La turbia intriga del peliculero
Recibimos con buen ánimo el relativo fracaso de la primera actuación de mi hijo Carlitos porque, a pesar del lunar de la escena de Luis Santibáñez, la representación había quedado bien.
Salimos todos los cómicos al ambigú del Salón Olimpo con unos vecinos del lugar, que nos habían invitado.
Bueno, rectifico: salimos todos menos Carlitos que, para nuestra desgracia, andaba por otro lado, como más tarde se supo.
Sentado en un poyete que había junto a la puerta de entrada, a la tenue luz de aquella tibia noche, mi hijo charlaba con una moza del lugar, una chica jovencísima.
—La más guapa del pueblo es Casiana, la de la señora Teresa —afirmaba la chica—; todos lo dicen y a la vista está.
—Pues no está tan a la vista —replicó mi hijo con su más dulce voz—, porque yo desde que he llegado esta mañana no he hecho más que mirarte a ti.
—¿A mí o al vestido?
—¿Al vestido? ¿Por qué?
—Es nuevo. Para las fiestas.
—A ti sería. Porque yo de vestidos no entiendo.
Mi hijo cambió bruscamente de conversación, para no perder el tiempo.
—¿No te gustaría ser artista?
—Gustarme, me gustaría; pero no puedo.
—¿Por qué?
—Pues… —la chica titubeó—, no lo digo por ofenderte a ti, pero a artistas sólo se dedican los pobres, y en mi casa no estamos mal.
—Ya. Por eso te han hecho el vestido.
—Mi padre es uno de los más ricos de aquí.
Carlitos abrió dos ojos como platos, lo cual, no le resultaba difícil, para manifestar exageradamente su sorpresa.
—¿Ah, sí? ¿Es rico? No lo sabía.
—Soy la hija del señor Ceferino.
Con más sorpresa aún, como si aquello fuera inverosímil, exclamó mi hijo:
—¿El empresario? ¡Qué casualidad!
—Pero, además, es el que más tierras tiene en Trescuevas.
—Entonces, lo pasarás muy bien.
—No lo paso mal; pero lo que tú haces es más emocionante, más divertido.
—Bueno…, te advierto que yo no soy artista.
—¿Cómo que no?
—Soy administrativo.
—¿Y qué administras?
—Todo. Llevo las cuentas de lo que se ingresa y de lo que se gasta. Decido dónde hay que trabajar y dónde no. Estudio si conviene hacer inversiones…
—Pues hoy has hecho de artista.
—Para hacerles un favor a ésos. Porque les faltaba uno.
—¿No te gusta ser artista?
—No mucho. Pero si las artistas de la compañía fueran como tú, sí me gustaría.
Se oyó una voz extemporánea.
—¿Qué, pelando la pava?
Allí estaba, también a la luz de la luna, con su blanca sonrisa recién barnizada, Solís, el peliculero.
Azorado, mi hijo Carlitos se disculpó:
—No, señor Solís. Estaba saludándola. Es Engracia, la hija del señor Ceferino.
—Ya lo sé, ya —dijo el otro sin dejar de sonreír.
—Acabamos de conocernos —explicó mi hijo. Divertido como siempre, replicó Solís:
—Eso no tiene nada que ver, hombre. Yo he visto pelar pavas desconocidas. Seguid, seguid. El undécimo, no estorbar.
Dio una palmada al chico en el hombro y entró en la casa.
No habían pasado ni tres minutos cuando el jodío peliculero charlaba con el señor Ceferino de cosas sin importancia. Sin importancia aparente.
—Qué guapa está su chica, señor Ceferino.
—Se ha puesto guapa, sí.
—Y qué estirón ha pegado. Es toda una mujer.
—Ya lo creo.
—Pero todavía no anda con novio, ¿verdad?
—Es muy cría.
—Los jóvenes de hoy son muy espabilados, no como en nuestros tiempos.
—Demasiado espabilados, a veces.
—Eso quería decir.
—Pero ya comprenderá usted, Solís, que por aquí no hay ningún mozo de su condición.
—Tendrá usted que viajarla.
—Ya lo he pensado, no crea. Su madre, ella y yo vamos a dar una vuelta por ahí.
—He comprendido que no tenía novio —dijo el peliculero como para llenar el tiempo— porque la he visto charlando con ese cómico jovencito.
Al señor Ceferino se le mudó el color.
—¿Que la ha visto usted…?
Solís le interrumpió.
—Y en el día de la patrona el novio no la habría dejado tan suelta.
El señor Ceferino levantó la voz.
—Pero ¿qué está diciendo?
Con falsedad redomada, como quitando importancia al asunto, prosiguió el canalla:
—Nada… Que estaban charlando los dos solitos… ahí en el poyete. Ella y ese niño…
El empresario lanzó un grito:
—¡Solís!
Impertérrito, continuó Solís en el mismo tono de falsísima indiferencia:
—Es natural. Los jóvenes, con nosotros siempre muy callados, pero entre ellos en seguida pegan la hebra. El chico parecía muy lanzado, y es natural también, porque la chica vale la pena.
Estábamos tan tranquilos los demás en el ambigú del Salón Olimpo tomando las copas a las que los vecinos nos invitaban, cuando apareció de pronto el señor Ceferino, el empresario, hecho una furia. Manoteaba, vociferaba:
—¡Los cómicos! ¡Los cómicos! ¡Los cómicos! ¿¡Dónde se han metido los cómicos!?
Muy correcto, se dirigió hacia él mi padre.
—Estamos aquí, señor Cef…
Pero no pudo concluir.
—¡Aquí, bebiendo, como siempre! ¡Pues, hala, borrachos, coger vuestros bártulos y a casa!
Sorprendidísimo, estupefacto, preguntó mi padre:
—Pero ¿qué dice usted, señor Ceferino?
Cada vez más exaltado, rojo como un pimiento, el empresario se fue hacia él.
—¿¡No lo estás oyendo!? ¡Digo que os larguéis, y que no os vuelva a ver por Trescuevas!
—Pero… ¿por qué? —intentó averiguar mi padre. Pero el otro no le oyó.
—¡Ni por Hinojera! ¡Ni por Revuelta!
—Hemos… —dijo tímidamente mi padre— hemos gustado mucho.
—¡A mí no me habéis gustado nada!
—Pero ¿y la función de mañana, y la de pasado…?
—Mañana hay película —remató rotundo el empresario—. Y pasado, y también el otro.
Desconcertado, suplicante, mi padre insistía.
—Pero ¿por qué?
—¡No lo sabe usted, verdad, no lo sabe! —gritaba el señor Ceferino, a punto de estallar por la ira—. ¡Pues yo se lo voy a aclarar! ¿Cómo se llama esa lombriz con bigote que han sacado al final? ¿¡Cómo se llama!?
Di un paso adelante, muy digno, y respondí:
—Es mi hijo y se llama Carlos.
—¿Se llama Carlos? Pues vais a ver.
—¿Ha hecho algo malo? —pregunté.
Pero mi voz fue ahogada por los gritos del señor Ceferino, que atronaron el ambigú.
—¡Carlos! ¡Carlos! ¡Engracia, Engracia, Carlos!
Se abrió una puerta pequeña que daba al patio y por ella aparecieron, espantados, Engracia y mi hijo Carlitos. Se detuvieron en el umbral, con las miradas de terror fijas en el señor Ceferino.
El señor Ceferino los señaló con un dedo tieso, enérgico, terrorífico.
—¡Y ésta es mi hija, ¿saben?, mi hija! ¡Te voy a matar, hijoputa!
Y se lanzó como una bestia salvaje hacia Carlitos.
—¡No toque usted a mi hijo! —grité, sujetándole.
Algunos se metieron entre nosotros, con intención de separarnos, pero otros ya estaban haciendo corro para ver la pelea.
Cargado de sensatez, el señor Ceferino clamó:
—¡No le mato aquí mismo, porque está esto lleno de testigos!
—¡Si le pone usted la mano encima, le rompo el alma!
—¿El chico quiere dar un braguetazo, eh? ¡Pues que se vaya a darlo a su pueblo, que aquí no somos gilipollas! ¡Paco, Desiderio, Roque, echar a los cómicos de aquí, y si no quieren marcharse os liáis a hostias!
Tuvimos que desmontar y empaquetar a toda mecha, bajo las miradas feroces de Paco, de Desiderio, de Roque y de algunos vecinos que se habían prestado voluntarios.
El señor Ceferino no estaba; se había ido a otra parte a dar una paliza a su hija Engracia.
Ya en noche cerrada, salimos del pueblo y nos echamos al camino a pie, cargados con los bultos. Nos alcanzó alguna pedrada.
Durante mucho rato caminamos en silencio. Escuchábamos los grillos, los ladridos de los perros cada vez más perdidos en la distancia. Y el ruido de nuestros pasos sobre la tierra.
Carlitos iba junto a mí, silencioso como los demás, pero rompió su mutismo para decirme en voz baja:
—Oye, papá… papá…
Yo no estaba para conversaciones.
—Cállate, cállate. No hables si no quieres que te parta la boca.
—Es que…, es que yo creo que os debo una explicación. A ti y a los demás.
—Déjate de explicaciones. Nos has hecho bien la puñeta a todos.
—Si no quieres atender a razones…
—¡Que te calles!
Unos pasos más adelante iban Maldonado y mi padre.
—Oye, Maldonado, el energúmeno ese, el señor Ceferino, ¿te ha dado lo nuestro?
—Tú viste que yo no quise meterme en la bronca…
—No vi nada. Estaba ciego. Ese jodío niñato va a ser nuestra ruina.
—No me metí, para poder hablar con él en lo que vosotros desmontabais.
—¿Y qué?
—Procuré hablarle con buenas palabras. Le dije que eran cosas de críos. Y que bastante trastorno nos hacía perder esos tres días de trabajo, que no era cosa de que, además, nos quedásemos sin comer.
—¿Y qué, coño? Acaba de una vez. ¿Te pagó o no te pagó?
—Me tiró el dinero a la cara. Esta brecha que tengo en la frente es de una peseta.
—Pero el dinero, ¿lo recogiste?
—Sí, a gatas por el despacho, rebuscando por todas partes. Pero no te hagas ilusiones; tardé poco en recogerlo. Menos mal que hoy nos ahorramos la cena.
—¿Y para comer mañana?
—Para eso sí llega. Pero justito, porque ahora somos una boca más.
Mi padre refunfuñó.
—Una boca que no sirve más que para comer.
Durante todo aquel tiempo mi hijo me había echado frecuentes miradas de reojo. Se atrevió a volver a hablarme.
—¿Estás ya más tranquilo, papá? ¿Puedo hablarte?
Interpretó mi silencio como permiso para continuar.
—No sé si está bien lo que voy a decirte, pero… creo que tengo que decírtelo… Para que me comprendas. A mí esa chica, la Engracia, no me gustaba demasiado. No está mal, ¿eh?, no está mal. Pero había otra más guapa, la Casiana. Lo que pasa es que pensé que podía hacerme novio de la Engracia.
La sorpresa me hizo detenerme para mirar a mi hijo.
—¿Novio?
—Claro. Nosotros vamos siempre de un lado para otro, pero nunca vamos muy lejos. Yo podía acercarme a verla de vez en cuando.
Para no separarnos de los otros, reanudé la marcha.
—¿Por qué tu madre, cuando me mandaba tus fotos, no me dijo que no estabas bien de la cabeza?
—Escucha, papá, escucha. Yo razono. ¿Puedo seguir?
—Sigue, sigue —le autoricé, resignado.
—Los mozos de este pueblo son todos unos palurdos. Yo, en cambio, he estado mucho en Vigo y tengo conversación.
—Será en Vigo, porque conmigo no sueltas prenda.
—Ahora eras tú el que no querías que hablase. Yo lo que digo, papá, es que no veía difícil lo de esa chica. Pero en plan formal, quiero decir. Para otra cosa no me interesa. Yo iba con buen fin. Lo que ocurrió es que su padre, el señor Ceferino, no me dejó que me explicara.
—Ah, tú lo que querías era casarte —comenté, con sorna.
Y él afirmó, muy convencido, como si aquello fuera la cosa más lógica que podía ocurrírsele:
—Claro. No digo ahora, de repente.
El chico se mostraba razonable. Y como lleno de buen sentido, muy con los pies en la tierra, prosiguió su explicación.
—Digo dentro de un año o dos. Yo, papá, lo que quiero por encima de todo, y ni tú ni el abuelo lo comprendéis, es no trabajar en esto del teatro. Al señor Ceferino, que es dueño de casi todo el pueblo, y tiene tierras que llegan hasta Pozochico y hasta Hinojera, yo habría podido ayudarle, porque sé de cuentas. Tuvo un administrativo, ¿sabes?, pero le salió un ladrón. Y como no era de la familia…
—¿Y de todo eso te has enterado en una mañana?
—Fui preguntando, preguntando… Como quien no quiere la cosa.
—Ya, ya.
—Si no hubiera sido por lo de Solís, el peliculero, todo podía haber marchado bien, porque yo, de momento, no quería más que establecer contacto.
Aquella referencia a Solís me resultó inesperada.
—¿Qué tiene que ver Solís en esto?
—Apareció de repente, cuando yo conversaba con la hija del señor Ceferino en el poyete de la puerta, a la luz de la luna, que estaba muy bonito, y nos gastó unas chirigotas.
—¿Y eso es todo?
—Pero se le veía la mala leche.
De nuevo me detuve.
—¿Qué quieres decir?
—Estoy seguro de que después le fue con el cuento al señor Ceferino y le dijo que si nos había visto allí solos, y que si tal y que si cual.
Comencé a comprender lentamente lo que el chico quería contarme.
—¿Tú crees?
—No nos vio nadie más que él.
Lo comprendí todo perfectamente y, muy excitado, avancé unos pasos hacia mi padre.
—¡Padre, padre!
Mi padre se detuvo al oírme, como los demás.
—¿Qué pasa?
—¿Sabes lo que dice Carlitos?
Le echó una mirada fulminante y siguió andando.
—¡No! ¡Ni quiero saberlo!
Yo fui tras él.
—¡Dice que ha sido Solís el que le vio con la hija del señor Ceferino!
—¿Y qué? —dijo encogiéndose de hombros y sin dejar de andar.
—¡Pues que ha ido en seguida a contárselo! ¿No comprendes? ¡Solís ha armado toda esta patraña para que nos echaran!
Mi padre se detuvo en seco. Se volvió hacia nosotros. Alzó la mirada al cielo cuajado de estrellas y le lanzó unas cuantas blasfemias atropelladas.
—¡No me digas más! ¡Para quedarse él estos tres días! —voceó, iracundo.
—¡Eso digo! —afirmé yo.
—¡Me cago en el jodío peliculero! ¡Donde me lo encuentre le mato! ¡Le mato!
Y daba pasos frenéticos a un lado y a otro como si fuese a encontrarle escondido en cualquier costado del camino.
Intervino, escéptica y despectiva, mi tía Julia.
—Pero ¿qué dices, Arturo? ¡Tú qué vas a matar! ¡En cuanto te le encuentres, te invitará a unas copas y, lo de siempre, tan amigos!
—¡Que no! —rugió mi padre.
—Tiene razón mi madre —remachó Rosa—. Pues anda, que no te cae bien.
—¡Que no, que no!
También Juanita estaba de acuerdo con las otras mujeres:
—Un apretón de manos, unas palmadas en la espalda, y hasta la próxima guarrada.
—¡Que esta vez, no! ¡Que esta vez, no! ¡Que esta vez le mato, le mato!
¡Le enrollo al cuello todas sus jodías películas y le estrangulo!
—De esa manera tan rara, difícil lo veo —comentó mi tía.
Hasta el cruce nos faltaban tres horas de camino y otras tantas tirados en la cuneta hasta que pasase un autocar que iba para Ciudad Real.
Pero ¿cómo se le puede haber ocurrido a alguien que soy un desmemoriado? Porque eso es lo que dicen algunos, aunque lo digan con otras palabras; estoy harto de saberlo. Creen que de lo de hace años no me acuerdo y que de lo de ahora no me entero. Estoy acostumbrado a oír al apuntador, y no he perdido el oído. Me entero de todo. Y tengo aquí todavía párrafos de don Jacinto: «He aquí el tinglado de la antigua farsa, la que alivió en posadas aldeanas el cansancio de los trajinantes…», y de Calderón: «Al Rey, la hacienda y la vida / se ha de dar, pero el honor / es patrimonio del alma, / y el alma sólo es de Dios», y de Muñoz Seca: «Puñal de puño de aluño, / puñal de bruñido acero / orgullo del puñalero / que te forjó y te dio bruño».
Me falla la memoria, ¿eh?, me falla… Y los pueblos, aquellos pueblos… Más de veinte años hace que no los piso, y están aquí, aquí… Medinilla, Navaseca, Revuelta, Pozochico, Navahonda, Trescuevas, Hinojera, Alcorque, Cabezales… Y me paso horas y horas en mi cuarto repasando los recortes de los periódicos, las críticas, las interviús, los anuncios, los programas, tanto de cine como de teatro, que hay algunos que me los sé de corrido. ¡Pero, leche, si a poco que me esfuerce veo toda mi vida como si fuese una película!
Llegamos a la fonda del Pelusa reventados, como muchas otras veces. Pero yo aún saqué fuerzas de no sé dónde para echarle una bronca a mi hijo.
—¡Ese amigo tuyo de Vigo…, el de la papelería…, ¿cómo se llama?!
—¿Quién? ¿Pepiño?
—¡Ése! ¡Pepiño te ha metido unas ideas en eso que tienes por cabeza, que no sé cómo voy a sacártelas!
Se me fue la mano y el chico protestó.
—¡No me pegues!
—No te he pegado.
Enérgico, muy en hombre, como si quisiera decirme que yo no tenía ningún derecho sobre él, insistió:
—Sí, me has dado un capón.
Comprendí que para pegar a un hijo era imprescindible que estuvieran arreglados los papeles y haber invertido algo en su manutención y traté de trivializar la escena.
—Bueno, pero… un capón no es pegar… Es una cosa cariñosa… Que se ve que vamos tomando confianza.
—Yo ya soy mayor, papá. No me gusta que me peguen.
—Anda, vete a dormir y vamos a dejar esto.
Los demás también lo dejaron. Quiero decir que olvidaron el trastorno que nos había causado Carlitos, y todas las culpas se las llevó Solís. Mi padre incluso tomó cierta afición a su nieto y, con excesivo optimismo, le enseñó a remendar y repintar los decorados, y algunas otras cosas del oficio.
—Las comedias tenemos que arreglarlas nosotros, porque los autores las escriben demasiado largas y con más personajes de los que hacen falta. Entre tu padre y yo las cortamos y las dejamos en la medida justa, quitando toda la paja. Y suprimimos los personajes que sobran, porque si salen muchos, el público se marea. Algunos ponemos que hablan por teléfono, otros los sustituimos por una carta, o con dos hacemos uno. Queda mucho mejor. Convendría que tú, en lo que te vas soltando como actor, te entrenaras por lo menos en leer de corrido, y así podrías hacer de apuntador. Sería mejor que esto que hacemos ahora de apuntarnos unos a otros cuando estamos fuera de escena.
Después el chico comentaba conmigo la marcha de las lecciones.
—Dice el abuelo que aprenda a ser apuntador. Pero a mí leer se me da muy mal.
—Ya lo sé, ya.
—Y como, aunque leo despacio, buena letra sí tengo, también quiere que pase a limpio las comedias.
—Me parece bien. Así vas haciendo algo.
—Y también quiere que le eche una mano a Maldonado en lo de las cuentas.
—No sé qué cuentas —dije con melancolía—. De momento…
—Yo creo que cuando os salga algo de trabajo, sería mejor que me ocupase de lo de las cuentas nada más. Pero yo solo.
—Mira, Carlitos. Nosotros trabajamos a partido.
—¿Y eso qué es?
—Que lo que entra, nos lo repartimos. Maldonado es el que hace los papeles más pequeños, pero cobra dos puntos, porque además es el gerente.
—No sé si está bien que haga las dos cosas. Yo podría llevar la gerencia. Y así trabajábamos todos. Pero que por la gerencia se cobre solo un punto, no sé si está bien tampoco. La labor administrativa es la de más responsabilidad en una empresa.
—¿Ah sí?
—Sí. Todo el mundo lo sabe. A lo mejor a vosotros no os va bien del todo, porque descuidáis la gerencia.
Con lentos movimientos de cabeza asentí a las profundas reflexiones de mi hijo.
—Puede ser —acepté—. Pero eso tendrías que hablarlo con el abuelo.
—¿Me das permiso?
—Sí, hombre, sí. Pero díselo cuanto antes; y sales de dudas.
Fue corriendo a decírselo. Tardó muy poco, y menos mi padre en contestarle, porque antes de cinco minutos ya estaba de vuelta. Traía peor aspecto que nunca. Como en sus peores momentos. Parecía que acababa de hacer mutis después de interpretar el papel de Luis en El último encuentro. El pelo todo revuelto, el cuello de la camisa para un lado…
—¿De dónde vienes, hijo?
—Ya lo sabes, de hablar con el abuelo.
—¿Le has planteado tu idea?
—Sí, claro.
—¿Y qué te ha contestado?
—Me ha dado un tantarantán que por poco me caigo por la ventana al patio.
—Pero ¿qué ha ocurrido? ¿No se lo has explicado bien?
—Sí. Igual que a ti.
—¿Y no te ha comprendido?
—Sí, yo creo que sí, que me ha comprendido muy bien, y por eso me ha dado el tantarantán.
—Debe de ser que está anticuado.
—Eso me parece a mí.
Se presentó de repente Maldonado, muy alegre, jovial, resplandeciente.
—¡Hola, Carlos! ¡Y vale para los dos, porque el plural de Carlos es Carlos, no es Carloses!
—Muy contento vienes, Juan.
—Traigo buenas noticias. ¿Dónde está Arturo?
—Estaba en su cuarto, echando la siesta —dijo Carlitos—, cuando fui a contarle un proyecto que se me había ocurrido. Pero se marchó dando voces.
—¿Ha salido algo? —pregunté.
—Sí, ha salido. Seis días en Navaseca.
—Hace tiempo que no íbamos.
—Mejor dicho: tenemos sólo tres. Porque alternamos con el peliculero.
No pude dominar mi indignación:
—¿¡Qué dices!?
—Tres días él, tres nosotros. Salteados.
—¿¡Con Solís!?
Salió a relucir la sonrisa ladeada de Maldonado. Habló con mucha calma.
—Modera tus ímpetus. No es Solís. Le ha salido un competidor. Un tal Rovira, que anda también por aquí. Y trae mejor cámara.
—Me alegro. Que se joda.
—No te alegres tanto. Eso significa que en esta comarca hay público para dos peliculeros.
—Pues, a pesar de eso, me alegro.
—Bueno, mañana a Navaseca. Voy a decírselo a tu padre, a ver si le encuentro.
—De momento —comenté optimista—, ¡tres días son tres días!
—Yo mañana no puedo ir.
El que había hablado era mi hijo Carlitos. Maldonado y yo al unísono nos volvimos hacia él. Yo le taladré con la mirada.
—¿¡Que no puedes ir!?
Muy seguro de sí mismo contestó el chico:
—No, tengo que hacer.