La voz de la sangre
Este patio podía haber sido un lugar agradable, pero no lo es. Las fachadas son de ladrillo visto y piedra de Colmenar, los dos gastados por el tiempo y la pobreza. Cuatro de los jubilados que aquí pasan sus últimos días, cuidan el jardín, pero no parece que lo hagan con mucho entusiasmo. Las flores escasean; las hierbas —buenas y malas—, los evónimos, la madreselva del porche, tienen el mismo color: un verde áspero, opaco, ceniciento.
Ahora cruzan el patio, presurosos, grupos de ancianas y ancianos. Van a la sala de arriba, a ver la televisión. Es la hora de La casa de la pradera, que entre ellos tiene muchos adeptos. Carlos Galván intenta ganar puestos para ponerse cerca —seguro que su amigo el pianista Salcedo, y su compañero de cuarto, el ebanista Esteve, ya están arriba—, pero sor Martirio le detiene antes de llegar a la escalera.
—Don Carlos, don Carlos.
Carlos Galván, un hombre en el borde de la ancianidad, pero que conserva gran parte de su vigor, pregunta malhumorado:
—¿Qué quiere usted ahora, sor Martirio? Me van a quitar el sitio. Debería haber más de un televisor. Al que le toca al fondo o en una esquina, no ve ni papa.
—Pronto tendremos dos. Aguardamos un donativo para traer el de color.
—Y entonces todos querremos ver ése.
—Don Carlos, ¿en qué día de la semana estamos?
—¿Hoy? En miércoles.
—¿Y qué pasa los miércoles?
—Es verdad, sor Martirio. Esta memoria…
—Vamos, don Carlos, que le esperan a usted en el despacho principal. Hoy no hay televisión. Ni en color ni en sombras chinescas.
—Perdone, sor Martirio, perdone…
Dócil, va Carlos Galván hacia el despacho principal, no sin antes echar una mirada de envidia a los otros jubilados que ya se pierden en lo alto de la escalera.
Carlos Galván tiene que recordar, tiene que recordar… Hace esfuerzos por conseguirlo… Ha logrado acordarse de la primera vez que su hijo Carlitos, ya con diecisiete años, le vio actuar en una comedía. Y también de cuando, en un cuartucho de la posada de un pueblo cualquiera de La Mancha, le dijo que si tuviera que meterse a cómico se moriría de vergüenza. Y del recurso que él mismo urdió para intentar llevar al chico por el buen camino. Pero tiene que seguir recordando.
Guarda el jubilado Galván muchísimos recortes de prensa en unas maletas que tiene en su cuarto del asilo. Pero aquellos recortes no pueden ayudarle a recordar los tiempos de caminos y posadas.
Hace muchos años, muchos, durante los que pasaron muchas cosas, tantas que es difícil recordarlas todas, ¿era Carlos Galván cómico de la legua por los caminos de La Mancha y de La Llanada en la compañía de su tía Julia Iniesta y de su padre, Arturo Galván? ¿Trabajaban, además, con él su prima, Rosa del Valle; su amante, Juanita Plaza, y Sergio Maldonado, el único que no era de la familia? Lo cierto es que al cabo del tiempo, esforzándose, así lo recuerda.
—¡Carlitos, Carlitos! —vociferaba mi padre—. Pero ¿dónde se ha metido ese chico? Él ha traído el tapete, ¿no? ¿Por qué no echa una mano? Le dije que tenía que arrimar el hombro como los demás. ¡¡Carlitooos!!
—Estaba en la cueva —dijo Maldonado—. ¡Carlitos!
Como en una comedia de magia, de las que antiguamente gustaban tanto, surgió del suelo mi hijo Carlitos. Ascendió poco a poco, como si en vez de escalones resquebrajados pisara nubes de algodón, con sus ojos acuosos, su labio descolgado y una rojez en las mejillas que hasta entonces no había exhibido. Traía tres sillas plegables en cada brazo. Y no quiero decir cómo traía el pelo, la camisa, la bragueta, los pantalones.
—¿Me llamaban? —preguntó. Mi padre le gritó, furioso:
—¿Qué cojones hacías, Carlitos?
Después de carraspear, mi hijo, con voz enronquecida, intentó responder a la pregunta.
—Es que… Es que… bajé el bombo y los platillos a la cueva… Y ahora voy a ir subiendo las sillas.
Dejó allí mismo las sillas que traía, junto a la boca de la cueva. Se vino hacia mí y me llevó a un rincón, alejados de los demás. Comenzó a hablarme, muy excitado:
—¡Papá, papá, papá…!
—¿Qué quieres, hijo?
—¡Papá!
—¿Qué te ocurre? Cálmate.
—No te lo vas a creer…
Se detuvo un instante, para respirar profundamente. Y prosiguió:
—Pero he escuchado, he escuchado…
—¿El qué, Carlitos?
—¡La voz de la sangre, papá, la voz de la sangre!
Conmovido, le tomé por los brazos, le atraje hacia mí, le miré profundamente a los ojos.
—¡Hijo mío! ¿Quieres decir que… que vas a ser cómico?
El pobrecito temblaba, estaban llenos de luz sus ojos, que ahora más que huevos parecían bombillas. En las comisuras de sus labios bailoteaban unas sonrisas nerviosas.
—Por lo menos… —dijo—, quiero probar.
Y luego, en tono suplicante:
—Tú me ayudarás, ¿verdad? ¡Ayúdame, papá, ayúdame!
Yo sentí cierto orgullo.
—Claro que sí, hijo. Ayer mismo ya quise ayudarte, ¿no te acuerdas?
—¿Cuándo? —preguntó sin comprender.
—Por la noche, antes de dormirnos. Pero tú dijiste que te daba repugnancia.
Precipitado, con entusiasmo incontenible, afirmó:
—Ahora ya no me da, papá, no. Todo cambió de pronto para mí. Ahora siento un…, un…, un no sé qué.
—Entonces, Carlitos, ¿estás dispuesto, para empezar, a aprenderte aquel párrafo?
—Sí, quiero aprendérmelo cuanto antes.
No tenía motivos para ocultarle mi alegría y no se la oculté. Le di un cariñoso pellizco en la mejilla.
—¡Muy bien, estupendo! Lo repasaremos dos o tres días tú y yo solos.
—Como quieras.
—Para que se te vaya quitando la vergüenza, ¿sabes? —Y en tono más confidencial—: antes de que lo ensayes con los demás.
—Bueno.
Le cogí del brazo y le llevé al centro del salón.
—Ahora, por lo pronto, dale al abuelo la jaula del pájaro y el tapete. Está muy cabreado porque no te encontraba.
—Estaba en la cueva —se justificó.
—Ya, ya. Y sigue subiendo las sillas. Que vea que tienes voluntad.
Como suponíamos, porque ya habíamos actuado allí muchas veces y conocíamos al público, la representación de ¡Cuidado con la marquesa! en Hinojera, fue un éxito. Se llenó el salón del Círculo Manchego y les gustó mucho la comedia, que aunque no era la misma del mes pasado, sí era la misma de dos años antes. Pero los públicos son olvidadizos, para bien y para mal. Al terminar, nos pusimos todos, como siempre, a desmontar el decorado.
—Carlitos —ordenó mi padre—, ve bajando las sillas y sube el bombo.
—¿Rosi —preguntó mi hijo con indiferencia—, quieres echarme una mano?
Aún más indiferente, contestó Rosi:
—Ahora no puedo, tengo que guardar los trajes.
—Pero es que yo solo…
—Bueno, pero un momento nada más. Te ayudo a subir el bombo y ya está.
Volvieron a descender a la cueva por la crujiente escalera.
—Ve tú por aquel lado, Carlos, que me tropiezas y nos vamos a caer.
—Te tropiezo porque está oscuro y…
—Pues enciende —replicó la chica, brusca, con sequedad desagradable—. Ya sabes dónde tienes la llave. Y ahora la bombilla no está floja.
Llegaron al pie de la escalera. Dejaron en el suelo el bombo y los platillos. Carlitos encendió la luz.
—¡Que no me tropieces!
Pero Carlitos no la había tropezado; se había acercado a ella suavemente y le hablaba con ternura, insinuante.
—Oye, Rosita…
—¡Quietas las manos!
Las manos de mi hijo, que no comprendía la actitud de mi prima, se movían por sí solas.
—Pero, Rosita… Es que, es que…
La chica se agachó y se apoderó de un platillo. Increpó a Carlitos más seca aún que antes, amenazadora:
—No te acerques, que te rajo con el platillo.
Y lo blandía, dispuesta a todo, ante la cara de mi desconcertado hijo.
—Mujer…
—¡Ni mujer ni hombre! ¡Si te acercas, te rajo!
—Cómo has cambiado.
—No, no he cambiado. Es que lo de antes… fue una locura… Sí, no me mires con esa cara de bobo.
Carlitos, atemorizado, había reprimido sus ímpetus varoniles y Rosi dejó caer la amenazante mano.
—Pero… ¿qué dices?
—Fue un… un pronto. No sé qué me dio, pero yo no soy así. Y no puedo dejar que me beses, Carlos, ni que me toques.
—¿Por qué?
—Porque las mujeres luego… —explicó muy seria, con aire de persona mayor, experimentada—, nos enamoramos.
—Pues, bueno. Yo también te quiero.
—No digas tonterías, tú qué vas a quererme. Nosotras sí que nos enamoramos de verdad. Y después, ¿qué? Tú no quieres ser cómico, no sirves para esto. Y tendrás que marcharte.
—No, Rosi, yo…
Su joven tía le interrumpió:
—Sí, te marcharás, te marcharás. Y yo me quedaré triste y muerta de rabia.
Lleno de entusiasmo, mi hijo Carlitos trató de ser convincente:
—¡Pero, Rosi, yo acabo de decirle a mi padre que me quedo, que quiero ser cómico como vosotros!
En su entusiasmo, se acercó a ella con los brazos abiertos, extendidos. La chica pareció histérica cuando se retiró buscando apoyo en la pared húmeda y gritando:
—¡Que no te acerques!
Asustado, Carlitos se detuvo en seco.
—No te asustes, mujer.
Una sonrisa de sarcasmo feroz apareció en el rostro de mi prima.
—Quieres ser cómico, ¿eh? Y no eres capaz de aprenderte un párrafo de tres renglones.
—Lo he estudiado poco.
—Lo que quieres es quedarte con nosotros para que nos demos el lote.
—De verdad que no es eso. Es que la voz de la sangre…
—Pues, anda, dime el párrafo.
Al desconcierto de Carlitos se sumó un evidente terror.
—¿Qué párrafo?
—El que te enseñó tu padre anoche. ¿Cómo empezaba?
—Aún no me lo sé de memoria.
—Pero te acordarás del principio, por lo menos. ¡Vamos!
Carlitos cerró los ojos, apretó los párpados. Se oprimió las sienes con los dedos. Con muchísimo esfuerzo, intentó memorizar:
—Esto…, esto… «Señor marqués…»
—Conde —rectificó ella, implacable.
—Sí, eso, «Señor conde… marcho para… marcho para…». Bueno —resumió—, era de uno que se iba a Portugal.
Resuelta, mi prima Rosa del Valle cortó la situación.
—Déjame pasar, Carlos. Apártate de ahí. Más separado, más separado… Así. Tú coge de aquel lado el bombo y yo de éste. Vamos subiéndolo.
Mi hijo, dócil, amaestrado, hizo lo que le ordenaban.
—Así. Cuando te sepas el párrafo, me buscas.
Con profundo desconsuelo, Carlitos comenzó a subir los crujientes escalones.
Arriba, en el salón del Círculo Manchego, los demás seguían desmontando y empaquetando el decorado.
—A partir del lunes podemos ir a Trescuevas —informó Maldonado—. Y parece que se arregla lo de que estemos cuatro días.
Mi tía suspendió la labor, para preguntar con alegría:
—¿Ah, sí? ¿Se ha arreglado?
—Todavía no es seguro, pero parece que sí. Solís, el peliculero, anda por Zarzamala y, por lo visto, no le conviene desplazarse.
—Claro —dije yo con clara envidia—. Estará llenando. La gente se vuelve loca por las películas.
—¿Y qué obras vamos a hacer en los cuatro días? —preguntó Juanita. Mi padre nos informó a todos:
—Amores y amoríos, ¡Cuidado con la marquesa!, El último encuentro y Un drama de Calderón.
Suspiró mi tía mientras comentaba:
—Eso nos redondearía el mes.
En éstas, se presentó en el salón el señor Eleuterio. Era un hombre flaco, con el rostro curtido por el sol y los vientos, pero algo mejor vestido que casi todos los demás de por allí. Era el secretario del ayuntamiento y se ocupaba también de la organización del Círculo Manchego. Llamó a mi padre y me pareció que no traía malas noticias, porque antes de empezar a hablar de lo que fuera le ofreció un cigarro de su petaca.
—Lo de hoy ha resultado muy bien.
—Eso creo. Se han tronchado.
—Lo que quería decirle, Galván, es que, por mí, pueden quedarse mañana. Yo creo que llenamos esto.
Mi padre, buen comerciante cuando llegaba el caso, intentó disimular su gozo, pero no lo consiguió del todo. El rostro se le iluminó.
—Sí, seguro.
—Siempre que echen otra función.
—Claro que echaremos otra. La tela, ésa no falla.
—¿La han echado ya aquí? Ahora no me acuerdo.
Yo, que me había acercado a ellos, intervine.
—Sí; la hemos echado, pero hace tres años. Y gustó muchísimo.
—Pues de acuerdo —dijo el señor Eleuterio—. Y siento que no puedan quedarse el jueves, que seguro que llenábamos también, porque aquí hay mucha afición.
Mi padre afirmó, añadiendo un matiz de elogio:
—Sí, la hay, la hay.
—Pero es que el jueves tenemos fútbol.
—Eso no importa. Es a otra hora.
—Si no es eso. Es que el equipo nuestro juega en Alcorque. Ya sabe, los eternos rivales. El Alcorque contra el Hinojera. Y medio pueblo se desplaza. Mejor dicho: nos desplazamos, porque yo también voy.
—¡Joder con el fútbol! —sentenció mi padre.
Pero a pesar del fútbol todos recibimos la noticia con mucha alegría. Mi padre empezó en seguida a ir de un lado a otro dando las órdenes necesarias para la representación de La tela.
—¡Carlitos, baja el bombo y los platillos!
—Voy, voy en seguida.
Mi hijo Carlitos buscó con la mirada por un lado y por otro.
—¿Me echas una mano, Rosita?
Le contestó una voz lejana:
—¡No puedo, estoy ocupada!
Aquella misma noche, en cuanto llegamos a nuestro cuarto de la posada, empecé con mi hijo Carlitos los ensayos del papel de Luis en El último encuentro.
En lo que yo buscaba la escena en el libreto, Carlitos no dejaba de hablar, poseído de un raro frenesí:
—Al fin lo comprendí… Comprendí que esto vuestro… Vuestro trabajo… Esto de los cómicos, quiero decir…
—Sí, ya te entiendo.
—Esto de ir por los caminos…, en autocar, o a pie, incluso a pie… Hoy aquí, mañana allí… A veces sin saber adónde se va, en dónde se quedará uno…
—Muchas veces, ya lo verás.
—Hoy un personaje, mañana otro… Aunque se viva mal y se coma poco…, tiene… tiene…
Yo traté de calmarle.
—Bueno, Carlitos. No hace falta que me convenzas de que estás convencido. Vamos a ensayar un rato antes de acostarnos.
—Sí —contestó rotundo—, todo el tiempo que quieras.
Señalé una página del libreto.
—Es aquí. Escena cuarta del tercer acto… ¿Te lo has estudiado?
—Algo, algo.
Me puse severo.
—¿Algo nada más? ¿Por qué?
Él se puso sincero, inocente.
—Tuve poco tiempo. Durante la función intenté ir leyendo la obra mientras la echabais. Por si algún día tenía que apuntar. Y, además, me pasé mucho tiempo subiendo y bajando el bombo… y las sillas.
—Bueno, vamos a ver… Levántate… Él lo hizo.
—Ponte ahí…
—Sí, sí.
Se alejó los pocos pasos que el tamaño del cuarto permitía.
—Empieza. Entra Luis y dice…
Advertí que el belfo de mi hijo Carlitos se derrumbaba más todavía, que los ojos se le redondeaban de manera exagerada y, lo que era más alarmante, desaparecía el tono sonrosado de sus mejillas y una palidez, una lividez intensa invadía su semblante. Como si en un escenario hubieran apagado las bombillas rojas, las amarillas, las blancas, y quedasen sólo las azules. El chico abría la boca…, la abría…, la volvía a abrir…, pero no decía nada. Por fin, habló.
—Dame la novela.
—¿Qué novela?
—Eso, lo de leer… Donde está escrita la función.
—Esto no se llama la novela.
—¿Cómo se llama?
—Pues se llama el libro —le aclaré, algo fastidiado—, el libreto, el ejemplar…
—Bueno, pues dámelo.
—No, no te lo doy. El libro lo tengo yo. Tú lo tienes que decir de memoria.
Simuló, muy mal por cierto, una tremenda sorpresa.
—¿De memoria?
A punto de hartarme afirmé:
—Sí.
Él protestó.
—Pero, a vosotros, cuando lo hacéis, otro os va apuntando.
—Sí, sí. Pero no te creas tú que es tan fácil oír al apuntador mientras se habla. Se necesita práctica, mucha práctica. Es casi más difícil que aprendérselo de memoria.
Mirándome como a un hombre de aspecto sospechoso, aseguró:
—No me lo creo.
Yo me indigné y levanté la voz.
—¿Ah, no? ¿Es que te miento?
—No, papá, no es eso. Pero yo me lo estudié poco todavía.
—Bueno, empieza de una vez.
—Apúntame —suplicó.
—Sí, hombre, sí, te apunto. «Señor conde, hoy mismo…»
—«Señor marqués, hoy mis…»
—¿Cómo señor marqués? Señor conde.
—Sí, sí, es verdad, señor conde. Es que se me ha metido en la cabeza lo del marqués. Señor conde, señor conde, señor conde, señor conde…
—¡Bueno, bueno! Tú escúchame a mí. «Señor conde, hoy mismo…»
—«Señor conde, hoy mismo…»
—«Dejo Carmona. Voy a Portugal…»
—«Dejo Carmona y Portugal…»
—Pero ¿qué dices?
—Es que no te oigo, papá. Como hablas al mismo tiempo que yo…
—¿Lo ves? Ya te dije que no era fácil. A ver…
—«Dejo Carmona. Voy a Portugal… desde donde…»
—«Quizá me embarque para África.»
—«Quizá me embarque…»
—¡Pero sácate el dedo de la nariz! —vociferé.
Mi hijo estaba a punto de llegar con el meñique al entrecejo.
—Sí, papá.
Y, efectivamente, lo sacó y se lo limpió, muy pulcro, en el pantalón.
—¿Es que pensabas hablar con el señor conde haciéndote pelotillas?
—No, papá. Es que me picaba.
—¿Y si te pica el culo también piensas rascarte?
El chico no estaba muy seguro de la respuesta. La meditó un poco y dio una evasiva.
—Hombre…
—En este oficio, cuando nos pica algo, nos aguantarnos.
—Qué oficio más esclavo, ¿verdad, papá?
Aquello era el colmo. Me levanté de un salto, fui hacia él. Lleno de santa ira, le metí la cara.
—Pero no pienses que somos sólo nosotros, ¿tú qué te has creído?
Empecé a desbarrar, pero cargado de razón.
—¡También se aguantan si les pica el culo… los… los curas cuando dicen misa, y los abogados, y los profesores de orquesta, y los agentes de seguros, y los militares el día de la jura de la bandera!
Insistió mi hijo:
—¡Qué oficios, qué oficios!
Le dejé por imposible y me volví a sentar.
—Bueno, sigue. «Comprendo que lo que intentaba hacer era una felonía».
—«Comprendo la felonía… que… que…, la felonía que hacía».
Empezó a justificarse.
—Es que…, es que…
—Vale, vale, vale. «Deseo a Marta que sea muy feliz».
—«Deseo a Marta que sea…».
—Pero dilo con más galanura, hombre. No con esa mirada de besugo y ese aire de… de zangolotino… Más galanura.
—¿Más qué? —preguntó con absoluta ignorancia.
—Galanura.
—¿Y eso qué es?
—Lo que tú tienes, hijo. Esa apostura, ese atractivo para las mujeres. Pero sácalo a relucir. Mete la tripa, estira las piernas, sube los hombros, recoge ese labio…
Estuvimos hasta las tantas de la madrugada. Ladraban los perros, pasaban los trenes, cantaron los gallos. Pero si he de decirlo con la mano en el corazón, el chico no mejoraba.
Ahora me gusta recordar aquellos tiempos… Sí, me gusta recordarlos… Pero la verdad es que fueron malos tiempos. Ahora, al cabo de los años, en el recuerdo, así…, contada, incluso parece divertida la vida que llevábamos. Resultan divertidos los ensayos con mi hijo Carlitos, que a él y a mí tanto nos hacían sufrir, los enfados de Juanita Plaza… ¡Qué espléndida mujer! También era mona mi prima, Rosa del Valle. Si fuera sólo por unos días, me gustaría volver a aquellos pueblos, a aquellos caminos… A veces, en un pueblo estábamos hasta diez días, a comedia por día. Llevábamos veinte de repertorio. Y otras veces, en un solo día trabajábamos en dos sitios distintos. Venga de colgar y descolgar nuestros telones de casa rica, casa pobre y jardín.
Lo peor, aunque hoy todo me produce nostalgia, era la lucha por encontrar trabajo seguido. En cafés, en círculos, en casinos, en almacenes, en patios, en cuadras, donde fuera. Y la lucha contra el peliculero, contra el fútbol, contra la radio. Lucha en la que no podíamos hacer nada, más que trabajar lo mejor que sabíamos, y en la que llevábamos las de perder, porque el público cada día se apartaba más.
Hoy recuerdo aquellos públicos, casi siempre de campesinos, que creían que el teatro era lo que hacíamos nosotros, con… con algo así como… ternura, sí, eso es, ternura.
Hicimos al día siguiente La tela con el Círculo Manchego totalmente lleno, y nos marchamos a Ciudad Real.
Al otro día, en el bar de la plaza, estábamos todos muy contentos. Del interior del bar salía una musiquilla. Correteaban los críos. Paseaban los mozos y las mozas.
—Nos quedan sólo dos días libres —dijo mi tía—, ¿verdad?
Mi padre contestó:
—Sí, hoy y mañana.
—Y pasado, a Trescuevas —dijo Juanita—. Por cuatro días. Maldonado rectificó:
—Bueno, aún no está confirmado. Un día, seguro.
—Pero un día no es nada —opiné yo—. Lo bueno es que tengamos hasta fin de mes. Y como a Solís le va muy bien en Zarzamala…
—Me jeringa tener que alegrarme de los éxitos del peliculero —dijo mi padre—. Pero por una vez me alegro.
—¿Empezamos con Amores y amoríos? —preguntó Rosi.
—No, con El último encuentro. Se ríen más.
—Yo lo decía por...
Juanita la interrumpió.
—Claro, porque tu papel es mejor.
De pronto, una rubia, un coche de aquellos que había entonces, con carrocería de madera, se paró justo al lado de nosotros, junto a las mesas de la terraza del bar. Y de la rubia bajó… Preferiría no recordarlo, pero lo recuerdo.
—¡Mira, padre —advertí alarmado, nervioso—, mira quién baja de esa rubia!
—¿Quién?
Y, aterrado, exclamó:
—¡Pero sí es Solís! ¡Solís! ¡El jodío peliculero!
Ya Solís avanzaba hacia nosotros, muy alegre, muy campechano, como solía estar siempre. Oímos su voz por encima de los gritos de los niños, de la música del bar.
—¡Hombre, los Galvanes! ¡Qué casualidad! ¿Cómo estáis, amigos?
Sin aguardar respuesta, gritó hacia el bar:
—¡Camarero, camarero, una ronda por mi cuenta!
Él reía, reía con aquella risa blanca, luminosa, escandalosa… Pero para todos nosotros era como si el cielo de la plaza se hubiera llenado de nubes.
Se detuvo y clavó la mirada en mi padre.
—Pero ¿qué te pasa, coño, Galván?
—¿A mí? —preguntó mi padre con sorpresa, mirándonos a unos y a otros.
—¿No me saludas? —preguntó Solís.
—Sí, hombre, sí. ¿Cómo estás? Sabes que siempre nos alegramos de verte.
—¿Dónde os habéis metido? Hacía la mar de tiempo que no coincidíamos.
—Afortunadamente —dijo mi padre, sombrío.
—Pero ¿qué dices?
—No lo digo por ti, Solís, que me caes muy bien, ya lo sabes.
—Y vosotros a mí.
—Lo digo por el negocio.
—No empieces a lamentarte, Galván, que hay para todos.
Pero mi padre se mostró escéptico:
—¿Tú crees?
—Pues claro. Bueno, ¿qué? ¿Puedo sentarme?
—Hombre, no faltaba más.
—Camarero, un chinchón. Y para éstos, lo que estén tomando.
Luego se volvió hacia nosotros, hacia la reunión.
—Vengo destrozado del viaje. Parece que no, pero desde Zarzamala a Ciudad Real hay la tira.
—Nosotros creíamos que te quedabas por allí —dijo Maldonado—, por Zarzamala.
—Esa era mi idea. Pero a lo mejor puedo hacer tres días en Trescuevas, y me trae más cuenta.
Alarmada, preguntó mi tía, deseando no haber oído bien:
—¿En Trescuevas?
—Sí. Vosotros vais el lunes, ¿no?
Como nadie respondía, lo hice yo:
—Sí, el lunes.
—Puede que yo haga martes, miércoles y jueves. Nos veremos allí.
Mi padre, cada vez con voz más grave, más fatídica, le preguntó:
—¿Tantas películas traes?
—No traigo más que dos, pero puedo acercarme a Madrid por otra.
—Claro, como tienes la rubia…
—Aún no he acabado de pagarla, no te creas. Pero me falta muy poquito.
Nos miró a todos en silencio. Debió de encontrarnos un aspecto desconsolado.
—Bueno, ¿qué os pasa?
—¿A nosotros? —le pregunté.
—Os encuentro como muertos. Juanita, ¿y esa alegría?
—A veces se le cambia a una el humor.
—¿Os ha ido mal últimamente?
—No, no, estos días nos ha ido muy bien —dije. Mi padre confirmó:
—Y hasta hace un momento estábamos todos muy alegres.
—Sí, tiene razón Arturo, justo hasta hace un momentito —remachó mi tía.
—¿Y os habéis puesto así porque he venido yo?
—No, Solís, no digas tonterías —protestó con relativa afabilidad mi padre.
Reapareció el Solís campechano de siempre y exclamó eufórico, exultante:
—¡Vamos, hombre, que no se diga! ¡Que vuelva la alegría! ¡Haced como hago yo!
—¿Y se puede saber qué haces tú? —pregunté deseoso de aprender.
—Pues tomar chinchón en vez de café con leche. ¡Camarero, chinchón para todos!
Pero la tormenta había estallado y no era fácil que el chinchón nos levantase el ánimo, que se nos había caído por los suelos. Al poco rato nos marchamos todos del bar, dejando allí a Solís con sus copas y con su hijo, un crío que le ayudaba en el trabajo.
Nos fuimos hacia la fonda, andando despacito. Parecíamos un entierro. Juanita aprovechó el recorrido para empeorar un poco la situación.
—¿Se te puede dirigir la palabra?
—¿Por qué no?
—¿Qué? ¿Cómo va el galán joven?
—Pues ¿qué quieres que te diga? Si he de serte sincero, no va muy bien, ésa es la verdad.
—No será porque no le dedicas tiempo.
—No, por falta de tiempo no es —no me di por enterado de su intención—, porque ensayo con él a todas horas.
—No hace falta que me lo jures, hijo; ya lo he notado yo. Porque como no sea en escena, o así como ahora, en familia, desde que llegó el niño-sorpresa no hemos cambiado dos palabras. Estaba pensando en echar una instancia.
—Yo lo siento más que tú, Juanita.
—Se nota poco.
—Compréndelo, Juanita. Hay que prepararle. Mañana ensayará con todos.
—A ver si ha aprovechado las lecciones.
—Y el lunes, aunque lo haga mal, saldrá en El último encuentro. Falta muy poco.
—Pues a mí me falta menos para echar las patas por alto —dijo con frialdad aterradora.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Prefiero callarme. Si te lo cuento ahora, después no tiene efecto la sorpresa.
Se separó de mí, se emparejó con mi tía, y yo seguí caminando hacia la fonda en silencio, pensando que aquello era un trueno más de la tormenta. Y que el trueno anuncia el rayo.