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La Casa Blanca
Washington D. C.

Era muy tarde y el presidente insistió en que la reunión sobre seguridad nacional tuviera lugar en el Despacho Oval, un escenario mucho menos teatral que la sala de guerra que se encontraba bajo el edificio. Estaba cansado y tenía hambre. Escuchó el informe por boca del secretario de la armada de Estados Unidos sin hacer comentario alguno.

—Señor, ya disponemos de un plan para escoltar a los cuatro superpetroleros. Correrá a cargo del grupo de combate Nimitz. El Nimitz está ahora mismo de camino al lugar seleccionado y se unirá a la Marina Real, que escolta a los cuatro petroleros. Saldrán de Devonport, Inglaterra, y el convoy estará formado por las fragatas HMS Monmouth, HMS Somerset y el submarino de la Marina Real HMS Trafalgar. Al mismo tiempo, estamos coordinando otro convoy simultáneo con los chinos; tienen un grupo que saldrá mañana de Venezuela. El grupo de combate de buques chinos escoltará a dos petroleros. Nuestro misterioso enemigo no puede estar en dos sitios al mismo tiempo.

En aquel momento la secretaria entró en el despacho y le entregó un mensaje. El presidente lo leyó y lo pasó a los que estaban allí.

—¿Nellis? —le preguntó al secretario de defensa.

—Mierda, los misiles lanzados desde el Atlántico detectaron a los diez Raptors F-22 de Nellis —explicó el general Caulfield a los quince hombres que llenaban la sala—. Ocho fueron destruidos por un sistema de misiles crucero del que nuestro servicio de inteligencia no sabe nada.

—¿Qué hay en Nellis que lo haya convertido en blanco de su ataque? —preguntó Fuqua, mirando al secretario de las Fuerzas Aéreas.

—Nada. Allí se realizan ejercicios de entrenamiento para el combate aéreo, simulacros de guerra, eso es todo —repuso el secretario.

El presidente bajó la cabeza por un momento al caer en la cuenta de que en la base aérea de Nellis había algo más.

—Caballeros, sigan con sus planes y manténganme informado. Eso será todo por ahora, gracias.

La secretaria acompañó a los miembros del consejo de seguridad hasta la puerta mientras el presidente daba media vuelta, abría el primer cajón de la izquierda, sacaba un pequeño ordenador portátil y lo encendía. Tecleó un comando y esperó. Solo apareció un mensaje en la pantalla: «Departamento 5656». El presidente siguió esperando, pero nadie respondió al otro lado.

—Dios —murmuró mientras descolgaba el teléfono y tecleaba diez dígitos. Se apartó el auricular del oído cuando se produjo un chirrido, después oyó una grabación.

—La agencia federal a la que intenta acceder está experimentando un bloqueo de emergencia. Es una situación temporal. Por favor, inténtelo de nuevo más tarde.

El presidente dejó el auricular en su sitio y se recostó en la silla. La sensación de que no era más que un aficionado comenzó a teñir sus pensamientos. Que Nellis fuera el objetivo de un ataque con misiles y que fuera imposible comunicarse con el Grupo Evento no podía ser una casualidad, pero debido a la naturaleza supersecreta de la organización, no sabían nada de ella ni el Congreso ni las demás agencias de seguridad. De momento, no podía hacer gran cosa. Tendría que esperar a que Niles le dijera qué coño estaba pasando allí.

Aquella iba a ser una noche muy larga para el presidente de Estados Unidos.

Sede del Grupo Evento
Base de las Fuerzas Aéreas en Nellis, Nevada.

Jack, Everett, Ryan y Mendenhall atendieron a los pilotos heridos, a los soldados y al equipo de seguridad del complejo y los ayudaron a entrar en las instalaciones a través del ascensor gigante que había en el hangar. Conforme descendían, comenzaron a escuchar alarmas por todas partes.

—No sé qué ha pasado aquí, pero es mi responsabilidad, Jack. No sé…

—No te precipites, capitán. Alguien le abrió la puerta a esa gente. No se les puede exigir a nuestros hombres que aseguren las instalaciones si alguien, a hurtadillas, les facilita las llaves de la entrada.

Everett asintió lentamente, pero sin dejar de pensar que había fallado al Grupo.

El ascensor llegó al nivel tres y los hombres se toparon con algunos miembros del equipo de seguridad, que miraron atónitos a Jack Collins mientras este abandonaba la gran plataforma. Los hombres y mujeres reunidos en el muelle de carga no apartaban la vista del coronel que acababa de regresar de entre los muertos. Un sargento con la insignia del ejército de Estados Unidos dio un paso al frente y lo saludó, después se volvió al capitán Everett, su superior en el mando.

—Señor, tenemos cinco muertos y diecisiete heridos. Además hay treinta y dos sedados y un hombre en estado de shock. Hemos sufrido daños en las puertas 2 y 1. Hay personal desaparecido; damos por hecho que abandonaron las instalaciones con el grupo asaltante.

—Gracias, sargento. ¿Y los problemas técnicos?

—Señor, el señor Golding ya tiene todos los sistemas en funcionamiento.

Jack no esperó a escuchar más y se dirigió hacia el ascensor, al otro lado del muelle de carga.

—Continúe, sargento. Mantenga el bloqueo total. Reúna a todo el personal de seguridad y cierre este lugar a cal y canto.

—Sí, capitán.

Jack permaneció unos momentos inmóvil mientras se abrían las puertas del ascensor en el nivel siete. El pasillo que se extendía ante él era un lío de cables, plástico roto y personal confuso. Todos se volvieron hacia los recién llegados. Su sorpresa al reconocer al coronel fue evidente pero, uno por uno, fueron venciendo su estupor inicial y se acercaron a saludarlo cuando salió del ascensor. Le dieron palmaditas en la espalda y le susurraron bienvenidas al oído. Entonces Jack distinguió un rostro familiar que intentaba llegar al ascensor abriéndose paso entre la multitud.

—¿Coronel? —Pete Golding estaba tan petrificado que no podía ni hablar.

—Pete, creo que tenemos un problema, ¿no? —dijo Collins mientras estrechaba la mano de Golding.

—Ha sido un golpe contundente y rápido, coronel —contestó Pete entristecido, y escoltó a los cuatro hombres a la sala de control de computación, donde se sentó en el borde de una de las mesas.

Jack vio los daños en el cristal a prueba de balas y la sangre que aún chorreaba por la pared más cercana a la puerta.

—Fue culpa mía. Supuse que el virus introducido en Europa solo tenía como objetivo hacernos llegar un mensaje. Jamás pensé que aquello podría mutar en un momento determinado y acabar con todos los sistemas de seguridad y… y… bueno, con todo.

Collins miró a Everett y negó con la cabeza. Everett le había informado de todo lo que había pasado en el mundo desde su viaje al Valhala, pero Carl no sabía cuánta de esa información había retenido.

—Pete, ¿está Europa funcional?

—Bueno, sus sistemas periféricos, como la luz y el teléfono, sí, pero hasta que no examine sus programas avanzados y encuentre el virus, no será de gran ayuda, al menos, durante las próximas doce horas.

Jack le dio unas palmaditas en la espalda.

—Reúne a todo el personal que necesites, aunque tengas que traer a gente de Cray, pero quiero a Europa operativa. Necesitamos el sistema. —Jack sacudió ligeramente a Pete por el hombro hasta que finalmente alzó la vista—. ¿Hay algo más, Pete?

Golding apartó los ojos y fijó la vista en el suelo.

—Intentamos ayudarla, coronel. Estaba justo ahí, frente a nosotros, pero no pudimos hacer nada.

—¿Quién? —preguntó Everett.

—Sarah. Se enfrentó a ellos, joder, fue la única que hizo algo después de que cayeran los de seguridad. Cuando pensamos que la iban a matar, apareció un hombre como de la nada y lo evitó. También se lo han llevado. —Miró a Jack a los ojos—. Lo siento, Jack.

Collins le dio palmada en la espalda y echó un vistazo a la sala de control de computación y a los técnicos que ya estaban trabajando en los sistemas periféricos de Europa. Sabía que Pete tendría que encerrarse en la sala blanca para meterse a fondo con la programación. No quería retrasar más su trabajo.

—Por cierto, Pete —dijo Jack, girándose hacia el experto en informática antes de llegar al ascensor—, estás al mando del departamento, eres el director provisional. Nos veremos dentro de un par de horas, así que ve buscando alguien que ocupe tu lugar en el control de computación. —Consultó su reloj—. Mientras tanto, informaré al presidente. Querrá hablar contigo, así que no te pierdas.

Pete observó a Jack mientras se volvía hacia la puerta. Estaba tan alucinado con todo lo que había pasado que no había pensado en quién iba a ocupar el lugar de Compton. Entonces recordó algo.

—¿Coronel Collins?

Jack se detuvo pero no se volvió, aunque Everett, Ryan y Mendenhall sí.

—Tengo que hablar contigo y con el capitán a solas. Puede que haya descubierto quién es el traidor. Sin embargo, necesito que Europa me ayude a confirmarlo. Además, el hombre que salvó a la teniente McIntire… —Pete se mordió el labio inferior y se puso de repente nervioso, pero prosiguió tras un momento de silencio—. Es francés, se llama Henri Farbeaux.

Collins cerró los ojos y apretó los dientes. Después respiró hondo y salió de la sala.

—Joder, esto se pone cada vez mejor —dijo Mendenhall, y le dio una patada a un gran tramo de cable todavía caliente, y que colgaba al ras del suelo.

Una hora después, Pete estaba tumbado boca arriba dentro de la sala blanca Europa XP-7, donde se alojaba el cerebro del sistema. Sujetaba varias barras de programación en la boca mientras luchaba con una serie de líneas de fibra óptica. Jack lo observaba con atención. Había tenido tiempo de ducharse, afeitarse y someterse a un rápido chequeo médico del que se pudo marchar bajo la condición de que regresaría más adelante para un examen más concienzudo.

Estaba recuperando la memoria, pero los días que precedieron a su liberación seguían sumidos en la niebla y tenía más preguntas que respuestas. El médico era de la opinión de que aquella amnesia podría haber sido provocada, porque había encontrado restos de una sustancia en su sangre que podía haberlo sumido en un coma inducido. Sospechaba que habían mantenido a Jack en coma a propósito.

Everett se reunió con él en la sala blanca, que era cualquier cosa menos una sala descontaminada en ese instante. Ninguno de los diez técnicos presentes llevaba ropa electroestática ni mascarillas.

—Jack, he puesto a Ryan y Mendenhall al mando de un equipo encargado de recabar todo lo que sepamos sobre el ataque. En cuanto Pete ceda su puesto a su sustituto, sugiero que continúe con su caza del topo, eso ya nos serviría para contestar muchas preguntas.

—De acuerdo —dijo Collins mientras contemplaba cómo Pete por fin reemplazaba los cristales de programación dentro del gigantesco cuadro. Jack se inclinó y encendió el micrófono que haría que su voz se escuchara en la cámara de programación—. Pete, tenemos una cita dentro de cinco minutos, y no le gusta que lo hagan esperar.

—También hemos encontrado esto, Jack. —Everett sostenía una bolsa de plástico de pruebas. Dentro había una sustancia plateada—. No tenemos ningún dato sobre este tipo de combustible, es muy inflamable y muy estable.

Jack lo miró y se lo devolvió sin decir nada.

Pete estaba sentado en el suelo mientras miraba hacia arriba a través del grueso cristal. Se subió las gafas que se le habían escurrido por la nariz sudorosa y descubrió que quien acababa de entrar era el coronel. En lugar de protestar porque no le dejaran trabajar, asintió ante la nueva situación justo cuando otro hombre hacía su aparición en la sala.

—Perdonen, caballeros, pero tienen que marcharse. Cuando reinicie los sistemas de Europa, se acabará la diversión, y todo el mundo tendrá que volver a colocarse la ropa especial para entrar aquí.

Everett se apartó para no molestar al pequeño informático. Cerró los ojos y negó con la cabeza. Jack tuvo que sonreír porque sabía que Carl y Gene Robbins jamás estaban de acuerdo en nada.

—Bueno, el pequeño dictador del nivel blanco ha llegado —dijo Everett.

Robbins hizo como si no lo hubiera oído y se volvió hacia Jack.

—Coronel, me alegro de volver a verte. Créeme cuando te digo que tu regreso es una gran noticia y que todos los de la división de computación nos sentimos muy felices. Bienvenido a casa —dijo, volviéndose hacia Everett—. Supongo, capitán, que tendrás malos a quien disparar y torturar o algo así, así que si me perdonas… —Se acercó a Pete y le informó de que estaban listos para reiniciar el sistema.

Jack alzó las cejas, cruzó los brazos sobre el pecho y dio un paso atrás mientras le indicaba a Everett con un movimiento de cabeza que se reuniera con él en una esquina de la sala blanca.

—Dios, qué imbécil —susurró Everett.

—Sí, pero es bueno en lo suyo.

—Esa es una de las cosas que más me cabrean de él.

—Me alegra ver que os lleváis tan bien —dijo Pete, acercándose a los dos hombres al tiempo que se bajaba las mangas—. Porque ese hombre va a ser mi sustituto, él será quien te ayude, capitán, en tu búsqueda del topo.

Jack sonrió y le dio un golpe a Everett en la espalda.

Everett no se dio cuenta de que Jack y Pete habían dejado la sala. Estaba muy ocupado pensando en el tiempo que tendría que pasar con el hombre más irritante e insoportable de toda la creación.

Pete Golding se sentó detrás del escritorio del director. No se había sentido más fuera de lugar en toda su vida. Collins le indicó con un gesto que tenían conexión. El presidente estaba levantado y trabajando a las cinco y media de la mañana. El gran monitor, rodeado por cincuenta más, cobró vida con el sello del presidente. Después la imagen cambió y apareció él mismo, sentado frente a su mesa del Despacho Oval. Una mirada interrogante se encendió en los ojos del presidente al ver que no era Niles el que estaba al otro lado, en Nellis.

—¿El señor Golding, no es así?

—Ah, sí, señor presidente. Como quizá ya sepa, hemos tenido problemas, tanto en las instalaciones del Grupo como en la base.

—Me han informado de las bajas en las fuerzas aéreas, pero no sé nada de vosotros. —El presidente parecía incómodo, pero prosiguió—: Golding, ¿por qué no estoy hablando con el señor Compton? —preguntó con aire de preocupación.

—Señor, Niles, la señora Pollock, Alice Hamilton, el senador Lee y una de nuestras agentes, Sarah McIntire, han sido raptados por el grupo terrorista que atacó el complejo.

El presidente guardó silencio por un momento. Enterarse de la pérdida de su amigo era un duro golpe, pero sabía que no podía permitir que eso mermara sus capacidades.

—Entonces ahora es usted quién manda, señor Golding. Empecemos por el cómo. ¿Cómo es posible que entraran en las instalaciones más seguras del país y secuestraran a mi gente?

—Creemos que la reunión de Long Island era una trampa para alejar del complejo a nuestro personal de seguridad más cualificado. No solo iban un paso por delante de nosotros con la emboscada del FBI, sino dos, con el ataque en Nevada. En ambos casos, ninguno de los dos hechos habrían tenido lugar sin la ayuda de alguien de dentro.

—¡Dios! —El presidente se obligó a guardar la calma y luego miró directamente a la cámara—. Señor Golding, ¿necesita un equipo de policías militares y marines para proteger las instalaciones y ayudar al capitán Everett mientras ustedes recomponen un poco aquello?

—De hecho, tengo conmigo a alguien que querría hablar con usted, ha vuelto a casa y ha retomado sus funciones.

Jack Collins estaba sentado en la mesa de conferencias y enfocó uno de los monitores equipados con cámara hacia él.

El presidente no pareció reaccionar al principio, simplemente se quedó mirando su monitor con expresión de curiosidad.

—Desde que regresé, todo el mundo me mira así —dijo Jack.

—Coronel Collins, ¿cómo coño está?

Era un saludo de soldado a soldado. Jack sonrió y asintió con la cabeza.

—Muy bien, señor. Por lo que me han contado, he estado viajando con la misma gente que nos atacó esta noche. Apenas tengo recuerdos del tiempo que pasé con ellos, pero estoy trabajando en ponerle remedio con la ayuda de la ciencia moderna.

—Sí, ya imagino lo que quieren hacerle. ¿Está seguro de que no prefiere que el capitán Everett se haga cargo de sus obligaciones durante un tiempo?

—No, señor, se han llevado a varios compañeros y me volvería loco si me quedara sentado sin hacer nada. El capitán Everett sigue a cargo de la seguridad del Grupo, y yo lo voy a ayudar.

—Bien, coronel. Desde luego, no estoy en posición de discutir con usted sobre cómo hacer su trabajo. Como quizá ya sepa, tenemos entre manos una amenaza muy seria. La marina me ha informado de que quizá nos enfrentemos con una organización desconocida, dueña de una ciencia superior. Además, nos ha puesto un cuchillo económico en la garganta y la hoja comienza a abrir una herida.

—Ya veo —dijo Jack mientras se giraba y miraba a Pete, que de nuevo se mordía el labio inferior mientras se limpiaba absorto los cristales de las gafas.

—Coronel, mañana comenzamos con el programa de escolta de convoyes. No puedo permitir que una amenaza terrorista perjudique nuestra economía. Así que infórmeme inmediatamente de cualquier descubrimiento. —El presidente respiró hondo, parecía cansado y frustrado.

—Lo haré, señor.

—Coronel, hizo un trabajo extraordinario en el Mediterráneo. Bienvenido a casa.

—Gracias, señor presidente.

—Señor Golding, póngame al tanto de la identidad de los terroristas y cómo encontrarlos en cuanto usted mismo lo sepa.

Pete iba a responder cuando el monitor se apagó.

—Joder, ¡qué desastre! —dijo mientras se volvía hacia Jack al otro lado de la sala.