CAPÍTULO 1

El teatro es otra cosa

Hay que recordar… Hay que recordar… Más alto, por favor. La música, digo. ¿Puede estar un poco más alta? Así, así… Sí, me acuerdo, me acuerdo muy bien. Estos que cantan son el Trío Calaveras, y la canción, un bolero, se llama Caminemos.

¡No, no es el Trío Calaveras! ¡Son Los Panchos! Han pasado ya tantos años… Pero son ellos, estoy seguro.

Sí, Los Panchos… A Los Calaveras los vi sólo una vez, cuando se despedían de Casablanca, una «sala de fiestas», como se llamaban entonces.

Aquella noche, después de cerrar, nos quedamos unos cuantos con los calaveras. En aquel tiempo obligaban a cerrar esos sitios muy pronto. Cosas de Franco, que como él no salía de noche… Su niña, sí, su niña sí que salía con amigos y amigas. A veces se la veía en las salas de fiestas, cuando había una atracción importante. Aún recuerdo su belleza, entre aristocrática y gitana, su mirada oscura… La recuerdo, sí, sí… Ella y las amigas de su mesa estaban siempre muy bien vestidas, es natural. Los dueños de esos locales también obligaban a vestirse bien a las chicas, pero era otra cosa. No había ni punto de comparación.

Como digo, nos quedamos unos cuantos. Un hombrecillo flaco, ondulado, atildado, con flor en el ojal, chilló con voz aguda y descaradamente amariconada:

—¡Bueno, ya estamos los cabales!

—Marceliano, dile a Molina que saque el champán —ordenó el dueño.

—¡Qué generoso, don Leandro! —celebró el marica.

Maruja Asquerino, que andaba por allí, suplicó seductora:

—Anda, Raúl, cantaros algo, que no se diga.

El calavera Raúl trató de excusarse.

—El trabajo ha terminado, hermana; no por hoy, sino por la temporada.

—¡La despedida, hombre, la despedida! —insistió Maruja.

A la petición se sumó el del ojal florido.

—¡Que hay gente importante! ¡Están aquí los mejores artistas del mundo!

—¡Que canten, que canten, que canten! —pidieron varias voces a coro.

Y cantaron esa canción mejicana, de amor y de despedida, tan triste: La barca de oro.

Por el champán, por la despedida o por el amor, a algunos de aquellos golfos y golfas se les saltaban las lágrimas.

Siempre se ha dicho de los artistas que somos aves nocturnas. Los artistas y los golfos. Para la gente somos todos uno. Aquella noche estaban en Casablanca Jorge Mistral, Lola Flores y la que he dicho antes, María Asquerino. Qué hermosura de mujer. Maruja, la llamaban entonces.

Yo, en persona, casi no conocía a nadie. Eran artistas de Madrid, y yo hasta hacía poco no había salido de los pueblos. Creo recordar que me había llevado a Casablanca Miguel Mihura, que acababa de descubrirme. Descubrimiento tardío, porque yo andaba ya por los cuarenta años, pero al que debo mis mayores éxitos y los años más felices de mi vida. Hasta entonces siempre había trabajado en la compañía de mi padre, un gran actor que no tuvo suerte; enamorado siempre, como yo, de su profesión, la más bella que existe.

Solíamos vivir en una fonda de Ciudad Real… ¿O de Talavera de la Reina? En fin, la fonda en que vivíamos casi todo el año, estaba en Ciudad Real, y desde allí salíamos para los pueblos de La Mancha o de La Llanada. Siempre de pueblo en pueblo. Siempre de camino, como en la canción de Los Panchos. Pero cuando ocurrió lo que ahora quiero contar, no sé si estábamos en la fonda de Ciudad Real o en una pensión de Talavera. No me acuerdo bien. Bueno, pero es lo mismo. Lo que quería contar es cuando se presentó mi hijo, aquel zangalotino.

Estaba plantado allí, muy cerca de la puerta del cuarto, y decía con un acento gallego muy leve pero perceptible:

—Vine en el correo hasta Madrid. Y de Madrid aquí, en un autocar.

No creo que yo consiguiera dar grandes muestras de seguridad con mi expresión ni con el tono de mi voz cuando comenté:

—Sí… No es mala combinación…

Dejé de apoyarme en un pie para apoyarme en el otro, y pregunté:

—¿Así que tu madre te ha mandado que vengas?

—Claro.

—Pues… no sé qué decir.

—Yo tampoco.

—Como nos hemos visto muy pocas veces…

—Nunca —resumió lacónico.

Los actores sabemos que cuando un personaje no sabe qué decir carraspea para tomarse tiempo. Yo carraspeé.

—Sí, eso es, nunca. Yo a ti te he visto en las fotos que me mandaba tu madre de vez en cuando. Tú crecías, crecías…

—Claro —confirmó, de nuevo lacónico.

—Pues…, abrázame, hombre.

Abrí los brazos. El vino hacia mí y le estreché contra mi pecho. En los instantes que permanecimos abrazados, a mí no se me ocurrió pensar más que lo que he dicho: que era un zangolotino. Me sacaba una cuarta, estaba muy flaco, tenía las piernas largas y los labios muy gordezuelos, el de abajo un tanto descolgado, y una expresión como ausente: un zangolotino.

—Así que te llamas… ¿Cómo te llamas? —le pregunté apartándole un poco de mí para mirarle a la cara, lo que me pareció muy paternal.

—Carlos, como usted.

—Eso ya lo sé, hombre —mentí—. Digo de apellido.

—Piñeiro López, como mi madre. No llevo el apellido de usted —respondió frío, indiferente.

Como si eso fuera archisabido, pero careciera de importancia, dije con gran aplomo:

—Ya lo sé, ya. Carlos Piñeiro López. Suena bien.

—Si usted lo dice…

Me puse muy campechano.

—Pero no me llames de usted. Tutéame. Eso de llamar de usted a los padres es muy antiguo.

—Yo no le llamo de usted porque es mi padre, sino porque no le conozco.

En algunos momentos de mi vida he tenido suerte y aquél fue uno de ellos, porque antes que la conversación con mi hijo Carlitos me sumiera en la más profunda angustia, se abrió la puerta del cuarto y apareció mi padre.

—Date prisa, Carlos. Va a salir el autocar. Intentó marcharse, pero le detuve.

—Un momento, papá. Mira, te presento a mi hijo. A tu nieto.

Mi padre abrió un poco más los ojos, pero no se sorprendió demasiado.

—Ah, ¿eres tú? ¡Vaya pinta de galán joven que tienes!

Buscó mi mirada como pidiendo una confirmación. Me abstuve.

—Podrás hacer carrera —prosiguió—. Ya sabía que estabas aquí. Llevas tres días, ¿no?

—Sí.

—Pero anteayer nosotros tuvimos función en Horcajo y ayer en Peñote.

Concluida la justificación, exclamó eufórico, casi conmovido:

—¡Ven a mis brazos, nieto! ¡Qué emoción, qué emoción! ¿Cómo te llamas?

Intervine, diligente:

—Carlitos, se llama Carlitos.

—Tu mismo nombre, es lógico. Y tu misma nariz, ¿te has fijado? Pero es mucho más alto. Ya te digo: un galán. Y todavía te queda un estirón. Porque tienes…

Se esforzó en calcular, inútilmente. Mi hijo le ayudó.

—Diecisiete años.

—¡Diecisiete! —dijo mi padre con asombro—. Cómo pasa el tiempo. Te divertirás con nosotros. Hoy mismo podrás ver una comedia, y mañana otra. ¿Te gusta el teatro?

Lo preguntó sin dudar de la respuesta, ensanchando la sonrisa.

—Gustarme, gustarme…, no sé.

Aquella respuesta inconcebible, inusitada, dejó a mi padre un tanto perplejo. Se repuso pronto.

—Pero ¿has ido alguna vez?

—Fui dos. Una, de pequeño, en el pueblo.

—¿Cómo se llamaba la comedia? —preguntó mi padre.

El príncipe y las tres brujas.

—Ah, de niños —comentó sin poder evitar un tono ligeramente despectivo.

—¿Y qué te pareció? —pregunté yo.

—Bastante ridícula. Salían las brujas y pegaban con las escobas al príncipe. No me acuerdo de más. Era muy pequeño.

Mi padre comprendía perfectamente la opinión de su nieto. Nuestra compañía llevaba muchísimas obras de repertorio, pero ninguna infantil. Recuperada la sonrisa, movía mi padre afirmativamente la cabeza.

—¿Y la otra vez que fuiste?

—La otra función la vi en Vigo, ya de mayor. Era un asunto de familias, también una ridiculez. Pero estaban todos muy bien vestidos, eso sí.

Mi padre certificó:

—Una alta comedia.

Siguió el chico:

—Algunos, de bien vestidos que estaban, parecían ridículos.

Creo recordar que mi padre no pudo evitar fruncir el entrecejo. A mí me pareció conveniente aclarar:

—Nosotros hacemos, sobre todo, género cómico. Te reirás.

—¿Y qué —preguntó mi padre dándole al chico unas palmadas en el hombro—, cuándo te vuelves a Galicia?

Inexpresivo, contestó mi hijo Carlitos:

—No, no me vuelvo; díjome mi madre que me quedara.

—¿Ah, sí? —susurré.

—Eso dijo. Que si ella se había ocupado diecisiete años de mí, no estaba mal que mi padre se ocupase tres, hasta que entrase en quintas.

Carraspeé de nuevo y volví a cambiar de pie para tomarme tiempo y preparar mi defensa.

—Yo a veces ayudé. Mandé algún dinerillo, alguna cosilla.

—Sí. Lo traigo apuntado. Me lo dio mi madre.

Y mi hijo Carlitos sacó del bolsillo interior de la chaqueta una cartera mugrienta, y de la cartera un papelito que desdobló cuidadosamente. Luego leyó muy despacio, con dificultad:

—«A los dos años, desde Astorga, por un cumpleaños: cincuenta pesetas. A los cinco años, desde Talavera, por otro cumpleaños: ciento cincuenta pesetas. A los doce años, de aguinaldo por Navidades, desde Tomelloso: tres kilos de chorizo y una botella de valdepeñas».

—Tu madre lo apuntaba todo, ¿eh? —comenté yo.

—Sí, le gusta mucho apuntar.

—Y de pronto te hizo las maletas y, hala, a buscar a tu padre.

—No, maletas no traigo. Una caja.

Terció mi padre:

—Es lo mismo.

—Pues ya os costaría trabajo encontrarme, porque nosotros, los cómicos, ya se sabe, siempre de acá para allá.

—Se ve mucho mundo en este oficio, ¿sabes? —dijo mi padre—, mucho mundo.

El chico siguió a lo suyo:

—A mamá le costó, pero la ayudó el tío Marcelo. Y el tío Marcelo me dio el dinero para el viaje y la caja de madera. Mamá metió dos mudas.

—Ya —afirmé comprensivo—. Y eso es lo que traes. Dos mudas.

—Sí. Dos mudas y medio queso de teta.

—Y lo puesto.

—Sí. Y lo puesto. La chaqueta era del tío Marcelo, pero me la remetieron de espalda.

Por un instante pensé que mi pregunta quizá no fuera oportuna, pero no pude evitar hacerla:

—Y el tío Marcelo, ¿quién es? Porque tu madre cuando yo la conocí no tenía hermanos. ¿Es un primo?

—No, primo no. Es el tío Marcelo —refrendó Carlitos sin mover más músculos que los estrictamente necesarios.

Yo volvía a afirmar, de nuevo comprensivo:

—Ya. ¿Y de dónde ha salido?

—De Asturias. Él y mi madre se van a Méjico, porque en Galicia no hay trabajo. Por eso me mandaron a buscarte. Se van a trabajar a una tienda de muebles de un paisano. El tío Marcelo es carpintero. Y como mamá cose, puede hacer tapicería.

—¿Y tú…? —se interesó el abuelo—. ¿Tú qué eres, en qué trabajas?

—En nada.

—Ya tienes edad.

—Estuve de mecánico, pero es un trabajo muy sucio.

El abuelo compartía la opinión del nieto y le vino un repentino entusiasmo.

—¡El teatro es otra cosa, Carlitos, ya verás!

Hasta el cuarto llegó el sonido de un claxon. El autocar estaba a punto de partir. Mi padre se apresuró a salir, pero yo le detuve para preguntarle dubitativo:

—¿Y el chico, el hijo…, tu nieto?

—Que se venga. No se va a quedar aquí, solo, hasta mañana. Así ve la función.

Se dirigió a Carlitos:

—Hoy trabajamos en Cabezales, en el Café París.

Antes de que saliéramos del cuarto, en lo que el recién llegado colocaba debajo de mi cama la caja del tío Marcelo, mi padre me dijo en voz baja, como en un aparte de teatro:

—¿Y Juanita? Esto tendrás que decírselo a Juanita.

—Déjame de eso ahora, padre.

El autocar, lleno hasta los topes, se arrastraba penosamente, cruzando la inhóspita llanura, camino de Cabezales. Mi padre, en uno de los asientos delanteros, había pegado la hebra con su nieto.

—Tiene veneno, ¿sabes?, el teatro tiene veneno… Un no sé qué, un misterio. Hay gente que dice: voy a probar, un año, dos, y si me va mal, me dedico a otra cosa. Y luego no lo pueden dejar. Tiene veneno. Haces reír a la gente, les haces gozar. O llorar, según tú quieras. Tienes que aprenderte párrafos hasta de Benavente. Y, como es lógico, algo se pega. Los cómicos somos una casta privilegiada, de verdad.

Y bajó la voz para susurrarle a la oreja, lleno de orgullo y desprecio:

—No tenemos nada que ver con estos palurdos que ves aquí, en el autocar.

Mi hijo Carlitos, con su expresión sin expresión, con su labio descolgado que a veces le llegaba casi hasta la bragueta, nos miró barrer la tarima, retirar aquel trasto que en el Café París llamaban piano, colgar el telón de casa rica… Llevábamos otro de casa pobre y otro de jardín, pero aquel día no los necesitábamos. Una especie de camarero chaparro y cetrino, se subió a la tarima y con voz rota y autoritaria se dirigió a la clientela.

—Los que estén tomando la copa o jugando a las cartas o al dominó tienen que marcharse, porque dentro de diez minutos va a empezar la función. Para verla hay que tomar otra consumición.

La mayoría se fueron. Se quedaron sólo ocho o diez, porque la competencia del cine ya era muy dura para los espectáculos teatrales. Mi hijo Carlitos se quedó sentado a una de las mesas del fondo, impasible, hasta que la comedia llegó al desenlace.

—«Papá, mamá, le elijo a él, a Roberto» —decía mi prima Rosa con su voz aún infantil, muy en su papel de niña bien.

—«Entonces, ¿yo me quedo compuesta y sin novio?» —replicaba Juanita. Y ahí intervenía yo con mi truco de la voz gangosa, que tantos éxitos me había proporcionado y que en aquella obra servía para reforzar el efecto cómico de mi personaje, que era tartamudo.

—«No, Luisita. Vámonos. Vámonos tú y yo en seguida… Yo tengo mi co… mi co… mi co…»

—«¿Tu coche?» —preguntaba Juanita.

—«Pero ¿usted tiene coche?» —preguntaba a su vez doña Julia, mi tía.

—«Mi co… mi corazón para acompañar al tuyo».

Y siempre, como aquel día, sonaban unas risas.

—«Porque aunque sea pobre —continuaba yo—, me sobra lo que hace falta para man… para man… para man…»

—«¿Para mantenerla?» —preguntaba impaciente mi padre.

—«Para mandar a tu familia al cuerno» —remataba yo. Y la frase era recibida con una carcajada.

—«¡Grosero!».

—«Mamá, le quiero».

Mi tía, doña Julia, exclamaba:

—«¡Me ma…! ¡Me ma…! ¡Me ma…!».

—«¡Mamá, no me insultes!» —protestaba Juanita.

—«¡Me mataré si veo a mi hija con este desgraciado! ¡Me había contagiado!».

Más risas de los espectadores. Y el primer actor Arturo Galván, mi padre, cerraba la comedia:

—«Déjalos, Lupercia, déjalos. Son dos corazones que se acompañan. Y cuando se unen dos corazones, tienen más fuerza que todas las razones».

Nuevos y últimos aplausos. Mi hijo Carlitos también aplaudió. Lo vi porque estuve pendiente de él toda la representación. Dio dos palmadas. Mi padre y yo, sin quitarnos la pintura ni los trajes de escena, fuimos corriendo a buscarle. Aquella tarde todos habíamos hecho la función para él.

—¿Qué? ¿Qué te ha parecido, nieto? —preguntó con su ancha sonrisa mi padre.

—Había poco público porque es mala época del año —añadí yo—, pero los que había se han reído lo suyo, ¿verdad?

—Anda, hombre, danos tu opinión.

—No te dé vergüenza. ¿Qué te ha parecido?

Hubo un breve silencio antes de que mi hijo contestase:

—Ridículo.

Entonces el silencio fue un poco más largo. Duró el tiempo necesario para que mi padre y yo pudiésemos reaccionar. Al fin yo pregunté, perplejo:

—¿Ridículo?

—Hombre… —explicó mi padre—, es una obra cómica.

En mí la perplejidad dio paso a un ligero enfado que fue creciendo por momentos.

—Pero, bueno, vamos a ver, a ti te llevan de niño a ver una función de príncipes y de brujas y la encuentras ridícula. Te vuelven a llevar, ya de mayorcito, a ver una alta comedia, y también te parece una ridiculez, y ahora, ya hecho un hombre, ves trabajar a tu padre y a tu abuelo en un juguete cómico…, ¡y dos tíos ridículos!

—¿Te enojaste, papá?

—Sólo un poco.

—Yo no lo habría dicho, pero como me preguntasteis…

—Siempre he oído decir que los gallegos contestan a una pregunta con otra, pero tú no eres así, no.

—No es por vosotros… —el chico trataba de justificarse—, que estabais muy graciosos… Me reí…

Se detuvo y, dentro de su inexpresividad, me pareció advertir que algo se le coloreaban las mejillas. Muy poquito. Cambió la mirada de su padre a su abuelo, de Galván hijo a Galván padre. Por fin, tuvo arrestos para continuar.

—Pero ahora, al veros así, de cerca, con las caras pintadas… Es que a mí el teatro… No sé…

Yo sí lo sé. Ahora sé lo que le pasaba. ¡Si me hubiera visto algunos años después, cuando yo actuaba en Madrid! Pero, claro, allí, en la tarima del Café París, con nuestro remendado telón de casa rica, y con aquel público… Otra cosa opinaría de la profesión de su padre sí me hubiera conocido, por ejemplo, el día del premio del Círculo de Escritores Cinematográficos. En el escenario proclamaba el locutor, uno de los más populares de aquellos tiempos:

—Y después de esta encantadora sonrisa y de esta atrayente silueta, pasamos a una sonrisa no menos encantadora, pero a una silueta menos atrayente. Premio al mejor actor secundario, por su interpretación en Flores para mamá, Carlos Galván. Entrega el premio el jefe del Sindicato Nacional del Espectáculo y lo recoge el propio Carlos Galván.

Entre aplausos, correctamente vestido de esmoquin, sin modernismos detonantes, avancé por el pasillo central del cine Rialto, saludando a derecha y a izquierda a los amigos; a los compañeros, a los críticos, que me aplaudían. Al recibir el premio me pidieron, como a los demás, que pronunciase unas palabras.

—Muchas gracias a todos. Al jurado y a vosotros, queridos amigos y compañeros. Muchas gracias por este honor que no merezco.

Procuré estar sobrio y escueto. Las exhibiciones las he dejado siempre para el trabajo. Pero para aquello faltaban dos o tres años. Había tenido la mala suerte de que mi hijo no me encontrara en el cine Rialto, de Madrid, en una noche de gala, con un público vestido de esmoquin y de soirée, sino en el Café París de Cabezales. Le hurté la mirada y dije:

—Bueno, Carlitos, tenemos que cenar. Tu abuelo y yo vamos a lavarnos la cara. Tú espéranos por aquí; ya irán viniendo los otros.

Estaba de muy mal humor, lo reconozco. No puedo decir que tenía las ilusiones puestas en aquel hijo, ya que casi ni me acordaba de él. Pero a mí mi profesión, que era la de mis padres y mis abuelos, me parecía hermosa, y aquel zangolotino la había despreciado. Mi padre vino a cabrearme más todavía, porque en lo que nos quitábamos la pintura insistió en algo que ya me había dicho por la tarde y en lo que yo hacía esfuerzos por no pensar, aunque no podía quitármelo de la cabeza. Lo de que tenía que hablar con Juanita. Por lo visto desde que había llegado el niño, andaba por los rincones con la cara muy larga. Mi padre insistía en que le hablase cuanto antes, porque por encima de todo no quería que hubiera jaleos en la compañía. Lo peor era que yo a Juanita nunca le había hablado de aquel descendiente. Eso dificultaba aún más la cuestión. «Buenas palabras —insistía mi padre—, díselo con buenas palabras». Pero a saber cuáles eran las buenas palabras.

En lo que los demás se sentaban a cenar a una de las mesas del café, busqué a Juanita.

—Aguarda un momento. Escucha, tengo que hablarte.

—Claro que tienes que hablarme —dijo seca, impertinente—; largo y tendido, que se dice. Pero a buenas horas.

—No compliques las cosas, Juanita. Si te pones así antes de empezar…

—Estoy a tus órdenes. Doy facilidades. ¿Cómo quieres que me ponga?

—Pues en plan comprensivo, digo yo. Tú eres una mujer inteligente, y tienes que entender que para mí es muy difícil hablar contigo de esto. Darte las explicaciones que, desde luego, sé que te debo.

—Pues para mí no es tan difícil. Yo lo veo facilísimo. Tienes un hijo del tamaño de una catedral (supongo que de la de Santiago, a juzgar por el acento), y no me habías dicho nada, porque eres un cerdo.

—Es una cuestión muy delicada, Juanita. Estas cosas no se comentan.

—¿Ah, no? —preguntó con recochineo—. Pues entonces, ¿qué se comenta?, ¿Los resultados de la liga?

Traté de ponerme tierno.

—Juanita, Juanita… Yo te quiero. Creo que te he dado pruebas.

Ella no quería dejar vías abiertas al diálogo.

—Di que te gusto, y basta.

—También me gustas, en eso no hay nada malo. Te quiero ahora. Y eso otro del niño es una cosa lejana, de hace ya bastantes años.

—Por la pinta del niño, debe de hacer cuarenta.

—Juanita, para ti… —intenté que la ternura me llegase a las yemas de los dedos y se los pasé por la mejilla.

Me dio un manotazo.

—¡Quítame las manos de encima!

—Para ti no tengo secretos, ya lo sabes. Esto fue un olvido. Tenemos tantas cosas en que pensar, tantas cosas de que hablar… Nuestro amor, el trabajo… Pero lo del otro sí te lo conté.

—¿Lo de Marianito? No faltaba más.

—Podía habérmelo callado.

—Si lo sabía todo el mundo. Pero ése me tiene sin cuidado. Vive con su madre, la Mariana Uceda, nada menos, toda una primera actriz.

Estaba ya harto. Se me olvidó la ternura.

—¡No empieces, Juanita, no empieces!

—Eres tú, hijo, el que por lo visto empezó demasiado pronto. Pero, en fin, aclárate. Ese niño, el nuevo, ¿con quién va a vivir? Supongo que con su papá. Y yo, ¿qué? ¿Con quién duermo?

No estaba preparado para ese ataque, pero Juanita tenía razón, era una cuestión que había que afrontar.

—Pues… durante unos días, dos o tres, mi hijo Carlitos tendrá que dormir conmigo, en mi cuarto.

—¡Vaya una gracia!

—Comprenderás que yo prefiero acostarme contigo, pero esto me parece lo natural, hasta que el chico vaya comprendiendo.

—Me pareció que ya tenía uso de razón.

—¡No me cabrees, Juana!

—Ah, pero ¿te has cabreado?

Vociferé, metiéndole la cara:

—¡Sí!

—Pues mira tú lo que son las cosas, ya estamos los dos igual.

Hice un último intento por estar conciliador, pero ella se revolvió contra mí desgarrada, agresiva, hablando a gritos:

—¡Mejor que no sigas hablando, Carlos, porque ahora sería capaz de hacer cualquier cosa! ¡Cualquier cosa!

Dio media vuelta y se alejó de mí.

¿Qué sería capaz de hacer Juanita? Ya lo había dicho: cualquier cosa.

Pero ¿qué cosa? No me atrevía a pensarlo. Yo la quería. Ella y mi trabajo, mi trabajo y ella. Eso era mi mundo y mi vida.

Durante la cena todos mis compañeros se obstinaron en explicar a Carlitos cosas nuestras, de los cómicos. Él los miraba con ojos impenetrables, y les escuchaba me parece a mí que con oídos sordos. Su labio inferior estaba cada vez más colgante, excepto cuando el chico se llevaba la cuchara a la boca.

Doña Julia, mi tía, la primera actriz de la compañía Iniesta-Galván, aclaraba a su sobrino nieto algunas circunstancias de nuestro trabajo.

—Ahora tenemos muchos días de parada, porque los peliculeros que van de pueblo en pueblo, cada vez nos hacen más competencia.

Con la boca llena añadió mi padre:

—Competencia desleal.

Mi prima Rosa, que era muy aficionada al cine, comentó:

—Y eso que traen películas viejísimas, casi todas rotas.

—En Talavera podíamos estar cinco días —dijo Juanita—. Pero tendríamos que llevar Te quiero, Pepe y La oca, y tú, abuelo, todavía no las has arreglado.

Mi hijo Carlitos podía haberse esforzado en mirar a unos y a otros mientras le hablaban, pero no se esforzó. Mi padre intentaba explicarle algo de genealogía.

—Rosa es algo así como prima segunda tuya.

—Yo creo que no somos nada —dijo Rosa.

Sin escucharla, prosiguió mi padre:

—… porque es hija de Julia, que es prima segunda mía.

—¡No digas tonterías, Arturo! —contradijo mi tía, con una carcajada.

—¿Tonterías?

—Es su tía, hombre, es su tía. Rosa es tía de Carlitos, porque es hija mía, que soy prima segunda tuya y tú eres abuelo de Carlitos.

Enfático, con voz engolada, que él utilizaba siempre como recurso irónico, sonriendo sólo con una comisura de la boca, la izquierda, intervino Maldonado, el único de la compañía que no era de la familia.

—¿Te vas enterando, Carlitos, vástago ilustre, sí que también anónimo, de los Galvanes?

Con ademanes ampulosos, fue presentando a todos.

—Aquí, don Arturo, tu abuelo, el primer actor. Aquí, doña Julia, tu tía abuela, porque es prima segunda de don Arturo. Aquí, Rosa, tu tía. Aquí, Juanita, una compañera.

Al oír la alusión a Juanita, intervine.

—Déjate de bromas, Maldonado. Y no bebas tanto. Pero Maldonado concluyó las presentaciones.

—Y aquí, yo, otro compañero.

—Sí, es verdad —dijo mi padre—. Rosa, aunque tenga tu misma edad, es tu tía. Y hacéis muy buena pareja, ya lo creo, muy buena. ¡Tenemos un galán en la compañía!

Volvió a tomar la palabra Maldonado, que se levantó con un vaso de vino en la mano.

—Propongo un brindis por el nuevo galán. ¡Que te coronen mañana los laureles de Talía, sin que por eso olvides los pámpanos de Baco! ¡Salud!

—¡Salud! —dijimos todos a coro, alzando nuestros vasos.

Mi hijo Carlitos agradeció el brindis con una sonrisa indescifrable, y durante el resto de la cena paseó la mirada de sus ojos acuosos de unos a otros, pero como sin vernos. Llegó a pronunciar dos o tres monosílabos.

Tampoco estuvo mucho más locuaz en la conversación que tuvimos por la noche, después de meternos juntos en la cama.

—Curiosa situación ésta, ¿no crees? —comenté para animarle a charlar un poco—. Serviría para una de esas comedias que enganchan al público y le hacen llorar.

Él preguntó sin ningún interés:

—¿Por qué?

Yo intenté aclarar:

—Dos hombres que hasta ayer eran desconocidos, durmiendo juntos en la misma cama. Y esos hombres, Carlos Galván y Carlos Pinero…

—Piñeiro —me corrigió. Yo rectifiqué:

—… y Carlos Piñeiro, son padre e hijo. Buena situación, ¿eh?

—Sí, buena.

—Yo para ti, aunque durmamos tan apretados, sigo siendo un desconocido, ¿verdad?

—Claro.

Desde las calles del pueblo o desde el campo llegaban de vez en cuando ladridos de perros.

—Nos iremos conociendo poco a poco —dije—, sin darnos cuenta. Ya lo verás.

—Puede.

—¿Tú sabes lo que es la voz de la sangre?

—Oí decir algo.

—¿A tu madre?

—No. En una película, me parece.

—Habla más bajo, Carlitos. No hay que molestar a los otros huéspedes. Ellos no trasnochan; en cambio, tienen que madrugar. Y ahora… ¿oyes la voz de la sangre?

Habló tan bajo, que no oí su respuesta.

—¿Qué dices?

—Que no.

No quise mentirle.

—Yo tampoco, hijo. Es demasiado pronto. Si la oyeras, ella te diría que tienes que ser cómico.

Permaneció un instante en silencio y después contestó:

—Me moriría de vergüenza.

Me quedé mudo, sin saber qué responder. ¡Se moriría de vergüenza!

¡Un hijo mío, un Galván! ¡Si me hubiera conocido algunos años después, cuando en el teatro Infanta Isabel, de Madrid, estrené la comedia de Ruiz Iriarte, con Isabelita Garcés…! Si hubiera escuchado los aplausos, las ovaciones… Si hubiera visto cómo me felicitaba, entusiasmado, el insigne actor Daniel Otero… Pero allí, en el cuartucho de la posada de Cabezales, pegados el uno al otro sobre el jergón, hablando bajito para no despertar a los arrieros, yo no podía engañarle diciéndole que en nuestro oficio era fácil triunfar, ser famoso, ganar dinero, darse buena vida, estar rodeado de las mujeres más guapas de España.

Yo no sabía aquella noche que me faltaba muy poco para viajar en avión y en coche-cama, hacerme trajes a medida, comer en restoranes, conocer a Conchita Montes, a Sara Montiel, a Buero Vallejo, ir a las tertulias del Café Gijón… No lo sabía aquella noche, no lo sabía. Si lo hubiera sabido, quizá habría hecho cambiar de opinión a Carlitos.