah, ya, ya. Cada día que actúe, dos mil pesetas, y actúo dos días.

—Sí, eso es —y añadió apremiante: —¿Puede ir a Madrid? ¿Tiene otros compromisos? Vamos, que el director se impacienta.

—No; otros compromisos, no.

—Hoy es sábado, y con que esté el viernes de la semana que viene allí, a nosotros nos viene bien. ¿Puede?

—Sí; poder, puedo.

—Pues piénselo; pero pronto, que vamos pillados de tiempo.

—No tengo… No tengo ni que pensarlo.

Mi padre estaba emocionadísimo. Con aquellas frases que le habían repartido no iba a poder deslumbrar a los del cine, ni exhibir sus dotes de actor, que no eran pocas, pero aquellos miles de pesetas, después del fracaso de Canuto, no seas bruto, eran para nosotros como una quiniela de catorce resultados. Confieso que tuve envidia de él. Pero a mí me faltaba algún tiempo para que me ocurriese algo parecido.

Fue años después, ya en Madrid, cuando el actuar de extra era mi pan de cada día.

Vi que el director, Pedro Lazaga —¡qué hombre tan inteligente y tan agradable, no como otros directores!—, me señalaba y hablaba con su ayudante. Me dieron tres frases. Rodábamos en los estudios de la CEA, en un decorado que era una cafetería. Yo tenía que desplazarme hacia el fondo y hablar con la cerillera, una chica muy mona. Utilicé el truco de la voz gangosa, que desde que lo descubrí me había hecho popular en toda La Mancha y La Llanada.

—¡Silencio! —ordenaba una y otra vez el ayudante—. ¡Llevo media hora pidiendo silencio!

Sonó un timbre estridente y, como por milagro, se hizo el silencio.

—¡Listos para un ensayo, señor Lazaga!

—¡Acción!

Yo dije con mi voz gangosa, quizá más gangosa que nunca:

—«¿Tiene usted “caldo de gallina”?».

—«Sí, señor» —contestó, en su papel, la chica.

—«Pues deme cuatro pitillos».

—«¿Le ha tocado a usted la lotería?».

—«No, pero tenemos fiesta en casa».

Muy sorprendido, divertido, sonriente, sin ninguna muestra de enfado, preguntó Lazaga:

—Pero ¿por qué habla así ese hombre?

El ayudante, tan sorprendido como él, contestó:

—No sé… Cuando le he repasado las frases, hablaba normal.

Yo me creí obligado a explicar:

—Pensé… pensé que así resultaba más gracioso.

Amable como siempre, sin ninguna intención irónica, Lazaga me dijo:

—Guarde esas gracias para casa, hombre, para los niños… Hala, vamos a rodar… Pero hable normal, normal.

Hablé con voz normal y Lazaga me felicitó, aunque no le había gustado la voz gangosa.

Poco después se me acercó un extra de los que trabajaban en la misma escena.

—Muy graciosa esa voz de imbécil que usted pone.

—Voz gangosa, la llamo.

—Muy graciosa; lo que pasa es que los directores de cine son todos unos mendrugos. Usted es actor profesional, ¿verdad?

—Desde niño.

—Pero está lampando, como yo.

—Si no, ¿qué iba a hacer aquí?

—¿Le importaría venirse a unos bolos a partido, a ver lo que se saca? ¿Ha trabajado así alguna vez?

—No he trabajado de otra manera.

—De momento, no tengo más que unos pueblos de la provincia, pero hay posibilidades de venir a Madrid en verano.

Y, ¡lo que son las cosas!, vinimos a Madrid. Y me vio Miguel Mihura… Y le hizo gracia la voz gangosa… Y me dio un papelito… Y luego otro más largo… Y después llegó Ruiz Iriarte y el estreno con Isabelita Garcés en el Infanta Isabel… Y el cine, y los premios, y los festivales… ¡la gloria!

El doctor Arencibia interrumpe de nuevo al jubilado Carlos Galván. Como siempre, con suavidad, sin brusquedad alguna.

—Pero no estábamos ahí, no habíamos llegado a eso todavía.

—No, estábamos en lo de Navahonda…

Mi padre ni comió con nosotros —que los cineastas nos dieron de comer a todos—; se pasó todo el tiempo estudiando su párrafo.

—¿Quieres que te pase el papel, abuelo? —le preguntó Carlitos—. Te van a llamar dentro de poco.

—No, gracias, nieto. Te lo agradezco, pero no me hace falta.

—Yo ya he comido, y han dicho que hasta que no hagan lo tuyo no tengo nada que hacer.

—Me lo sé de memoria.

—Trae. A ver si es verdad que te lo sabes. Empieza.

Mi padre, muy de corrido, sin matices, sólo para memorizar, dijo todo el párrafo.

—Muy bien, lo has dicho muy bien.

—¿Lo ves?

—Sólo te has equivocado en una cosa, pero creo que es importante. Has dicho Blas, y el otro se llama Colás.

—Sí, es verdad, Colás.

—Y también has dicho casa, y lo que tienes que decir es finca.

—Sí, sí. Eso se me ha atravesado. Finca, finca, finca, finca, finca.

Acabada la comida, volvieron a andar todos de un lado para otro durante un rato bastante largo. Al fin parecieron ponerse de acuerdo y se escuchó la voz autoritaria del director:

—¡Motor!

—Rueda —dijo el de la cámara.

Uno de los obreros puso delante de la cámara la claqueta y anunció:

—«¡Bandoleros de hoy!». ¡Cientoveintiocho, primera!

—¡Acción!

Mi padre comenzó a hablar. Yo ya le había oído hablar muchas veces de aquella manera. Sobre todo en los pocos dramas que llevábamos de repertorio. Nunca me había parecido mal, ni siquiera extraño. Pero allí, en la plaza, sin público, delante de la cámara, al oírle empezó a entrarme cierto temor. Aquella voz profunda, cavernosa, alternando con otra muy aguda con la que pronunciaba sólo alguna palabra… Aquella solemnidad, aquel énfasis…

No había concluido la primera fase, cuando gritó el director:

—¡Corten! Le dije a usted antes, en el ensayo, que hablara más bajo, que no lo dijera todo a voces.

—Sí, señor; sí, señor.

—Vamos. Otra. ¡Motor!

—Rueda —repitió su anuncio el de la claqueta y pidió de nuevo acción el director.

José Suárez dijo su frase:

—«Buenos días, Jesús».

Mi padre le respondió, interpretando su papel casi igual que la vez anterior.

—«Estaba deseando que viniera usted por acá —comenzó con una voz profunda, subterránea que iba ascendiendo poco a poco para acabar en una especie de chillido histérico al decir—: ¡señorito!… para decirle… una cosa un tanto… ¡delicá!».

A partir de aquí se desmelenó…

—«El Blas… ¡¡es una mala persona!! —Atronó la plaza con sus gritos— ¡¡En esta casa no hay sitio!!… —hizo una pausa en la que nos tuvo a todos con el alma en un hilo, y remató sumergiéndose de nuevo en el averno—: ¡para los dos! O él… ¡¡O YO!!»

El director se había levantado de su silla, miraba a un lado y a otro, manoteaba, indignado, rugiendo:

—Pero ¿¡de dónde habéis sacado a ese monstruo!? ¡Corten!

El ayudante de dirección se acercó a él y le informó en voz baja:

—Es un actor que estaba trabajando aquí y que…

—¡Vete a la mierda, joder! —y se volvió hacia mi padre—. ¿No puede usted hablar seguidito?

Aturdido, tembloroso, contestó mi padre:

—Yo pensé que como la situación era dramática…

Con malísimos modos, le interrumpió el director, volviendo a sentarse:

—¡Que hable seguidito, recontracapullo!

La chica del libro, la script, vino a echar leña al fuego.

—¡Tenga cuidado con el texto: ha dicho Blas y es Colás; ha dicho casa y es finca!

—Sí, sí, es verdad —reconoció mi padre, al que empezaban a rodarle por la frente gotas de sudor.

—Otra. ¡Motor!

De nuevo los prolegómenos de rigor, y en cuanto oyó «acción» mi padre se arrancó con su primera frase.

—¡¡Corten!! ¡Pero deje hablar al otro! ¡Que es su señorito, leche!

—Perdón, perdón.

—¡Motor, coño!

A partir de aquí mi padre perdió todo control sobre sí mismo. Ni podía recordar lo de Blas y lo de finca, ni conseguía frenar sus ímpetus dramáticos. No había dicho ni una docena de palabras cuando se escuchó el feroz rugido del director:

—¡¡Cooorten, o me corto yo los huevos!! ¡¡¿Pero quién ha sido el soplapollas que ha encontrado a este hombre?!!

Insistió el ayudante de dirección:

—Es de los que se presentaron a…

Sin escucharle, siguió preguntando el director, que de una patada había mandado su silla a tomar vientos:

—¿¡Le habéis buscado con una lupa colgada en los cojones!? ¡¡Me cago en el padre de los hermanos Lumière!!

Mientras mi padre actuaba frente a la cámara, los demás de la compañía le mirábamos con los ojos como platos. A los otros les ocurría lo que a mí: habíamos visto trabajar así a mi padre en los dramas y conmover al público, que le aplaudía en las tiradas largas y en los finales de acto. Pero la verdad era que de pronto, allí, en el cine, no era lo mismo, quedaba raro.

Después de todas las barbaridades que había dicho el director de la película, a mi padre le quitaron el papel. El director se había cagado en el padre de los hermanos Lumière, pero yo por dentro me estaba cagando en el suyo.

Ninguno nos atrevíamos a mirar a mi padre, ni a hablar con él. Además estaban los del pueblo, allí, mirando.

Le dieron aquellas frases al tío Práxedes y resultó que él sí las dijo como querían los del cine: en voz baja y seguidito.

Yo no sabía qué hacer. Le di a mi padre una palmada en la espalda. Mi padre murmuró:

—Es una mierda esto de las películas. No tiene nada que ver con el teatro. Ya me parecía a mí.

El hombre se marchó por un callejón. Vi que mi hijo Carlitos se escurría del grupo de extras y se marchaba tras él.

—Has sudado lo tuyo, ¿verdad, abuelo?

—Cállate. Déjame en paz.

Carlitos le consoló, cariñoso:

—Pero no tienes por qué tomarlo así. Son cosas que pasan.

—¡Tú qué sabes!

—Yo lo que sé, por lo que voy viendo, es que este oficio es muy malo.

—Los hay peores.

—¡Cómo sufrís! Cuando no es por una cosa, es por otra. A mí, cada vez que veo que os gusta, porque os gusta, ¿eh?, me parecéis más raros…

—Anda, vete a la plaza, que harás falta.

—Entre tantos, no se nota. Y pagarme, me van a pagar igual. No quiero que estés solo ahora.

—Da lo mismo.

—Yo creo que no es que lo hayas hecho bien o mal. Eso no importa. Es cuestión de gustos. Y has tenido la mala pata de que a ese bestia del director le gustaba de otra forma. Lo que te ha pasado a ti le puede pasar a cualquiera. También a mí me costó meterme en la cabeza eso de: «Señor conde, hoy mismo dejo Carmona. Parto para Portugal». ¿Te acuerdas?

—Sí, sí.

—Y también mi padre y tú decíais que lo hacía mal. Hay que ver cómo os poníais, las voces que dabais.

—No es lo mismo, Carlitos. Tú eres un crío.

Divertido, cariñoso, mi hijo pronunció esta frase fatal:

—Y tú eres un viejo.

—¡Carlitos!

—No te cabrees, lo dije en broma.

—Pues no es una broma oportuna.

—Quise decir que eres… una persona mayor. Y es natural que te resulten difíciles estas cosas nuevas…, como el cine y eso… Tú haces muy bien lo tuyo, y bien que se ríe la gente… No te vas a poner a estas alturas a aprender…

Le tembló la voz a mi padre al pedir:

—Te he dicho que me dejes en paz.

—Yo lo que digo es que…

Se interrumpió. Miró al abuelo.

—Pero… ¿estás llorando? De verdad, abuelo, no es para tanto.

—¿Que yo estoy llorando? ¡La madre que te parió!

Estaba cayendo la tarde. Eran ya las seis y media. Los cineastas habían cortado el trabajo, y nos fuimos al Casino, a dar nuestra representación.

Mi padre hizo su papel de don Homobono como si no le hubiera pasado nada. El público celebró con risas sus trucos, sus efectos.

Al terminar la función, aquella gente, quizá para compensar a mi padre de lo de la película, nos aplaudió más que nunca.

Como hacíamos casi siempre, nos fuimos a comer al bar. La comida la habían comprado y preparado las mujeres, y allí pedíamos sólo el vino. Nos sentamos todos a la mesa muy contentos, principalmente porque a mi padre se le había olvidado lo del cine… Bueno, no nos sentamos todos… Nos sentamos todos menos Juanita, que aún no había bajado.

Rosa, mi prima, me llevó aparte, a un rincón.

—Carlos, tengo que darte un recado.

—Dime.

—Es de Juanita.

—¿Ah, sí? ¿Dónde está?

—Carlos… Juanita se ha ido.

—¿Que se ha ido?

—Dice que lo habíais hablado.

—Pero… ¿se ha marchado así…, de repente…? El autocar no pasa hasta mañana.

—Se ha ido con uno de los del cine.

—Entonces… ¿se ha ido a Madrid?

—No; el del cine la lleva a Rota, en la moto, aprovechando el fin de semana.

Mi prima Rosa parecía mayor. Estaba muy guapa, creo recordar que con los ojos húmedos. Pero me daba miedo mirarla, porque era una mujer.

—Me ha dicho que no sabía cómo decírtelo, aunque tú debías de estar esperándolo de un momento a otro.

—Nunca se hace uno a la idea.

—Que pensó dejarte una carta, pero que no lo hizo porque escribir no se le da bien. Por eso me pidió que te lo dijera yo.

—¿Y… cuándo se ha ido?

—En cuanto terminó la función. Ya estaba de acuerdo con el otro. No se ha llevado nada.

—No tenía casi nada.

—Por eso.

—¿Te ha dicho algo más?

—Para ti no. A mí me ha dejado sus señas en este papel, por si alguna vez quiero escribirle: «Bar El Infierno. Santísimo Sacramento, 9. Rota». Cuando se marchó iba muy triste, aunque no creo que eso te sirva de consuelo.

—De todas formas, gracias por decírmelo.

No estuve muy locuaz durante la cena. Los demás ya sabían lo ocurrido y procuraron hablar de otra cosa. Cuando nos levantamos de la mesa, me acerqué a mi padre y le dije, como si el asunto careciese de importancia:

—Padre, esta noche, para que no estéis tan amontonados los tres en ese cuarto, Carlitos puede dormir conmigo.

—Ya lo sé, hijo, ya lo sé. Mañana hablaremos del problema de los repartos de las comedias. A ver cómo podemos seguir.

Ya en la cama, apretados como antes el uno contra el otro, mi hijo y yo permanecimos bastante tiempo en silencio, con la luz apagada. Escuchamos el ruido de las otras puertas al cerrarse. Algo le dijo mi padre a mi tía, entre palabrotas, sobre cómo nos íbamos a arreglar a partir de entonces. Yo temía que Carlitos se decidiera a hablarme de mi problema, porque prefería rumiar mi desgracia yo solo. Al fin lo hizo.

—Papá… Papá…

—Duérmete, Carlitos.

—Creí que tú no dormías.

—No, no dormía.

—Ya te dije que me parecía a mí que Juanita se iba a marchar. Esta vida no hay quien la aguante, papá. Sólo el que no tiene otra cosa. Y una mujer como ella puede encontrar algo.

—Ya lo sé.

—Lo malo es que te pilló desprevenido.

—No del todo.

—Sabías algo, ¿verdad? Pero no querías hablar de ello. Hablar de esas cosas da vergüenza. Aunque sea así, entre hombres.

—Yo prefería no hablar porque no quería convencerme de que se iba a marchar. Por eso te dije que no sabía nada cuando me preguntaste. Me parecía que si yo lo daba por sabido, se iría antes.

—La querías, ¿eh?

—Sí.

—Era muy guapa.

—Es, es muy guapa.

El chico, un poco avergonzado de haberla dado por muerta, aceptó la rectificación.

—Bueno, eso es. Sólo que ahora es guapa en otro lado. Se sufre con estas cosas. Yo también sufrí mucho con lo de Rosita.

No pude evitar el matiz despectivo de mi voz, porque me hirió que equiparase su dolor al mío.

—¡Tú qué sabes, Carlitos! Eres un crío. Tú no estabas encoñao.

Lleno de modestia, mi hijo pareció entender la enorme diferencia.

—Bueno, eso, claro…, todavía no.

—Anda, duérmete.

—No, si no tengo sueño. Una de las pocas ventajas que le encuentro a este trabajo de los cómicos es que se encuentran mujeres.

—Sí.

Oí ladrar a los perros, como tantas noches. Como tantas noches en que los oímos Juanita y yo desde la cama de esta posada, o desde otra.

Mi hijo siguió su reflexión:

—Lo malo es que márchanse.

—Ellas también tienen que tener sus ventajas.

—Aquí, en España, los únicos que vivís así sois vosotros. A los demás les cuesta mucho trabajo soltarse de una mujer y coger otra. Le es más fácil tener dos a un tiempo.

—Hubo unos años…, cuando la guerra…, que en la zona roja había amor libre.

Se produjo un silencio en el que quizá mi hijo intentaba comprender lo que quería decir aquello. Sin duda era la primera vez que lo oía.

—¿Amor libre?

—Sí, era como en nuestro mundo, como en el mundo de los cómicos. El que se cansa se marcha, y si te he visto no me acuerdo.

—Rosita cansose pronto. No sé lo que es peor.

Yo no necesité meditar mucho para responderle con amarga filosofía.

—Las dos cosas.

—Dice Maldonado…

—Hablas mucho con Maldonado.

—Es listo. Sabe cosas.

—Muchas.

—Dice que no hay un mundo, sino muchos, pero aquí, entre nosotros, y que a la fuerza hay que vivir en uno, y entonces se vive a la fuerza fuera de los otros.

—Duérmete, que mañana tenemos viaje.

Pero el chico tenía ganas de resolver el problema de la vida, de las relaciones entre hombres y mujeres, porque veía claro que ése era el problema de su futuro.

—A mí me parece mejor que si uno quiere a una mujer y le gusta y está… está encoñao, como tú dices, ella no se pueda ir de ninguna manera. Porque es de uno. Y si se va, que la persigan, que la traigan. Pero esto de los cómicos… es como si las puertas de una casa siempre estuvieran abiertas.

—Cuando empezaste a hablar me pareció que querías consolarme, pero ahora pienso que lo que querías era aprender algo. Y no hay nada que aprender. O, por lo menos, yo no puedo enseñártelo. Es verdad que ahora sufro y veo claro que debía haberlo hecho todo al revés de como lo he hecho. Porque ahora me encuentro tan mal…, ¿para qué voy a engañarte?…, que me parece que esta angustia que estoy pasando, de ninguna manera la compensan las alegrías que Juanita haya podido darme.

Silencio. Ladró un perro. Se oyó el pitido lejano de un tren. Mi hijo se había dormido.

Al día siguiente hubo que madrugar porque, muy temprano, mi padre reunió a toda la compañía.

—Ya sabéis que ayer se nos ha planteado un problema. Y gordo.

Con una antipática suficiencia que sólo muy de vez en cuando sacaba a relucir, pero que la convertía en un ser odioso, habló mi tía Julia.

—Desde que la vi supe que esa chica nos haría la puñeta el día menos pensado.

—Ha tardado cuatro años —replicó mi padre—. Tampoco es para que presumas de bruja.

—No lo he dicho por presumir —dijo mi tía torciendo más el gesto—,sino para que veas que no me coge de sorpresa. Y a éste se lo advertí.

Yo no estaba para discusiones. Bastante tenía con lo mío. Harto, resignado, concedí:

—Sí, tía, demasiadas veces.

Cada vez más odiosa, me recordó lo que me había dicho con insistencia:

—Te saldrá rana, te saldrá rana…

—¿Por qué no hablarnos de otra cosa? —propuse.

—¡Porque nos hemos reunido para hablar de ésta!

No pude contenerme más y estallé:

—¡No, coño! ¡Nos hemos reunido para ver cómo hacemos ahora Los claveles de Margarita y El último encuentro y Un drama de Calderón y todo lo demás! ¡Para eso nos hemos reunido! ¡Para ver de qué comemos!

—Tiene razón Carlos —dijo mi padre.

Mi prima Rosa del Valle se sumó al bando de mi tía Julia.

—¡Pero mi madre también la tiene! Porque Juanita…

—¡Dejar eso de una vez, leche! —cortó mi padre—. A las mujeres no os gustan más que las novelas. Vamos a ver: aquí hay un problema de repartos muy serio. Al que se le ocurra algo, que lo diga.

Erre que erre volvió a lo suyo mi tía sin hacer ningún caso a lo que había dicho mi padre.

—Se ha marchado sin advertirlo con siete días, y en el teatro siempre se ha advertido con siete días. ¿No estamos sindicados todos? ¡Pues al sindicato! ¡Yo la llevaba al sindicato!

—Pero, Julia —dijo mi padre, discreto, casi en hombre de mundo—, ¿tú crees que éste es un asunto del sindicato?

Remachó la otra:

—Claro que no: es un asunto de cama. Y eso es lo malo.

Y añadió quejosa, nostálgica, como si hubiéramos perdido el paraíso:

—Antes de venir esa mujer, estábamos todos en familia.

—¿Quieres olvidarte de ella de una vez, cojones? —gritó mi padre—. Ya no es artista. Se ha pasado a la hostelería.

—¿A la hostelería? Lo que se ha ido es de puta con los americanos.

Me contuve, me contuve, me contuve muchísimo. Y dije sordamente, mordiendo las palabras:

—Tía…, no te rompo la cara porque es imposible dejártela peor.

Quizá en el escenario esta frase habría sido acogida con una carcajada. Allí lo fue con un aullido feroz:

—¡¡Carlos!!

Se levantó Maldonado y se metió entre nosotros, conciliador.

—Bueno, dejaos de bromas, dejaos de bromas… ¿Es que no sois capaces de hablar en serio? Don Arturo, tiene usted la palabra.

—Lo que yo digo… —empezó mi padre. Pero Maldonado le interrumpió.

—Antes, que traigan unos vasos.

Dio unas palmadas para llamar al camarero y mi padre volvió a plantear la situación y a pedir nuestras opiniones. Hablamos todos, la verdad es que sin dar ninguna solución concreta. Uno habló de cambiar algunos papeles de chica a chico, otro de aprovechar el cambio de actriz para actualizar el repertorio… Mi padre tuvo que llamarnos al orden.

—¡Nos hemos reunido para saber qué hacemos esta tarde con Los claveles de Margarita!

Y en este momento el diplomático Maldonado, parece mentira, pronunció la palabra impronunciable.

—Esta tarde habrá que suspender.

Horrorizado, como si nunca hubiera escuchado semejante palabra, exclamó mi padre:

—¿¡SUSPENDER!?

Y en el mismo tono que él, mi tía:

—Pero ¿¡qué dice!?

Y, sobre las voces de todos, se escuchaba la más aguda de Rosa del Valle:

—¡No, eso no!

Yo me volví hacia Juan y le hablé como quien se dirige a un ignorante absoluto:

—Pero, Juan, ¿cómo se te ocurre…?

Enérgico, lapidario, incontrovertible, mi padre pontificó:

—¡Suspender, nunca! Usted, Maldonado, perdóneme, pero ya se lo he dicho varias veces…, no es profesional.

—En eso tiene razón —aceptó Maldonado—, lo reconozco. Pero me parece que en un caso de fuerza mayor…

Mi padre no le dejó seguir y exclamó, heroico:

—¡Usted ha sido divisionario, Maldonado! Se pasó meses y meses frente a Stalingrado. Nevaba, helaba, se les congelaban los pies, las manos… Bombardeaba la aviación rusa… Lanzaba obuses la artillería… Morían los hombres sobre la nieve, en las chabolas… Tras el fracaso del rancho de hierro, los víveres no llegaban, fallaba la intendencia alemana… ¿Suspendieron ustedes alguna vez?

—Una —contestó Maldonado—, sólo una. Pero yo ya no estaba en la compañía. Me había vuelto a Madrid.

Victorioso, cargado de razón, concluyó mi padre:

—¡Sólo una! ¡Pero por fin de temporada! Esta tarde la compañía Iniesta-Galván representará en Navahonda Los claveles de Margarita, sin Margarita y, si las cosas se ponen mal, ¡sin claveles!

Y en aquel momento llegó hasta nosotros la voz del pregonero que anunciaba para aquella tarde Los claveles de Margarita por la compañía Iniesta-Galván. Con la advertencia, en recuerdo de Canuto, no seas bruto, de que no era revista musical. Acabado el pregón, todos escuchamos en silencio el toque de corneta.

Estábamos en el bar mi padre y yo, y la chica que atendía a la barra nos preguntó:

—¿Qué van a tomar, don Arturo?

—Dos vinos.

Cuando la chica se alejó, pregunté a mi padre.

—¿Hemos pedido estos vinos para bebérnoslos o para charlar con Vicenta?

—Para las dos cosas.

Yo, que ya había adivinado sus peligrosas intenciones, le miré a los ojos.

—Pero sobre todo…

—Sobre todo —reconoció—, para hablar con Vicenta.

—¿No te acuerdas de lo de la otra vez? —le previne—. La gente la tomó a cachondeo.

—Porque hizo de monja, y como la conocían de aquí, del bar… Además, a la gente el cachondeo no le molesta.

—Dos vinos —dijo Vicenta dejando los vasos en el mostrador.

—Oye, Vicentita… —atacó mi padre.

Y charlamos con Vicentita. Mejor dicho: charló mi padre, porque yo no podía evitar que mis pensamientos se fueran para otro lado.

Y a Vicentita no le pareció mal la proposición. Y Rosa hizo el papel de Margarita, el que tendría que haber hecho Juanita Plaza, y pudo hacerlo porque le apuntó el zangolotino de mi hijo. Y Vicentita, sólo Dios sabe cómo, hizo la escena de Rosa del Valle. Y lo mismo que había ocurrido la otra vez, hubo cachondeo, cómo no iba a haberlo, pero no se suspendió la función.

Después de esta victoria y cumplido nuestro compromiso de cuatro días en Navahonda, incluido el estreno en España de Canuto, no seas bruto, entre paño y bola, como quería su autor, el señor Zacarías Carpintero, se decidió adoptar la propuesta que en la reunión de compañía había presentado mi prima.

—Quedamos en que tú, Rosi, pasas a hacer el papel que hacía Juanita en La estafa del Cangrejo, y el tuyo, que yo lo recortaré y lo cambiaré de chica a chico, que se lo estudie Carlitos.

Se oyó una especie de sollozo:

—Que no, abuelo…

Como sin escucharle, repitió mi padre:

—¡Que se lo estudie Carlitos!

—Que no, de verdad. Es que…, es que…

—¿Y si lo ensayas conmigo? —preguntó Rosa.

—¡Ni así! ¡Ya no pico, ya no pico!

Rotundo, dictatorial, ordenó el primer actor y director Arturo Galván:

—¡¡Que se lo estudie Carlitos!!

Y se lo estudió.

Con esa única función por todo repertorio, porque de momento no teníamos otra cosa, nos acercamos a Medinilla. Pero allí íbamos sin nada seguro, a ver lo que caía. Quizá pudiéramos trabajar, quizá no, como tantas otras veces.

Como si los viera desde muy lejos, me chocaba que los demás estuvieran tan interesados en esto, y en si Carlitos haría decentemente su papel, y en cómo iríamos arreglando lo de las otras funciones. A mí lo que me preocupaba era si el vacío que me había dejado la marcha de Juanita me duraría siempre.

—Y ya lo sabéis —nos recomendó mi padre—, mañana, lo más importante es causar buena impresión. Pero no digo en el trabajo, sino desde la mañana temprano. Allí, si causamos mala impresión, nos mandan con viento fresco. Tú, Maldonado, ni una copa. Tú, Rosa, por favor, estate modosita. Tú, Carlitos, como vea yo que estás averiguando quién es la más rica del pueblo, te doy una patada en donde te deje soltero para toda la vida. En Medinilla, lo primero ir a misa, para causar buena impresión. Y como es domingo… Acordarse de la otra vez, que aquella doña Florentina por poco nos jode el negocio cuando se enteró de que la obra se llamaba La pluma verde. Así que se madruga y todos a misa. Y con devoción.

—A mí no hace falta que me vengas con esas monsergas —rezongó mi tía—, porque yo…

—¿Te digo yo algo? Pero, mira por dónde, ahora te lo digo. En Medinilla lo importante no es que reces, sino que te vean rezar.

—¿Para luego hacer de alcahueta en La estafa del Cangrejo?

—¡Pero, coño, cuando sales de alcahueta ya han pagado! Lo dicho: a madrugar y a misa.

Así lo hicimos. Lo corriente en aquellos pueblos era que a misa no fueran los hombres. Digo en aquellos tiempos, no sé si sigue siendo igual. Sólo iban unas cuantas mujeres. Los hombres las esperaban bebiendo en el bar.

—También celebran un culto —decía Maldonado—: el de Baco.

Aquel día ocurría poco más o menos lo mismo. Y digo poco más o menos porque muy cerca del altar había un grupo sospechoso, que no parecía del pueblo. Era más bien un grupo parecido al nuestro. Me acerqué a mi padre, que tenía los párpados medio entornados, los ojos casi en blanco, como si quisiera ver el cielo a través del techo.

—Padre, mira hacia allá —le dije en voz baja.

Me advirtió, en un susurro:

—No hables aquí, Carlos.

—Es importante. Mira hacia allá, a la derecha, junto al altar… ¿Ves lo mismo que yo?

—¿Aquellos?

—Sí.

—¡Coño! —exclamó mi padre.

—¡Chist! —hicieron a un tiempo varias personas. Mi padre volvió a susurrar, pero horrorizado:

—¡Son los Calleja-Ruiz!

Al mismo tiempo, Inés Calleja, en el otro extremo de la iglesia, murmuraba al oído de su marido:

—Oye, Miguel…

—Calla, mujer, calla… —contestaba el marido, en éxtasis piadoso.

—Mira para atrás, Miguel.

—¿Qué? No te oigo.

—Que mires para atrás, al fondo, junto a la puerta.

Obedeció Miguel Ruiz y no pudo contener una exclamación:

—¡Leche!

Volvieron a oírse los chistidos, esta vez más imperiosos. Y también la voz de doña Florentina, indignada:

—¡Esto es intolerable! ¡En el recinto sagrado!

Una vieja habló al oído a doña Florentina:

—Son forasteros.

—¡Como si son astronautas!

Miguel Ruiz exclamaba espantado, con la mirada fija en nosotros.

—¡Los Iniesta-Galván!

Empezábamos a causar mala impresión. Mi padre, arrodillado, se daba golpes de pecho, mientras decía:

—Han venido a lo mismo que nosotros, a lo mismo.

—Claro, padre. No van a haber venido sólo a misa.

A la salida de la iglesia fue ella. Doña Florentina se vino hecha una fiera hacia mi padre cuando mi padre hecho un basilisco se iba hacia Miguel Ruiz que venía hacia él hecho una furia. Pero estos dos prestigiosos actores no pudieron ni abrir la boca. El primer papel se lo repartió doña Florentina. ¿Qué digo el primero? ¡El único! Lo demás era un coro de vecinas.

—¡En el recinto sagrado! ¡En la casa del Señor! ¡Blasfemando mientras don Damián leía el Evangelio!

Y el coro de vecinas:

—Son los cómicos, son los cómicos, son los cómicos…

—¡Herejes! ¡Malvados! ¡Rojos, rojos escapados de la cárcel!

Mi padre protestó, enérgico:

—¡No señora! ¡Eso sí que no!

La señora se dirigió al auditorio.

—¡Todos lo habéis oído como yo! ¡Todos! ¡Cuando escuché la primera blasfemia me puse roja como un tomate! ¡Pero cuando oí la segunda, creí que me caía redonda al suelo!

Mi padre, muy correcto, dio un paso hacia ella y se inclinó como si insinuase un saludo.

—Señora…

—¡Cállese! ¡No se le ocurra volver a abrir la boca en mi presencia!

Educadísimo, continuó mi padre:

—Señora, con todos los respetos, coño no es blasfemia.

Se atrevió a hablar Miguel Ruiz:

—Eso mismo pienso yo: leche, tampoco.

Pero doña Florentina volvió a sus trece:

—¡En el recinto sagrado, sí! ¡En la casa del Señor, sí!

Repitió el coro:

—Cómicos tenían que ser, cómicos tenían que ser…

—¡El alcalde, el alcalde! —llamó doña Florentina—. ¿Dónde está ese inútil de Amadeo?

Y contestó el coro de viejas:

—Estaba en el bar tomando una copa, como siempre, como siempre…

—¡Que le traigan aquí en seguida! ¡Hay que detener a estos herejes, a estos blasfemos! ¡Que llamen a Pozochico y que manden al cabo! ¡Hay que detenerlos, hay que meterlos presos! ¡Hay que lapidarlos! ¡Son rojos, rojos, rojos!