CAPÍTULO 4

Días de aprendizaje de Carlitos

Desde la llegada de Carlitos, mi padre había decidido convertirse en mi conciencia. En cuanto me pillaba a solas, y procuraba hacerlo con frecuencia, me hablaba de lo mismo. Al llegar a la fonda me puse a mirar a unos chicos que jugaban al futbolín. Pero mi padre me agarró de un brazo y me apartó de allí. Me llevó a la barra, pidió dos vinos y me miró a los ojos.

—Carlos, ¿tú quieres de verdad a Juanita?

—Qué pregunta.

—Que te gusta una barbaridad, ya lo sé. Eso no lo nota cualquiera. Pero ¿la quieres?

—Claro que sí. En todos estos años he ido acostumbrándome a ella.

—Pues, perdona si te parezco pesado…

—No, hombre.

—Pero lo mismo que el otro día te dije que tenías que hablarle a ella de lo de Carlitos, ahora te digo que tienes que hablarle a Carlitos de lo de ella.

—Ya me lo habías dicho.

—Pues te lo repito, porque me da la impresión de que no lo has hecho.

—Tienes razón.

—No es fácil, pero tampoco lo era lo otro.

—Lo otro resultó más fácil de lo que yo pensaba. Juanita lo dijo todo.

—Supongo que se quejaría. Y no le falta razón a la mujer. Debe volver a tu cuarto, Carlos. Supongo que estarás de acuerdo.

Claro que estaba de acuerdo, pero nunca he tenido afición a afrontar las situaciones delicadas.

—Sí, sí, pero el chico… —musité.

Mi padre ya lo tenía todo solucionado.

—Lo del chico no es ningún problema. Que duerma en un colchón con Maldonado y conmigo.

Era irremediable, y no tuve más remedio que contestar, aunque sin ningún entusiasmo:

—Yo hablaré con él.

Mi padre apremió:

—Cuanto antes, ¿eh?

—Esta misma noche.

—Eso es. En la compañía estábamos muy bien todos. Casi mejor que cuando vivía tu madre, porque entonces ella y yo teníamos peloteras casi a diario. Pero ahora todo iba como una seda. Entre Julia, Rosa y Juanita se reparten muy bien el trabajo.

Hizo una pausa y me miró más profundamente.

—Si nos quedamos sin una de ellas…

Mi padre no siguió hablando, no concluyó la frase. El silencio para mí resultó angustioso. Quería apartar de mi imaginación lo que mi padre insinuaba.

Rompí el silencio para preguntar:

—Pero ¿qué estás pensando?

—No, no estoy pensando. Estoy hablando sin pensar. Lo que digo es que ahora es muy difícil encontrar chicas para esto. Este oficio, tal como lo hacemos nosotros, cada vez gusta menos a la gente.

—Pero, Juanita…

—No me hagas caso. No pretendía asustarte —me consoló. Y dio por terminada la conversación.

Juanita… Nunca ninguna mujer me había enganchado como ésa… Era alta, un poco más que yo, que en mujer es mucho. Una real moza, decían en los pueblos. Morena, con los ojos claros. De color caramelo, pero muy claros. Y, antes de lo que estamos recordando, alegre, muy alegre. A todo le sacaba punta. A veces, cuando dormíamos en las posadas con los arrieros, todos revueltos, armaba una juerga flamenca y, en lugar de dormir, acabábamos todos cantando y bailando.

Pero la llegada de mi hijo Carlitos la sentó como un tiro, le cambió el carácter. Para mí era una mortificación. Y luego estaba mi padre, que aunque mis cosas le preocupasen, le preocupaba aún más la compañía.

Cuando me reuní con mi hijo Carlitos para repasarle el papel, intenté plantearle la cuestión dando muchos rodeos, porque no me resultaba fácil entrar en materia. Pero, ante mi sorpresa, él mismo me facilitó el camino. Por lo visto, el zangolotino para unas cosas era torpe, pero para otras no le faltaba inteligencia.

—Ya, papá, ya sé por dónde vas, ya te entiendo. Quieres decirme que Juanita Plaza es tu novia.

—Sí, en realidad eso quería decirte.

—Me lo imaginé.

—Me alegra que lo comprendas. Pero es más que eso, ¿sabes?, más que mi novia. Es como si fuera mi mujer. En fin, ya me comprendes, es mi mujer. Sin papeles ni cosas de ésas, pero es mi mujer.

—Sí, como yo soy tu hijo: sin papeles.

El chico había entendido perfectamente y sabía relacionar unas cosas con otras.

—Más o menos —acepté—. Bueno, anda, ahora vamos a ensayar un poco.

Le asomó al rostro esa palidez que le venía siempre que oía la palabra ensayo. Quizá más que estudiar conmigo le aprovechaba hacerlo con su tía Rosa. Él creía que yo no estaba enterado de que se encerraba con ella y repasaban el dichoso párrafo.

—Ponte más separado, sobrino, más separado. A cuatro o cinco pasos.

—Es que… me parece que estando cerca de ti me viene mejor la inspiración.

—Para estas cosas que tienes que decir no te hace falta inspiración. Sólo memoria.

Insistió, autoritaria:

—¡Ponte donde te he dicho!

Él obedeció.

—Así, a cuatro pasos.

—Es muy lejos —protestó Carlitos.

Y ella, sin hacerle caso, ordenó:

—Vamos, empieza.

—No, tan lejos no.

Ella encontró una solución de compromiso.

—Mira, hacemos una cosa. Por cada frase que digas bien, damos un paso para adelante cada uno; y si la dices mal, lo damos para atrás.

—Bueno.

—A ver. Primera frase.

—«Señor conde, hoy mismo dejo Carmona.» —Y exclamó, triunfal—: ¡Un paso adelante!

—Sí, sí. Pero no vale dar pasos tan largos.

—Es que tú lo has dado muy cortito.

—Segunda frase.

—«Voy a… a… a Protugal».

—Un paso para atrás —dijo ella inflexible.

—Portugal, Portugal, Portugal… —repitió el chico para metérselo bien en la cabeza.

—Pero di la frase entera. ¡Vamos!

—«Voy a Protugal».

—Otro paso para atrás.

—No puedo. Estoy en la pared. «Voy a Portugal. ¡Voy a Portugal! ¡¡Voy a Portugal!!».

Y dio tres pasos de gigante.

—¡No, tres pasos de una vez no vale!

—¡Lo he dicho tres veces!

Ya la tenía agarrada por la cintura y apretaba sus muslos contra los de ella, que, del impulso, retrocedió hasta chocar con la pared y quedar allí aplastada.

—Es que… Es que… Seguro que así lo digo mejor. Oye, Rosi, lo hacemos así, juntos. Si digo una frase bien, te beso; y si la digo mal, no te beso.

—Bueno, a ver, la frase siguiente —accedió Rosi.

—«Comprendo que lo que intentaba hacer era una felonía».

Y dijo Rosi en un susurro:

—Lo has dicho bien.

Mi hijo Carlitos la besó en los labios. Allí se entretuvo hasta que ella apartó la boca, para exigir:

—La frase siguiente.

—¿Igual?

—Bueno, igual. ¡Pero deja las manos quietas! ¡Eres un pulpo!

—Rosi… Rosi…

—Sigue. ¡Que me tiras!

—Túmbate, túmbate… Lo hacemos igual, pero tumbados.

—¡Que no!

—Pues el primer día te tumbaste.

—Porque me caí. Vamos, la otra frase.

Sofocadísimo, nervioso, Carlitos intentó proseguir la lección.

—«Deseo a Carmona…»

—¿A Carmona?

—No. «A Matra, a Matra …»

—Mal, muy mal, muy mal. Un paso atrás, dos pasos atrás, tres pasos atrás. Además, tienes que decirlo seguido. No así, cacho a cacho.

—Y… cuando lo diga seguido… cuando lo diga seguido… ¿qué?

Mi prima, con toda esa suma de perversos conocimientos innatos que algunos llaman el eterno femenino, respondió en voz baja, huyéndole la mirada, entornando los párpados:

—Ya veremos.

En cuanto acabamos de cenar, Carlitos dijo que se iba al patio, a tomar el fresco. Al poco rato yo me desentendí de la conversación general, me levanté de la mesa y me asomé a la ventana.

A la luz de la luna le vi allí, dando vueltas alrededor del pozo. Hablaba solo. A veces manoteaba. Pero no se había vuelto loco. Yo sé bien lo que decía. Decía: «Señor conde, hoy mismo dejo Carmona, voy a…» una vez y otra y otra. Se acostó muy tarde. Yo ya llevaba un buen rato en la cama cuando abrió bruscamente la puerta de nuestro cuarto y encendió la luz. Dijo, con la voz entrecortada por la alegría:

—¡Papá, papá! ¡Ya me lo sé! ¡Y lo digo bien!

—Me alegro, hijo.

—Escucha.

Me incorporé en la cama para atenderle.

—Escucho.

—Coge el ejemplar, para ir mirando.

—No hace falta. Me lo sé de memoria. Empieza.

Y empezó a decir, con hablar monótono, pero con muchísima seguridad:

—«Señor conde, hoy mismo dejo Carmona. Voy a Portugal. Comprendo que lo que intentaba hacer era una felonia. Dígale a Matra que sea muy feliz».

Respiró profundamente y me preguntó, satisfecho, orgulloso de sí mismo:

—¿Qué tal?

—Pero … Carlitos… Te has comido lo de África, eso de que desde Portugal vas a ir a África. Y has dicho felonia y Matra. Empieza otra vez.

Se le enrojecieron las mejillas, se le desorbitaron los ojos y con voz ronca gritó, desesperado:

—¡No quiero! Me voy a acostar. Mañana estudiaré más.

No quise insistirle, de tan angustiado como le vi. Poco después sentí que mi hijo, en la cama, se movía, como… como si respirase deprisa, o como si… como si llorase… Escuché… Sí, estaba llorando. El pobre estaba llorando. Siempre supe que este oficio era muy duro, pero nunca pensé que pudiera serlo tanto.

Al día siguiente ensayó por primera vez con todos nosotros, en el patio, a la hora de la siesta, que no nos molestaba nadie. Ensayamos sólo la escena de Carlitos, porque los demás sabíamos muy bien la comedia. Pero aquella escena teníamos que repasarla y montarla de nuevo puesto que en vez de llevar una carta, saldría el personaje, Luis Santibáñez.

Mi padre comenzó el ensayo:

—«Pero ¿es usted Luis Santibáñez?»

Y siguió Rosita:

—«¡Luis! ¿Cómo tienes la osadía de poner los pies en esta casa?»

Y allá fue mi hijo Carlitos:

—«Señor conde, hoy mismo…». Esto…, esto… ¿No podrían apuntarme?

Como de un trombón rugiente salió la voz de mi padre, el primer actor y director Arturo Galván.

—Pero ¿todavía no te lo sabes?

—Sí, pero para mayor seguridad… Como es la primera vez que lo ensayo así…

Mi padre le miró queriendo fulminarle, pero se resignó.

—Apúntale tú, Maldonado, que no estás en escena.

—«Señor conde, hoy mismo dejo Carmona».

A velocidad supersónica, pero con una voz bajísima, como el cuello de su camisa, se lanzó mi hijo:

—«Señor conde, hoy mismo dejo Carmona. Voy a Portugal. Quizá desde allí parta para…»

—¡Espera, espera! —le interrumpió el director—. Habla más alto, así no van a oírte. Y un poco más despacio. Yo no me he enterado de adónde vas ni de dónde te marchas.

Carlitos se lo explicó.

—Voy a Portugal y me marcho de Carmona.

—Sí, ya lo sé. Pero no te hemos oído. Y te tienen que oír los de última fila. Dilo más alto.

—«Señor conde, hoy mismo…» —empezó a repetir, con el mismo volumen de voz.

—¡Que pongas más voz!

—Sí la pongo, pero no me sale.

—¡Pues te tiene que salir, me cago en la leche! ¡Vamos!

Un poquito más alto, repitió el novicio:

—«Señor conde, hoy mismo…»

—Pero ¿qué haces tan encogido?

—¿Cómo?

—¡Ya se lo he dicho yo —intervine—, ya se lo he dicho yo, pero no hay manera!

—Pero ¿no te das cuenta? Pones las piernas que parecen dos serpientes.

—¡Eso es! —corroboré.

—Y tienes la tripa en las rodillas, y el labio en el ombligo. ¡Estírate, carajo, que eres un señorito, un niño bien! ¿Tú has visto un señorito que entre en el palacio de un conde andando a gatas?

—No sé, no me acuerdo.

—¡Desenróscate de una vez, o te desenrosco yo!… Bueno, así está mejor. Sigue.

—«Señor conde, hoy mismo…»

—¡Que sigas por donde ibas, leche! ¡Estoy hasta los cuernos de señor conde, señor conde!

—¿Y el acento gallego, se me nota?

—¡Qué coño importa ahora el acento! ¡Eso es lo de menos! ¡Sigue!

Y siguió… Y seguimos todos durante una hora, sin que el chico avanzase mucho… Pero, por lo menos, ya se sabía el párrafo de memoria. Cuando acabamos el ensayo, Maldonado vino con cachondeos.

—Enhorabuena, Carlos. Con este vástago a lo mejor tienes una ayuda para la vejez.

—Me da la impresión de que no le ha llamado Dios por este camino.

—Por eso lo digo, porque así puede que se dedique a otra cosa y se haga rico.

—Y de lo otro ¿qué? ¿Se sabe algo de Trescuevas? Porque estamos todos con el alma en un hilo.

—Dímelo a mí. He hablado por teléfono con el señor Ceferino, el empresario.

—¿Y qué?

—De momento, aún está la pelota en el tejado. Lo del lunes, seguro.

—No faltaba más. A estas alturas…

—A ése le tienen sin cuidado las alturas. Ya es un milagro que andando por aquí el peliculero, nos deje el lunes.

—Y la caja, ¿cómo va?

—La caja, muy bien. Lo malo es que dentro no hay nada.

Se oyó de pronto una voz alegre que, bromeando, imitaba el modo de pedir de los camareros:

—¡Marchen tres chinchones!

—Vaya, hombre —murmuré—. Si antes hablamos de él…

Allí estaba el peliculero en persona con todos sus dientes al aire.

—Venid al bar, muchachos, que tengo mucho gusto en invitaron.

Solís, el peliculero…, el jodío peliculero, como le llamaba siempre mi padre. Bueno, siempre que el otro no le oía. Porque cuando se encontraban, eran muy amigos. Y yo creo que lo eran de verdad. Pero una cosa es la amistad y otra el negocio.

Sí, recuerdo…, recuerdo… Solís, el peliculero, andaba, como digo, por Ciudad Real y nosotros por Zarzamala… ¿O no? Creo que era al revés… Sí, ahora me acuerdo bien. Nosotros estábamos en Ciudad Real cuando se presentó Solís y nos amargó la reunión. Al día siguiente apareció en el patio de la posada y nos invitó a unas copas.

—Ponnos tres chinchones, Eulogio.

Se volvió a nosotros.

—Acabo de hablar por teléfono con el señor Ceferino, el de Trescuevas, porque estoy pendiente de si voy o no voy a Madrid por la otra película.

—Yo he hablado con él esta mañana —dijo Maldonado.

—¿Y qué te ha dicho? —preguntó Solís.

—¿Qué te ha dicho a ti? —preguntó a su vez Maldonado. Y yo:

—¿Vas a hacer tú esos tres días?

—Calma, calma —dijo el peliculero—. Una pequeña pausa, que acaban de traer el aguardiente.

Sonaba la música de la radio y los golpetazos de unos chavales que jugaban al futbolín. Solís se volvió hacia ellos:

—¡Dejad el futbolín, chavales, que estamos hablando los mayores!

—El bar es de todos —le respondió uno de los críos.

—Te ha salido un chaval cooperativista —comentó Maldonado.

—Habrá que aguantarse. ¿Puedes bajar la radio, Eulogio?

—La está oyendo mi madre —contestó el del bar.

—Pues habrá que joderse —resumió Solís. Y volvió a lo suyo, a lo nuestro—. A lo que íbamos. El señor Ceferino me ha dicho que yo puedo echar película el lunes.

—¿El lunes? —se sorprendió Maldonado. Yo protesté:

—¡A nosotros nos dijo…!

—Un momento, un momento. El señor Ceferino es un hombre de negocios, un águila.

—Está forrado —corroboró Maldonado.

—Es el más rico de por aquí —añadí yo.

—Y el hombre me ha dicho que —continuó Solís—, como es el día de la patrona, vosotros echáis función por la tarde y yo, si quiero, puedo dar película por la noche. Él piensa que ese día hay público para las dos cosas.

Maldonado se tranquilizó. Ah, bueno.

—Eso es otra cosa —dije yo—, porque a nosotros nos había dicho…

—Y dice, además, que de lo de dar películas los otros días, ni hablar; que a la gente de Trescuevas no les gusta el cine en fiestas, porque dicen que está muy oscuro.

—Hombre, lo siento por ti —me compadecí.

—No, cabrón, no lo sientes nada —me dijo Solís con cariño—. En vista de lo cual, pagad vosotros la otra ronda.

—Eulogio, pon tres más.

—Al principio pensó echar la función por la tarde y la película por la noche, y según quedase, daros a vosotros los tres días o a mí. Pero luego, por lo de la oscuridad del cine, eligió el teatro. En esto de la oscuridad intervino también el cura.

El lunes, en Trescuevas, peiné a mi hijo Carlitos con el pelo muy planchado, le pinté un bigote, para que aparentase más edad, y le di algo de colorete en las mejillas, porque desde que se levantó estaba pálido como la luna. Cuando apareció en escena hubo algunas risas entre los espectadores, pero pocas.

Mi hijo empezó a decir su parte muy de corrido, como una lección, y en tono más bien bajo, según era su costumbre. Cuando iba por mitad del párrafo, sonó un tremendo silbido. Pero él prosiguió imperturbable, dando pruebas de una incipiente profesionalidad.

Al hacer mutis hubo más risas, pero también pocas. Nunca supe si el silbido que había sonado a mitad del párrafo era de un espectador exigente o de alguien que llamaba a un amigo.

—¿Cómo ha quedado, papá? ¿Qué te ha parecido?

No pude contener la risa al responderle:

—¿Quieres que te diga la verdad?

—Claro.

—Pero…, ¿la verdad, la verdad? ¿Con la mano en el corazón?

—Sí, sí.

—Pues te he encontrado —le dije sin dejar de reír…—, te he encontrado… ¡ridículo!

—Ya —aceptó el chico—. No pude hacer más.

Mi padre se acercó a nosotros para dar su opinión:

—Pero el acento gallego no creo que lo notara nadie.

Esto ilusionó al muchacho.

—¿Ah, no?

—Seguro que no. Como no te oyeron…

Murieron las recién nacidas ilusiones.

—Ahora vuelvo —nos dijo—. Voy a hacer de cuerpo.

Y, soltándose allí mismo el cinturón, echó a correr hacia el retrete.