El oficio de padre
Me apoyé en un codo y me incorporé. Volví hacia mí la cara de mi hijo, para mirarle a los ojos a la tenue luz de la luna.
—¿Morirte de vergüenza? ¿Por qué? Éste es un trabajo como otro cualquiera.
—Pero hay que tener mucha caradura.
—Piénsatelo bien, porque si te quedas conmigo, tendrás que trabajar.
—Sí, claro.
Le solté y le dejé que se apoyase de nuevo en la almohada, pero seguí en mi papel de padre.
—Y aquí no hay más trabajo que éste. Lo de la vergüenza se pasa.
—Pero ¿no te das cuenta? —dijo él con más acento gallego que nunca—. Yo no puedo trabajar de cómico.
—¿Por qué?
—Porque tengo acento gallego.
—Te acaba de venir de repente. Pero también se pasa.
Casi suplicante, insistió:
—Que no, papá, que no.
A tientas, busqué un pitillo y lo encendí. En el silencio volvieron a oírse los ladridos de los perros, lejanos. Y el pitido del tren.
—A nosotros nos convendría mucho, ¿sabes? Porque podríamos prescindir de Sergio Maldonado, que es el único que no es de la familia.
—Lo comprendo, pero…
—Sabes leer, supongo.
—Sí, y escribir.
—Pues ya es algo.
—Pero no tengo vocación.
Aquella declaración me pilló de improviso. Me quedé sorprendido, estupefacto. Esperaba cualquier razonamiento, pero no aquella afirmación tan extemporánea. ¿Vocación? ¿Mi hijo sabía lo que era eso? Y se lo pregunté.
—Sí —me respondió—. Tenía un amigo que tuvo vocación. Se metió cura.
Entonces me enteré de lo que eso quería decir. Vocación hace falta para cualquier trabajo.
—Exactamente. Pero, por lo que me contaste, tú tampoco tenías vocación de mecánico.
Contestó rápido, muy convencido:
—Tampoco.
—¿Y puede saberse de qué tienes vocación, si es que tienes alguna?
—Sí que tengo.
—¿De qué?
—De administrativo.
Primero creí que no había entendido bien. Luego comprendí que sí, que había entendido perfectamente. Y creció mi sorpresa, aumentó mi estupefacción.
—¿De administrativo?
—Sí, sé de cuentas.
—¿Ah, sí?
—Sé hasta dividir.
Seguían ladrando los perros, volvía a oírse el pitido del tren, y todo eso me perturbaba, me impedía seguir el hilo de aquella conversación tan dificultosa, tan delicada.
—Pero… —dije— las vocaciones se despiertan viendo trabajar a los otros…
—Eso dicen.
—Así ocurre con la de actor, si no se lleva en la masa de la sangre. ¿A ti cómo se te ha llegado a ocurrir eso de «administrativo»?
—Tengo un amigo mayor que yo…, tendrá ahora veintiséis años, que allí en Vigo llevaba las cuentas en una tienda…, en una papelería.
Estoy seguro de que a pesar de que por la oscuridad no viera la expresión de mi rostro, simplemente en el tono de mi voz mi hijo percibió algo así como asco cuando le pregunté:
—¿Y a ti te gustaba eso?
—Sí.
—¿Por qué?
No había ninguna intención de reproche en mi pregunta, sino de infinita curiosidad ante vocación tan insólita.
—Mi amigo, Pepito, tiene ya dos papelerías suyas, en propiedad. Y un coche. Y va siempre muy bien vestido, que llama la atención. Y casi no tiene que ir nunca por los establecimientos.
Yo iba de asombro en asombro.
—¿En tan pocos años?
—Es que es muy buen administrativo.
—Sí, debe de serlo. Pero ¿cómo consiguió el dinero para empezar? Porque, por muy listo que sea, en eso del comercio, para empezar hace falta dinero.
—Casose.
—Ah, ¿casose?
—Con la hija del dueño.
—Hombre, así, cualquiera.
Mi hijo abandonó su laconismo y mostró un entusiasmo extraño en él, por lo menos en el poco tiempo que llevábamos de conocimiento, al razonar:
—Pero casose con la hija del dueño porque llevaba las cuentas, porque era administrativo. Si hubiera sido cómico no habría podido casarse con la hija del dueño de una papelería.
Tenía tanta razón mi hijo Carlitos, que me entró una enorme indignación.
—¡Bueno —grité—, pues aquí, con nosotros, aunque fueras administrativo…!
—Habla bajo, papá —me recordó.
Más indignado aún, proseguí en voz baja:
—¡… no podrías casarte más que con tu prima Rosa!
—Mi tía Rosa —me corrigió.
—¡Bueno, coño, tu tía!
—No quise enojarte.
—Y seguirías igual. Además, en la compañía ese puesto está cubierto. Maldonado, aparte de actor, es el gerente. ¡Tú eres cómico, Carlitos, métetelo en la cabeza!
A tientas, espachurré el pitillo en el cenicero, cogí la pera de la luz y encendí. Me senté en la cama. En la mesilla había varios libretos de funciones. Cogí uno y empecé a pasar las hojas con la velocidad de un cajero de banco. Cuando encontré la que buscaba le di el libro a Carlitos y ordené:
—¡A leer!
—¿Qué dices? —preguntó con voz opaca.
—Que leas.
El tono de su voz fue de auténtico terror cuando dijo:
—Pero ¿ahora…?
—Ahora —respondí inflexible, obligándole a coger el libro.
Sus ojos ahuevados y acuosos parecía que se iban a caer al suelo.
—¡Que no, papá, que no!
—¡A leer! Aquí. Es El último encuentro, una obra que vamos a hacer un día de éstos. Escena cuarta del tercer acto. Sale Luis.
Hasta entonces, en nuestras representaciones no salía este personaje. Sacábamos una carta con lo que tenía que decir, porque éramos pocos en la compañía, sólo seis.
—Mañana saldrás tú y lo dirás.
—Es que leo muy despacio.
—Pues lee despacio. ¡Aquí!
Sin duda atemorizado por mi actitud, mi hijo se decidió a lo que él llamaba leer. Lo hacía de una manera insegura, dudosa, con una lentitud agobiante.
—«Se… ñor con… de, hoy mis… mo de… jo Caramona…»
—Caramona, no. Carmona —rectifiqué.
—«Carmona. Voy a Por… a Por…» —decidió dejarlo y me alargó el libreto—. Léelo tú antes, papá, a ver si le cojo la intención.
Mirándole con absoluto desprecio, cogí el libro y leí el párrafo de un tirón.
—Qué deprisa lees —dijo con admiración filial.
—Me lo sé de memoria. Ahora tú. Volvió a empezar:
—«Se… ñor con…». Bueno, esto me lo salto. Ya lo he leído antes.
—¿Tú crees? Léelo entero.
El párrafo no tenía más de seis renglones. No recuerdo el tiempo que invirtió en leerlo. Sí recuerdo que le caían gotas de sudor por la frente cuando llegó a lo de…
—«Comprendo que lo… que in… tentaba ha… cer e… ra una felonia».
—Felonía —corregí.
—«Felonía». ¿Y eso qué es?
—¡A ti qué te importa! ¡Sigue!
—«De… se… o a Mar… ta que se… a muy fe… liz». Respiró profundamente.
—¿Así lees tú?
—Sí —contestó sin inmutarse.
—¿No puedes leer más deprisa?
—Es que si leo más deprisa se me trabucan las letras.
Le obligué a hacer la demostración y pude comprobar que no mentía. Le ordené que empezara otra vez de nuevo. Casi se le saltaban las lágrimas al suplicarme:
—No, papá, por favor. Es que sólo pensar en leer en voz alta y luego decirlo de memoria, y en que voy a salir allí pintado como vosotros, delante de la gente, me da… me da… no sé cómo decírtelo… Me da… repugnancia.
Sentí como si me hubieran dado una pedrada en lo más profundo de mi cabeza. O de mi corazón.
—¿¡Repugnancia!?
Resolvió la situación la dueña de la posada, que desde su cuarto dijo a gritos:
—¡Cómicos, apagar ya la luz, que es demasiado tarde!
Al apagar, de pronto se me encendió a mí otra luz por dentro. Tuve una idea. Pero no me atrevía a ponerla en práctica, porque era un tanto arriesgada. Estuve dándole vueltas en mi cabeza hasta que, al fin, me decidí. Me levanté de la cama con mucho cuidado, procurando no hacer ruido. Pero mi hijo Carlitos, que aún no se había dormido, me oyó.
—¿Qué te pasa? ¿Adónde vas?
—Tengo insomnio. A veces me da cuando me vienen preocupaciones. Pero paseando un poco se me quita. Voy a dar una vuelta por ahí.
—¿Así, en calzoncillos?
—Me echo el gabán. Tú duérmete.
—Sí, ya estaba casi dormido.
Pero no era verdad, no iba a dar ningún paseo. Fui al cuarto en que dormían mi tía Julia y su hija, Rosa del Valle, que estaba casi enfrente del nuestro. Con mucho sigilo abrí la puerta. También aquella noche, sobre un colchón puesto en el suelo, dormía Juanita. Fue la primera en despertarse.
—¿Eh, qué pasa? ¿Quién ha entrado?
—Nadie, nadie —dije yo estúpidamente.
—¿Cómo que nadie? Pero ¿eres tú, Carlos? También se despertó mi tía.
—¿Qué quieres a estas horas? Son ya las tantas.
—Quiero hablar con Rosita. Sólo un momento.
—¿Con Rosita? ¿Para qué?
—Se me ha ocurrido, en lo que me venía el sueño, una escena, y quiero explicársela, así, por encima.
—¿Explicarle una escena? —se escandalizó mi tía—. ¿Y no has encontrado otro momento más oportuno?
—Es que si no, se me olvida. Estas cosas hay que cazarlas al vuelo.
Juanita decidió:
—Estás loco, Carlos, estás loco.
Pero no, no estaba loco. Era verdad lo que había dicho: se me había ocurrido una escena, una escena que podía resultar interesantísima. Yo tenía muchas esperanzas en ella.
—Rosita… Rosita… —susurré.
—No la despiertes, pobre niña —dijo mi tía—, ¿no ves que duerme como un ángel?
La miré durante unos instantes mientras dormía. Sí, parecía una niña, parecía un ángel. Pero su cuerpo entre las sábanas, su cara sobre la almohada, eran un cuerpo y una cara de mujer. Un buen cuerpo y una buena cara. Ni pintados para mi proyecto.
—¡Rosita! ¡Rosita! —insistí, ahora en voz más alta. Mi prima se despertó.
—¿Eh? ¿Qué queréis? ¿Quién es…?
—Soy yo, Rosita. Soy Carlos.
—¿Por qué me despiertas? ¿Ha pasado algo?
—No, no ha pasado nada. Tengo que explicarte una cosa.
—Estoy dormida.
Juanita chilló, desabrida:
—¡Deja en paz a la niña!
—Anda, vete a tu cuarto, Carlos. Apunta lo que sea y mañana se lo explicas.
Elevé la voz, autoritario y voluntariamente desagradable. Al fin y al cabo yo era uno de los dos hombres de la familia.
—¡Dejadme a mí en paz de una vez, leche! Seguid vosotras durmiendo, y se lo cuento en el pasillo. Son sólo cinco minutos.
Doña Julia se resignó.
—Échate algo por encima, Rosi.
Y certificó Juanita, al tiempo que daba media vuelta en el colchón y se ponía cara a la pared:
—Loco, loco perdido.
Casi a tirones, arranqué a Rosi del camastro, la saqué fuera del cuarto y la llevé a un recodo del pasillo. No quería, de ninguna manera, que pudieran oírnos mi tía y Juanita. Ni mi hijo. En el corto recorrido, no dejé de mirarla de reojo. El trapo que se había echado por encima no le tapaba mucho. Por el escote flojo de su camisón se entreveían, dos tetitas de milagro. Servía para mis propósitos, servía…
—Rosi —hablé en voz susurrante—, lo que te voy a decir es un secreto, un secreto absoluto. Tiene que quedar entre tú y yo. ¿Me lo prometes?
Sin dar ninguna importancia a lo que yo acababa de decir, respondió con indiferencia:
—Sí, te lo prometo. Pero dímelo de una vez, que me caigo de sueño.
—Rosi…, ¿tú te has fijado en mi hijo, en Carlitos?
—¿En mi sobrino? Sí, me he fijado.
—Qué planta de galán tiene, ¿verdad?
—Es alto.
—Tu tío, que entiende un rato, en cuanto le ha visto lo ha dicho: aquí hay un galán.
—Sí, lo ha dicho.
—Y es guapo.
—Hombre, eso no.
—Pero no es desagradable.
—No da asco mirarle.
—Verás, Rosi… El chico se tiene que quedar con nosotros, es lo natural, Pero papá querrá que trabaje.
—También es natural.
—Eso digo. Pero resulta que me da la impresión de que a Carlitos el teatro no le tira. En primer lugar, se encuentra violento entre nosotros, incómodo. Yo para él todavía soy un desconocido. La voz de la sangre no le dice nada. Ni a mí me ve como un padre ni al teatro como una cosa suya.
—Ha vivido siempre con su madre. La echará de menos.
—Pero es mayorcito. Está en edad de soltarse. Sentí que Rosi empezaba a cansarse.
—¿Y yo qué tengo que ver con eso? —preguntó—. ¿Cuál es la escena que querías explicarme?
—No hay tal escena. Era una excusa para tu madre y Juanita. Cuando vuelvas al cuarto, les dices que te he dicho que en la escena del ramo de flores te rieras mucho y al salir tropezaras conmigo.
Desde uno de los cuartos nos llegó la voz áspera, grosera, de un hombre:
—¡Se callen, carajo, no es hora de conversar!
—Acaba de una vez, Carlos, nos van a echar.
Yo no me callé, pero bajé el tono.
—¿Te acuerdas hace cuatro años, cuando Juanita estaba en la compañía de los Salvatierra, que coincidimos en Bolaños?
—Sí.
—Nosotros necesitábamos una dama joven, tú aún eras muy cría; se lo dijimos a Juanita, pero no quiso venirse por no dejar a su familia. Y al final se vino. ¿Por qué?
—Porque se lió contigo.
—Eso es, Rosi, porque nos enamoramos. ¿Comprendes? ¡Porque nos enamoramos!
—¿Y qué quieres? ¿Que me líe yo con Carlitos? ¿Así, nada más llegar?
Me puse serio, muy en señor formal. Por mi imaginación no podía pasar un proyecto semejante. Sobre todo tratándose de personas de mi familia. Todo esto intenté reflejar en mi semblante mientras decía:
—No, mujer, no disparates. Pero como al chico no le dice nada la voz de la sangre…
Rosi me interrumpió, escéptica:
—Es que eso de la voz de la sangre… Si no ha visto comedias…
Ahora mi expresión quería decir: estoy de acuerdo, estoy de acuerdo. Era un modo de halagarla como otro cualquiera.
—Necesita un atractivo —dije—, un incentivo que le haga quedarse con nosotros por unos días, que le despierte el entusiasmo y le quite la vergüenza. Luego él mismo, sin darse cuenta, le irá tomando afición a esto, como nos pasa a todos. Pero yo no quiero que te líes con él, como tú dices. ¡Dios me libre! Lo único que te pido es una mirada, una sonrisita… Me he fijado y sé que sabes hacerlo. Lo que pretendo, simplemente, es que le encandiles.
Mi prima no me entendió.
—¿Que le qué?
—Que le encandiles. ¿No sabes lo que es eso? Si lo dices en Amores y amoríos. Háblale en voz baja, acércate, pregúntale si ha conocido chicas en Galicia…
De pronto me avergoncé de mí mismo.
—Pero ¿cómo te voy a dar lecciones yo a ti? ¿Te estás quedando conmigo?
—Pero, bueno, ¿tú lo que quieres es que le ponga cachondo y nada más?
—¡Ay, Rosi, qué lenguaje usáis las chicas de hoy!
—Pero tú me entiendes, ¿no?
—Sí, desde luego.
—Pues yo creo que también te he entendido a ti.
Le cogí las manos, la miré a los ojos, suplicante.
—¿Y lo harás, Rosi? ¿Me ayudarás? ¿Nos ayudarás a todos?
—Lo consultaré con la almohada.
Impertinente, bronca, inesperada, llegó hasta nosotros la voz de Juanita, que se había asomado a la puerta de su cuarto.
—¿Qué? ¿Habéis ensayado ya bastante la escenita?
Pendiente de su salud, la reprendí:
—Pero ¿por qué sales así al pasillo, mujer? Te vas a enfriar.
Anda, vete a dormir, primo —me dijo Rosi al oído—, que Juanita se encabrona.
Me fui a dormir seguro de que Rosita me había entendido, pero mucho menos seguro de que me hiciera caso. A las mujeres les encantan los enredos, pero sobre todo cuando les interesan a ellas. Cuando se trata de echar una mano al prójimo, son muy poco de fiar.
Hubo que madrugar, porque el autocar salía a las ocho de la mañana y por la tarde teníamos función en Hinojera, y con lleno seguro, porque allí eran muy aficionados. Rosi se sentó en el asiento más alejado del de Carlitos. Las mujeres, ya se sabe.
Cuando el cacharro se puso en marcha, mi padre, que estaba sentado junto a mí, me preguntó:
—Oye, Carlos, ¿has probado al chico?
—Un poco.
—¿Y qué tal?
—Le di a leer lo de Luis en El último encuentro, lo del tercer acto. Leyendo está dudoso, pero cuando se lo aprenda…
Mi padre se volvió hacía Carlitos.
—¿Tienes memoria?
—Muy poca —respondió sin la más ligera duda. Juanita opinó:
—Podría hacer las tres escenas, en vez de que sacásemos las cartas.
—Yo creo que para empezar —dije—, mejor una sola, la última.
—Ni una sola —se negó rotundamente Carlitos—. Es que no me entra, no me entra.
—En Trescuevas —dijo Maldonado—, si vamos cuatro días, tendremos que hacer El último encuentro, porque lo otro está muy visto, ¿no, Arturo?
—Aún no es seguro lo de los cuatro días en Trescuevas.
—¿Ah, no? —se sorprendió Juanita.
—Se ha presentado el jodío peliculero, Solís —refunfuñó mi padre. Mi tía se soliviantó.
—Y cuando no es el peliculero, el fútbol o la radio, con ese Zorro, que nos ha matado las noches de los viernes.
Y añadió fatalista y melancólica:
—Esto se está acabando, Arturo.
—Son malas rachas, pero el teatro vivirá siempre.
Habíamos llegado al cruce. Allí tendríamos que bajarnos. Desde el cruce a Hinojera debíamos ir a pie, cargando con los bultos. Mi padre le largó a Carlitos el más pesado, el que llevaba el telón de casa rica, la jaula del pájaro y el tapete.
Yo no quitaba ojo a Rosi, porque si seguía tan pavisosa, mi plan no funcionaba. Emprendimos la marcha por el camino polvoriento.
Pero al poco rato vi con sorpresa que, a lo tonto, Rosita se emparejaba con Carlitos. Y así siguió durante los tres kilómetros que nos separaban de Hinojera.
Al llegar a las primeras casas del pueblo oímos, como tantas otras veces, la voz del pregonero.
—¡Hoy, a las seis y media de la tardeee, en el Círculo Manchegoooo, actuación de la gran compañía de comedias Iniesta-Galván! Representarán el divertidísimo juguete cómico en tres actos de Núñez Navarreteee, ¡Cuidado con la marquesaaaa! Sillas, cuatro pesetas; bancos, dos cincuenta. ¡A las seis y media en el Círculo Manchegooo! ¡No es la misma función del mes pasadoooo!
Mi padre daba órdenes en el salón del Círculo.
—Todos esos bancos que están pegados a las paredes hay que ponerlos de frente a la tarima, como siempre. Es que ayer ha habido baile. Y hay que bajar el bombo y los platillos a la cueva y subir las sillas plegables.
Estábamos todos a lo nuestro. Yo desplegaba en el suelo el telón de fondo, el de casa rica. Julia y Juanita, mientras tanto, cepillaban la ropa. Eché de menos a Rosita, que debía estar ayudándolas. Pero advertí que por poca afición al trabajo, o quizá por otras razones, también mi hijo Carlitos había desaparecido.
—Oye, Maldonado, ¿no has visto por aquí a Carlitos?
—Por aquí andaba, pero me parece que acaba de bajar a la cueva a dejar el bombo y a subir las sillas. ¿Quieres que le busque?
—No, no hace falta.
Sospeché, esperanzado, que había bajado con Rosi. Así era. En posteriores confidencias me lo contó todo.
Una estrecha, oscura y crujiente escalera conducía a la cueva.
—Cuidado, no te des un golpe en la cabeza. Tú eres muy alto.
—Ya, ya voy con cuidado.
—Las sillas están amontonadas ahí, en la pared de enfrente.
—¿Y qué hago con el bombo y los platillos?
—Se dejan aquí, al pie de la escalera.
—Pero no veo nada. Está muy oscuro.
—Había un bombilla. Siempre la ha habido.
—¿Dónde se enciende?
—Ahí, a la derecha, está la llave.
—No la encuentro.
—A la derecha, hacia arriba…
En la oscuridad, mi prima Rosa se había acercado demasiado a mi hijo Carlitos y éste se encontró inesperadamente con ella, con el bulto de su cuerpo, de su carne.
—¡Ay, perdona! Perdona que te haya tropezado. No sabía que estabas tan cerca.
—No te preocupes, hombre. Es natural que me tropieces. Estamos a oscuras.
—¡Ya la tengo!
—Enciende.
Pero siguió la misma oscuridad.
—Es que no luce.
—Pero ¿le has dado?
—Sí, pero debe de estar fundida.
—O se habrá aflojado. Voy a ver.
—¿A tientas? —se sorprendió Carlitos.
—Claro, a tientas. Acércame tú una silla, también a tientas.
Palpando aquí y allá Carlitos intentó hacer lo que su tía Rosi le pedía.
—¡Ay, perdona!
Por lo visto, otra vez mi prima Rosi estaba demasiado cerca.
—Hijo, ni que lo hicieras adrede. En cuanto te mueves, me tropiezas.
—Como está oscuro… Anda, pon aquí la silla.
Mi hijo acertó a hacer lo que le mandaban.
—Sujétame, que voy a subir… ¡Pero sujétame a mí, no a la silla!
—Bueno, bueno. Pero ¿por dónde te sujeto? ¿Por aquí? ¿Te sujeto por aquí?
Carlitos colocó prudentemente una mano en un tobillo y la otra en una rodilla.
—Sujétame por donde quieras —dijo Rosa—. El caso es que no me caiga.
—¿Encuentras la bombilla?
Ya la he encontrado. Si quieres, sujétame más arriba.
El chico se atrevió a buscar partes más tiernas.
—¿No te importa?
—¿Por qué iba a importarme?
La respiración de mi hijo Carlitos empezaba a ser entrecortada.
—Hay chicas… Hay chicas… que no les gusta… que las toquen por aquí…
—¿Has conocido a muchas chicas, allí, en el pueblo?
—A pocas.
—Bueno, ya luce.
La cueva del Casino era un lugar bastante espacioso, con suelo de tierra y húmedas paredes. Por allí se veían seis o siete pipas de vino, algún pellejo, cajas de cerveza y de gaseosa y, apiladas junto a uno de los muros, casi un centenar de sillas plegables.
Pero, a pesar de que acababa de encenderse la luz, mi hijo Carlitos no veía nada de todo aquello.
—No me mires tanto, hombre —protestó sin ningún enfado Rosi—. Luego rectificó: —Vamos, que me mires a la cara, digo.
—Es que… Es que…
—Y bájame las faldas, que puede venir alguien de pronto. Anda, agárrame fuerte, que voy a bajar.
Gotas de sudor perlaban la frente de Carlitos, se le ensanchaban las aletas de la nariz, los latidos de su corazón perturbaban el silencio de la cueva, la sangre se le agolpaba en las mejillas, las yemas de sus dedos se hundían en la tersa piel de los muslos de la chica, trepando, trepando. Su voz se enronqueció.
—¿Por dónde te agarro?
—Por donde quieras.
Con tanta fuerza la agarró por donde quiso, que del empellón rodaron los dos por el suelo. Cayó Rosi debajo de Carlitos, que, en los espacios de aliento que le permitía su entrecortada respiración, decía:
—No te has caído… Te has… tirado… tú…
Lo decía metiendo la boca en el cuello de la chica, en sus orejas, entre su pelo, sobre sus ojos, mientras sus manos voraces ceñían la sorpresa de aquella carne.
Hasta la cueva, no hasta los oídos de los que retozaban, llegaba la voz del pregonero, obstinado en anunciar a los habitantes del pueblo que la compañía Iniesta-Galván representaría en el Círculo Manchego el juguete cómico ¡Cuidado con la marquesa! Y volvía a soplar en su corneta.