10

Leviatán, a seiscientos setenta y cinco kilómetros al nordeste de las islas Aleutianas
Círculo polar

Niles pensó que lo mejor era que Alice y el senador trabajaran como un equipo, él y Virginia como otro, y como Sarah parecía tolerar a Farbeaux mucho mejor que cualquiera de los demás, ellos compondrían el tercer equipo. La idea era recorrer el buque en parejas. Así cubrirían más superficie y mantendrían ocupados a los que sin duda los vigilaban, obligándolos a seguir a dos grupos más de los que tenían planeado. Su misión era encontrar la forma de escapar de aquella prisión submarina.

Niles y Virginia fueron los primeros en bajar hasta el centro de control. Al entrar en la sala y examinar el lugar de cerca por primera vez, comprobaron que no se parecía en nada a ningún submarino que hubieran visto antes. Era treinta veces más grande que el puente de mando de la nave Enterprise. No coincidieron con el primer oficial Samuels ni con la capitana Heirthall.

El puente estaba tranquilo, quizá demasiado, mientras los técnicos trabajaban en silencio, sin moverse de sus puestos. Niles se fijó en un hombre que estaba de pie junto a un mapa holográfico. El sistema era como sus visuales del Grupo Evento, solo que este era más compacto y no utilizaba el sistema de microniebla. Se trataba, de hecho, de una presentación en tres dimensiones del hielo que rodeaba al Leviatán.

—¿Sabe? Cuando yo solo era un chaval se produjo el primer tránsito polar, lo hizo el USS Nautilus —dijo Niles en voz alta. Su propósito era llamar la atención del hombre que estaba junto al mapa y la de varios de los operarios ocupados en sus puestos de trabajo. Vio que no había hostilidad en sus miradas, y que tampoco parecían molestos porque hubiera roto el silencio. Todo lo contrario, se mostraron educados y sonrientes.

—Sí, señor —repuso el joven del mapa, alzando la vista hacia Niles y Virginia—. Yo aún no había nacido, pero supongo que el mundo recibiría la noticia con gran emoción. Los padres de la capitana Heirthall siguieron al Nautilus en su viaje bajo el hielo, querían asegurarse de que no les pasaba nada. Eran grandes admiradores del programa de submarinos nucleares y deseaban que tuviera éxito. —Miró a su alrededor, casi avergonzado—. Al menos eso es lo que nos enseñan en la Escuela Heirthall de Guardiamarinas.

Niles sacudió al cabeza, miró al joven oficial que hablaba con acento noruego, y después al resto de la tripulación, que los observaba con curiosidad. Algunos eran tan jóvenes como la contadora de navío Alvera. Pensó que serían aprendices. Evidentemente, también había guardiamarinas todavía adolescentes. No parecían muy interesados en Niles, ni en los recuerdos del navegante. Sus miradas eran casi hostiles, pero no solo las dirigidas hacia ellos dos, sino también las que se centraban en aquellos de la tripulación que escuchaban su conversación.

—Bueno, recuerdo que mi padre me leyó el titular, yo era muy joven por aquel entonces. Pero en respuesta a tu comentario, sí, nos sentimos muy orgullosos, al menos mi padre lo estaba. Era ingeniero y recuerdo que me dijo que un mundo nuevo se abría ante nosotros.

Los técnicos se miraron y sonrieron, asintiendo con la cabeza. Parecían interesados en los recuerdos de Niles de aquella época. Esta vez fue Virginia quien notó cómo algunos guardiamarinas intercambiaban miradas y gestos, que por alguna razón, no le parecieron amistosos en absoluto.

—Soy el teniente Stefan Kogersborg. El comandante de guardia y oficial al mando. Ustedes deben de ser el señor Compton y la señora Pollock.

Virginia asintió educadamente.

—¿Quieren ver nuestra posición? Me encantaría enseñarles dónde estamos.

Niles se acercó a la mesa con Virginia y el joven oficial señaló la capa de hielo que se extendía sobre sus cabezas, representada por líneas de luz blanca.

—Como ven, el grosor del hielo que flota sobre nosotros no es siempre el mismo. Hay grandes crestas de presión que resultan muy peligrosas para un submarino, aunque sea tan grande como el Leviatán. —Movió los dedos sobre la línea del hielo representada en tres dimensiones. Después, señaló a la versión en miniatura del submarino—. La capitana nos ha ordenado que reduzcamos la velocidad a la mitad por razones de seguridad —dijo muy serio.

Niles miró de cerca el holograma que tenía ante él.

—¿Eso de ahí es el Leviatán? —preguntó—. ¿A qué profundidad estamos?

El oficial apretó un botón y apareció una pequeña ventana indicando la profundidad al lado del buque en movimiento.

—Ahora mismo estamos a mil trescientos setenta metros de profundidad.

Niles no se lo podía creer.

—¿Puedo… puedo preguntarle cómo se consigue llegar a tanta profundidad sin que nos aplaste la presión?

Kogersborg tuvo que contener una carcajada. Los otros técnicos no fueron tan diplomáticos y Niles y Virginia escucharon sus risas y vieron cómo intercambiaban miradas divertidas. No así los guardiamarinas, que seguían serios en sus puestos.

—¿He dicho algo divertido?

El oficial se aclaró la garganta ruidosamente y los operarios guardaron silencio y volvieron a concentrarse en sus monitores.

—Claro que no, nada de eso, señor. Es que en el Leviatán estamos acostumbrados a lo que este submarino puede hacer, y a veces nos olvidamos de que sus habilidades resultan increíbles en el mundo exterior. Además, me gustaría disculparme por los técnicos de guardia. —Miró a la tripulación de su turno—. De vez en cuando se nos olvidan los buenos modales que nuestra capitana se empeña en inculcarnos.

—No es necesario que se disculpe. Es solo que… estoy sorprendido, cuanto menos.

—Teniente Kogersborg, no creo que la capitana quiera que le de tantos detalles sobre la tecnología que usamos en el centro de control.

Todos se giraron y vieron a la contadora de navío Alvera de pie, a sus espaldas.

—Contadora, sigo las órdenes del primer oficial Samuels al pie de la letra. Ahora regrese a su trabajo y no vuelva a dejar su puesto mientras yo esté de guardia en este puente o tendrá que rendir cuentas ante el señor Samuels.

—Sí, teniente —dijo mientras miraba a Kogersborg y luego a Niles y Virginia—. Acepten mis disculpas.

—Estos suboficiales… se creen que dirigen el buque. Lamento la interrupción. En respuesta a su pregunta, señor, podría explicarle con todo lujo de detalles cómo funcionamos a esta y a mayores profundidades, pero no carezco de la elegancia necesaria para hacer justicia a la ciencia de nuestra capitana y su familia. La capitana Heirthall se lo explicará mucho mejor. ¿Saben? —Se inclinó hacia Niles y Virginia—. Algún día, la capitana regalará todo esto al mundo. Es consciente de que a cambio de sus exigencias, tiene que ofrecer una contrapartida, una especie de compensación por los malos tiempos que se avecinan.

Compton estaba seguro de que el joven oficial les había soltado un discurso preparado con anterioridad. Probablemente le habrían ordenado que sembrara alguna semilla de esperanza en los que se acercaran al puente. Mientras meditaba sobre esto, sintió la mirada de los jóvenes guardiamarinas presentes entre la tripulación y por alguna razón que no pudo comprender, tuvo un mal presentimiento.

—Ojalá podamos persuadirla para que cambie de opinión con respecto a esas exigencias y se llegue a un acuerdo que satisfaga a ambas partes —dijo mientras los guardiamarinas volvían a sus prácticas.

El oficial rubio sonrió y se inclinó sobre la mesa holográfica.

—Quizá.

—Para ser una mujer tan brillante, tiene momentos de pura brutalidad —dijo Virginia, atenta a su reacción.

—Todos estamos al tanto del estrés al que está sometida nuestra capitana y sus últimas órdenes han sido…

—¿Puedo preguntar adónde vamos a tanta velocidad y profundidad? —preguntó Niles, interrumpiendo al oficial. Había visto a varios de los guardiamarinas mirando directamente a Kogersborg y de forma instintiva decidió que no quería que el oficial se comprometiera con su respuesta.

—Claro que sí —repuso Kogersborg, algo confuso por el repentino cambio de tema—. Pasaremos por debajo del hielo y entraremos en aguas del Pacífico antes de que se sienten a disfrutar de la elegante cena que la capitana ha planeado para ustedes esta noche.

—¿Pasa mucho tiempo a solas la capitana? —preguntó Virginia.

—Tiene muchas obligaciones que la mantienen alejada de la tripulación durante horas, sobre todo su investigación, pero entendemos el estrés al que está sometida. —Por fin alzó la vista hasta los dos miembros del Grupo Evento—. La muerte de lo que ella tanto quiere, y nosotros también… bueno, se ha echado todo eso a la espalda y nosotros con mucho gusto le…

—Teniente Kogersborg, primer oficial Samuels en el puente. Se puede retirar.

Niles y Virginia se volvieron hacia un Samuels recién afeitado y duchado que se acercaba a la consola de navegación.

—Sí, señor, ha llegado mi relevo. El comandante Samuels tiene el mando —dijo Kogersborg al contramaestre. Después se volvió e hizo una reverencia a Virginia y Niles—. Ha sido un placer acompañarlos y espero haber contestado a todas sus preguntas. Buenas tardes.

—Parece un joven muy brillante —dijo Niles, mientras James Samuels se hacía cargo del mando del buque.

—Sí, es uno de los mejores. —Miró a Niles—. Sus padres fueron cooperantes en Somalia. Desaparecieron después de que soldados de la ONU salieran de allí en 1993. La capitana y el doctor Trevor lo encontraron en una de sus misiones humanitarias. Como ha sucedido con muchos otros de nuestros guardiamarinas, Kogersborg estaba abandonado a su suerte, malviviendo a base de arroz seco en las calles de Mogadiscio.

—Parece que la capitana Heirthall, y de hecho, toda su tripulación, tienen un carácter muy humanitario —dijo Niles, observando con interés la reacción del oficial.

Samuels dejó por un momento los cálculos del rumbo y alzó la vista hasta el director.

—Señor Compton, nuestra capitana tiene muchas facetas. Puede ser la persona más humanitaria del mundo, pero su ira puede ser grande también. La capitana Heirthall no quería llegar al punto en el que estamos, pero la matanza del Mediterráneo la encolerizó, además, su familia ha sido traicionada en innumerables ocasiones en los últimos doscientos años.

—¿Doscientos años? ¿Puedo preguntar…?

—Si me perdonan, el cambio de guardia es una maniobra complicada y larga, y vamos un poco retrasados. Les ruego me disculpen. ¿Emplazamos esta conversación para la cena?

—Ha hablado de la matanza del Mediterráneo. Se refiere a la pérdida de vidas humanas, ¿no? —preguntó Virginia.

El comandante guardó silencio durante un momento.

—Insisto, ¿lo dejamos para más tarde, por favor? —dijo en lugar de contestar a la pregunta.

—Sí, claro —repuso Niles cogiendo a Virginia del brazo.

Niles miró a su directora adjunta mientras salían del centro de control al pasillo.

—Algo le preocupa a ese hombre. De todas formas, no lo entiendo. ¿Y qué demonios les pasa a esos guardiamarinas tan raros? Agradables y encantadores un minuto y al siguiente…

—Niles, tengo que contarte algo que debí haberte dicho inmediatamente después de la comida, cuando vi a quién nos enfrentábamos. Esperaba estar equivocada pero… —susurró Virginia, nerviosa y pálida.

—¿Qué pasa?

—Es Heirthall. Yo…

—Vaya, vaya, os estábamos buscando. Sabía que estos cabrones no nos dejarían pasar a la sala de armamento. Libertad de movimientos, ¡y una mierda! —dijo Lee cuando él y Alice aparecieron en la escotilla que daba al pasillo.

Virginia miró a Niles, luego a Alice, y sonrió. Era una tímida sonrisa totalmente carente de sinceridad. Después se volvió de nuevo hacia Compton, negó con la cabeza y dijo con los labios, pero sin emitir sonido alguno:

—Luego.

Samuels observó el cambio de la guardia desde la consola de navegación, a través de la imagen holográfica del Leviatán. El equipo de la segunda guardia tomó asiento después de que la tripulación que se marchaba informara a la nueva de los cambios producidos, los ajustes de rumbo y todos bromearan entre sí. Los guardiamarinas, en lugar de los habituales comentarios de adolescentes, las risas y avisos sobre lo que se iban a encontrar en aquellas prácticas, se saludaron con un movimiento de cabeza y ocuparon sus puestos rápidamente. La contadora Alvera lo miró y sonrió con la misma expresión que había visto miles de veces antes, solo que en esta ocasión, la mantuvo un poco más de tiempo. Samuels tuvo que admitir que aquello no le gustaba nada.

El comandante metió una mano bajo la consola, se llevó el teléfono al oído y tecleó el número del camarote de la capitana para informarla del cambio de guardia.

—Sí —contestó una voz de hombre.

—Doctor Trevor, ¿ocurre algo? ¿Dónde está la capitana?

—Descansando. He tenido que medicarla… el dolor de cabeza había empeorado mucho en la última hora, pero ya me iba. ¿La despierto de todas formas, comandante?

—No, doctor, gracias.

—¿Lo veré en la cena entonces?

Samuels no contestó, colgó el teléfono y contempló el holograma con la mirada perdida.

Una hora después, Sarah entraba en la sección de proa del Leviatán, seguida por Farbeaux. Después de los numerosos y abarrotados compartimentos por los que habían pasado, el silencio y la lejanía de la proa suponía un cambio tan radical que parecía que hubieran entrado en una habitación insonorizada.

—Dios mío —dijo Sarah mientras alzaba la barbilla y seguía las enormes vigas hasta su punto más alto, a unos treinta metros sobre sus cabezas. Había mamparos que envolvían todo el compartimento. Se alzaban hasta el techo y luego proseguían hacia el centro, al compartimento. La sensación era la de estar en el hangar de un avión con la forma de una concha de almeja gigantesca y plegable. Había veinte lámparas de araña colgando del techo y alineadas en dos filas. Su diseño era casi art déco, y la luz que emitían resultaba cálida y confortable.

—Debo admitir que cuando esa mujer construye algo, el resultado es impresionante —dijo el coronel mientras alargaba el cuello para ver el compartimento en toda su extensión.

Colocada frente a la proa, en la impresionante cubierta de madera de teca, había una vieja rueda de timón. A su lado habían instalado una antigua rueda indicadora bañada en oro. El cristal blanco estaba iluminado y situado en la «avante toda». Sarah se acercó y observó la inscripción dorada en el timón de barco.

—Leviatán 1858 —leyó en voz alta—. ¡Cielo santo! Este es el timón original del primer submarino, del primer Leviatán.

Posó una mano sobre la rueda y contempló los sillones de rica tapicería situados frente al casco del Leviatán. Había una gran mesa de reuniones en el centro, una zona más amplia para servir comidas y un punto de luz que resaltaba los numerosos acuarios que cubrían el interior, desde la mitad del casco hasta el suelo.

—Me recuerdas a mi mujer. Tenía una gran capacidad para asombrarse de lo que veía a su alrededor. La raza humana, el pasado del mundo, todo le hacía sentir que tenía la obligación de comprenderlo. Envidio tu ingenuidad, Sarita.

La geóloga se volvió hacia Farbeaux e inclinó ligeramente la cabeza.

—Danielle tenía muchas virtudes, coronel, pero creo que la ingenuidad no era una de ellas. —Sarah vio en los ojos del francés una punzada de dolor—. Lo siento, sé que querías a tu mujer. Parece que cuanto más amamos, mayor es nuestra lucha contra el destino. Sin embargo, entraste en la sede del Grupo para matar a Jack, y por eso soy incapaz de sentir lástima por ti.

Una gran escotilla doble se abrió, y aparecieron Virginia, Niles, Alice y Lee. Sarah y Farbeaux los vieron entrar en fila y mirar a su alrededor, igualmente impresionados por la sala abovedada.

—Vaya sitio, ¿eh? —dijo Sarah.

Las luces de repente perdieron intensidad hasta casi apagarse y las secciones que jalonaban el casco y la proa comenzaron a deslizarse unas por debajo de otras, como en el salón panorámico, solo que a mucha mayor escala. Lo mismo sucedió con los paneles que protegían al submarino por el exterior. Al final, un gran ventanal quedó al descubierto.

Ante sus ojos y por encima de sus cabezas apareció el mar azul, ya que el cristal no solo cubría la parte delantera, sino también unos treinta metros de la cubierta superior. Ante ellos, se extendía una extensa panorámica de las profundidades del océano Ártico iluminada por la luz más potente que ninguno de ellos hubiera visto jamás. Incluso podían ver la impresionante torreta que se alzaba sobre sus cabezas cuando miraban hacia popa por el cristal del techo.

—¡Qué hermoso! Yo…

Sarah observaba agarrada a la rueda del timón cómo el mar se rompía al paso del Leviatán. Lee le dio una palmada en la espalda y le estrechó el hombro. El cristal del morro estaba dividido en paneles de metacrilato de doce metros cuadrados, separados por vigas de material compuesto en las que encajaba el cristal. Las secciones del casco que se deslizaron para revelar el paisaje submarino habían quedado todas plegadas en las vigas de cada sección. Su visión quedaba así libre de cualquier obstáculo hasta donde alcanzaba la vista.

—El diseño es muy superior a cualquiera de los realizados en ingeniería naval hasta la fecha. Ha abierto un nuevo mundo de posibilidades. Sería un crimen no llegar a algún acuerdo —dijo Niles en voz alta mientras contemplaba el mar azul al otro lado del cristal.

—Si fuera tan sencillo como eso, Niles, estaría de acuerdo contigo —dijo Lee con voz tranquila y carente de emoción—. Sin embargo, hay algo en lo que no estáis cayendo. Aquí hay un toque de desesperación, algo que va más allá de la justificación de la capitana de que estamos contaminando y degradando el ecosistema.

—Desde luego, y está convencida de que esta es la única solución —dijo Virginia mientras apoyaba una mano contra el cristal, como la capitana había hecho aquella misma tarde. Sintió el frío de su tacto y dejó que le llegara hasta la palma—. No, en su opinión, no hay otra forma de actuar. Quiere que abandonemos los mares de forma incondicional, y no creo que se conforme con menos.

Los demás miraron a Virginia con cierta sorpresa. Había estado tan callada durante el secuestro que se habían empezado a preocupar.

—Ginny desarrolló una conciencia medioambiental bastante tarde en su vida académica.

Todos excepto Virginia Pollock se volvieron hacia el final del compartimento. En una terraza de nueve metros de ancho había una gran silla. Alexia Heirthall, la capitana del Leviatán, estaba sentada y contemplaba el mar envuelta en la oscuridad. Se puso de pie lentamente y miró por encima de la barandilla de madera a sus invitados, dieciocho metros más abajo.

—¿Ginny? —preguntó Niles, mirando a la capitana y luego a Virginia, que había bajado ligeramente la cabeza y ahora la apoyaba contra el frío cristal.

—Virginia siempre me pareció demasiado formal, así que en el Instituto Tecnológico de Massachusetts la llamaba Ginny. Era lo que se conoce como un genio. Siempre estaba entre libros y estudiando, nunca se fijaba en el mundo que la rodeaba. Sin embargo, sí hablaba de Dios y de la patria, aunque jamás se paró a pensar en lo que su patria le estaba haciendo al mundo, y a la obra de Dios.

—¿Vosotras dos os conocíais? —preguntó Sarah, adelantándose a Niles.

—Ustedes los estadounidenses son sorprendentemente entretenidos —dio Farbeaux mientras avanzaba y buscaba con la mirada el bar que sabía debía estar por allí, en alguna parte.

—Somos… o debo decir, fuimos muy buenas amigas —dijo Heirthall desde las alturas.

—Dime que no eres tú la saboteadora —dijo Compton, dando un paso hacia el cristal.

Virginia se volvió con expresión de ofendida sorpresa.

—¿Qué?

—¿Dejaste que esta mujer atacara las cámaras acorazadas y la sede del Grupo, provocando con ello la muerte de varios de nuestros compañeros? —preguntó Niles, sorprendiendo ahora también a los demás.

—Por supuesto que no. El simple hecho de haberla conocido hace muchos años no me convierte en una traidora —repuso Virginia mientras se apartaba del cristal y avanzaba hacia el director.

—Por favor, aquí nadie ha traicionado a nadie. —La capitana se apartó de la barandilla y comenzó a bajar por unas escaleras de caracol, agarrándose del pasamanos y sin apartar la vista del grupo—. Ginny no podría traicionar a su país —hizo una pausa y miró a Niles— como tampoco traicionaría a sus amigos. No, lo que mejor se le da es ser leal, incluso yo diría que demasiado.

Virginia se detuvo y se dejó caer en una de las sillas de la gran mesa.

—No, señor Compton, ella no es la persona que buscan, pero era un nombre que arrojar a su equipo de seguridad para que siguieran una pista falsa, por así decirlo —explicó, esbozando una sonrisa.

Niles hizo una señal a Sarah, después avanzó hacia Virginia y se sentó a su lado.

—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó.

La directora adjunta alzó la vista y descubrió su rostro reflejado en las gafas de Niles. No le gustó lo que vio.

—Rezaba para que no fuera ella. —Virginia apartó la vista del director y contempló a la capitana—. Porque tenía miedo, mucho miedo. Niles… no se está tirando ningún farol, y sí, senador Lee, tiene razón, está loca, pero no como usted cree.

Heirthall se volvió hacia ellos y a ninguno le gustó la expresión de su rostro. Los miró fijamente y de repente, comenzó a caminar a buen paso hacia la mesa de reuniones.

—¿Loca? Deja que te enseñe el verdadero significado de esa palabra. —Apretó un botón incrustado en la mesa—. Comandante Samuels, cambio de rumbo. Fije las coordenadas de las que hablamos antes, por favor.

—Capitana, ya hemos pasado el centro del hielo, si alteramos ahora el rumbo podríamos…

—Cambie el rumbo a la zona afectada ahora mismo —ordenó, enfadada, al pequeño micrófono que había en la mesa—. Y pierda profundidad, comandante. Tenemos que enseñarles a nuestros invitados las consecuencias de la locura humana —añadió, colocando lenta pero firmemente una mano en el intercomunicador, sin esperar a la respuesta del primer oficial. Después se apoyó sobre la mesa, miró hacia delante, y se frotó las sienes de forma compulsiva hasta que pareció relajarse.

—Sí, capitana, cambiando curso a tres cinco siete.

Alice se inclinó sobre Lee y le llamó la atención sobre algo.

—Sus ojos, Garrison.

Lee alzó la vista y vio lo que Alice quería decir. Los ojos de la capitana estaban dilatados hasta el punto de hacerse totalmente azules.

Alice miró nerviosa a Lee e incluso Farbeaux dejó de buscar el bar el tiempo suficiente para mostrar preocupación cuándo vio la forma de comportarse de Heirthall.

Alexandria bajó la cabeza y se sentó en la silla que presidía la larga mesa de reuniones. Se apartó un mechón negro que se había soltado de la trenza que le recogía el pelo. Tragó saliva y alzó la vista.

—Les ruego me disculpen. A veces se dicen cosas que… hacen daño. Llamarme loca, por ejemplo. ¿Cuál es la diferencia entre la locura y la pasión? Una fina línea las separa y las hace casi indistinguibles.

—Alex, tus acciones hablan muy claramente de tu estado mental. ¿Qué otra conclusión podemos sacar de las cosas que has hecho? Sí, como especie somos autodestructivos, y sí, nuestro país es uno de los peores, pero necesitamos tiempo, Alex —dijo Virginia.

La capitana de repente se levantó, caminó hasta Virginia y le acarició la mejilla. Bajo la luz de la sala, la mujer del pelo negro azabache resultaba realmente hermosa. Sonrió a su antigua amiga.

—Se os ha acabado el tiempo, Ginny. —La miró a los ojos y Virginia vio algo en esos dilatados iris que pasó desapercibido a los demás: un grito de socorro.

Heirthall era dos personas al mismo tiempo, amable un minuto, y extremadamente violenta al siguiente.

Compton y Farbeaux sintieron cómo el ángulo de la cubierta cambiaba antes que los demás. El Leviatán estaba subiendo a la superficie.

Virginia notó cómo la mano de Alexandria se deslizaba por su cara mientras se acercaba al gran cristal una vez más.

—Mi tatarabuelo confió en los hombres. Octavian Heirthall cometió crímenes para que Estados Unidos fuera la luz del mundo. En su opinión, era un país capaz de hacer grandes cosas, una nación joven e ingenua. Sin embargo, sus políticos vieron otro camino y lo cogieron. ¿Saben cuál fue la recompensa que su país adoptivo le dio por tantos esfuerzos? —preguntó mientras les daba la espalda—. Asesinaron a su amigo, mataron a su familia ante sus ojos y la única hija que le quedaba con vida, Olivia, fue perseguida como una criminal durante el resto de sus días.

—Nosotros desconocemos…

—No espero que sepan nada, señor Compton. Les estoy explicando por qué la confianza ya no es una opción para mi familia. Han estado a prueba desde que las primeras partículas contaminantes llegaron de los ríos al mar, desde que las primeras fábricas que funcionaban con carbón comenzaron a extender su basura por todo el globo. Han fallado como especie, y por lo tanto, han perdido uno de sus privilegios, el de surcar los mares en busca de beneficios. —Alzó una mano mientras miraba hacia el balcón, donde había aparecido el primer oficial. Le hizo una señal con la cabeza—. Y ahora, les invito a que vean de primera mano los efectos de la demencia humana en la naturaleza. —Se volvió y señaló al cristal.

Al principio no vieron nada. Entonces escucharon una especie de explosión y el casco exterior del submarino reverberó en toda su extensión. Las alarmas de colisión se dispararon y Niles y los demás corrieron hacia el cristal, mirando en todas las direcciones.

—Atención, posibles colisiones múltiples —dijo una voz por megafonía.

—Ay, Dios, agarraos —dijo Niles mientras se aferraba al pasamanos que tenía delante.

Al otro lado del cristal, un pedazo de hielo de casi cuatrocientos metros cayó al mar, tras desprenderse de la plataforma helada del casquete polar. El borde dentado se balanceó fuera de control, desapareció de la ventana de observación y golpeó la proa antes de ser lanzado de vuelta a lo largo del casco y fuera del camino. Luego sintieron otro golpe, y otro más. Más pedazos de hielo se precipitaron hacia el agua tras desprenderse de la plataforma, para volver a subir después debido a su menor densidad. Enormes astillas de hielo se iban separando del casquete polar. Por encima de la superficie, los pedazos más grandes se soltaban con un gran rugido y luego caían sobre la fina capa de hielo, para sumergirse finalmente en el mar.

El Leviatán avanzó y maniobró a través de aquel campo minado. El cristal soportó los golpes, pero había peligro de que se hundiera debido al empuje de los bloques de hielo grandes como montañas.

—Capitana, se han producido algunos daños. Tenemos vías de agua en ingeniería y en la sala de armamento de proa. Recomiendo que nos sumerjamos.

—El casquete polar se está derritiendo sobre nuestras cabezas. Muere debido a un fenómeno global que muchos de sus políticos han dicho que solo era un suceso cíclico. El calentamiento global ya no se puede detener, al menos no en esta generación, y esto no es una opinión, es un hecho. En los últimos diez años, la temperatura ha subido seis grados.

—La ciencia está de acuerdo con que los bordes más exteriores del casquete se están derritiendo pero… —comenzó a decir Virginia.

—Estamos bajo el centro del Polo Norte. A este ritmo, en diez años ya no habría hielo en el Ártico —repuso con calma y sin alzar la voz—. Oficial al mando, retome la profundidad mínima. Asegure las alarmas de colisión y envíe un informe de daños a mi camarote.

—Sí, capitana, retomar antiguo rumbo y velocidad.

Heirthall apagó el intercomunicador y alzó la vista mientras la proa del Leviatán se inclinaba vertiginosamente hacia abajo, obligándolos a todos a agarrarse a la mesa para no caer.

—Verán cosas mucho más inquietantes antes de que su tiempo a bordo del Leviatán haya concluido. Por favor, observen con atención, estaré encantada de explicarles lo que quieran sobre la situación desesperada de los océanos. Pero ahora debo marcharme —dijo, cerrando de nuevo los ojos para aliviar el dolor que mostraba su rostro—. Los veré en la cena. —Los miró e intentó sonreír, pero no lo consiguió.

—Capitana, ¿estamos aquí para ser interrogados o para disfrutar de las vistas? —preguntó Niles mientras se apartaba de las ventanas.

Heirthall cerró los ojos, bajó la cabeza y al volverse hacia Niles casi pierde el equilibrio. Tuvo que agarrarse a una de las sillas para no caer. Farbeaux hizo ademán de acudir en su ayuda pero Alexandria lo detuvo con una mano alzada. Miró hacia arriba y vio que el primer oficial Samuels bajaba por la escalera de caracol. Casi pareció que fuera a hacerles una confesión cuando se volvió hacia Compton y los demás.

—Por favor, denme tiempo. Los necesito a bordo por una razón que ahora no puedo divulgar. Cuando el sargento Tyler los interrogue, contesten como quieran, digan la verdad, no la digan, da igual, pero denme tiempo.

—Capitana, ¿está bien? —preguntó Samuels mientras la cogía del brazo.

Heirthall se enderezó y miró a su primer oficial.

—Estoy perfectamente, comandante, solo algo cansada. —Se sacudió su mano del brazo y avanzó hacia la salida.

Samuels contempló cómo se marchaba.

—Les pido disculpas por el comportamiento de la capitana, está… está…

Pero Samuels se interrumpió cuando vio que el sargento Tyler lo observaba desde arriba.

—Por favor, discúlpenme —dijo después, y se marchó a toda prisa.

El grupo lo observó salir. Cuando Niles alzó la vista, vio que Tyler también había desaparecido.

—Debo reevaluar mi primera prognosis, Niles. No solo está loca la capitana, sino toda su tripulación.

—Senador, tenemos que conseguir más tiempo. Tenemos que darles al capitán Everett y a Pete Golding más tiempo. Nos encontrarán. Hasta entonces, debemos descubrir qué está pasando aquí, porque por lo que he visto, quizá corramos más peligro del que pensamos.

—¿Por qué? Es decir, ¿aparte de lo evidente? —preguntó Lee.

Virginia contempló la escotilla por donde su antigua amiga había desaparecido y supo exactamente a qué se refería Niles.

Al igual que Henri Farbeaux, que ahora permanecía quieto, olvidados sus esfuerzos por ponerse una copa.

—Porque, mi querido senador Lee, hace un momento, por una razón que solo ella conoce, la capitana Alexandria Heirthall me ha parecido aterrorizada.

Leviatán

Niles se sentía ridículo en la ropa que le habían traído. Aunque se parecía a un esmoquin, el traje carecía de pajarita y en su lugar tenía una especie de cuello alto con un alfiler azul zafiro que asomaba por encima de las solapas de la chaqueta blanca. El tacto de la tela contra su piel no se parecía a nada que hubiera sentido antes.

Contempló cómo pasaba el agua a través de los impresionantes ventanales de proa que habían abierto del todo para mostrar el mar a su paso como si viajaran en un caza. Cerró los ojos al sentir que alguien le tocaba el hombro.

—Qué esmoquin más raro, ¿eh, señor director? —dijo el senador Lee, situándose junto a Niles.

Al volverse, Compton vio al menos a un centenar de miembros de la tripulación repartidos por diferentes zonas del compartimento delantero; algunos comían aperitivos de aspecto extraño, otros simplemente paseaban o permanecían de pie. Todos llevaban lo que Niles supuso debía de ser el traje de gala del Leviatán, que consistía en una chaqueta de talle corto de color blanco con bordados dorados y azules en los puños, pantalones y zapatos blancos, y al igual que él, ninguna corbata ni pajarita. Las mujeres iban vestidas de la misma manera, salvo que en lugar de pantalones, llevaban una falda a la altura de la rodilla. Todos estaban elegantes, incluso el senador ofrecía un aspecto gallardo.

Niles se disponía a contestar al senador cuando Sarah apareció, seguida de Farbeaux. Muchos de los oficiales varones se volvieron a mirar a la mujer y su vestido de noche. El diseño estaba hecho en azul y verde, los colores del mar. Era largo y ligero y lo llevaba una mujer que jamás había parecido estar más a disgusto. Farbeaux, por el contrario, iba vestido con su mismo traje y parecía que lo hubieran diseñado expresamente para él. Los dos se acercaron y les sonrieron.

—Odio esto —dijo Sarah mientras sonreía educadamente.

—Y yo no dejo de decirle a Sarita que ir vestida de cualquier otra manera que no sea esta de ahora es un feo que le hace al talento de Dios como diseñador —dijo Farbeaux con sinceridad.

—Por esta vez tengo que darle la razón a nuestro amigo —dijo Niles mientras tomaba a Sarah por la mano y la miraba de arriba abajo.

—Lo mismo digo —añadió Lee.

—Vale, viejo verde, ten cuidado no se te vaya a caer el ojo bueno —dijo Alice mientras cogía al senador por el brazo.

Alice Hamilton llevaba un bonito vestido en tonos azules, hecho con algo parecido al chiffon, que le cubría los brazos desde el hombro hasta el codo, donde empezaban los guantes.

—Es que mi pobre ojo no sabe si contemplar a Afrodita o a Venus, las dos estáis guapísimas —dijo Lee diplomáticamente.

—Así es, señora Hamilton, es usted la pura definición de la gracia y la elegancia —añadió Farbeaux con una reverencia.

—Y esto lo dicen un francés y un político retirado, tendré que tener cuidado no se me vaya a subir a la cabeza —repuso Alice mientras sonreía irónica a los dos hombres y se volvía para echar un vistazo a la sala—. No veo a Virginia —dijo estirando el cuello.

—Aún no ha llegado. Me gustaría poder hablar con ella a solas —dijo Niles, que había reparado en que el primer oficial, el comandante Samuels, se acercaba a ellos.

—Buenas noches, están todos muy elegantes —dijo con una inclinación de cabeza.

—Sí, bueno, si no nos hubieran robado la ropa mientras nos duchábamos, le aseguro que no habríamos cooperado hasta este extravagante punto. —El director Compton miró fijamente al comandante, que encajó la ironía sin inmutarse.

—Pensamos que para esta ocasión sería más apropiado otro tipo de atuendo. Les devolverán su ropa limpia y planchada.

—¿Y qué ocasión es esta? —preguntó Lee, inclinándose sobre su bastón.

—Es el aniversario de la huida del tátaratatarabuelo de la capitana Heirthall de la prisión del castillo de If, por supuesto, que coincide con el nacimiento de Octavian Heirthall. El mismo día, solo que quince años más tarde, veía la luz el genio que está detrás de todo esto —contestó, mientras abarcaba con un gesto del brazo toda la sala.

—¿El castillo de If? Ese nombre me suena —dijo Alice.

—Si me permite, comandante —dijo Farbeaux—. El castillo de If es una antigua prisión de cierto renombre en Francia, señora Hamilton. —Se volvió hacia Samuels—. Famosa por ser el escenario de una de las novelas más grandes de la historia. —Sonrió al semicírculo que se había congregado a su alrededor—. Es francesa, claro, El conde de Montecristo.

—Muy bien, coronel —respondió Samuels con verdadero placer—. Ese mismo.

—¿Quiere decir entonces…? ¿Qué quiere decir? —preguntó Sarah.

—Nada, teniente McIntire. Solo la informo de los hechos.

—Me resulta difícil de creer, comandante —dijo Farbeaux, sin la alegría que había expresado un momento antes.

—Roderick Deveroux fue encerrado injustamente por el emperador Napoleón en el año 1799. Su delito fue negarse a entregar al emperador el trabajo de toda una vida en el diseño y la construcción de buques que algún día revolucionarían los astilleros franceses. Barcos rápidos, aerodinámicos, que habrían sido los modelos a seguir de los buques que hoy en día participan en la Copa América. También tenía diseños de motores de vapor y de carbón, sistemas de almacenamiento de energía eléctrica… la lista llenaría cientos de páginas.

—¿Cómo es posible que estuviera tan adelantado en el diseño y la propulsión? —preguntó Niles.

—Según la leyenda, Deveroux tenía una inteligencia superior. Se pasó toda la vida en el mar, y fue contemporáneo de las mentes más brillantes del mundo. Su obsesión era el avance de la humanidad; concibió métodos para disfrutar de todo lo que el mar tenía que ofrecer sin caer en la sobrepesca, se le ocurrieron ideas para crear combustibles alternativos que salvaran la vida de las ballenas de todo el mundo y pusieran freno a su caza, porque de ellas se sacaba aceite para las lámparas y los lubricantes. Sí, era un hombre de ciencia, pero también de compasión, y creía en la hermandad entre los hombres. Napoleón consiguió que cambiara de opinión tras su paso por el castillo.

—El emperador no consiguió sus diseños, así que lo encerró —dijo Alice.

—Sí, pero escapó, como lo contó el señor Dumas en su libro. A partir de ahí la novela se separa bastante de la realidad.

—¿El tesoro entonces fue invención de Dumas? —preguntó Niles.

—Oh, no. Durante su huida, Deveroux llegó a una pequeña isla del canal de la Mancha. Allí descubrió un tesoro perdido hacía muchos años. Oro y joyas del saqueo de Jerusalén y Tierra Santa. Calculamos que su valor en la actualidad —se inclinó hacia Niles—, en dólares estadounidenses, rondaría los tres coma siete billones.

—Una suma como esa habría destruido las economías de casi todas las naciones del mundo. No habría podido sacar tanto oro y piedras preciosas al mercado.

Samuels miró a Lee y sonrió.

—No, pero si el dinero va entrando lentamente, de forma gradual, y se usa solo para el progreso de la ciencia en una apartada isla, entonces sí. —Señaló con un gesto un retrato colgado sobre un caballete. El gran cuadro mostraba a la familia Heirthall.

—El señor Deveroux está sentado en la silla con su hijo, Octavian, y su mujer Alexandria. Como ya he dicho antes, Octavian era el verdadero genio de la familia. Tras el asesinato de su padre, Octavian y su madre se quedaron solos. Alexandria estaba postrada en la cama, muy enferma. Padecía lo que en aquel tiempo se llamaba la enfermedad de Osler, un mal hereditario y que puede provocar coágulos en la sangre en cualquier parte del cuerpo.

Todos los miembros del Grupo anotaron aquel dato en sus cabezas para comentarlo más tarde.

—¿Adónde fueron tras la muerte de Deveroux? —preguntó Sarah.

—A ningún sitio, y a todos. América, Asia, el Pacífico Sur… Octavian retomó el trabajo de su padre y lo desarrolló hasta aplicarlo en el mismo submarino que tenían ustedes en sus instalaciones, el primer Leviatán. Lo diseñó para dominar los mares del mundo, y así, garantizar el fin de las guerras, porque sin el mar, las medidas militares resultan inútiles.

—¿Qué le pasó? —preguntó Sarah.

—Octavian Heirthall hizo un trato por el cual se reservaba una parte del mar para su trabajo. Abraham Lincoln reconoció la legitimidad de su petición y firmó aquel pacto por el que Heirthall se comprometía a evitar que el Reino Unido reconociera a la Confederación. Octavian solo quería proteger el golfo de México. Como siempre, los hombres le fallaron, lo que nos lleva al estado actual de desconfianza.

En aquel momento, las dos grandes escotillas se abrieron, las luces perdieron intensidad y la capitana del Leviatán entró en el salón panorámico. Los oficiales comenzaron a aplaudir, pero el sonido quedó amortiguado por los guantes blancos. Heirthall iba vestida como ellos, solo que su uniforme era de un azul marino con toques verdes, y charreteras y galones en oro. Llevaba un jersey de cuello alto de color blanco y el pelo retirado en un tirante moño. En lugar de falda, vestía pantalones. Aun así, su belleza era muy superior a la de todos los presentes, con la excepción de Sarah. Inclinó la cabeza y sonrió.

—Por si se lo están preguntando, y espero me perdonen, porque creo entender su forma de pensar, la capitana se ha ganado el derecho a llevar esos galones. Ha servido primero como aprendiz y luego como guardiamarina a las órdenes de sus padres. Hizo los exámenes finales tanto en la Academia Naval de Estados Unidos en Annapolis, como en la Academia Naval Real de Darthmouth. Su puntuación aún no ha sido igualada. Perdonen, damas y caballeros, el deber me llama.

Samuels cogió el vaso que le ofrecía un guardiamarina.

—Capitana, es un honor saludarla a usted y a sus ancestros en este aniversario —dijo Samuels en voz alta mientras los camareros recorrían la sala con bandejas llenas de algo que parecía un refresco infantil en copas de champán. Cuando todo el mundo tuvo su copa, prosiguió—. Capitana, por el gran dios de los mares, por Roderick Deveroux Heirthall, y por el creador del Leviatán, pasado y presente, su hijo Octavian, en el día de su cumpleaños.

—¡Roderick Deveroux, Octavian Heirthall! —repitieron en voz alta los tripulantes.

Sarah y Alice miraron a Niles y al senador. Lee se volvió al director alzando una ceja por encima del parche, de modo que le tocaba a Compton tomar la decisión. Asintió con la cabeza y brindó por el gran hombre y su hijo.

Henri Farbeaux sonrió, por fin de acuerdo con Compton, alzó su copa y bebió con ansiedad.

—Es el líquido más repugnante que he probado jamás. —Volvió a beber junto con los demás—. Y sin embargo, el segundo trago sabe mejor —añadió, todavía sonriendo.

—Veo que le gusta nuestro espumoso.

Alzaron la vista y vieron a Alexandria Heirthall delante de ellos. Asintió en dirección al francés. Sus ojos eran normales, pero tenían una expresión agresiva.

—No, lo encuentro extremadamente vulgar… pero por alguna razón, ¿cómo lo diría? Resulta ¿cautivador?

—Bueno, nosotros lo llamamos saco de veneno fermentado del erizo de mar de púas plateadas.

El francés la miró como si no hubiera entendido nada.

—La bebida, coronel, está hecha con el líquido fermentado que se encuentra en los sacos de veneno de esas pequeñas criaturas, lo denominamos la Ambrosía de Jonás.

—¿Erizos de mar? ¿Pasan del vino más escaso del mundo a los erizos de mar? Creo que alguien debería tener unas palabras con su chef —dijo Farbeaux mientras cogía otro vaso de la bandeja de una camarera que pasaba por allí.

—En la cena se servirá vino —dijo la capitana, cogiéndolo del brazo.

Niles la vio alejarse del brazo del francés y miró a los que tenía alrededor.

—Esta mujer vive en otro mundo. Organiza fiestas de cumpleaños para personajes de ficción, es como el capitán Nemo. Está peor de lo que pensaba —dijo Lee, contemplando la espalda de la capitana.

Compton no dijo nada. Estaba ocupado estudiando los movimientos de su anfitriona. Su zancada y la forma de comportarse parecían medidas y precisas mientras avanzaba a través de la multitud que la contemplaba con adoración.

—Que esté loca o no, eso es irrelevante. Examinemos sus logros. Aunque nadie ponga la mano en el fuego por su equilibrio mental, lo que no podemos tomarnos a broma son los juguetes que inventó su familia, y con los que ella juega ahora —dijo Sarah, señalando con un movimiento de cabeza que deberían unirse a los demás en la gran mesa que habían colocado frente del ventanal—. Porque loca o no, esta mujer tiene una mano de cartas muy poderosa.

Mientras un centenar de oficiales y miembros de la tripulación comenzaban a tomar asiento, un grupo de niños, de entre doce y catorce años, se puso en fila delante del ventanal de proa.

Iban todos vestidos de blanco, con pantalones y falditas cortas. Sonrieron cuando su instructor se colocó delante de ellos y después se volvieron hacia la capitana, a la que saludaron con una inclinación de cabeza. En respuesta, Heirthall asintió. Segundos después, de las gargantas de aquellos niños comenzaron a fluir los sonidos más armoniosos que Sarah hubiera escuchado nunca. La canción era lenta, melódica y los hizo estremecer. La geóloga volvió su atención hacia la presidencia de la mesa y vio que la capitana, aunque estaba hablando con Farbeaux, no le quitaba el ojo de encima.

Sarah asintió con la cabeza y la capitana sonrió. Era como si aquella mujer guardara un gran secreto que no incumbía a nadie más y que solo ella debía conocer.

Fuera, tras los cristales, las frías aguas del océano Ártico fluían a ambos lados del buque mientras este seguía su rumbo hacia el pasillo que separaba las Aleutianas de Rusia, lo que en términos náuticos se conoce como un cuello de botella.

El Leviatán pronto descubriría lo que realmente significaba esa expresión.

Sede del Grupo Evento
Base de las Fuerzas Aéreas en Nellis, Nevada.

El presidente escuchó la historia de boca de Jack. Después de que Europa y sus equipos de investigación descubrieran el nombre de la familia a la que se enfrentaban, comenzaron a aparecer más datos y antiguos documentos gubernamentales.

El presidente comprendió que casi el sesenta por ciento de lo que estaba escuchando eran suposiciones, pero basándose en lo poco que conocía de la gente que trabajaba en Nevada, sabía que debía olvidarse de esos porcentajes. Sus suposiciones eran mucho más fiables que los «hechos» que le ofrecían otras agencias.

—Entonces ¿sus departamentos de historia creen que este Octavian Heirthall ayudó a Lincoln durante la guerra de Secesión? ¿Y que había una evidente enemistad entre este hombre y el secretario de guerra Stanton?

—En sus diarios lo menciona poco, pero cuando escribe sobre un tal O. H. o simplemente «El Noruego», damos por hecho que se refiere a Octavian —explicó Jack—. Lo que acabó por convencernos fueron los papeles del habilitado oficial de los Estados Confederados. Según parece, un tal Thomas Engersoll, ayudante del secretario de Estado confederado, recibió quinientos dólares en oro para llevar a cabo una misión en Gran Bretaña. Sus órdenes eran desconocidas, pero podemos confirmar que se reunió con la Reina Victoria y varios miembros del Parlamento. Pensamos que quizá negociaran un posible tratado entre Inglaterra y la Confederación.

—¿Qué le pasó a este tal Engersoll, coronel? —quiso saber el presidente.

—Desapareció en una tormenta en el golfo de México en 1863 en el barco que lo traía de regreso, junto con otros tres buques de guerra británicos.

—Hum, pues menuda tormenta debió de ser —dijo el presidente, negando con la cabeza.

—Sí, eso pensamos nosotros, solo que nuestros historiadores dicen que no hubo ninguna tormenta en aquella zona durante los meses de junio y julio de 1863 que pudiera provocar semejante desastre.

—¿Octavian Heirthall?

—Sí, señor. Creemos que esa fue una de las misiones que le encomendaron. Todas las piezas del puzzle encajan, señor presidente, pensamos que la historia es correcta y nos conduce directamente a Alexandria Heirthall.

—¿Qué más saben?

Jack cedió la palabra a Pete Golding.

—Bueno, señor, tenemos una teoría que sitúa a Octavian Heirthall en algún lugar dentro de un área de siete mil setecientos kilómetros cuadrados en el Pacífico, donde pensamos que tenía su base. Eso, junto con las pruebas físicas recuperadas aquí, en el complejo, después del ataque, nos lleva a la conclusión de que quizá los encontremos en algún lugar entre la isla Saboo, las Marianas y Guam.

—Necesito que me envíen las pruebas. Los rusos y los chinos han puesto trampas a la entrada del Pacífico y el Índico, en el cabo de Buena Esperanza, en el de Hornos en Sudamérica y en el estrecho de Bering.

Jack movió el monitor para que de nuevo lo enfocara a él.

—Señor, esa trampa que han ideado los rusos y los chinos… anúlela. Convénzalos para que la retiren hasta que se nos ocurra un plan de acción más realista. En nuestra opinión, y estoy seguro de que la marina piensa lo mismo, no superamos a esa mujer en armamento.

El presidente permaneció sentado e inmóvil mientras contemplaba a Pete y Collins. Meditó durante unos segundos.

—Coronel, nuestros buques Pasadena, Dallas y Missouri participan en esos intentos de emboscada. No puedo sacarlos ya. Perderíamos cualquier esperanza de cooperación de nuestros aliados asiáticos y rusos. Los rusos, venezolanos, británicos y chinos están muy rabiosos después de los ataques de esta mañana.

Las puertas dobles del despacho se abrieron y apareció Gene Robbins con una hoja de papel. La colocó sobre la mesa de Pete y esperó a que terminara la reunión.

—¿Cuál es su plan de ataque, exactamente? —preguntó Jack.

—Una línea de ocho submarinos, dispuestos a diferentes intervalos y profundidades, quietos y listos para disparar a cualquier cosa que aparezca por los pasos polares. El mismo dispositivo se ha montado en las otras zonas que he mencionado.

Jack no dijo lo que estaba pensando, que aquello sería una masacre, una terrible pesadilla de la que solo saldría beneficiado el equipo contrario.

—Deme algo, una alternativa que presentar a esta gente. Piense en otro plan de acción. Hasta el momento la CIA, la NSA y el FBI no tienen nada.

—Sí, señor.

El monitor donde había aparecido la imagen del presidente de repente se volvió azul.

—¿He oído bien? ¿Le habéis tendido una trampa al Leviatán? —preguntó Robbins quitándose las gafas—. ¿Es que la pérdida de los buques de guerra británicos no os parece bastante para un solo día?

Collins miró a Robbins.

—¿Qué esperas que haga el mundo, quedarse quieto, renunciar a detener esta locura?

—No, no, claro que no, yo solo…

—¿Qué tienes, Gene? —preguntó Pete, interrumpiendo aquel amago de disculpa.

—Solo quería decirte que hemos recuperado a Europa por completo. He cerrado el sistema con la excepción de la sala blanca y solo nosotros cuatro tenemos acceso a esa zona.

—Eso es todo, Gene —dijo Pete, señalando la puerta.

Robbins salió rápidamente del despacho.

—Nunca había visto a Robbins tan preocupado por las bajas —dijo Everett.

—Está frustrado, eso es todo —añadió Pete.

Jack asintió en dirección a Everett y el capitán sacó una bolsita de plástico de su bolsillo. Se la pasó a Pete, que la examinó con cuidado.

—¿Guantes de goma? —preguntó.

—Pete, cuando vayamos a la isla de Saboo, necesitaremos que nos acompañe alguien del centro de computación. Nunca se sabe, pero quizá nos venga bien en este viaje —dijo Jack con aspecto serio mientras daba unos golpecitos a la bolsa de plástico que sostenía Pete.

—Está bien, escogeré a alguien.

—No me vale solo alguien, Pete, quiero que sea el saboteador.