CAPÍTULO 8

Los ladrones de trabajo

La misma tarde en que el señor Zacarías Carpintero nos presentó su ultimátum, para no perder tiempo, en ausencia de nuestro autor y empresario, tuvimos una reunión de compañía en el patio de la posada. Todos hablábamos a un tiempo, pero sobre nuestras voces dominó el grito imperioso de mi prima Rosa del Valle.

—¡He dicho que no canto y no canto!

Se hizo un relativo silencio y mi padre gritó más que mi prima.

—¡Tú harás lo que te manden!

—A mí no me importaría, si supiera cantar; pero lo que no quiero es hacer el ridículo.

Para complicar la situación, preguntó mi tía:

—¿Y yo qué papeles hago?

—¿Ahora vienes con ésas? —dijo mi padre—. Ya te lo he dicho en la lectura: todos los demás.

—¡Pero si son de hombre!

—¡Pues se cambian!

—No sería la primera vez —dije.

Inoportuno, metió baza mi hijo Carlitos, el zangolotino:

—O te pintas un bigote, tía, como me lo pinto yo.

—¡Déjate de cuchufletas, niño!

Juanita Plaza puso sus condiciones.

—Yo, de cantar, ya lo sabéis, si es por fandangos… Pero de ahí no salgo.

Y se arrancó por fandangos. Todos la escuchamos complacidos. Aquel fragmento musical nos relajó. Al terminar, autorizó mi padre:

—Se mete un fandango, se mete. Bueno, nosotros, los hombres, vamos a lo nuestro: la cencerrada. A ver si nos acordamos.

Nos marcó el compás, y Maldonado y yo con él atacamos la conocida letra: «Si pica el caldo / de la ensalá, / pique o no pique, / trágatela, trágatela».

—Sí, la música era así. Yo haré unas letras. ¡Tú, Rosi, ya te estás yendo al bar a aprender lo que quieras, que ahora dan las peticiones del oyente!

Se escuchó de nuevo la voz de mi hijo:

—Yo sí sé.

—¿Qué dices? —le pregunté.

—Que yo sí sé cantar.

Mi padre volvió bruscamente la mirada hacia él, en el colmo del asombro.

—¿Tú?

—¿Verdad que sí, Rosa? A Rosa le canté.

Mi prima Rosa se encogió de hombros.

—Yo no sé nada.

Me levanté de mi silla y avancé hacia el nuevo cantante.

—¿Y estás ahí, callado como un muerto?

—Algo canto.

—¡Yo también, cuando me afeito! —vociferó mi padre—. Pero tú, ¿cantas mal o bien?

—Modestia aparte…, no tan mal como vosotros.

—¡Podías haberlo dicho antes! —le reprendí.

—Es que…, es que no sé si le pega. Porque como la obra es de ambiente internacional…

—¿Por qué no le va a pegar? —pregunté.

—Sólo canto asturianadas.

—¿Asturianadas? —dije sorprendido—. ¿Un gallego?

—Me enseñó el tío Marcelo, que es de Tapia de Casariego.

Mi padre empezaba a hartarse y ordenó:

—¡Arráncate, coño, arráncate!

El niño se arrancó, y con buena voz y mejor entonación nos cantó una asturianada preciosa.

Mi padre le dio unas afectuosas palmadas en el hombro.

—Se mete una asturianada, se mete —dijo sonriendo, esperanzado y optimista.

Metimos de todo. Maldonado se las arregló para estirar las cuatro quinientas como si fueran chicle. Algo le dimos al Pelusa a cuenta; y quedó para comprar madera y construir el artefacto, arreglar unos vestidos y alquilar otros en Ciudad Real. Y, ¡no faltaba más!, para comer todos durante la semana que duraron los ensayos. Y aún sobró algo para la caja. En aquellos años las pesetas tenían otro valor.

A pesar de que no estrenábamos en aquel pueblo, sino en Navahonda, la revista del señor Zacarías había despertado mucha expectación. En opinión de mi hijo, y según lo que él había oído a unos mozos en el bar, quizá había despertado demasiada.

Pero la buena administración de Maldonado, el ingenio del novel autor y el esfuerzo de todos los demás, no se vieron recompensados con el éxito.

Al personal de Navahonda y a los que, por espíritu viajero o por mala leche contra el señor Zacarías, se desplazaron desde su pueblo, sólo les gustaron los tres números que hicieron Rosa del Valle y Juanita Plaza vestidas con bañadores y unas plumas.

A pesar de ello, los empresarios de los otros pueblos de la comarca estaban dispuestos a que diéramos la función, por tener contento al usurero; pero el usurero no era tonto y se había dado cuenta de que algunos morosos aprovechaban la representación para ponerle verde. Se oyó de todo.

—No cuaja, no cuaja —nos decía después en el bar—. La función no cuaja.

—Aún es pronto para… —intentó razonar mi padre. Pero el otro le interrumpió.

—Le falta espectáculo.

—Más adelante, cuando se le vayan añadiendo escenas y músicas…

El usurero hurtó la mirada para decir:

—Me parece a mí… que no va a haber más adelante.

—¿Qué quiere usted decir?

—La cosa era de probatura, y la cosa no ha quedado bien. Yo no sé si la ha estropeado todo eso que ustedes le han añadido en medio.

—Como era corta… —se justificó mi padre.

—No, si no le culpo a usted, Galván. Si no hubiera sido por eso, se habría quedado en nada. Pero no se le ajusta mucho, ¿sabe?

—Si le hiciera usted unos retoques… —dijo mi padre con voz de náufrago.

—Ando mal de tiempo.

—Con unos retoques y dos o tres chicas, de momento… Porque habrá usted visto que la parte de las chicas les llega, les llega.

Pero el señor Zacarías Carpintero era un hombre de ideas firmes y ya había dado pruebas de ello.

—No hay retoques. No hay chicas. No hay músicas.

Cuatrocientos años de teatro se pusieron de manifiesto en los genes de mi padre cuando dijo:

—¿No cree usted que es demasiado pronto para abandonar?

Pero el señor Zacarías Carpintero no le hizo el mínimo caso y prosiguió:

—Y, primero y principal: no hay pesetas. ¿A usted qué le voy a decir, Galván? Usted es un hombre corrido, ha viajado, ha visto mundo. ¿A que se han reído ustedes de mí estos días?

Todos nos quedamos perplejos. Abrimos unos ojos como ruedos de plazas de toros. Mi padre preguntó sorprendidísimo, llevándose una mano al corazón:

—¿Nosotros? ¡Dios nos libre!

Sin mirarnos a ninguno, con la vista perdida en el mármol de la mesa, dijo el señor Zacarías:

—No mente usted a Dios, que ustedes los cómicos… Se han reído. Y el mocerío de mi pueblo, no digamos. Y merecido lo tengo por salirme de lo mío. Le voy a dar un consejo, Galván, aunque no sé si lo necesita. Siga usted en lo suyo, no haga como yo.

Si alguna vez en su vida el señor Zacarías Carpintero había podido parecerse en algo a un ser humano fue aquella vez, cuando apoyó su garra derecha en el brazo de mi padre, que se lamentó:

—Que más quisiera yo, que poder seguir.

El hombre de aspecto repulsivo se levantó. Intentó estar muy afectuoso con nosotros, pero comprendimos que lo que nos decía era una despedida.

—Que tenga usted mucha suerte, Galván. Usted y toda su familia.

Después de cenar estábamos en el bar del casino, alrededor de una mesa de mármol, adecuada para el funeral que celebrábamos, cuando oímos aquello que oíamos de vez en cuando y que nunca era presagio de algo bueno:

—¡Camarero, chinchón para todos!

Era la voz alegre, festiva como siempre, de Solís, el jodío peliculero.

—Mejor: pregunte antes a las damas por si quieren otra cosa.

Mi padre se alzó apoyando sus puños en la mesa, iracundo, vociferante:

—¿¡Te atreves todavía a ponerte delante de mí!? ¡Después de lo de Trescuevas! ¡Quítate de mi vista, pedazo de cabrón!

Mi prima Rosa le contuvo.

—¡Cuidado, tío!

También mi tía Julia se levantó y agarró por un brazo a mi padre.

—¡Arturo, por favor, contente, contente! ¡No hagas una locura!

Se había hecho un silencio en el bar. Un silencio de voces humanas; sólo se escuchaba la voz metálica del locutor de la radio, que anunciaba no sé qué.

Solís, sereno, tranquilo, como sin comprender a qué se debía aquella reacción furibunda, preguntó:

—Pero ¿a qué viene…?

Mi padre consiguió desprenderse de Rosa y de mi tía y dio dos pasos hacia Solís.

—¡Vete de aquí, Solís, vete! —grité yo—. ¡Mi padre no sabe lo que hace, es capaz de matarte!

Aparentando tranquilidad y dominio de la situación, tambien Maldonado se levantó.

—Vamos, Arturo, estate quieto.

—¡Sujetarle, sujetarle! —gritaba mi tía Julia.

—Es un mierda, Arturo, no vale la pena —reflexionaba Maldonado en su intento de poner paz.

—¡Suéltame, Juan, suéltame! —clamaba mi padre, forcejeando—. ¡Déjame que me cargue a ese hijoputa!

Lo único verdaderamente grave del caso era que mi padre, ahora que me acuerdo, había cogido una botella de vino, la había estampado contra el mármol de la mesa, y la empuñaba por el gollete.

Afortunadamente, en ese momento se interpuso entre mi padre y el traidor Solís un camarero del bar, que nos preguntó a todos, zafio y agresivo:

—¿Se puede saber qué es lo que pasa en esta mesa?

—Nada, no pasa nada —le respondió Solís con autoridad—. Tú a lo tuyo.

—Lo mío… —intentó decir el camarero.

—Lo tuyo es chinchón para todos.

—¡Es que si en esta mesa pasa algo, ya se están ustedes largando con viento fresco! ¡Aquí las broncas son sólo para los del pueblo! ¡Las de los forasteros las arreglamos nosotros a garrotazos!

Poco a poco, habían ido descendiendo las voces y los comentarios de los clientes.

—No pasa nada, te digo —aclaró Solís—. Somos amigos todos.

El camarero nos contempló durante un instante, antes de preguntar lleno de sospechas:

—¿Usted cree?

Solís dio la espalda al camarero y se volvió hacia nosotros mientras le decía:

—Anda, trae los chinchones.

Y como si no hubiera ocurrido nada, nos dijo a los demás en su tono alegre de siempre:

—Pero, hombre, Galvanes, ¿a qué viene este recibimiento? Yo que vengo con buenas noticias… Buenas para vosotros, que a mí me la traen floja. Vengo a haceros un favor.

Mi padre le miró con una mirada gélida.

—¿Ves como eres un mierda, que te llaman cabrón y no te revuelves?

Nos miró a todos Solís y después volvió a mirar a mi padre y empezó a recapitular como compadeciéndose de sí mismo:

—Cabrón, mierda, hijoputa… Es pasarse, ¿no? ¿Por qué estás así conmigo? ¿Todavía por lo de Trescuevas, dices? Eso es agua pasada, hombre. Hoy me la juegas tú a mí y mañana yo a ti. Tú defiendes tu teatro y yo tengo que defender mis películas. Es mi pan y el de mi hijo.

Mi padre, sin mirarle, mascullando las palabras, volviendo a sentarse, dijo:

—Yo sería incapaz de una canallada como…

El otro le interrumpió:

—Pues anda que la que le quería hacer tu nieto a la Engracia, la del señor Ceferino…

Y con su carcajada, el relámpago de sus dientes blanquísimos iluminó el local.

Mi padre golpeó con sus puños la mesa.

—¡Si no dejas de meterte en mis cosas te parto ahora mismo la…!

Inesperadamente, Solís se puso furioso, alzó su voz sobre la de mi padre.

—¡Cállate de una vez, cojones, que soy tan hombre como el que más y me estás hartando!

Me levanté, derribando la silla.

—¡Solís, ten cuidado con lo que dices; a mi padre no le hablas tú así!

Como si yo no hubiera hablado, sin hacerme caso, Solís bajó el tono de su voz para decir:

—Mañana hay trabajo para todos vosotros.

Nos quedamos callados. Durante un tiempo que a mí me pareció interminable.

Como otras veces, el primero en hablar fue Maldonado. Lo hizo sólo para preguntar:

—¿Trabajo?

Después reaccionó mi tía Julia:

—Sí, claro que mañana tenemos trabajo. Hacemos aquí La oca.

—Pero la hacéis por la noche —dijo Solís—. Yo digo durante el día. Si queréis, tenéis trabajo en una película. He venido a decíroslo por si no os habíais enterado.

Nos miramos todos, en silencio. ¿Quedaría en el fondo del traidor Solís un resto de nobleza de alma?

—¿Os habéis quedado mudos? —nos preguntó—. Digo que mañana hay trabajo para todos.

Llegó el camarero.

—Las copas. Son ocho, ¿no?

El único que tenía serenidad para contestar a la pregunta era Solís.

—Sí, ocho.

La primera voz que sonó tras el ruido de las copas sobre el mármol fue la de mi prima Rosa del Valle.

—¿En una película?

—Sí —le contestó Solís—. Ahora os lo cuento.

Y se dirigió después a todos los demás, principalmente a mi padre.

—Bueno, qué, ¿puedo sentarme con vosotros?

Pero mi padre, rotundo, respondió:

—¡Si se sienta aquí, me marcho!

Intervino Maldonado, conciliador:

—Pero, Arturo, se trata de una cosa de negocios.

—Sólo un momento —dijo Solís—. Os lo cuento, os hago el favor y me marcho. Bueno, antes me tomo la copa; pero yo bebo muy deprisa, aunque no tanto como Maldonado.

Ya se estaba levantando mi padre.

—¡Dejarme pasar!

Mi tía suplicaba:

—¡Arturo, por favor!

—¡Que me marcho! ¡Dejarme pasar de una vez, coño! ¡Me marcho ahí, a la barra!

Yo pensé que no se iba demasiado lejos. Y por lo visto lo mismo pensó Maldonado.

—Como quieras —dijo—. Luego te lo contaremos.

Mientras se alejaba hacia la barra, muy digno, mi padre nos miraba por encima del hombro, diciendo:

—¡Ni enterarme quiero! ¡Ni enterarme!

Solís se desentendió de él y se dirigió hacia los que quedábamos en la mesa.

—Pues se trata de que han llegado unos cineastas aquí, al pueblo.

—¿De Madrid? —preguntó Maldonado.

—Sí, de Madrid. Vienen a tomar unas escenas para una película.

La verdaderamente apasionada por el cine era mi prima Rosa del Valle. Preguntó:

—¿Cómo se titula?

El título de la película a Solís le tenía sin cuidado.

—Eso no lo sé. Han llegado hoy, y para mañana han convocado en el bar Castaño, el que está al otro lado de la plaza, a los que quieran salir como extras.

Siempre atento a lo suyo, trató de precisar Maldonado:

—¿Cobrando?

—Sí, cobrando.

Excepto mi padre, que estaba allá, en la barra, desinteresado de todo, los demás apoyamos los codos en el mármol y prestamos muchísima atención.

—Necesitan ocho o diez, no sé. Pocos, creo. Pero hay que estar en el bar a las siete de la mañana. Yo he supuesto que esto os vendría al pelo, pero que no os habríais enterado porque estabais en el salón grande echando la memez esa del señor Zacarías, que bien me habéis jodido.

Me sorprendió Solís con esta salida de tono.

—¿A ti? ¿Por qué? —le pregunté.

—Hazte el gilí. Yo tenía estos tres días. Pero, claro, os liasteis con Carpintero, y ante Carpintero todo el mundo se baja los pantalones.

—No sabíamos nada —se defendió Maldonado.

—Eso da igual; el caso es que para vosotros los tres días, y yo aquí, haciendo cura de reposo. Pero para que veáis que por mi parte no hay rencor, os paso el dato de lo de mañana.

—Y eso de hacer de extras —pregunté—, ¿a qué hora termina?

—Cuando se va la luz del día, me parece. Los cineastas no trabajan después.

—Nosotros tenemos la función a las siete.

—A esa hora ya es de noche —dijo el peliculero.

—¿Ahora, en junio? —dijo Maldonado—. No.

—A esa hora todavía hay luz —añadió mi tía Julia.

—Bueno, pero eso no es problema. Si os retrasarais, yo podría dar película. Para vosotros, económicamente, es mejor lo de los cineastas.

Lo vi todo claro. Mejor dicho: ¡lo vi todo oscuro! ¡Solís, el jodío peliculero, volvía a sus traiciones! ¡Quería que nos fuésemos con los cineastas para que llegásemos tarde y poder echar sus películas de mierda! Ciego de ira, me incorporé apoyándome en el mármol de la mesa.

—¡¡Solís, Solís!!

Mi tía me contuvo, alarmada.

—¡Carlos, no empieces tú ahora!

—¿Qué te pasa? —me preguntó Solís, con una inocencia infantil en su mirada—. ¿Crees que os estoy enredando?

—Sí, exactamente, eso creo.

—Por favor, Carlos, por favor. Yo estos días los doy por perdidos. ¿Que vosotros podéis hacer de extras?, pues muy bien. ¿Que llegáis a tiempo de hacer vuestra función?, mejor que mejor. Yo lo que quería decir era que podía echaros un capote por si no llegabais. Pero es preferible que expliquéis a los del cine que tenéis que acabar a las seis y media o así.

—No lo veo muy claro.

—Pues yo sí —me replicó mi prima Rosa.

—Yo creo que, discusiones aparte —dijo Maldonado—, debemos hacer caso al heredero de los hermanos Lumière y presentarnos a las siete de la mañana en el bar Castaño.

—Yo también —afirmó Rosa.

Por lo visto, todos estaban de acuerdo en lo del madrugón, porque también mi tía Julia se sumó a la propuesta.

—A mí me parece que todo lo que sea rebañar algo, después de la espantá del señor Zacarías…

—No, si a mí también me parece muy bien. ¿Y tú qué dices, Juanita? Estás como muda.

—¿Qué? —dijo volviendo de su ensimismamiento—. Perdona. Estaba pensando en otra cosa.

—¡Joder, todos viendo de dónde sacar un duro y tú pensando en otra cosa!

Se me revolvió, de muy mal talante.

—Creo que puede una pensar en lo que quiera, ¿no?

Y suavizó después el tono para dirigirse a los demás:

—Pero os he oído y sí, madrugo y voy de extra.

—¿Qué artistas han venido? —preguntó Rosa.

—Creo que ese que dicen José Suárez —explicó Solís—, otros de menos monta, y de chica la María Rosa Salgado, la que salía en La niña de Luzmela.

—Muy guapa, muy guapa —dije.

—No es gran cosa —replicó mi prima.

Solís bebió un trago de su copa de chinchón y se inclinó hacia nosotros para explicarnos en tono más confidencial, bajando la voz:

—Los cineastas pensaban coger de extras gente de aquí, del pueblo; pero si os presentáis vosotros, que sois actores, como es natural, lo van a preferir.

Interesados en lo que decía Solís, ninguno advertimos que de un grupo de vecinos del pueblo se había destacado y acercado a nuestra mesa un mozo fornido que, descarado, se plantó ante nosotros y nos preguntó agresivamente:

—¿Se puede saber de qué están hablando ustedes?

Alzamos la mirada hacia él, y yo le respondí con sequedad:

—Pues, no señor. ¿Por qué tiene usted que saberlo?

—Porque tengo curiosidad —respondió el otro con calma amenazadora.

—Pues se la aguanta usted.

—No, señor, no me la aguanto.

Tres o cuatro mozos más se habían acercado a él, sin duda dispuestos a apoyarle.

—¿Nos metemos nosotros en sus cosas?

Alzó la voz el otro y, ante nuestra sorpresa, respondió más agresivo que antes:

—¡Sí, señor! ¡Sí que se meten!

Exclamó mi tía Julia con asombro:

—Pero ¡qué dice!

—Nosotros estábamos aquí —dijo Maldonado—, hablando de negocios.

Frunciendo las cejas, apretando los puños, el mozo se inclinó hacia nosotros, que seguíamos mirándole sin comprender a qué venía su actitud.

—¡Estaban hablando de quitarnos el pan, de eso estaban hablando!

Asombrada, mi tía nos miró a todos, mientras preguntaba:

—¿Quitarles el pan, a santo de qué?

Inoportuna, dijo Juanita, con gesto de desprecio:

—Déjale, Julia, ¿no ves que está borracho?

Volvió la cara hacia ella el mozo como si le hubieran herido en lo más profundo.

—¡Cuidado conmigo, ¿eh?, que a mí no me llama borracho ni mi padre!

Entonces fue Rosa quien alzó la voz. Las mujeres, ya se sabe, siempre empeorando las situaciones comprometidas.

—¡Pues no se meta en lo que no le importa!

—¡Sí que me importa!

Se oyó la voz de otro de los que se habían acercado a nuestra mesa. El grupo iba aumentando.

—¡Nos importa a todos!

—¡Y mucho! —gritó otro—. ¡A los de aquí no nos quita el pan ningún forastero!

Un hombre mayor se había abierto paso entre los mozos. Se plantó frente a nosotros y habló en tono más moderado.

—Lo que el Anselmo quiere decirles, aunque no acierta, es que ha escuchado que quieren trabajar ustedes en lo de la pilícula. ¡Y aquí no trabaja en la pilícula nadie que no sea del pueblo!

Intervino, mediador, Solís:

—Bueno… A mí ni me va ni me viene en esto, pero digo yo que en la película lo normal es que trabajen los que digan los cineastas.

Anselmo, el mozo agresivo que había iniciado la polémica, se volvió contra él.

—¿Ah, sí? ¿Eso es lo que dice usted? ¡Pues lo que digan los cineastas me lo paso yo por el forro de la cojonera!

Como provocado por este lenguaje, surgió del grupo un rumor de amenaza. Empezaron a hablar todos a un tiempo.

—¡Ambrosio, Paco, Lagarto! —gritaba Anselmo—. ¡Que sí que era verdad! ¡Que los cómicos quieren salir ellos en la pilícula!

—¡Ya te lo decía yo!

—¡O se largan ustedes ahora mismo —nos propuso el llamado «Lagarto»—, o aquí se va a armar una buena!

Abriéndose paso con los codos, se había acercado a la mesa mi padre.

—Pero ¿qué está pasando aquí?

—No es nada, no es nada —le tranquilizó mi tía.

—Cállate, padre —dije yo.

—Mi consejo…, y miren que se lo digo con calma… —dijo el hombre mayor—, sin vituperios…, mi consejo es que se marchen.

Le respondí con seguridad, cargado de razón:

—Nosotros nos iremos, si la autoridad…

Feroz, me cortó la palabra el Lagarto.

—¡Cómico, que se van a ver las navajas, eh!

Firme, pero reposado, prosiguió el hombre mayor:

—Márchense, márchense, que les va a salir más a cuenta.

Mi padre consideró oportuno presentarse antes de decir algo.

—Yo soy el director de la compañía…

—Ya lo sé, ya.

—Mi hijo tiene razón en lo que ha dicho —continuó mi padre con su voz más solemne, más dramática—: no nos iremos sin hablar con la autoridad y…

Uno del grupo le interrumpió:

—¡Si estás hablando con la autoridad!

—¡Es éste! —dijo otro.

Confirmando lo que decían los anteriores, añadió el Lagarto:

—¡El tío Práxedes!

—Sí, señor. Yo soy el alcalde.

Decepcionado, al ver que nuestra táctica rodaba por los suelos, preguntó mi padre:

—¿Ah, es usted?

—Por eso les digo… que ustedes no tienen derecho… a quitarnos el pan de la boca… aquí, a los de Navahonda.

El que había iniciado el conflicto, explicó:

—¡Dicen que como son atores les cogerán a ellos, tío Práxedes!,

—Por eso les digo. Aquí no se van a coger más que a los que yo diga. En este pueblo…, en Navahonda…

Gritó el Lagarto:

—¡No les digas más, y a correrlos por la carretera! Gritó Paco:

—¡Los cómicos al río!

Autoritario, se impuso el alcalde:

—¡Callarse!

Y conseguido el silencio, volvió a tomar la palabra.

—En Navahonda… hay hambre. Ustedes, cómicos, habéis trabajado hoy. Y trabajáis mañana. Porque os ha echado una mano el señor Zacarías Carpintero, de todos conocido.

Ante el nombre del señor Zacarías, surgió del grupo un sordo rumor de protesta.

—Y algo sacáis. Y luego seguís camino… y a trabajar a otro pueblo. Y cuatro perras que haya en el pueblo, la gente os las da, y me parece bien, porque la gente tiene que reírse… Pero aquí, en Navahonda… hay hambre, no hay trabajo… Los mozos, mano sobre mano. Va para dos años que no cae una gota de agua. Y cuando cae, cae malamente. Con esto de la pilícula, nos ha venido Dios a ver. En cuatro días, son unos cuantos jornales. Comprendéis, cómicos, que yo…, el alcalde…, no puedo permitir que nos quitéis el pan de la boca.

Con muchisima corrección, sin ninguna violencia, mi padre se dispuso a contestar al discurso del alcalde.

—Perdóneme, señor alcalde… Pero tenemos el mismo derecho a trabajar que ustedes. Somos del Sindicato Nacional del Espectáculo. Tenemos el mismo derecho.

—¡Y la misma necesidad! —clamó mi tía.

—¡Todos somos españoles! —afirmó Rosa.

Y gritó Paco:

—¡Pero nosotros somos navahondanos!

Conteniéndose, pero ya tan amenazador como los demás, dio un paso hacia nosotros el alcalde.

—Si no se avienen… Si no se avienen…

Vociferó el Lagarto:

—¡No gastes saliva, tío Práxedes!

—¡Fuera de aquí, ladrones! —gritó Anselmo.

Y varias voces corearon:

—¡Ladrones, ladrones!

—¡Los cómicos al río! —insistió Paco.

—Si no se avienen, yo no voy a poder contener al mocerío.

—Hay que razonarles, Carlos —me dijo Maldonado, hablándome al oído.

—¿Cómo razonarles?

—Sí, decirles algo… que les llegue.

Seguía hablando el alcalde:

—Si ustedes, cómicos, se avienen…, pueden dormir aquí esta noche, para que no lo hagan en descampado. Pero si mañana a las siete un cómico se persona en el bar Castaño a ver a los cineastas…

—¡Se van a ver las navajas! —gritó el Lagarto.

—¡Los cómicos al río!

—¡Al río, al río! —repitió el coro.

—¡Yo no me fío de ellos! —dijo Anselmo—. ¡Son cómicos! ¡Mejor que se vayan ahora!

Mi padre trató de imponerse:

—¡Mi compañía tiene que trabajar mañana en el casino! ¡Tiene un compromiso! Y yo…

Me alcé de mi silla y hablé por encima de la voz de mi padres.

—¡Escucharme, escucharme!

Pero el Lagarto no estaba dispuesto a escuchar más.

—¡Quieren salir ellos en la pilícula! ¡Quieren salir ellos!

Me encaré con él.

—Yo os he escuchado a vosotros, ¿no? —hice una breve pausa, y añadí—: Y me habéis convencido.

Comprendí que mi frase producía el efecto esperado, pues amainaron los rumores de protesta.

—Casi me habéis convencido.

No estuve muy afortunado con esa aclaración, pues los rumores de protesta volvieron a subir. Busqué una vía intermedia:

—Me habéis convencido hasta cierto punto.

Pero los rumores crecieron más todavía.

—Tío Práxedes, ¿le doy una hostia y se calla?

Armándome de valor, hice como que no había oído y proseguí:

—Aquí, el tío Práxedes, vuestro alcalde, ha hablado muy bien. Y he de reconocer…, y creo que en esto represento la opinión de mis compañeros, que tiene razón en todo lo que ha dicho.

Entonces sí que amainaron los rumores hasta llegar casi al silencio.

—En este pueblo hay hambre, y vosotros, los de Navahonda, tenéis derecho a comer cuando alguien trae al pueblo un pedazo de pan. Este pedazo de pan es vuestro antes que de cualquier otra persona. Aunque esa persona también tenga hambre. Los cineastas han venido aquí en vez de ir a Trescuevas, a Medinilla, a Pozochico.

Resurgió la protesta, pero yo sabía que esta vez iba dirigida sólo contra los vecinos de Pozochico.

—Y sois vosotros los que debéis cobrar su dinero. No sólo hay hambre en Navahonda, en Lagartera, en La Llanada, en La Mancha… La hay en toda España. Y, seguramente, en muchos sitios del mundo. Pero este pan que ha caído hoy (bueno, que caerá mañana), como cayó el maná sobre el pueblo elegido, es vuestro.

Los rumores, entonces, fueron de asentimiento.

—¿Por qué? Porque ha caído, o va a caer, en vuestra tierra. La que, cuando el cielo no manda lluvia, regáis con vuestro sudor y con vuestras lágrimas. Y, a veces, con vuestra sangre. Sangre, sudor y lágrimas.

Sonó un aplauso suelto.

—Mis compañeros y yo eso lo entendemos muy bien; y no queremos quitaros nada. El maná de Navahonda, para Navahonda; el de Medinilla, para Medinilla; y para Pozochico el suyo.

A esto último se opusieron los de Navahonda.

—Pero ¿dónde está nuestro maná? ¿Dónde está el maná de los cómicos? ¿En qué tierra caerá que sea nuestra tierra? Nosotros no somos de ninguna parte. Somos del camino… Cuando el pueblo del Señor iba hacia la tierra prometida, ni siquiera iba por un camino. Iba por un desierto. Por eso no salió nadie a decirles: Ese maná es mío, ese dinero de los cineastas es mío. Nosotros hemos venido a trabajar a Navahonda, que es vuestro pueblo, pero ahora sois vosotros los que queréis dejarnos sin nuestro pan; y digo nuestro porque el trabajo de las películas es cosa nuestra, de los cómicos. Y queréis dejarnos sin él porque no somos de ningún pueblo. Pero ¿por qué somos del camino? Porque, como muy bien ha dicho vuestro alcalde, y con mejores palabras que las mías, por cierto, la gente necesita reír. Y nosotros les llevamos la risa. Y también tenemos hambre. Y también nos falta trabajo. Tenemos que recurrir al señor Zacarías…

Rumores de protesta.

—… para poder trabajar hoy aquí, mañana allí y al día siguiente en ningún lado. La sequía os ahoga; también nos ahoga a nosotros, que no vivimos más que del dinero que os sobra. Cuando hay hambre en Navahonda, en España, en el mundo, algunos no la sienten. ¿Por qué en vez de revolveros contra nosotros, no os revolvéis contra ellos?

Me dirigí personalmente al alcalde, en vez de al resto de la asamblea.

—Ya sé, ya sé, señor alcalde, tío Práxedes, que eso, por ahora, no puede ser. Perdone, he desbarrado un poco, no lo tome en cuenta.

Después de este inciso, volví a dirigirme a los demás:

—Pero ya que no vais contra ellos, contra los que no pasan hambre ni cuando el agua cae a destiempo, no vengáis contra nosotros, que somos hermanos vuestros en el trabajo, o en la falta de trabajo, y en la falta de pan.

El doctor Arencibia deja de apuntar en su bloc. También se ha detenido el jubilado Carlos Galván, como para tomar aliento.

El doctor le pregunta, frío, sereno, pero cordial:

—¿Y usted, Galván, dijo todo eso en un pueblo de España, en los años cincuenta?

El jubilado se queda un momento sin responder, mirando a los ojos al doctor Arencibia. Luego, rehúye su mirada. Como un niño pillado en falta, titubea mientras contesta:

—Sí, bueno…, no exactamente así…, pero poco más o menos. Yo así lo recuerdo. Hace ya tanto tiempo…

—¿Y se le ocurrió a usted solo? ¿Lo dijo usted solo?

Algo de rubor tiñe las mejillas del jubilado.

—Sí, sí, claro. También habló…

Hace como si se esforzase en recordar.

—Sí. También habló Juan. Pero menos.

—¿Qué Juan?

—Juan Conejo. Era el nombre de verdad de Sergio Maldonado. Pero se ponía Sergio Maldonado porque en los carteles quedaba mejor.

—Sí, bastante mejor, ¿y él también habló en Navahonda?

—Sí, aunque algo menos. Un poco él, otro poco yo, me parece recordar. Yo he tratado de hacer una… una síntesis.

—Ya, ya.

Y el discurso les convenció a aquellas gentes. Vieron que… que era sincero… Que me sal…, bueno, que nos salía del corazón. Que éramos todos uno. Llegamos a un acuerdo: si los cineastas necesitaban menos de quince personas, serían sólo los del pueblo; pero si necesitaban más de quince, entrábamos los cómicos.

—¡En la puerta del bar Castaño estaban los cineastas poniendo un cartel! —informó Anselmo.

—¡Vamos a verlo! —dijo el Lagarto—. ¡Allí dirá los que hacen falta!

Echamos todos a correr hacia el bar Castaño, cruzando la plaza. Con pesimismo, dijo mi padre mientras corría:

—Sí, mejor verlo ahora. Puede que nos evitemos el madrugón.

También sin dejar de correr, exclamó mi tía:

—¡Dios no lo quiera, Arturo!