CAPÍTULO 7

Un hombre de aspecto repulsivo

Lo de Juanita Plaza fue cuando la muerte del presidente Kennedy. No se me olvida, porque se declaró luto y cerraron todos los teatros y los cafés. Kennedy se había hecho muy amigo de Franco cuando, después de ser elegido presidente, vino a España. En realidad, vino a decirle a Franco dos cosas: que no se vistiera más de legionario y que quitase la censura de los teatros, que también a nosotros a veces nos hacía la puñeta. Lo primero que hizo Kennedy a su llegada a España fue visitar La Mancha, porque era un gran lector del Quijote.

—No lo sabía.

—Sí, sí señor. En todos aquellos pueblos, Navaseca, Revuelta, Pozochico…, hubo fiestas, con las calles adornadas y baile en la plaza, y nosotros hicimos función. Tres días seguidos. Por eso me acuerdo muy bien. El Caudillo y Kennedy con su escolta pasaron como una centella. La gente gritaba a coro: «¡Kennedy, Kennedy, Kennedy!» y «¡Franco, Franco, Franco!». El dueño del bar nos invitó a los cómicos a una ronda. Luego, cuando mataron a Kennedy, luto. Todo cerrado. Y lo encuentro muy natural.

Asiente el doctor Arencibia. Pero muy despacio, tranquilo, sedante, hace una observación al jubilado Carlos Galván.

—Tiene usted algunas fechas cambiadas, algunos datos.

—No puede ser. Luego lo miraré en los recortes.

—¿Usted guarda recortes, aunque no sean de teatro?

—Yo guardo recortes de todo, de todo. Tengo muchísimos.

—Escuche…

El doctor ha colocado un disco. Manipula el aparato. En la calma del despacho principal se escuchan las notas de un viejo bolero.

—Sí…, esa música…, ya, ya… Es El camino verde.

—No, no es ésa.

—¡Calle, calle! ¡Tiene razón! ¡Es Caminemos! ¿Cómo voy a olvidarla?

—Kennedy murió bastantes años después, más de diez. Y nunca visitó España con el Caudillo.

—Es verdad…, es verdad… Ni el Caudillo quitó la censura de los teatros… Caminemos, sí, es Caminemos.

—Usted bailó una vez este bolero.

—Muchas veces.

—Pero una más especial. En… Lo tengo aquí apuntado.

—En Bolaños. Sí, sí…

—Si quisieras, Juanita… Todo depende de ti. Si dejaras a tu familia y te vinieras con nosotros… Nuestra compañía es mucho mejor… Tendrías unos papeles estupendos. Todas las damas jóvenes y alguna primera actriz. Y estaríamos siempre juntos. Como ahora.

—No me atrevo, Carlos, no me lo pidas más.

Me hablaba en voz muy baja, con los labios pegados a mi oreja, mientras bailaba.

—Pero ¿a ti no te gusta estar conmigo?

—Claro que me gusta, Carlos, ¿no lo notas?

Durante cerca de cuatro años lo pasamos muy bien; pero al cabo de ellos, se encabronó. Por lo del niño, o por lo que fuera. Yo, ya digo, para complacerla, dejé casi de hablar con mi hijo Carlitos que, haciendo de tripas corazón, se había sometido a la autoridad de su abuelo.

—Habrás visto, nieto, que el público no se come a nadie.

—No; pero cada vez que salgo, me silban.

—No es a ti, es al autor. Tus escenas son muy feas. Pero antes hacías sólo una y ahora ya haces las tres, y sigues vivo. Vete estudiando lo de Blas en La estafa del Cangrejo.

—Es muy largo.

—Lo acortaremos. Maldonado no está en edad para ese papel.

—Lo hace muy mal.

—Por eso. Otra cosa: cuando apuntes, habla más bajo, que te oyen a ti más que a nosotros.

—Antes no sabía leer deprisa, y ahora que leo bien, me gritan que me calle.

Estábamos los dos solos, mi hijo y yo, en el bar de aquel pueblo, sentados a una mesa de un rincón, escuchando sin ningún interés las Peticiones del oyente, cuando Carlitos me preguntó:

—Papá, ¿me puedo tomar otro vaso?

Eché una mirada a su vaso vacío.

—¿Otro? ¿Pero ya se te ha acabado el de antes? Bebe con tiento, Carlitos, no copies a Maldonado.

—Casi nunca bebo, pero hoy…

—Laureano, pon un vaso —le dije al camarero.

—Hoy necesito beber —murmuró mi hijo con voz ronca, sin mirarme. Yo le pregunté con guasa, en plan frívolo:

—¡Vaya, hombre! ¿Amores contrariados?

Él protestó, sin alzar la mirada de la mesa.

—No lo digas en chufla, que para mí es muy serio.

—¿Qué te pasa?

—Rosa me lo ha contado todo.

Era evidente que mi hijo no quería mirarme, que no se atrevía. Le pregunté, sin entender a qué podía referirse:

—¿El qué te ha contado?

—Que era mentira, que no me quería, que no le gusto.

—Ah, yo de eso no sé nada. No me has tenido al corriente.

Ahora el chico sí alzó la mirada de la mesa, se revolvió contra mí.

—Sí lo sabes, lo sabes todo. Rosa me lo ha dicho: que fue un invento tuyo. Le pediste que me pusiera cachondo para que me quedase con vosotros. Pero lo malo es que yo me lo había creído y ahora, cuando ya remiendo los telones y ayudo a Maldonado y copio los libretos y soy cómico y apuntador, no me deja que le ponga la mano encima.

—Yo no le dije eso, Carlitos. Le dije que te tratara bien, que te hiciera la vida agradable.

—Y me la hizo, me la hizo. Pero sólo tres o cuatro veces. No te reprocho nada, ¿eh? Comprendo que tú lo hiciste para que me quedase, por mi bien. Porque si no, ¿dónde iba a ir yo? Lo que pasa es que con alguien tengo que hablarlo. Y como con esto de ir siempre de un lado para otro no se hacen amistades… No le gusto, ¿sabes?, no es otra cosa, es que no le gusto.

Le puse una mano sobre el brazo y le hablé como un padre, como un amigo.

—¿Quieres que le hable yo?

Se puso rojo como un tomate y dijo con precipitación:

—¡No, papá! ¡Tú cómo vas a hacer eso! ¡Si le dices algo, me tiro a la vía del tren!

Lo eché a broma:

—Menos mal que por aquí no pasa.

—Es un decir.

—Siento que por mi culpa… ¿No será que la cabreaste con aquello de la Engracia, la hija del señor Ceferino?

Mi hijo Carlitos se encogió de hombros.

—Eso a ella le da igual. Es moderna. Es por mi aspecto. Que no le gusto. Lo de que soy un galán joven, ella dice que no. Como ve a los de las películas…

—Pues no sé qué aconsejarte… Las mujeres… ¿Quieres otro vaso?

Antes de que el chico respondiese, llamé:

—¡Laureano!

Mi hijo sonrió con melancolía y, mirándome a los ojos, me dijo como a un amigo íntimo:

—Estamos bien los dos, ¿verdad?

Me quedé perplejo.

—¿Los dos? ¿Qué dos?

—Tú y yo.

Empecé a comprender por dónde iba mi hijo, pero fingí todo lo contrario.

—¿Yo qué tengo que ver?

—Juanita está muy rara. Me pareció. Hace tiempo. ¿Regañasteis por mi culpa?

—¡No! ¡Qué va! ¿Cómo se te ha ocurrido eso?

—No sé… Además, es muy guapa… Y esta vida, para una mujer tan guapa… ¿De verdad no quiere irse, papá?

—No, no… Al menos, que yo sepa…

El camarero había llegado junto a la mesa.

—Laureano, pon dos vasos.

—¡Carlos, Carlos! Aquí hay uno que quiere hablar contigo, un aborigen.

El que me llamaba era Maldonado, que se acercaba hacia nosotros.

—¿Conmigo?

—Sí, el que está en aquella mesa, aquel de aspecto repulsivo. En realidad, quiere hablar con tu padre, con el director de la compañía.

—Se ha acostado hace un rato —dijo Carlitos.

—Ya lo sé. Pero en ausencia del padre le da igual hablar con el hijo.

—¿Y qué quiere?

—Ahora lo verás. Tú escúchale con atención, por si acaso.

—Espéranos aquí, Carlitos. Y no tomes más vasos.

Efectivamente, tal como había dicho el perspicaz Maldonado, aquel hombre que nos esperaba en su mesa, en el otro extremo del local, tenía un aspecto bastante repulsivo. Al primer golpe de vista podría parecer la caricatura de un usurero, pero de un usurero que estuviera al borde de la miseria. Maldonado hizo las presentaciones.

—El señor Zacarías… Zacarías… ¿Cómo dijo, perdone? Recuerdo sólo el patronímico.

—Carpintero. Zacarías Carpintero.

—El señor Zacarías Carpintero, Carlos Galván.

—Mucho gusto. Siéntense, por favor.

Lo hicimos los dos, y el repulsivo, muy amablemente, se dirigió a mí:

—No le habré molestado. Estaba usted charlando con aquel joven…

—Es mi hijo.

Ah, qué envidia tener un hijo así. Muy agradable. Tiene muy buen aspecto.

Hice un ruido gutural y añadí, por si había estado poco expresivo:

—Vaya…

—Si estaban hablando de algo importante, yo puedo esperar.

—No hablábamos de nada importante. Estábamos llenando el tiempo.

—El señor Zacarías —aclaró Maldonado, como si continuase las presentaciones— es autor, autor teatral.

—¿Ah, sí?

—No exagere, amigo. He escrito una función en los ratos perdidos, eso es todo. Pero de eso a ser un Muñoz Seca, un los Quintero…

—Por algo hay que empezar —dijo Maldonado.

—Yo empecé un poco tarde, ¿verdad ustedes? Aquí donde me ven, me faltan pocos para los sesenta.

—Hay vocaciones tardías —comentó Maldonado.

—Gustarme, me gustó siempre. Pero nunca pensé que pudiera ser un trabajo serio, al que dedicarme. Yo vivo de otras cosas. Pero, ya digo, en mis ratos libres al fin me he decidido a escribir una función entera y la he escrito.

—Ah, muy bien —asentí.

—Lo que pasa es que viviendo en un pueblo como éste, es difícil echarla. Porque yo no quiero que la echen los del pueblo, como las de la Pasión. No, yo quería que la echasen cómicos de verdad. Porque las funciones echadas por cómicos ganan mucho. No son lo mismo que leídas en voz alta. Por aquí pasa también la compañía Calleja-Ruiz, ya la conocerán…

—Sí, mucho —afirmé.

—Pero esa compañía no me va, porque es un poco seria. Y mi función, ya lo verán, es de risa. En cambio ustedes, en la que echaron ayer estaban que ni pintados. Sobre todo el Galván mayor.

—Mi padre.

—Sí, su padre. ¡Ése tiene cada golpe…!

Maldonado movió la cabeza, lleno de sincera admiración.

—Un maestro, es un maestro.

—Ni pintados, ya les digo. Bueno, y eso es todo: yo quería saber si podían echar ustedes mi función.

No era la primera vez, ni muchísimo menos, que nos encontrábamos en un trance semejante. Pero nos ocurría siempre lo mismo: que no sabíamos qué hacer. ¿Nos hallábamos ante un filón de oro o ante una lastimosa pérdida de tiempo? Yo miraba a Maldonado y Maldonado me miraba a mí. Yo rompí a hablar y dije esto:

—Pues… No sé… En principio…

Maldonado me ayudó.

—No es fácil, porque…

Le interrumpió el señor Zacarías Carpintero.

—Ya sé que no es fácil. Hay mucho que estudiar, mucho que trabajar.

—Y no es sólo eso —dije—, sino que nuestra compañía tiene ya un repertorio…

De pronto, Carpintero se puso a hablar de lo que nos interesaba.

—Supongo que echar una obra nueva lleva consigo unos gastos…

—Claro, claro —afirmé.

—Y no sé si ustedes, de momento, tienen caja.

En sus funciones de gerente, intervino Maldonado.

—Pues, no; así, de momento, para un nuevo empeño, no.

—Hará falta algún dinero para decoraciones —prosiguió el autor novel—, porque mi función tiene mucha variedad; y para hacer algunos trajes y comprar un artefacto que sale. Y eso es lo malo; ahí tropezamos con dificultades, porque yo, si bien soy hombre de posibles…

Eché una mirada, quizá demasiado indiscreta, a su disfraz de mendigo de teatro.

—… aunque me esté mal decirlo, me veo obligado a llevar una administración muy restringida de mis bienes, y para esto no dispongo más que de quince mil pesetas.

¡Quince mil pesetas! ¡¡Quince mil pesetas!! Nunca había visto esa cifra, ¡nunca! Mejor dicho, sí, creo recordar que la había visto alguna vez cuando recortaba de los periódicos las noticias sobre los presupuestos generales del Estado.

A pesar de la música de la radio, a pesar de las voces que daban los clientes que llenaban el local, Maldonado y yo habíamos oído perfectamente al señor Zacarías Carpintero.

A Maldonado se le cayó el vaso al suelo. Estoy seguro de que lo tiró él mismo para poder meterse bajo la mesa y que el señor Zacarías no le viera la alegría incontenible. Yo estuve más sereno:

—Bueno…, verá… Ya le digo que en principio…

—La cuestión de las cifras…

Maldonado iba surgiendo de debajo de la mesa con el rostro totalmente contraído para evitar que las comisuras de sus labios se disparasen hacia las orejas y delatasen su regocijo.

—La cuestión de las cifras —prosiguió— habrá que posponerla a la lectura y posterior estudio del texto.

—Desde luego —aceptó el autor—. Pero yo quería adelantarles que si resulta más cantidad, no dispongo de ella. Tendría que escribir otra función más económica. Pero habría que dejarlo para el año que viene.

—Mejor leer ésta —insinuó Maldonado—, ¿no te parece, Galván?

—Por supuesto.

—¿Quieren ustedes que vayamos a mi casa? Allí tengo la función, que me la ha copiado el señor cura de Espinoso, que tiene mejor letra que yo. Vamos a mi casa, ¿no? Porque aquí hay mucha gente, mucho ruido.

La casa del señor Zacarías era de las mejores del lugar, quizá la única buena de verdad. Por dentro, lo que más me llamó la atención fue que estaba toda llena de trastos viejos, baúles, arcones, biombos, armarios, unas bicicletas, lavabos, máquinas de coser y santos, muchos santos por todas partes. Había un Sagrado Corazón, un San José, una Nuestra Señora del Perpetuo Socorro y varios sin identificar.

—Bueno, pues aquí está la función.

Y nos alargó seis u ocho cuartillas cosidas con una cinta de color de rosa.

—Yo se la leería ahora, pero creo que es mejor que se la lean ustedes, el uno al otro, que tienen mejores voces. Y si después creen que vale la pena que la oiga su padre de usted y se animan a echarla, me lo dicen mañana.

—Sí, esta noche tenemos tiempo de leerla —dije—. No es demasiado larga.

—¿Verdad que no? He procurado que no aburriera al personal, porque eso es lo peor. Digo yo que mejor sería echar primero la función en otro pueblo que no fuera éste. Que estén ustedes tres días y echen ésta entre paño y bola. En Navahonda, por un decir.

—Habría que hablar con el señor Basilio, el del Casino —dije.

—Van de mi parte, y arreglado. Aquí, en esta comarca, no ando mal de influencia. Lo que yo diga va a misa.

—En ese caso —opinó Maldonado—, mejor sería hacer tres o cuatro días en cada plaza. Alcorque, Cabezuelas, Higueruela, Poblacho y seguir hacia Extremadura, que están en ferias.

—No, no —se opuso rotundo el señor Zacarías— ¡para el norte! Navahonda, Pozochico, Revuelta…, para Talavera, para Talavera, ¡y para Madrid!

Al salir de casa del señor Zacarías, Maldonado y yo tardamos un rato en cambiar palabra. Yo le miraba de reojo a él y él a mí. Seguro que los dos nos preguntábamos lo mismo: ¿el señor Zacarías estaba en sus cabales?

Maldonado se fue al bar, a ver si averiguaba algo sobre él, y yo al cuarto de la posada a leer la función. Ya muy entrada la noche, regresó Maldonado.

—Misión cumplida.

No consiguió decirlo de una manera tan clara como él hubiera deseado, porque se le trababa la lengua.

—¿Qué misión? ¿Liquidar la bodega?

Se disculpó:

—He tenido que alternar. Una copita con uno, otra con otro…

—¿Y te has enterado de algo?

Se dejó caer pesadamente en una silla.

—De bastante. ¿Tú la has leído?

—Dos veces.

—¿Cómo se titula?

Canuto, no seas bruto.

—No está mal. Tiene gancho.

—¿Tú crees?

En el rostro de mi compañero apareció su característica sonrisilla de medio lado.

—Vete haciendo a la idea —me dijo— de que no están mal ni el título ni la comedia.

—La comedia dura un cuarto de hora.

—Mejor. Así no cansa.

—Es demasiado corta. `

—Se le dice a tu padre que la alargue.

Yo cogí el libreto, lo hojeé y lo tiré, despectivo, sobre la cama.

—Son sólo trozos de otras funciones, de las que él ha visto.

Pedante y enfático como casi siempre, aunque en esta ocasión el énfasis perdía brillantez por los efectos del alcohol, Maldonado me miró como a un niño de la doctrina, y me dio una de sus habituales lecciones.

—Si tuvieras más lecturas, Carlos, sabrías que así han escrito siempre los grandes maestros: Shakespeare, Molière, Luca de Tena…

Yo seguí criticando al novel autor:

—En cada página dice dos veces: se juntan todos y bailan.

—¿Es una zarzuela?

—No sé lo que es. ¿Te acuerdas de aquella que nos recitó un pastor hace dos años?

—Sí.

—Pues parecida. Pero el vate que creó aquélla era un simple pastor, y el ingenio que ha compuesto Canuto, no seas bruto es nada menos que el mayor usurero de estas tierras. La plebe, los menestrales, incluso los señores, todos le ponen a parir, pero porque no hay nadie que no esté empeñado con él.

—Hay que aprovechar la ocasión, Carlos. No tenemos más remedio. En la fonda de Ciudad Real se deben tres meses. Me ha dicho el Pelusa que no aguanta más. Tenemos que irnos a la posada de Abenójar.

—A dormir con los arrieros, todos revueltos.

—En promiscuidad, sí. Pero por cincuenta duros tenemos un mes para todos.

—¿Y tú crees que con el señor Zacarías…?

—Con el señor Zacarías podemos hacer todas las plazas que queramos. Ahorrar algo. Y pagar un poco a cuenta al Pelusa, para que se calme.

—A nosotros nos perjudica no tener una furgoneta, como los Calleja-Ruiz. ¿Tú crees que si encontramos una de segunda mano, a plazos, el señor Zacarías nos avalaría?

—Si le decimos que conviene para su función… También, con el primer dinero, debíamos pedir a Madrid que nos mandasen otros telones. Si fuéramos a plazas más importantes, así no podríamos presentarnos.

—Yo no aguanto más esta miseria, Juan.

—Pues yo con esta miseria he vivido bastante bien. Ahora es cuando empiezo a verlo todo negro. El señor Zacarías es como una lucecita en el bosque. De momento, hay que ver si comemos la semana que viene.

Quedamos en que para eso lo mejor era que mi padre leyese inmediatamente la obra, y al día siguiente nos acercaríamos los tres a casa del autor.

Nada más sentarnos, el señor Zacarías Carpintero fue directamente al grano.

—Habrán visto ustedes que la función tiene buenos golpes.

—Sí, no le faltan —concedió mi padre.

—Lo de los cuescos que se tira el millonario al final, lo añadí de prisa y corriendo después de verles la función de ayer. ¡Porque hay que ver lo bien que se tira usted los cuescos, Galván!

—Es un efecto que nunca falla. Si se hace con oportunidad, naturalmente.

—Pero dígame también lo que les ha parecido mal, ustedes que tienen práctica. Porque la cosa tendrá sus fallos. Y es mejor arreglarlos que callárselos.

Mi padre, con prudencia, después de recorrernos con la mirada, tomó la palabra para insinuar una leve objeción.

—Yo, todo lo más, suprimiría los bailes. Como nuestra compañía no es musical…

El señor Zacarías casi dio un bote en el asiento. Fulminó a mi padre con la mirada y gritó, escandalizado, como si le hubieran mentado a alguien de la familia:

—¿¡Suprimir los bailes!? ¡Eso sí que no!

Mi padre inmediatamente recogió velas y trató de quitar hierro a su objeción.

—Algunos, algunos… Quizá hay demasiados. Ha puesto usted dos en cada página.

El señor Zacarías replicó inmediatamente, segurísimo de sí mismo y de su obra:

—Dieciséis en total. No he visto ninguna revista ni en Talavera ni en Ciudad Real ni en Madrid, que tenga menos músicas…

—Pero nosotros… —intentó explicar mi padre.

El otro no le permitió explicaciones.

—¡Ah, no! ¡Por ahí sí que no paso! La Cenicienta del Palace, Yola, Doña Mariquita de mi corazón, Ana María, todas dieciséis músicas; de dieciséis para arriba, que las he contado.

Mi padre tosió para hacer algo, por tomarse tiempo. Maldonado me lanzó una mirada como de náufrago. Yo miré al Sagrado Corazón, que estaba entronizado en un ángulo de la lúgubre estancia, pidiéndole ayuda, ya que en la colección de santos faltaba san Ginés, nuestro santo patrón. La lucecita del bosque parpadeaba, estaba a punto de apagarse.

Al fin, mi padre prosiguió:

—Pero… convertir Canuto, no sea bruto en una revista quizá fuera dificultoso.

Aquella mueca horrible del señor Zacarías parecía que intentaba expresar sorpresa… Pero, no; expresaba ira, una ira incontenible.

—¿¡Cómo convertir!? ¡Si es una revista! ¡Es una revista!

Mi padre ya no tenía más velas que recoger, más hierro que quitar, pero el hombre se esforzaba. Habló con voz meliflua, un tanto cercano al ridículo.

—Sí, sí desde luego. Me he expresado mal. Quiero decir que sería dificultoso para nosotros montarla, ponerla en escena… ¡darle vida!, que, al fin y al cabo, es nuestra misión.

—¿Por qué?

—Pues… por varias razones…

Mi padre mostró el ejemplar.

—Por ejemplo, aquí tenemos sólo el texto, muy ingenioso, por cierto, y muy bien escrito…

—Lo copió el señor cura de Espinoso, ya les dije.

—Pero ¿y la música? Porque aquí dice: «Se juntan todos y bailan». «Se juntan todos y bailan». «Se juntan todos y bailan»… Pero ¿el qué?

El señor Zacarías nos fue recorriendo a los tres con la mirada, asombradísimo.

—Ah, pero ustedes ¿no saben músicas?

Fui yo el que contesté precipitadamente.

—Sí, sí, sabemos, sabemos.

Muy serio, muy profesional, se sumó a mi respuesta Maldonado.

—Sabemos varias. Las de moda.

—Y algunas antiguas —afirmó mi padre ampliando el repertorio.

—¿Pues, entonces?

—Hay también el problema de las chicas —insinuó mi padre—, las chicas del conjunto. Nosotros en nuestra compañía no traemos.

—¿Cómo que no? Traen ustedes dos mozas que valen la pena, creo yo. Como ésas en el pueblo no las hay. Y eso que las sacan ustedes de trapillo. Que ya las quisiera yo ver con poca ropa, y lentejuelas y plumas.

Mi padre volvió a utilizar su voz meliflua para replicar:

—Pero para un conjunto de revista, quizá sean pocas.

Réplica inútil, pues a aquel hombre no había quien le apease de sus convicciones.

—Pues se traen más. De Talavera, de Ciudad Real. Las que hagan falta. Pero hombre, si ahora todas las chicas del mundo quieren ser artistas, ¡todas! Y nosotros necesitamos…

Echó mano de un papelito que ya tenía preparado y comenzó a leer:

—La vedete, la segunda vedete —que las tienen ustedes—, doce para el conjunto y cuatro modelos con unos cuerpos de la hostia, aunque no canten ni bailen. La Celia saca más, pero en el Martín sacan menos.

Con una sonrisa de lo más cobista, dije:

—Se ve que está usted enterado.

—Afición, afición nada más.

—Pero… todo eso resultaría carísimo —se atrevió a decir mi padre.

—¿Cómo carísimo? Pues ¿en qué pensaban ustedes gastarse las quince mil pesetas?

Intervino Maldonado, puesto que se hablaba de cifras.

—Aún no habíamos pensado en qué. Porque hay que hacer unos cálculos, unos presupuestos…

Esto le pareció muy bien al usurero.

—Y muy ajustados, ¿eh?, muy ajustados —advirtió—. El dinero, si se administra, luce. Si no, no luce. Con las quince mil, hay que pagar a las chicas, hay que hacerles vestidos nuevos, de mucho relumbre y poca tela, hay que hacer decoraciones, y construir el artefacto, la cama ésa en la que todos los que se tumban desaparecen, que es un buen golpe, ¿verdad?

Mi padre no consiguió disimular del todo la tristeza que empezaba a invadirle al elogiar el ingenio del autor.

—Sí, yo me reí mucho, mucho.

—Pues ustedes dirán. De ustedes depende. Si creen que con esto —se refería al original de su obra completa— y las quince mil pesetas, hay revista, vamos palante. Y si no, es perder el tiempo. Porque la revista, la música, la picardía, las chicas medio en pelota, es lo que tiene porvenir. Y lo que a mí me gusta, ahora que estamos en confianza. Y que no salga de aquí.

—Descuide, señor Zacarías —se comprometió mi padre.

—Una vez, en Madrid —siguió el usurero—, un amigo me llevó a un teatro de revista por dentro, al escenario. Trabajaba Celia Gámez.

—Sería el Alcázar dije.

—Sí, ése. Las chicas subían y bajaban corre que te corre por las escaleras, tocaba la orquesta, se encendían las luces, y las chicas corre que te corre… ¡una gloria!

Titubeante, dudoso, mi padre volvió a sus objeciones:

—Pero, aparte de que ese género no es nuestra especialidad…

Ahora no fue el autor, sino Maldonado quien interrumpió a mi padre.

—Eso no, porque nosotros no tenemos una línea definida.

Yo eché una mano a Maldonado.

—Es verdad. Hemos hecho de todo, de todo.

Mi padre cazó al vuelo nuestra intención, y agregó:

—Es cierto, pero lo que digo es que no sé si las quince mil serán suficientes.

Estuvo tajante el novel:

—No dispongo de más para el arranque. Luego, si la función gusta y hay éxito, lo que se coja revierte en el negocio y quizá podría animarme y poner algo más para llegar a Talavera y quién sabe si a Madrid, si le veo posibles. Porque ésa es mi meta, ¿eh?, Madrid. Yo le echaría más dinero para que la revista quedara más bonita y la echáramos en Madrid.

En el colmo del cinismo, afirmó mi padre:

—Sí, eso es posible.

—Mi meta de verdad es codearme con Celia Gámez. Ésa es mi meta; y si llego a Madrid como autor y como empresario…

En señal de asentimiento movió la cabeza Maldonado.

—Sí, podría codearse.

—Pues ya lo saben. Si creen que con Canuto, no seas bruto y con las quince mil, hay revista, vamos al toro, pero si no… yo pierdo el entusiasmo.

El horizonte se ensombrecía. Con las quince mil y con nuestra ayuda, no era fácil que el señor Zacarías llegase a codearse con Celia Gámez. Maldonado y yo sabíamos que, de momento, nuestra única posibilidad de sobrevivir era agarrarnos como a un clavo ardiendo a las aficiones teatrales del usurero, pero mi padre estaba a punto de echar por tierra el negocio.

—En cuanto a que el día de mañana usted consiga eso, es posible. Pero hoy por hoy, para la semana que viene, quiero decir…

Afortunadamente, el entusiasmo del señor Zacarías, contrarrestaba el pesimismo de mi padre.

—¿Por qué no lo piensan ustedes? ¿Quieren que les saque unos vasos de agua y lo van pensando? ¿O prefieren vino? Creo que queda algo por ahí.

Todos dijimos que sí, que para pensar preferíamos vino. El señor Zacarías sacó unas copas muy pequeñas, nos las sirvió mediadas, y los tres nos pusimos a pensar durante un rato.

El que rompió el hielo fue Maldonado.

—¿Por qué no hacemos lo que hacen en Madrid?

—¿Qué hacen en Madrid? —preguntó el señor Zacarías.

—Quiero decir montar la revista como las montan allí.

Mi padre y yo mirábamos a Maldonado con la misma curiosidad que el usurero, que fue quien preguntó:

—¿Y cómo las montan?

—Allí las revistas, al principio, cuando arrancan, no son tan largas como usted las ve.

—¿Ah, no?

—No. Ni tienen tantos números musicales. Lo que pasa es que usted las ve en la representación doscientas o trescientas. Pero al principio son mucho más cortas, para ir probando. ¿Verdad, Arturo?

—Sí, claro, claro.

Mi padre y yo movíamos rítmicamente nuestras cabezas, acordes con lo que explicaba Maldonado, que prosiguió con desparpajo:

—Algunas revistas he visto yo que, al principio, no tenían más que un número.

Se le cayeron las gafitas al señor Zacarías cuando exclamó incrédulo:

—¡No me diga!

—Como lo oye. Se echan primero en cafés, en salas de fiesta… Y si gustan, se van alargando, alargando. ¿Usted recuerda esa que ha dicho antes, Doña Mariquita de mi corazón, que tenía un número del Jueves Santo?

—¡Ya lo creo que la recuerdo! —respondió el señor Zacarías, y para demostrárnoslo, tarareó la música.

—Bueno, pues al principio era un función religiosa y no tenía más que ese número. Luego, le fueron añadiendo, añadiendo…

El señor Zacarías estaba absolutamente convencido.

—Ya me parecía a mí que ese número pegaba poco.

—Natural —corroboró Maldonado.

Yo eché mi cuarto a espadas.

—Comprenderá usted, señor Zacarías, que en unos espectáculos tan caros, no se van a atrever a estrenar todas las músicas de a un tiempo.

—Van probando —explicó Maldonado.

—Lo veo muy prudente —dijo el señor Zacarías.

—Digo que eso mismo podríamos hacer nosotros —opinó Maldonado, consultándonos a todos con la mirada—. Empezar con los decorados que tenemos. Remozados, eso sí. Y con solo dos números musicales, que los podrían interpretar a la perfección Juanita Plaza y Rosa del Valle.

—¿Sin conjunto? —preguntó el autor.

—De momento… En uno de los números podían salir las dos juntas. Con vestidos nuevos, ni que decir tiene. Vestidos de revista.

—Sí, porque si no, yo no entro, no entro.

—Que vemos que hay éxito en las primeras actuaciones, se van añadiendo en las siguientes cuadros nuevos, decorados, músicas, vestidos, chicas…

—No me parece mal procedimiento, si dicen ustedes que así se hace en Madrid.

—En Madrid y en Broadway —informó Maldonado.

—Pero… en ese caso, digo yo que las quince mil pesetas están de más, no hacen falta para nada.

A los tres se nos ocurrió llevarnos las manos a la cabeza.

—¿Cómo que estarán de más?

—Siempre habrá gastos.

—El dinero se va sin sentir.

El señor Zacarías se puso gracioso:

—No señor, sintiéndolo mucho.

Mi padre soltó la carcajada más histriónica que nunca le había oído.

—¡Qué ingenio, qué ingenio!

—Muy agudo, señor Zacarías —dijo Maldonado.

—Yo lo suelto si es para la revista con chicas y luces y decoraciones y ¡hala!, camino de Madrid. Pero si la cosa va a ser sólo de probatura, doy un dinero de probatura, pero no los tres mil duros.

—Son imprescindibles cuatro vestidos de fantasía para las actrices y uno de paisano para cada uno de nosotros —le replicó Maldonado.

—Y otros tres para la apoteosis —añadió mi padre.

—Y repintar los telones —dije yo.

Y el señor Zacarías redondeó la lista:

—¡Y construir el artefacto! Sí, eso es. Para todo eso me alargo … me alargo hasta tres mil pesetas. Pero sin regateos. De ahí no paso.

A mi padre se le aflojaron todos sus músculos, se hundió en la butaca.

—¿Tres mil pesetas? —gimió, sumido en la más negra decepción.

—Tenga usted en cuenta, señor Zacarías —dijo Maldonado—, que sólo encontrar mujeres que cosan… Y hay que comprar madera.

Y añadió rápido, decidido:

—¿Se alarga usted a cinco mil y nos damos la mano?

El señor Zacarías Carpintero tendió su garfio derecho, en cuyo dorso lucía tres o cuatro verruguitas.

—Cuatro mil quinientas, y aquí tienen ustedes la mía.

—No se hable más —musitó mi padre con una especie de profundo suspiro o sollozo.

Yo sonreí, campechano:

—Y que esto no sea más que el principio.

Nuestro financiero preguntó como con indiferencia:

—¿Puedo ir a algún ensayo y a las pruebas de la ropa?