De cómo a los cómicos le llegaron tiempos peores
Sí, estaba yo… Estaba yo… Lo recuerdo muy bien… En el teatro Infanta Isabel, de Madrid. Estrenábamos aquella obra de Víctor Ruiz Iriarte… Lo que he olvidado es el título… Parece imposible, ¿verdad?, pero lo he olvidado. Bueno, no lo he olvidado, pero ahora, de momento, no lo recuerdo… Pero lo tengo en los recortes de prensa, porque yo guardo todos los recortes… Luego lo miro… Era algo así como La secretaria y el amor… No, no era eso, qué tontería. El amor de la secretaria. Tampoco. Si me oyera don Víctor… Pero sí, me acuerdo muy bien… En el tercer acto. Yo utilicé mi recurso de la voz gangosa y tuve un éxito. No sólo por ese recurso, sino porque le puse corazón, mucho corazón. De fondo se oía Para Elisa, que había elegido don Víctor.
Como final de nuestra escena, Isabelita Garcés había dicho entre carcajadas del público, aquel monólogo tan divertido en que hablaba de la primavera y explicaba que lo malo era que ella tenía alergia al polen. Después yo, antes de hacer mutis decía un párrafo corto, pero gracioso. A medio párrafo, una carcajada. Y cuando dije aquello de que le mandaría una postal desde Logroño y después hice mutis, más risas y una ovación.
Salí a saludar. En aquel tiempo todavía se saludaba en los mutis. Las palmas echaban humo. De verdad, de verdad… Y estaba allí lo mejor de Madrid.
Cuando acabó el estreno entraron en mi camerino, a felicitarme, Antonio Vico, Lemos, Closas… Pero lo que no olvidaré nunca es el abrazo del gran Daniel Otero, la primera figura de nuestra escena, que repetía una y otra vez: «¡Qué vis cómica tan original! ¡Qué vis cómica tan original!».
El doctor Arencibia, joven, de buen aspecto, seguro y con una amable autoridad, se inclina hacia Carlos Galván. Están los dos en el despacho principal del asilo. Los envuelve la luz de la tarde que llega desde el ventanal, matizada por los visillos.
—Señor Galván, señor Galván…
—¿Qué?
—¿Era eso lo que estaba usted recordando?
—Sí.
—Bueno, siga, siga…
—¿No era esto? Cuando en el teatro Infanta Isabel, de Madrid…
El doctor consulta sus apuntes.
—Yo acabo de anotar: Ciudad Real; al día siguiente, trabajo en Navaseca.
—Ahí, sí, es verdad… De pronto, la cabeza se me ha ido… Pero ya recuerdo, ya recuerdo…
Mi hijo acababa de decirme que él no podía ir a trabajar al día siguiente a Navaseca porque tenía que hacer.
—¡Claro, claro que tienes que hacer! —grité muy enfadado—. ¡Tienes que empaquetar los trastos y barrer la tarima! ¡Y ayudar a colgar los telones!
—No puedo, de verdad. ¿No podéis dejarlo para pasado mañana?
—Pero ¿tú qué te has creído?
—Maldonado, que es el gerente —dijo Carlitos imperturbable—, a lo mejor lo puede arreglar.
—Juan bastante ha hecho con encontrarnos esas fechas.
Carlitos, quejoso, protestó:
—Cuando yo no estaba, os arreglabais solos. Ahora parece que soy imprescindible.
Aquello me llegó al alma. ¡Imprescindible! ¡El zangolotino empezaba a creerse imprescindible! Sentí que la ira se me agolpaba en la garganta cuando grité:
—¡Sujétame, Maldonado, sujétame! —Increpé a mi hijo:— Pero ¿qué cojones tienes que hacer?
—Tengo partido.
Creí que no había, comprendido bien.
—¿Partido? ¿Partido de fútbol?
Mirándome como si yo fuera un retrasado mental, mi hijo Carlitos afirmó:
—Sí, claro. ¿De qué va a ser?
—Pero ¿tú eres futbolista?
—No, pero las doy bien.
La tranquilidad, la serenidad, la indiferencia de mi hijo en sus respuestas me tenían perplejo. ¿Era un cínico o era un imbécil?
—¿Y te has creído que por jugar al fútbol puedes dejar el trabajo?
—También es un trabajo, papá.
—Quizá el chico no va descaminado —dijo Maldonado—. Quizá fuera mejor, más rentable, que empezáramos a entrenarnos todos y formáramos un equipo.
El humor de Maldonado no me pareció oportuno.
—Cállate, Juan.
—Yo le veo más porvenir… —insistió—. ¿Qué te parece? Tu tía Julia, tu padre, Rosita, tú de medio centro…
—¡Que te calles, no estoy para cofias!
Carlitos nos explicó:
—No salió de mí… Mañana juegan en Cabezales el Cabezales contra el Higueruela… Pero a los de Higueruela les faltan tres porque jugaron el domingo contra el Poblacho que son eternos rivales, y sacaron muchos lesionados. Unos de Higueruela que andan por aquí me vieron dar unas patadas al balón y me dijeron que saliera con ellos.
—Pero ¿no te das cuenta? ¡El fútbol es la competencia! ¡Es nuestro peor enemigo! ¡Peor que las películas, peor que las novelas de la radio! ¡Nos destruye los domingos! ¡Y tú, un hijo mío, no quiere trabajar, para ponerse en calzoncillos en un solar y…!
—No lo hago por obi.
Me le quedé mirando un momento, en silencio. Pero ¿qué coño quería decir?
—¿Que no lo haces por qué?
—Por obi —repitió, muy seguro.
—Pero ¡qué dices!
—Que no lo hace por afición —aclaró Maldonado.
—¿Ah, no? ¿Pues por qué leches lo haces?
—No, papá. Es que me dan la merienda.
Recuerdo que no supe qué decir. Me quedé como se deben de quedar los boxeadores cuando les aciertan en la mandíbula. Sentí en seguida algo así como una congoja. Luego me vino el recuerdo del hambre, que se transformó en hambre verdadera. Como no supe qué decir, no dije nada. Me quedé callado. Le agradecía mucho a Sergio Maldonado que hablase él.
—¿A qué hora es el partido, Carlitos?
—A las tres y media.
—Después de acabar, si alguien te acerca, tendrías tiempo de llegar a Navaseca. Nosotros no empezamos hasta las ocho. Y podías echar una mano.
—Siempre habrá alguien que me acerque —dijo el chico dando facilidades—. Si no me lesionan…
—Hombre, no te pongas en lo peor. A tu abuelo yo le hablaré. Le contaré lo de la merienda.
Di unas palmadas en la espalda a Maldonado. Todavía no he dicho que de todos nosotros el más inteligente era él, aunque fuese el peor cómico de la compañía.
Ganó el Cabezales al Higueruela, pero no recuerdo el tanteo. Como ganaron los de casa, no hubo demasiados incidentes y mi hijo Carlitos llegó a Navaseca a tiempo de ayudar algo, aunque no hizo de apuntador porque aún no había adquirido la suficiente velocidad en la lectura.
Al día siguiente no teníamos trabajo, había película. Después de comer sesteábamos algunos en el patio de la posada. Hasta nosotros llegaba la voz del pregonero que anunciaba para aquella tarde la película Margarita Gautier, por Greta Garbo.
De pronto, llegó al patio Maldonado, muy alegre, dando voces:
—¡Arturo, Carlos, doña Julia! ¡Vamos, vamos, se acabó la siesta!
—Pero ¿qué pasa?
—¡Sorpresa! ¡Hay sorpresa! ¡San Ginés y el espíritu del viejo Tespis se han acordado de nosotros! Si nos ponemos en marcha ahora mismo, podemos trabajar esta tarde en Revuelta. ¡Deprisa, deprisa, que no hay tiempo que perder!
Mi padre se levantó de un salto. Pasó la mirada sobre los que allí estábamos para ver los que faltaban.
—¡Juanita! —llamó.
—¿Qué quieres? —respondió la voz lejana de Juanita. Respondí yo:
—¡Hay que salir para Revuelta!
—Nos lleva una camioneta —explicó Maldonado—. Ya está ahí, esperando.
—¿Y Rosa y el chico, por dónde andan? —preguntó mi padre.
Eso quisiéramos saber todos: por dónde andaban. No se los encontró por ninguna parte. Y yo los busqué hasta debajo de las camas. Y encima también. Por el chico daba lo mismo, aunque él se creyera imprescindible. Pero sin Rosa no podíamos hacer la función.
Nos repartimos para recorrer el pueblo. Inútil. Yo los había empujado el uno hacia el otro, pensando que hacía un bien. ¿Habían huido juntos?
Pero no. Fue mucho peor que eso. ¡Se habían ido al cine!
—¿¡¡Al cine!!? —clamaba mi padre hecho una furia, cuando se presentaron los dos desaparecidos—. ¿¡Y porque vosotros os vais al cine como dos gilipollas no hemos podido ir a Revuelta!?
Mi hijo, tembloroso, se disculpaba:
—Yo no sabía nada, abuelo.
—¡Cálla, mamón! ¡Ayer al fútbol y hoy al cine! ¡Pero tú… tú eres… tú eres un enemigo pagado! ¡Todavía si os hubieseis escapado juntos, para estar lejos de nosotros…! ¡Si os hubieseis escondido en el granero, a joder! ¡Eso, todavía, sería comprensible! ¡Pero, al cine! ¡¡Al cine, cabronazos, traidores!!
Mi prima Rosa intentó justificarse:
—No era una película como otra cualquiera; era una película de la Greta Garbo.
—¡Aunque fuera una película de la abuela que parió a la madre de la Greta Garbo!
Mi tía se interesó por una cuestión marginal:
—¿Y habéis ido pagando?
—Claro —respondió mi hijo.
La indignación de mi padre llegó al máximo.
—¡Eso: encima, dándole nuestro dinero al peliculero!
—No es Solís —dijo Carlitos.
—¡A mí qué carajo me importa! ¿Dejará de ser un peliculero? ¿De robarnos el pan?
Mi prima decidió plantarle cara.
—Yo, si quiero seguir en el teatro, tengo que aprender.
—¡Qué tiene que ver el cine con el teatro! ¿¡Cuándo coño has visto tú que yo me vaya a ver una del Gordo y el Flaco en vez de cumplir con mi obligación!?
Mi tía Julia, feroz, amenazadora, agarró a su hija de una mano.
—¡Menuda te espera ahora, Rosa, menuda te espera!
Dando zancadas a un lado y a otro, gritaba mi padre:
—¡Quitarlos de mi vista, quitarlos de mi vista! ¡Me cago en vuestro padre y en vuestra madre, aunque sean de la familia!
Llegaron malos tiempos. Para ser más exacto: llegaron peores tiempos. A veces íbamos a un pueblo sin estar apalabrados, porque otra cosa más segura no teníamos, y nos dejaban hacer una función. Pero así, lo corriente era que sacáramos muy poco. Al acabar el trabajo había que pasar la gorra…, y lo que quisieran echar.
Para mí esos malos tiempos tenían sólo una cosa buena. Y no la olvido. Aquí y aquí tengo marcado su recuerdo: en la cabeza y en el corazón. Aquí y aquí. Esa única cosa buena era Juanita. Su amor.
Como yo ya le había aclarado a mi hijo Carlitos la situación, Juanita y yo hacía tiempo que habíamos vuelto a dormir juntos. Su cuerpo alegraba mis noches, que si no…
Eché una mano sobre su hombro y le susurré al oído:
—Si no fuera por ti, Juani, porque te tengo cerca…
—Estoy muy cansada, Carlos.
Y retiró mi mano.
—Yo también —dije, acercándome más.
—Pues no se te nota. Descansa.
—Éste es mi único rato bueno.
—Estoy deshecha.
—Lo comprendo. Cuatro kilómetros hasta el cruce; luego, el autocar.
—Creo que me ha destrozado más el traqueteo del autocar que lo que hicimos a pie.
—Sí, estos autocares…
—Descansa, Carlos.
—Si estoy descansando. Ya lo sabes, yo descanso así. Cada uno descansa a su manera.
—Sí, es verdad. Habrá gente ahora en otro lado, no sé dónde, que esté descansando mejor. O que no esté tan cansada.
—Sí, seguro que la hay. Pero eso a nosotros, ¿qué nos importa? Ahora estamos tú y yo, Juani, tú y yo, aquí… Yo estoy contigo, con tu boca, con tus hombros…
Cansadísima, suplicante, Juanita protestó:
—Pero, Carlos…
—¿Qué hago? ¿Me quito?
Su voz en la oscuridad me pareció más tierna, o resignada.
—No, no. Si quieres…
—Claro que quiero, Juani. Quiero porque… porque te quiero.
—Yo también te quiero, Carlos, también te quiero… Abrázame, Carlos. Abrázame más, Carlos, más fuerte…, más fuerte. Como si no pudiéramos separarnos nunca.
Ya digo… Recuerdo…, recuerdo que ésos eran mis únicos ratos buenos, mis únicos momentos de felicidad. Porque por lo demás, mi hijo, el zangolotino, significó muy poco para mí. Era tan distinto… Y aunque mi trabajo me gustara mucho, el hambre no me dejaba disfrutarlo. Pero me consolaba la voz de Juanita, así, en la noche, su carne, sus caricias…
—No te duermas, Carlos, no te duermas… —dijo en voz muy baja.
—¿Eh? ¿Qué? —pregunté yo, recién dormido.
—Que no te duermas.
—No, si no me había dormido todavía.
—Sí, empezabas a dormirte. Pero tengo que hablarte.
—¿Ahora?
—Sí. Ahora. Escucha, Carlos. Ha sido la última vez.
—¿Qué dices?
—La última vez. Me voy.
—Pero…
—Sí, has entendido bien. Estás despierto y has entendido bien.
—Juanita…
—Me voy. No puedo más. Me voy.
Galván ha enmudecido. Sus ojos están clavados en el ventanal por el que se ve el mustio jardín de la residencia. No hay ningún jubilado tomando el sol. Todos están arriba, frente al televisor. Parece como si al cómico le hubiese distraído el vaivén de una hoja mecida por el viento, el vuelo de un pajarillo.
—¿Qué le sucede, señor Galván? ¿Ocurre algo en el jardín?
—No, nada. No hay nadie.
—Pues, entonces…
—Qué curioso. Me he quedado en blanco… No recuerdo nada… Ni siquiera sé de qué estábamos hablando…
—¿Está seguro?
—Seguro. ¿Por qué iba a decir lo contrario? Sólo sé… que ahora estamos en mil novecientos setenta y tres.
—Su hijo Carlitos, ahora ¿cuántos años tiene?
Galván, por un momento, se encierra dentro de sí mismo. Aparta la mirada de su interlocutor y echa cuentas con los dedos. Musita algo, quizá alguna fecha.
—Digo yo que tendrá… poco más o menos… cuarenta y tantos. Nació antes de la guerra civil. En lo que llamaban el bienio negro.
—¿Y el otro? ¿Cómo se llama el otro?
—Mariano, el de la Uceda. Se llama Mariano. Y ahora debe de tener… alrededor de treinta. Nació al acabar la segunda mundial. ¡No! ¡No! ¡Quite esa música! Hoy me duele, me hace daño escucharla. Tiene usted razón: no me he quedado en blanco. No me he olvidado de aquello. ¡Qué más quisiera yo! Con su permiso, ¿puedo encender un pitillo?
—Sí, fume, fume.
Le tiemblan las manos a Carlos Galván al encender el pitillo. Le ha entrado humo en los ojos. Por eso se le irritan, se le humedecen, y se restriega los párpados con los nudillos, antes de volver a recordar…
—¿Por qué, Juanita? —sentí que me temblaba la voz—. ¿Por qué te vas?
—Son muchas cosas, Carlos, no es una sola. Últimamente, desde que ha llegado el chico, tú has cambiado mucho.
—¿Que yo he cambiado?
—Has cambiado en tu trato conmigo.
—Pero ahora ya, desde que hablé con él de lo nuestro, volvemos a dormir juntos.
—No se trata sólo de eso. Durante el día no estás como antes. Me hablas menos. Y cuando me hablas, no me hablas igual. Yo lo comprendo; te da vergüenza delante de él hacerme una caricia, llamarme vidita o corazón… Pero yo lo echo de menos.
—Eso sólo no es motivo, Juanita. Tienes que comprender que mi situación es muy difícil. No estoy acostumbrado a ser padre, y, es verdad, delante del chico me corto, no acierto a estar natural.
—Y menos cuando estoy yo.
—Sí, tienes razón. No te lo niego. Pero cuando no estás, cuando estamos él y yo solos, como no sea para cosas del trabajo, no creas que me es fácil hablar con él.
—¿Te habla de su madre?
—¿De su madre? No, nunca.
—Yo no puedo evitar pensar en ella. Y eso también siento que nos separa.
—¿Qué dices? Si ni siquiera la has conocido.
—Pero me la imagino. Me la imagino cuando le veo a él.
—Y seguro que no aciertas cómo era.
—¿Cómo era?
—Yo qué sé. No la recuerdo, te lo juro… Hace ya de aquello casi veinte años, y estuve con ella sólo quince días.
—¿Y la has olvidado?
—Del todo.
—Pues igual me olvidarás a mí.
—Juanita, por favor, no compares… Lo nuestro dura más de tres años. Tres años de amor, de trabajar juntos, de vivir juntos, de tener las mismas costumbres, las mismas ilusiones…
—A mí, ilusiones ya no me quedan. Ésa es otra de las razones para marcharme. Además, Carlos, yo siempre he sabido que tú eras mayor que yo, bastante mayor…
No sabía adónde quería ir a parar Juanita sacando a relucir ese tema, pero intenté bromear:
—Creo que eso está claro. Lo hemos dicho muchas veces: yo te gustaba porque era mayor y tú me gustabas porque eras menor.
—Pero, ahora…, desde que él anda con nosotros, y sé que es tu hijo y que tú eres su padre…, y que la edad de él se parece mucho más a la mía… te encuentro más viejo.
—¿Qué dices? Tengo los mismos años que hace dos meses.
—Pero hace dos meses, se te notaba menos.
—Me parece como si no quisieras darme las verdaderas razones que tienes para marcharte y estuvieras inventando disculpas.
—Te equivocas, Carlos. Te estoy diciendo todo lo que pienso, aunque no sé si está bien que lo haga.
—Yo tampoco lo sé. Para mí lo único que está mal es que te vayas.
—Tengo hambre, Carlos.
—¿Cómo? ¿Ahora? Pero aquí no tenemos…
—No; no sólo ahora. Siempre. Desde hace unos meses. Y también el año pasado y, a veces, aunque nos iban mejor las cosas, el otro. Algunos días no hemos comido. Otros, sólo un poco de queso y chorizo.
—Son malas rachas, ya lo sabes. Pero se pasan. En este oficio nuestro hay malas rachas.
—Esto no es un oficio, Carlos. Somos vagabundos.
—Pero para ti no es nada nuevo. Vienes de familia de cómicos. ¿O es que cuando trabajabas con tus padres os iban mejor las cosas?
—No. Pero yo esperaba que cambiasen. Que cambiasen para bien.
—Creo que a pesar de todo, nosotros, tú y yo, no lo hemos pasado mal.
—Siempre, no.
—La vida no es sólo comer. Nos hemos divertido muchas veces. Nuestro trabajo nos gusta. Lo que ocurre es que tú estás impresionada por cómo nos va últimamente; pero hace unas semanas, si no hubiera sido por la canallada de Solís…
—Nuestro enemigo no es Solís, como cree tu padre. Es el cine. Si no fuera Solís, sería otro peliculero. El Rovira ese, por ejemplo. A la gente le gusta más ver películas que vernos a nosotros. Ya desde hace muchos años. Y a mí también.
—No tiene nada que ver lo uno con lo otro.
—Sí tiene, Carlos. Son modos de divertirse. ¿No recuerdas aquel día que estuvimos en Bolaños sin trabajar, porque se nos adelantaron los Calleja-Ruiz?
—Sí. Nos quedamos a verlos. Hacían Malvaloca.
Y por la noche fuimos a ver la película que echaba Solís. Era Tres lanceros bengalíes. ¿No recuerdas la diferencia que había?
—Pero después, en el bar, cuando discutíamos, el que tenía razón era mi padre. Son cosas totalmente distintas. No hay por qué compararlas.
—Pero la gente las compara. Y prefiere las películas. O el fútbol, o la radio… Los viernes no podemos trabajar porque sale el Zorro, los domingos porque radian los partidos. Y no digamos cuando ponen los seriales de Doroteo Martí, con traidores, con celos, con amantes, con hijos naturales, con padres desconocidos… El teatro se muere, Carlos; sobre todo, el teatro de vagabundos.
Se quedó un instante en silencio. Ladraron los perros. Se escuchó el pitido del tren. Juanita añadió:
—Y yo no quiero que me entierren con él.
—En eso tienes razón, Juani. Esto que hacemos nosotros es lo que está dando las boqueadas. Pero en las ciudades sigue habiendo teatro. Lo leemos todos los días en los periódicos, en las revistas… Tú sabes que Maldonado, cuando volvió de la División Azul, se metió de extra en el cine y se defendió bien. Llegó a hacer papeles en el teatro. Y si se vino con nosotros, fue porque hace unos años en los pueblos era más fácil comer que en Madrid. Pero me ha dicho que a lo mejor se vuelve. Él está relacionado. A veces se me ha cruzado por la cabeza la idea de decir a mi padre que nos vayamos a Madrid, a buscar trabajo allí, aunque dejemos de tener compañía propia.
—Eso será dificilísimo.
—¿Por qué no tienes ilusiones? ¿Por qué no tienes esperanzas?
—Las tenía. Pero es difícil que duren.
Yo, sin tener motivo ninguno, me sentía a cada momento más entusiasmado. Ya me veía en la capital, con Juanita, trabajando en los teatros, en los platós…
—Todo es cuestión de suerte. Hacer nuestro trabajo, sí sabemos. ¿Quién te dice a ti que en Madrid, si Maldonado nos mete en lo de los extras, no empiezan a darnos papeles pequeños?
Le describí a Juanita cómo podría ser la escena de nuestro descubrimiento:
«—¿Alguno de ustedes ha trabajado en el teatro?» —preguntaba un ayudante de dirección.
«—Yo soy actor de teatro, sí señor» —respondía yo, dando un paso adelante—. «Y mi mujer también.»
«—¿Podría usted decir: “Hace mucho que no te veía, Nicolás”?»
«—Ya lo creo.»
«—¿Y usted podría decir: “Ponme otra copa, Elías”?»
«—Si no me falla la memoria…» —contestaba con guasa Juanita.
Conseguí que ella olvidase un momento su amargura y que se echase a reír.
—¿Y por qué no le has dado también una frase al niño?
Yo me reí también.
—De ése me fío menos.
—Estás loco, Carlos.
—¿Por qué? ¿Quién te dice que no vamos metiendo cabeza en las películas y con eso nos defendemos? ¿Tú sabes que Mistral y Rabal y Aurora Bautista cobran más de medio millón por cada película? Viene en el Primer Plano.
—Calla, calla, calla…
—Y si entramos en el ambiente y vamos a los cafés y a los estrenos, podrían llamarnos para el teatro. Se hace repertorio, de Marquina, de Benavente, de Ardavín… Y nosotros tenemos mucho. Tú haces muy bien Rosa de Madrid. ¿No te gustaría hacerla en el teatro de la Comedia? ¿Y te imaginas que en el cine hiciéramos una escena de amor los dos juntos?
—Sigue, sigue con el cuento de la lechera —dijo escéptica, pero con ternura.
Empecé a improvisar el diálogo de la escena de amor, y ella me interrumpió.
—Loco, loco rematado —dijo con voz entrecortada por el llanto.
—Estás llorando, Juani. ¿Por qué lloras?
—Porque yo…, yo no quería dejarte.
—¡Pues no me dejes, coño, no me dejes!
—Yo pensé que toda la vida estaríamos juntos.
Llegó hasta nosotros, como tantas otras veces, una voz lejana:
—¡Dejar dormir, cómicos, menos cháchara!
Bajé la voz:
—Yo también pensé que siempre estaríamos juntos. Dejándonos de fantasías, Juani: aquí, en la compañía de mi padre, tú haces casi todo el trabajo importante. La tía ya está muy mayor. Dentro de poco esto será la compañía Plaza-Galván.
—No puedo, Carlos. No quiero. ¿Te acuerdas que cuando nos conocimos tú te quejabas, y no hablabas más que de mejorar, mejorar…, de ir a plazas más importantes…, de comprar una furgoneta? Yo no; yo estaba contenta con esta vida, me divertía. Pero ahora me parece imposible.
—Entonces…, ¿te vuelves con tu familia?
—No. Me ha escrito una amiga que trabaja en un bar de Rota. Me voy a trabajar con ella.
—Pero… ¿qué bar es ése?
—No te rías del nombre. Se llama El Infierno. A pesar del nombre, está muy acreditado. Hace mucha caja. Van muchos americanos de la base.
—Un bar… ¿un bar de camareras?
—Sí, eso creo.
—Pero, Juanita, tú sí que estás loca. ¿Qué vas a hacer? Eso es mucho peor que esto.
—Seguro que se pasa menos hambre. Y hay trabajo todos los días.
—Te arrepentirás, te arrepentirás. Lo sé. No me cabe la menor duda. Echarás de menos nuestros viajes por los caminos, los ensayos, los papeles, las funciones. Quédate, Juanita.
Esperé su respuesta, pero no llegó.
—Quédate otro mes, unos días. Yo haré menos caso a Carlitos. Te volveré a tratar como antes. Dame un plazo para ver si las cosas por aquí se enderezan, o si hacemos eso de irnos a Madrid con Maldonado. Por favor, Juani, yo te quiero como siempre, te deseo, te necesito…
—Estate quieto, Carlos, no seas bruto; me haces daño.
—Te quiero, te quiero.
—Yo también. Sabes que yo también te quiero.
—Unos días, sólo unos días —supliqué.
—Bueno, cálmate. Sólo unos días.
—¿Cuántos?
—Muy pocos… No quiero comprometerme.
—Gracias, gracias.
—Pero estoy segura de que me porto mal.
—¿Qué dices, Juani?
—Sí, me porto mal conmigo.
A partir de aquella noche empecé a portarme muy bien con ella. Pero no podía hacer muchas cosas. Lo único que conseguí fue distanciarme algo de mi hijo Carlitos, para que Juanita no tuviera celos.