19

Jack se acercó al doctor Trevor y se detuvo delante de él. Everett se le unió, cogió al médico por las solapas y lo obligó a levantarse. Luego Jack le estiró la ropa y sonrió.

—El capitán Everett ha sacado la pajita más corta, así que será él quien le haga las preguntas. ¿Tienes contigo las herramientas, capitán? —preguntó Collins, mirando a Carl y luego a la escotilla doble. En cualquier momento Tyler y sus hombres empezarían a desbloquear las puertas para entrar y acabar con ellos. Jack sabía que el sargento no era tan tonto como para dejar a un elemento hostil a bordo del buque mientras él bajaba a tierra. Estaba claro que los atacaría.

—Sí. No había mucho donde elegir, porque necesitaremos todas las balas de la pistola del comandante, pero Ryan ha reunido un par de herramientas bastante útiles.

Ante el horror del médico, Everett lo soltó y alzó un cuchillo de carne y un reluciente sacacorchos.

—Lo del sacacorchos fue idea del coronel Farbeaux.

—No sé qué les puedo contar —dijo Trevor, sin apartar la vista de aquellos instrumentos ordinarios de cocina que de repente habían adquirido una nueva utilidad—. Es evidente que el capitán ha obligado al sargento Tyler y a la contadora Alvera a actuar antes de lo que pensaban.

—¿Es el resto de la tripulación leal? —preguntó Everett.

—No sé quién… —Trevor gritó cuando Carl le pinchó en las costillas con el sacacorchos.

—Jack, ¿qué haces? —preguntó Niles acercándose a los dos hombres.

Collins se volvió y miró al director.

—Torturar al doctor Trevor para sacarle información —dijo con sencillez y seriedad.

—Oh, prosigue.

Cualquier esperanza que Trevor pudiera albergar se desvaneció en ese momento, así que se volvió hacia Alice y el senador.

—Vale, vale… la tripulación no sabe nada de los planes de los simbiontes y Tyler. Y a mí no me dijeron que pensaban deshacerse de la gente. —El médico sintió cómo el sacacorchos le rasgaba de nuevo la piel a través de la ropa—. Ni si realmente se iban a deshacer de todos.

—¿Qué van a hacer los simbiontes?

—Tyler tomará el mando del Leviatán. Esa es su recompensa.

—¿Por qué? —preguntó Everett, sin necesidad de volver a pinchar al médico, su mirada bastaba para indicarle al doctor de lo que era capaz.

—Los simbiontes controlarán el mar con el Leviatán a su servicio. La mayoría de las armadas del mundo serán destruidas en sus puertos, del resto se ocupará Tyler. No está en esto por dinero, a él lo mueve el poder.

Jack cogió el cuchillo de carne de la mesa donde lo había dejado Everett y se lo puso al médico en el cuello.

—¿Y su premio por ayudar en el motín?

—La fortuna de Heirthall —susurró.

—Ah, el oro y las joyas de la leyenda del conde de Montecristo.

La mirada de Trevor pasó a centrarse en Henri Farbeaux, que se había unido al trío.

—Me alegra ver que en el mundo aún hay avaricia de la de toda la vida, que no todo son chorradas idealistas.

Jack bajó el cuchillo y se volvió hacia Farbeaux.

—Coronel, deje ya de beber. Vamos a necesitarlo.

El francés sonrió y le dedicó a Collins el saludo militar. Después miró a Trevor directamente a los ojos. La mención del tesoro de Heirthall parecía interesarle mucho.

Antes de que Everett pudiera continuar, se escucharon ruidos al otro lado de la escotilla. Después vieron que caían chispas.

—Creo que se nos ha acabado el tiempo —dijo Everett.

—Bien, poned a la capitana detrás de la mesa. Ryan, Mendenhall, vamos a preparar una barricada, una bien gruesa.

Todos se pusieron manos a la obra y comenzaron a volcar mesas y apilar sillas.

—Una pistola, Jack. Probablemente solo consigamos herir a alguno y enfadarlos más —dijo Everett mientras arrojaba a Trevor contra el suelo y tiraba parte de la mesa de reuniones frente a él.

Antes de que ninguno pudiera reaccionar, se abrió una puerta de acceso situada sobre las ventanas panorámicas y vieron cómo un hombre entraba en el compartimento y buscaba protección tras las mesas.

El ataque a la cubierta panorámica había comenzado y llegó desde un frente inesperado.

Tyler observaba a su equipo abrirse camino a través de la misma escotilla que habían sellado una hora antes cuando por detrás se acercaron Alvera y tres de los guardiamarinas simbiontes. La joven observó el progreso de la operación sin hacer comentario alguno. Sus increíbles ojos azules no reaccionaron ante el brillo del soplete.

—¿La tripulación y los oficiales están en los camarotes? —le preguntó a Tyler sin ni siquiera mirarlo.

—Sí —respondió este volviéndose hacia ella, molesto—. ¿No debería volver a su puesto en el puente?

Alvera dejó de mirar a los hombres que estaban abriendo la escotilla y se giró hacia los guardiamarinas que la acompañaban. Después contempló con atención a Tyler y dio un amenazante paso hacia él. El sargento intentó ocultar el miedo que le causaba aquella joven, pero no lo consiguió. Fue incapaz de sostenerle la mirada.

—Explíqueme otra vez, ya que tiene el mando del buque más poderoso de la historia, por qué debo confiar en usted. Un hombre dispuesto a matar a millones de personas, a sus congéneres, un hombre capaz de traicionar a los compañeros que lo ayudaron a auparse hasta su situación actual. ¿Por qué íbamos a confiar en usted?

—Porque yo soy el único aliado que tendréis tras la muerte de la capitana Heirthall, yo y los miembros del equipo de seguridad. Os necesito y vosotros me necesitáis a mí. Vuestra especie sobrevivirá, y yo que me quedaré con el Leviatán. Tendréis el control del mar y yo tendré el control de lo único que garantiza vuestro dominio sobre los océanos.

Alvera miró a Tyler a los ojos más de cerca. Sus pupilas azules ganaron intensidad mientras intentaba descubrir la mentira que posiblemente se ocultaba tras aquellas palabras.

Tyler tragó saliva, pero aguantó el tipo.

—Se ha precipitado. La capitana conserva los códigos de lanzamiento. Están en su cabeza. Sin esos códigos, no podemos actuar contra las potencias navales del mundo. Así que parece que no está usted a la altura del mando de este buque, sargento.

—Tuve que adelantarme porque Heirthall estaba rodeada de la gente que trajo a bordo, a pesar del simbionte que le implantasteis. Ha conseguido mantener mayor control del que pensaba, Alvera. Tuve que actuar para subsanar su error de cálculo. —Volvió a tragar saliva—. Bien, ahora tengo una pregunta para usted —dijo, haciendo un gran esfuerzo por proseguir—, ¿está preparada para hacer lo que tiene que hacer? ¿Puede matar a los miembros de la tripulación, a los hombres y mujeres con los que ha trabajado durante años? Y lo que es todavía más importante, ¿podrá cumplir su compromiso con respecto a los niños? Son tan leales a la capitana como el resto de la tripulación.

Alvera le dio la espalda a Tyler y avanzó hacia el ascensor, donde unos guardiamarinas le sostenían la puerta. Antes de entrar, se dio media vuelta y dijo con una sonrisa ladeada:

—El grueso de la tripulación habrá muerto dentro de una hora. En cuanto a los niños, forman parte de la colonia del golfo, y no significan absolutamente nada para mí ni para los otros.

—Entonces le haré la misma pregunta: ¿puedo confiar en un ser que va a matar a toda una colonia de simbiontes, sobre todo cuando quedan tan pocos de su especie?

—Es muy sencillo, sargento —dijo, entrando en el ascensor—. Son jóvenes. Se pondrían de parte de la capitana. No conocen la agresividad de las colonias de simbiontes más veteranas. No se dan cuenta de que estamos a punto de perder una guerra. Debemos sobrevivir, no solo porque se nos permita hacerlo, sino porque tenemos derecho a ello. —Miró con asco a Tyler—. Odiamos a la humanidad, la despreciamos. Tenemos que controlar el mar como sea, a costa de lo que sea, aunque haya que acabar con todos los hombres, mujeres y niños del planeta.

Alvera evitó que las puertas se cerraran.

—Le voy a enviar una ayuda especial para asegurarme de que toma ese compartimento. Tenga cuidado de no ponerse en su camino. Yo que usted, dejaría que nosotros nos ocupáramos del problema. La gente que está dentro del salón panorámico sabe lo que hace, y mientras Heirthall esté viva, no nos podemos relajar. —Sonrió como si acabara de escuchar una broma privada—. Tenga cuidado, sargento, tendríamos que deshacernos también de usted.

Las puertas del ascensor por fin ocultaron los ojos llenos de odio de la joven suboficial.

Tyler se volvió hacia la escotilla, pero al momento se giró de nuevo hacia el ascensor.

—Para librarte de mí, zorra, tendrías que servirte del Leviatán. —Se quedó pensativo unos segundos y sonrió—. Lo único que tienes que hacer es unirte a los jóvenes simbiontes en el destino que has planeado para ellos.

Bajo la valentonada de Tyler, arrinconado en el fondo de su corazón, donde podía ignorarlo durante breves periodos de tiempo, estaba el miedo que le inspiraban Alvera y sus guardiamarinas. Eran capaces de hacer lo que fuera, incluso eliminarlo a él y a sus hombres de la ecuación.

Jack y Everett fueron los primeros en acercarse a la oscura amenaza que cayó desde la escotilla. Collins empuñaba la pequeña pistola y Everett el cuchillo de carne. Ryan y Mendenhall se posicionaron al otro lado de la habitación, a la espera de órdenes. Conocían su oficio, intentarían distraer al enemigo mientras Collins y Everett avanzaban hacia él.

En la escotilla principal, el equipo de seguridad del Leviatán seguía con el soplete.

Collins pasó por encima de una de las mesas volcadas, apuntó hacia la posición aproximada del intruso y esperó.

—¡No disparen! —dijo una voz asustada.

Everett miró a Jack y este negó con la cabeza.

—¿Eres tú, Robbins? —gritó.

—¡Ponte de pie! —gritó Carl.

Primero vieron unas manos y luego unos brazos alzándose por encima de las mesas.

—No me disparéis —dijo Robbins, ya de pie con los brazos en alto.

Niles, el que estaba más cerca de Gene Robbins, se abalanzó sobre él rápidamente y lo registró. El director descubrió una bolsa a sus pies.

—No es gran cosa. Lo cogí del camarote de la capitana.

—Aquí hay cuatro pistolas de 9 mm —contó Niles—, y cuatro cargadores más.

Everett y Collins avanzaron hacia su nuevo aliado.

—Muy noble por tu parte, Gene —dijo Everett mientras cogía la bolsa. Robbins todavía se sentía incapaz de mirarlo a los ojos, así que bajó la cabeza.

—¿Podemos salir por dónde has entrado? —preguntó Collins.

—Tendremos que buscar otro camino desde la cubierta de arriba. Casi me rompo los dos tobillos al caer desde tanta altura —dijo Robbins, mirando a Jack y luego al director—. Niles, yo…

Compton se volvió hacia Samuels.

—¿Podemos subir por ahí?

—Sí, seguidme.

Mientras Jack les indicaba con un gesto a Carl, Mendenhall y Ryan que lo siguieran, tiró a Farbeaux y al senador Lee una pistola a cada uno, con sus correspondientes cargadores.

—Disparad a cualquier cosa que entre por esa puerta —dijo mientras seguía a los otros escaleras arriba.

—¿Y qué vais a hacer vosotros? —preguntó Farbeaux al tiempo que comprobaba que la pistola estaba cargada.

—Intentaremos ganarle la espada a la fuerza de asalto.

—Maravilloso. Mientras tanto, el senador y yo los mantendremos ocupados coleccionando sus balas hasta que consigáis vuestro objetivo —repuso Farbeaux mientras se agachaba y tomaba posiciones frente a la escotilla.

Los cinco hombres subieron por la escalera de caracol hasta la pequeña cubierta situada sobre el salón panorámico. Contemplaron cómo Samuels llegaba hasta la trampilla por la que había entrado Robbins. Le hizo un gesto a Collins y este le arrojó la 9 mm que empuñaba. El comandante rápidamente se puso debajo del acceso y apuntó con la pistola a la oscuridad que se extendía más allá. Dio un paso hacia atrás y miró a los demás.

—De momento no se ve a nadie, ayudadme a subir.

Ryan y Mendenhall unieron las manos formando un escalón para aupar a Samuels. Cuando el comandante consiguió agarrarse al marco, comenzó a dar patadas y a gritar como un poseso. Ryan y Will tiraron de sus piernas, en un intento desesperado por sacarlo del conducto. De repente se vieron cubiertos de sangre. Atónitos, siguieron tirando de las piernas del comandante, hasta que de repente, la tensión cedió y cayeron al suelo. Entonces se dieron cuenta, horrorizados, de que entre los dos sostenían la parte inferior del comandante.

—¡Dios! —exclamó Everett. Reaccionó con rapidez y se apartó de las piernas aún en movimiento, se asomó al conducto y abrió fuego.

Collins se unió a Everett y comenzó a disparar también. Escucharon un gemido, como si hubieran alcanzado a un gato grande. Después, algo cayó de la trampilla y antes de que se dieran cuenta de lo que estaba pasando, la cosa se puso de pie y saltó sobre Carl.

Mendenhall identificó al enemigo el primero e intentó separar a su capitán de aquel gelatinoso cuerpo. Ryan se unió a él y Jack hizo lo mismo. El simbionte alzó la cabeza, con sus pequeñas manos todavía aferrándose al cuello de Everett y siseó, mostrando sus dientes mientras los miraba con enormes ojos azules. Sin darse cuenta, los tres hombres soltaron a la criatura y se apartaron. Collins tropezó con las piernas del comandante Samuels y cayó de espaldas. Pero antes aterrizar en el suelo, le dio tiempo a alzar la 9 mm y disparar directamente a la cabeza del simbionte. El animal se irguió bruscamente, se volvió hacia Collins y le lanzó un furioso manotazo, soltando el brazo de Everett. El capitán aprovechó entonces para disparar su arma a la barbilla del simbionte. Tres rápidos disparos mancharon el techo de gelatina rosa y azul. Everett sintió cómo el cuerpo del simbionte se relajaba y se lo quitó de encima.

Mientras los tres hombres ayudaban a Carl a ponerse de pie, escucharon más siseos procedentes del conducto de ventilación abierto.

—Jack, creo que deberíamos buscar otro acceso —dijo Everett mientras apartaba a Mendenhall y Ryan de su camino y avanzaba hacia las escaleras.

Collins se disponía a dar media vuelta cuando escuchó cómo otro simbionte caía por el conducto. Luego otro, y otro. Se volvió rápidamente y disparó a la primera masa casi transparente. Vio cómo las balas entraban en su carne gelatinosa, pero lo único que consiguió es que esquivara los siguientes proyectiles que salieron de su pistola. Luego, el animal saltó sobre Collins con un grito espeluznante.

Farbeaux no sabía si vigilar la escalera de caracol, donde oía ruido de combate, o seguir pendiente de la escotilla, donde ya no se veían más chispas del soplete. Al final no tuvo tiempo de pensar porque de repente la escotilla cayó y alguien arrojó un objeto al interior del salón. Farbeaux y Lee se tiraron al suelo instantes antes de que la granada explotara con un brillante fogonazo de luz y un ruido ensordecedor. Mientras tanto, Ryan, Mendenhall y Everett bajaron corriendo a la cubierta principal. Aterrizaron un tanto confusos. Jack fue el primero en abrir fuego contra el grupo de asalto que entraba por la escotilla. Sorprendió a los dos primeros hombres, que se desplomaron en el suelo. Mientras apuntaba al tercero y al cuarto, que corrían por el pasillo hacia el salón, escuchó cómo los simbiontes bajaban por las escaleras. Se volvió rápidamente, disparó y cubrió los últimos tres metros con un salto por encima de la barandilla. Cayó sobre la cubierta, rodó y sintió cómo alguien lo agarraba. Alzó la vista y vio a Sarah, que lo ayudaba a ponerse en pie.

Farbeaux se había levantado de su posición a cubierto y había comenzado a disparar a la puerta. Lee se volvió hacia la escalera y disparó en esa dirección. Entonces, toda la acción se detuvo de repente.

—Coronel, no hay escapatoria. Ríndanse, y retiraremos a los simbiontes. Si se niegan, les garantizo que usted y su gente tendrán una muerte terrible. Nunca han visto cómo comen los simbiontes, le aseguro que no es un espectáculo agradable.

Jack y los demás vieron que los simbiontes se habían quedado en el nivel superior. Se estaban moviendo, observándolos a través del humo, sus ojos iluminados resultaban penetrantes incluso a tanta distancia.

—Queremos a la capitana. Entreguen a la capitana, y los dejaremos en la superficie, en la barrera de hielo. Eso no será una garantía de supervivencia, pero es mejor que morir a manos de los simbiontes —gritó Tyler.

Collins cogió aire y miró a Niles. Compton a su vez miró a Heirthall, que estaba tumbada entre Alice y Virginia.

—Jamás les daré los códigos de lanzamiento, lo juro. Ginny, señor Compton, usted y su gente ya han hecho… todo lo que podían.

Niles volvió a mirar a Jack y negó con la cabeza.

—Lo siento, sargento, me parece que van a tener que venir a sacarnos de aquí —gritó Jack. Entonces él, Ryan, Mendenhall y Everett tomaron posiciones junto a Farbeaux y Lee.

—No puedo decir que me alegre su decisión, coronel —dijo Henri, sin apartar los ojos de la escotilla.

—Coronel, voy a encender la pantalla de observación. Juzguen ustedes mismos las consecuencias de su decisión —gritó Tyler.

Jack se dio la vuelta y vio que la pantalla de la sección superior estaba iluminada. En la imagen se veía uno de los camarotes de la tripulación. Allí, hombres y mujeres luchaban por mantenerse por encima del nivel del agua. Aunque no se podía oír nada, Collins sabía que estaban gritando. Varios de los miembros más experimentados intentaban desesperadamente abrir la escotilla, sumergiéndose bajo el agua y volviendo a emerger segundos después para coger aire.

—Hay más compartimentos como este, coronel. Ríndanse y dejaremos al resto de la tripulación en la superficie con ustedes.

Collins bajó la cabeza.

—Dios, Jack, ese cabrón tiene toda las cartas —dijo Everett.

—Creo que el capitán está en lo cierto, hijo —añadió Lee mientras bajaba su arma.

Jack se puso en pie y caminó lentamente hacia la escotilla abierta. Le puso el seguro al arma y la arrojó al pasillo.

La batalla por el Leviatán había terminado.

Mientras el ascensor transportaba al equipo de seguridad de Tyler, al Grupo Evento, a Farbeaux y a la capitana Heirthall a través del rascacielos de la torreta, Jack no le quitaba ojo a Alexandria. Se estaba deteriorando rápidamente. Miró a Sarah y supo que ella también se había dado cuenta. La capitana se agarraba a Virginia, aferrándose a algo que recordaba, que podía sentir y tocar. Por lo que él sabía, llevaba sin tomar su medicación desde que llegaron al mar de Ross, así que su sospecha de que el simbionte implantado en su cuerpo había muerto debía de ser acertada.

Una vez en la cubierta superior de la torreta, Tyler abrió una gran escotilla y todos salieron al aire libre por primera vez en dos días. El puente ofrecía un espectáculo impresionante: una cueva de doscientos cuarenta metros de alto y medio kilómetro de largo. A ambos lados del submarino, a babor y estribor, y a solo doscientos metros de distancia, se alzaban las lisas paredes de aquella burbuja natural. Las paredes de la cueva, iluminadas por las luces colocadas años atrás por Heirthall y su tripulación, brillaban con una belleza natural que nadie, a parte de la tripulación del submarino, había visto antes.

Una barrera jalonada con cuevas más pequeñas rodeaba la cavidad. Parecía como si la tripulación del Leviatán las hubiese agrandado para guardar vehículos y equipamiento, aunque allí ya no quedaba nada de todo eso.

El teléfono del puente sonó y Tyler lo descolgó.

—Ha salido el sol en la superficie. El viento es de unos sesenta nudos. Dentro de poco el mar estará más picado. Si vamos a lanzar los misiles hoy, tenemos que hacerlo antes de que el viento pase de setenta nudos.

—Ya. Tendremos los códigos dentro de poco.

—¿Cómo va a haber viento aquí, bajo la superficie del hielo? —preguntó Compton, ajustándose la capucha forrada de piel.

—En respuesta a su pregunta, señor Compton, los vientos proceden de la superficie de la barrera de hielo de Ross, a kilómetro y medio por encima de nuestras cabezas. Llegan a través de ciento cincuenta mil años de hielo acumulado —dijo Alexandria con voz débil y tiritando.

—¿Pero cómo entra? —preguntó Virginia, mirando a su alrededor mientras el viento aumentaba en intensidad.

—Miren arriba —dijo Alex, señalando con su mano enguantada.

Al hacerlo, descubrieron una visión aterradora. El sol, que acababa de alzarse sobre la barrera de hielo, mostraba un abanico de rayos que atravesaban una gruesa grieta en el hielo. Medía al menos medio kilómetro de largo y se perdía de vista al final de la cueva.

—Más de setecientos kilómetros de hielo de la barrera desaparecerán bajo las aguas. Solo este suceso añadirá casi un metro a los niveles del mar en todo el mundo. Y eso solo será el principio.

—Dios mío —dijo Alice, agarrando del brazo a Lee con el rostro vuelto hacia arriba.

—La pérdida de la barrera de hielo ya es terrible, pero es que además hay que contar con la desaparición del Ártico, que tendrá devastadoras consecuencias para todas las zonas costeras del planeta.

—Esto es lo que conseguirás con tu alianza con los simbiontes, Tyler —dijo Jack, observando al hombre que miraba por los prismáticos hacia una zona distante de la cueva de hielo.

—¿Por qué no hemos visto a la tripulación? ¿Los han liberado, como prometió? —quiso saber Sarah.

—Pronto, los liberaremos pronto —dijo Tyler, bajando los prismáticos y mirando directamente a Sarah—. En cuanto la capitana nos dé los códigos de lanzamiento de los misiles.

Everett dio un amenazante paso hacia delante, pero Collins lo detuvo al tiempo que diez miembros de seguridad del submarino alzaban sus armas automáticas.

—Me temo… que el sargento Tyler y la contadora de navío Alvera llegan demasiado tarde —dio Alexandria—. La grieta se ha ido abriendo más rápidamente de lo que calculamos la última vez que estuvimos aquí. Yo diría que ahora es trescientos metros más larga. La cueva es demasiado inestable para efectuar los lanzamientos.

—Aun así, los realizaremos dentro de media hora, capitana. Espero tener los códigos en mi poder cuando bajemos. Coronel, su gente primero, y antes de que intente nada, recuerde: tengo hombres situados en la torreta y no les temblará el pulso si tienen que disparar.

Collins miró a Tyler, deseando tener dos minutos a solas con aquel tipo. Después, se volvió hacia los hombres apostados en la torreta y se lo pensó mejor. Quizá hubiera otro momento y otro lugar.

Mientras bajaban por la escalera, Alexandria perdió pie y estuvo a punto de caer. Virginia reaccionó a tiempo y la sostuvo hasta que llegaron Mendenhall y Ryan para hacerse cargo.

—Lleváosla —ordenó Tyler desde arriba, mientras algunos hombres de seguridad que habían estado apostados en cubierta se acercaban a una escotilla en la torreta.

Jack pisó de nuevo el interior de la torreta y de repente se apagó la luz que llegaba desde arriba. Alguien había cerrado la escotilla. El grupo no tuvo más remedio que avanzar a tientas, mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. Jack los vio primero. Eran tres niños. Se habían escondido detrás de la escalera, luego habían cerrado la escotilla y se había ocultado antes de que Tyler y sus hombres los pudieran seguir.

Los tres críos, uno de los cuales era la niña pequeña con la que Will se había cruzado en Saboo, sonrieron a Mendenhall y observaron al grupo en silencio. Entonces, la niña, junto con sus otros dos compañeros, les hizo gestos para que los siguieran.

Collins detuvo a la pequeña.

—Abajo hay hombres de seguridad —dijo.

—Ya lo sé —contestó la cría, pero dio media vuelta y bajó por las escaleras de todas formas.

—Creo que será mejor que la sigamos —dijo Farbeaux, saltando sobre una pierna.

Cuando llegaron al final de la larga escalera, se sorprendieron al ver a cinco niños más. Los golpes en la escotilla sobre sus cabezas les hablaban de la cólera de Tyler. En torno a los niños, yacían en el suelo los cuerpos de diez hombres de seguridad. Collins no quería saber cómo aquellos críos los habían dejado inconscientes.

—Todavía… quedan… misiles en la… cueva —murmuró Alexandria.

—Todos vosotros, fuera —dijo Everett mientras abría la escotilla de escape en la base de la gigantesca torreta.

USS Missouri (SSN-780)

Jefferson contemplaba pensativo la carta de navegación que tenía ante sí. El Missouri guardaba las distancias y solo se valía de sus propulsores para ajustar la deriva mientras esperaba. Estaban a tan solo una milla de la barrera de hielo de Ross. Cada pocos minutos, miraba el último mensaje recibido a través de ondas electromagnéticas de frecuencia extremadamente baja procedente de la autoridad del mando nacional, el presidente de Estados Unidos. El mensaje en código era claro: hundir el Leviatán usando todos los medios posibles. Se autoriza el uso de armamento especial.

El capitán Jefferson se pasó una mano por el pelo gris y luego alzó la vista a su primer oficial al oír que se acercaba.

—Quizá el presidente no sabe que Collins y los otros están aún vivos ahí adentro.

—No importa, Izzy. Entiende perfectamente que ese puede ser el caso, pero nuestras órdenes no cambian. Cuando el Leviatán salga de la barrera, debemos atacarlo con los Mark 78 especial.

—Un torpedo con cabeza nuclear —dijo Izzeringhausen, sacudiendo la cabeza.

—Vamos a cargar la maldita cosa en el tubo 3. Cargue 1, 2 y 4 con cuarenta y ocho estándar.

—Sí, señor.

—Izzy, vamos a cumplir con nuestro deber —dijo Jefferson al ver la expresión de su primer oficial.

—Sí, capitán, pero nadie dice que tenga que gustarme.

El capitán Jefferson frunció el ceño y bajó la vista hacia el mapa donde aparecía la barrera de hielo de Ross.

—Nos mantendremos bajo el hielo hasta que Collins se saque algo de la chistera… si es que todavía está vivo.