El yate presidencial estaba anclado en el golfo de México. El senador Lee, muy elegante con su gorra azul de capitán y con aspecto todavía más regio con Alice sentada a su lado, hablaba sobre la jubilación de esta, para la que solo quedaban meses.
Everett, Mendenhall y Ryan estaban en la proa, tramando algo en silencio y mirando de vez en cuando para atrás.
Jack, Sarah, Niles, Virginia y el presidente de Estados Unidos se encontraban en el espejo de popa de roble, contemplando el agua.
—Si están ahí abajo, ¿por qué no los vemos? —preguntó el presidente.
—Dado nuestro penoso historial, ¿te arriesgarías si fueras un simbionte? —le preguntó Niles a su viejo amigo.
—No, supongo que no.
—Señor presidente, la suspensión de toda extracción de crudo del golfo es un comienzo.
El presidente los miró a los ojos uno por uno.
—Sí, pero tuve que ceder en lo de la tundra ártica para conseguirlo, no pude hacer otra cosa.
—Se hace lo que se puede. La ciencia descubrirá la forma de ayudarlos —dijo Sarah esperanzada—. Los papeles de Heirthall deberían solucionar muchos de nuestros problemas.
—¿Y los niños? —preguntó Jack.
—El Departamento de Estado no está escatimando en gastos para encontrar a sus familiares más cercanos, pero parece que son realmente huérfanos. He creado un pequeño fondo para mantenerlos juntos.
Todos guardaron silencio mientras Virginia miraba las verdes aguas del golfo.
—Estoy preocupada. Desde la liberación de los simbiontes, nuestros nuevos micrófonos del sistema de vigilancia sónica SOSUS no han captado ningún sonido del fondo, ni aquí, ni en la fosa de las Marianas. Espero que no estén enfermos.
—Yo no le daría demasiadas vueltas —dijo Everett mientras se acercaba al grupo, limpiándose las manos con un trapo—. La marina controla todo lo que ocurre en las aguas del golfo. Si captan cualquier clase de contaminación, el FBI perseguirá a los culpables, y como ahora, gracias al presidente, es un delito grave, creo que los días de arrojar productos químicos al mar han terminado.
—Espero que tengas razón —dijo Virginia con tristeza.
—Vaya, qué grupo más tristón —dijo Everett muy serio—. Aquí estamos, en un mar en calma, y en lugar de disfrutar, lloriqueáis como si hubierais perdido a vuestro perro.
El presidente miró al coronel Jack Collins con las cejas alzadas y luego al capitán Everett.
—Me parece que le han metido mano al minibar —dijo el presidente con expresión divertida.
—Si el coronel Farbeaux nos ha enseñado algo, es a dejarse de tonterías ceremoniosas cuando hay alcohol disponible. Por cierto, señor, tengo entendido que su bodega no tiene nada que envidiar a la de la capitana Heirthall.
—Eso me han dicho.
De repente escucharon una música proveniente del salón del yate presidencial. The Supremes estaban cantando You can’t hurry love cuando, para asombro de todos, aparecieron Ryan y Mendenhall, visiblemente borrachos, vestidos con trajes de baño femeninos, y haciendo como que interpretaban la canción. Sus pasos de baile eran como los de las Supremes.
Las risotadas más exageradas fueron las del senador Lee y el presidente que no pudieron resistirse al espectáculo de los dos hombres avanzando entre contoneos hacia Jack y Sarah, mientras un equipo del Servicio Secreto los miraba con desconfianza y dispuesto a disparar contra ellos en cualquier momento. Antes de que Jack pudiera reaccionar, Sarah sonrió avergonzada y empujó a los dos tenientes por la borda del yate.
La música siguió sonando mientras Everett se partía de risa. De hecho, esa fue la razón de que no pudiera ver cómo Jack alzaba un pie y lo mandaba al agua junto con sus compañeros de conspiración.
Pronto, todos estaban riéndose de los hombres que chapoteaban en el mar mientras intentaban subir de nuevo al barco.
A trescientos metros, los ojos azul oscuro de un simbionte rompieron la superficie del agua del golfo para observar mejor a los hombres que intentaban salir del agua. El simbionte pestañeó para protegerse del resplandor del sol meridional, después arqueó la espalda y se sumergió de nuevo en el mar.