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Base de las Fuerzas Aéreas en Nellis,
Nevada.

Los cuatro aviones de despegue y aterrizaje vertical perdieron altitud. Su diseño único los hacía más silenciosos que ninguno de los prototipos más modernos de los estadounidenses o los rusos. En lugar de propulsarse por hélices, como el Osprey V-22 del cuerpo de marines, estos aparatos utilizaban un motor turborreactor doble.

Cuando los cuatro aviones con motor basculante estuvieron a tres metros del suelo, sus ordenadores de tierra tomaron los mandos para evitar los promontorios y los postes telefónicos que atravesaban el desierto cercano a la base aérea. De la panza de cada una de las aeronaves se desprendió un pequeño disco que comenzó a emitir microondas invisibles en la dirección del centro de control de una de las bases aéreas más modernas del mundo.

La torre de control situada a gran altura sobre la pista de aterrizaje se apagó de repente. Todas las pantallas de radar hicieron un fundido a negro casi al mismo tiempo. Abajo, en la zona de mando y control, las líneas telefónicas perdieron la señal y los monitores dejaron de funcionar. El control aéreo se paralizó, y con él, cualquier respuesta que la base pudiera organizar. Transcurrió una eternidad hasta que por fin entraron en funcionamiento los generadores auxiliares, pero en los tres segundos que tardó en reactivarse el circuito, los aviones atacantes ya habían pasado a ras del suelo y ahora estaban fuera del alcance de los radares.

Los cuatro extraños cazas sobrevolaron las oscuras pistas de aterrizaje de Nellis y giraron hacia el norte, en dirección al antiguo campo de tiro en desuso desde 1945. Su objetivo: las instalaciones ocultas bajo tierra del Grupo Evento.

Sede del Grupo Evento
Base de las Fuerzas Aéreas en Nellis, Nevada.

Pete Golding llevaba trabajando dieciocho horas sin parar. Había estado peleándose con Europa desde que inició el bloqueo de seguridad. Varios técnicos todavía permanecían dentro del control de computación a oscuras, pero tres de los seis se habían quedado dormidos; la suave voz de Pete, armándose de paciencia para hablar con el superordenador, los había adormecido. El ingeniero decidió probar suerte una vez más.

—Vale, vamos a intentarlo de nuevo. Supongamos que el fallo en la seguridad se produjo al mismo tiempo que la entrada del mensaje. ¿Es posible que pasaras por alto algún control de acceso en la programación, quizá algún paso diseñado por el equipo original del programa en Cray?

«Imposible, señor Golding. El algoritmo interno que cifra mi programa de seguridad se habría visto comprometido, y habría disparado mis protocolos de bloqueo».

Pete se pasó una mano por la calva.

—Entonces, ¿lo que estás diciendo es que habría sido imposible recibir el mensaje si alguien no hubiera facilitado el acceso desde dentro del complejo? ¿Que sería necesaria la colaboración de algún jefe de departamento?

«Correcto».

Tras hablar con el capitán Everett por teléfono, Niles supo que los que habían enviado el mensaje también habían recibido aviso de que el FBI les había tendido una emboscada. Eso significaba que alguien tuvo que comunicarse con los terroristas en algún momento después del bloqueo de seguridad. Europa había cerrado todos los sistemas de comunicación. Nadie utilizó ningún teléfono y habría sido imposible llamar desde un móvil a cualquier lugar fuera de las instalaciones. Europa cerró todos los accesos por e-mail, así que eso también quedaba descartado. El director incluso interrumpió a Everett cuando este le quiso explicar a quién habían recuperado en el intercambio. La seguridad en aquel momento era lo prioritario, así que no le dio oportunidad de decir nada.

—Se ordenó el cierre a las cero nueve cincuenta y cinco. ¿Había algún acceso informático abierto justo antes de que te ordenase que cerraras todos los circuitos internos?

«Uno».

Pete negó con la cabeza, exasperado.

—Vale, ¿podrías desarrollar un poco esa respuesta?

«El terminal está situado en el despacho 4576, subnivel 7, y se accedió a él a las 0953 desde el despacho de la directora adjunta, Virginia Pollock».

Pete se quedó pálido.

—No, Virginia no es capaz. —Aun así, Golding se asustó.

Corrió a su escritorio, en el primer nivel, descolgó el teléfono y comenzó a marcar. No escuchó nada. Colgó un par de veces y se colocó de nuevo el auricular en el oído.

—Europa, ¿has bloqueado las comunicaciones en el control de computación?

Al no recibir respuesta, se volvió y contempló la gran pantalla central que usaban para leer las respuestas escritas de Europa. También estaba apagada.

—Europa, contesta.

Golding dio una palmada en el hombro a uno de sus técnicos dormidos.

—Europa se ha caído. Intenta contactar con ella mediante el teclado —dijo mientras avanzaba hacia las escaleras que conducían a las puertas situadas dos pisos por encima del primer nivel.

Los otros técnicos se despertaron y miraron a su alrededor mientras las luces parpadeaban, apagándose finalmente. Pete llegó a lo alto y tiró del pomo de la puerta. Estaba cerrada. Supuso que se habría bloqueado de forma automática cuando se cayó el sistema informático.

—¿Qué coño está pasando aquí?

Sarah McIntire había llegado dos horas antes desde Arkansas. Estaba sentada sola en la cafetería bebiendo una taza de café, justo después de descubrir que en realidad no tenía sueño. Con el dolorido brazo sujeto firmemente al pecho gracias al cabestrillo, se dio cuenta de que el hecho de que Carl, Jason y Will no estuvieran allí para recibirla era lo que le hacía sentir que su vuelta a casa estaba todavía en el aire.

Descubrió a Alice Hamilton en la esquina opuesta de la sala y le sorprendió ver también al antiguo director y senador retirado Garrison Lee sentado a su lado. Había pilas de carpetas a derecha, centro e izquierda de la mesa. Pensó en acercarse a saludar, pero parecían absortos en lo que estaban haciendo, leyendo, discutiendo, asintiendo y discutiendo de nuevo.

Sarah decidió retirarse e intentar dormir un poco. Iba a levantarse cuando vio a Virginia Pollock franquear las puertas dobles de la cafetería. La llamó, pero la directora adjunta siguió su camino. Y era raro, porque Sarah sabía que la había oído.

—Aquí está pasando algo —dijo, y justo cuando se disponía a marcharse, las luces comenzaron a fallar.

Casa de empeños Gold City
Las Vegas, puerta 2

El cabo Frank Méndez estaba sentado detrás del mostrador leyendo su libro favorito, La colina de Watership, por cuarta vez. Aquella historia sobre conejos le parecía más realista que muchos de los libros considerados como grandes obras literarias hoy en día. Alzó la vista de la lectura al oír la campanilla de la puerta y vio cómo entraban dos hombres en la tienda. Méndez echó un vistazo a la pantalla del ordenador oculta bajo el mostrador para comprobar la identidad de los dos sujetos gracias a la huella del pulgar tomada a través del historiado pomo de la puerta. Le sorprendió descubrir que la pantalla no mostraba nada. Le dio un par de veces al botón de encendido, pero no se produjo cambio alguno.

Méndez dejó el libro sobre el mostrador y se puso en pie. Estudió a los dos hombres que estaban mirando los aparatos de música expuestos en la parte delantera de la tienda. Parecían bastante inofensivos, así que se volvió y asomó la cabeza por la cortina que daba a la parte de atrás.

—Eh, colega, el monitor no funciona y tengo clientes aquí fuera.

El sargento Wayne Newland era el que estaba de servicio detrás del escritorio. Alzó la mirada a su monitor y descubrió que también estaba apagado.

—Europa ha caído, sí. Será mejor salgas a vigilar a los clientes, yo echaré un vistazo en la trastienda.

—Vale —contestó Méndez y regresó a su puesto tras el mostrador.

Newland se puso de pie y abrió la puerta a sus espaldas. Dentro había un escritorio con un monitor de ordenador, y detrás, un hombre. El hombre alzó la vista cuando oyó entrar al sargento.

—Europa se ha caído. Creo que lo mejor será cerrar la puerta hasta que vuelva a funcionar.

El sargento guardó el arma debajo del escritorio y desactivó la línea de dardos tranquilizantes incrustados en el falso frontal de la mesa de madera bajo la atenta mirada de Newland. Después, descolgó el teléfono y presionó un botón. Aquel único número lo conectaba directamente con el oficial de guardia en el complejo. Newland vio cómo cambiaba la expresión del sargento.

—¿Qué pasa?

El soldado colgó el teléfono y alzó la vista.

—El teléfono tampoco funciona.

—Mierda, esto me huele mal —dijo Newland, que se volvió hacia la puerta y la tienda que estaba al otro lado—. Da la alarma, que sepan que estamos desprotegidos.

El sargento activó un gran interruptor negro oculto bajo el saliente de la mesa, pero en lugar de encenderse una luz parpadeante, no ocurrió nada. El sargento entonces intentó activar la línea de dardos, pero el aparato tampoco respondió.

—¡Maldita sea! —dijo mientras sacaba la pistola ametralladora Ingram de su escondite bajo la mesa. Después buscó un pequeño panel del tamaño de una calculadora y le dio al botón que activaba el ascensor de emergencia. De nuevo no hubo respuesta—. Mierda, ahora cualquiera que entre en la tienda puede acabar en el complejo. —Se puso de pie de un salto y corrió hacia la parte delantera del establecimiento.

Méndez salió de detrás del mostrador sin apartar la vista de los dos clientes. Sonrió al sentir la Beretta 9 mm confortablemente instalada en su cintura. Estaba a punto de dar la bienvenida a los dos hombres cuando Newland, seguido por el otro sargento, irrumpieron en el local desde la trastienda. Los miró como diciendo: ¿Qué pasa aquí?

Al volverse hacia los clientes, comprobó que una 9 mm igual a la que él tenía lo miraba a la cara. La única diferencia era que esta llevaba un gran silenciador en su extremo.

—Colega, yo que tú no robaría aquí. —Fue lo único que se le ocurrió decir.

—Méndez, vamos a cerrar. Caso azul… ¿me oyes? Caso azul…

El dardo tranquilizante alcanzó a Newland en la garganta. A diferencia de lo que ocurre en las películas, la droga no actuó de forma instantánea, y el impacto del dardo le dolió como si le hubieran dado una patada en el cuello.

—Eh, ¿qué está…?

Méndez fue el siguiente en caer. El tipo de la 9 mm cubrió a su compañero mientras insertaba otro dardo en la pistola.

El sargento dobló la esquina junto a los cedés expuestos y vio los pies de Méndez, que había caído en el siguiente pasillo. Apuntó rápidamente la Ingram hacia el hombre que empuñaba el arma con el silenciador. Estaba preparado para apretar el gatillo cuando un dardo golpeó su ametralladora, arrebatándosela casi de las manos. Recuperó rápidamente la compostura e intentó derribar al hombre que le había disparado a él.

El tipo del silenciador no tuvo elección, maldijo su mala suerte y disparó a la cabeza del sargento, cuyo cerebro acabó esparcido por una estantería llena de gafas de sol.

El segundo hombre corrió hacia la puerta principal y la abrió. Mientras esperaba, veinte individuos salieron de una tienda abandonada a la derecha, y otros diez del callejón situado junto a la casa de empeños. Entraron con decisión y siguieron a los dos primeros hasta la trastienda.

La toma de las instalaciones del Grupo Evento había comenzado.

Sentado en una camioneta alquilada, el coronel Henri Farbeaux contemplaba con incredulidad y asombro la toma de la puerta 2. Alzó los binoculares y observó cómo treinta y dos hombres, fuertemente armados y encapuchados, entraban en la tienda y desaparecían en la parte de atrás. Estaba confuso y estupefacto al haber sido testigo de semejante fallo en la seguridad del Grupo.

Farbeaux supo que aquella era su oportunidad. No necesitaría el sistema de seguimiento que descansaba en el asiento junto a él, ni el transmisor que le había inyectado al sargento.

Sacó el arma que llevaba encima y le retiró el seguro. Abrió la puerta de atrás de la camioneta y cruzó la calle despacio, dispuesto a seguir al grupo de asalto hasta el interior. Incluso si aquello no era más que un simulacro de alguna clase, podría aprovecharse de la situación.

Pero en caso de que se tratara de un asalto real, el coronel no estaba dispuesto a que nadie más que él acabara con Collins. Por la muerte de su querida esposa, por su amor propio, solo él tenía derecho a acabar con Jack Collins y sus hombres.

No, el personal de seguridad del Grupo era cosa suya.

Farbeaux sacó lentamente la pistola y la sostuvo a un costado mientras entraba con cautela en la casa de empeños, siguiendo a los asaltantes.

Sede del Grupo Evento
Base de las Fuerzas Aéreas en Nellis, Nevada.

Había solo seis personas de logística trabajando en el muelle subterráneo del nivel tres a esa hora tan temprana de la mañana. Tenían poco que hacer, ya que había saltado la alarma de seguridad y todos los envíos al complejo quedaron automáticamente anulados. Ahora, los seis estaban haciendo un inventario del material que debía enviarse en los próximos días a los Archivos Nacionales y el Smithsonian. Cuando escucharon el sonido del monorraíl acercándose, no prestaron mucha atención, pues pensaron que se trataría del personal de seguridad de la puerta dos que regresaba a la base terminado su turno.

El jefe de carga, un sargento de las fuerzas aéreas, consultó su reloj y al instante lo volvió a mirar de nuevo.

—Algo no está bien —dijo alzando la vista hacia el transporte que se acercaba. Le quedaban por recorrer solo los últimos treinta metros mientras recuperaba la horizontal tras el descenso desde Las Vegas, a quince kilómetros de distancia—. No hay ningún relevo de seguridad programado para esta hora y nadie tiene permiso para llegar por la puerta 2 durante el bloqueo de seguridad.

—Puede que haya alguien enfermo, o algo así. Se preocupa demasiado, sargento —dijo uno de los hombres, ocupado en pesar una gran caja.

—Entonces, ¿por qué no hemos recibido aviso de Europa? —preguntó mientras con un gesto le indicaba a una especialista que comprobara si habían pasado por alto algún mensaje en el ordenador.

—Se ha caído, sargento —dijo la mujer, saliendo de la caseta del gran muelle de carga. A continuación arrojó un M-16 al sargento y otro al hombre que estaba a su lado, que tuvo que tirar la carpeta que sujetaba para que el arma no acabara en el suelo. La especialista sacó una 9 mm de la funda que llevaba en un costado.

El sargento y los demás se posicionaron cerca de un gran contenedor, atentos al sonido del transporte que reducía su velocidad, para acelerar ligeramente poco después. Vieron el reflejo del interior acristalado del monorraíl cuando se detuvo en el muelle de carga. Estaba vacío. Los siete coches y sus asientos de plástico no llevaban pasajeros. Aun así, el sargento de las fuerzas armadas se acercó con cautela con el arma lista. Echó un vistazo al interior del oscuro túnel, pero lo único que vio fueron las luces fluorescentes azules y verdes de la vía difuminándose en la distancia.

—Especialista, ¡ilumine el túnel! ¡Vamos!

La mujer corrió hasta la consola de control y apretó el botón que encendía los enormes focos que jalonaban el techo del túnel. No ocurrió nada.

—Tenemos un problema, sargento. Puede que Europa haya bloqueado este panel de control al colgarse.

—¡Mierda! —exclamó, y justo en ese momento, un dardo se le clavó en el pecho y otro en la mejilla.

Un murmullo de disparos ahogados resonó en las paredes de hormigón del túnel y veinte dardos surgieron de la oscuridad para clavarse en los cinco operarios que quedaban en el muelle. La especialista tuvo la suerte de permanecer de pie y presionar con una mano la alarma al caer hacia delante. Una vez más, el botón no respondió.

Poco después, treinta y dos hombres vestidos de negro surgieron de la penumbra, iluminados tan solo por las luces azules y verdes del túnel. Entonces pasaron de las pistolas de dardos a los subfusiles. El equipo de asalto cargó sus armas. Sabían que a partir de aquel momento, someter al personal del Grupo Evento no sería una tarea fácil.

Cien metros por encima del muelle de carga, en la superficie, los cuatro aviones de despegue y aterrizaje vertical se detuvieron a treinta metros del hangar derruido que ocultaba la puerta 1. Mientras los cazas ocupaban posiciones, dos a la derecha y dos a la izquierda, los artilleros situados en los portones abiertos se ajustaron las gafas de visión nocturna. Después cargaron dardos enormes en las ametralladoras neumáticas de seis cañones. Transcurridos unos segundos, el artillero del avión principal ya tenía varios blancos en su punto de mira.

La seguridad del Grupo Evento mantenía un pequeño escuadrón de servicio fuera del enorme hangar por donde entraban al complejo los envíos de mayor tamaño. El primero de estos soldados, un marine, vio que el extraño avión reducía su velocidad. Apuntó a los intrusos y estaba a punto de abrir fuego con su ametralladora M249 cuando lo envolvió el zumbido de cien abejas. Varias lo picaron en el pecho y la espalda. Al caer hacia delante con una cierta cantidad de dardos asomando por su cuerpo, vio que varios miembros de su equipo seguían su misma suerte.

Instantes después, el escuadrón de ocho hombres pertenecientes a la seguridad del Grupo Evento ya no suponía ninguna amenaza para las unidades de asalto que en aquellos momentos aterrizaban frente al viejo hangar. Al poco tiempo, más de cuarenta individuos fuertemente armados accedían al hangar y entraban en el enorme ascensor. En tan solo treinta segundos los hombres vestidos de negro habían conseguido entrar en el corazón del Grupo Evento.

Niles Compton se frotó los ojos y descolgó el teléfono. Presionó el código de tres dígitos que correspondía al control de computación. La línea no daba señal. Entonces giró su silla y encendió el monitor que le daba acceso a Europa, pero todo lo que vio fue un fondo azul. Preocupado, se colocó las gafas y se puso de pie. Justo cuando se acercaba a las dobles puertas de roble, estas se abrieron y varios hombres encapuchados y protegidos con chalecos antibalas azul marino y uniformes especiales de batalla irrumpieron en su despacho. El director se quedó paralizado cuando tres subfusiles, diferentes a todos los que conocía, lo apuntaron al pecho. El hombre situado en medio de los cinco asaltantes indicó con gestos a su equipo que bajara las armas.

Niles vio a través de la puerta abierta que sus ayudantes se encontraban rodeados y que los estaban inmovilizando con bridas de plástico.

—Señor Compton, le pedimos disculpas por esta repentina intrusión —dijo el hombre alto en el centro del grupo mientras se movía rápidamente hacía los monitores que cubrían la pared. Apretó un botón donde ponía «puerta 1» y observó a través de las cámaras de seguridad cuál era la situación en el hangar derruido. Satisfecho al ver a varios de sus hombres controlando la entrada, se volvió hacia Compton—. Sentimos actuar con tanta prisa, pero tengo entendido que su capitán Everett regresará dentro de poco con su equipo y estoy seguro de que no le hará gracia vernos aquí.

Uno de sus hombres dio un paso al frente y le susurró algo al oído. Llevaba una pequeña radio en la mano.

—Señor, le aseguro que trataremos bien a su gente. Solo se han producido cinco bajas hasta el momento, cuatro de su departamento de seguridad interna, y me informan que dos de ellos sobrevivirán. No queremos más derramamiento de sangre.

—Sabían desde el principio que les tenderían una emboscada en la reunión de Nueva York —dijo Niles, echando los hombros hacia atrás y mirando directamente al hombre que en aquellos momentos se quitaba el pasamontañas. Compton se arriesgó a echar un rápido vistazo a las cámaras del circuito cerrado que no dependían de Europa y vio una lucecita roja encendida. Se trataba del mismo sistema instalado en la puerta 1 que los asaltantes no habían desactivado porque necesitaban saber qué sucedía en el hangar.

—Sí, pero la treta nos sirvió para sacar al capitán Everett y a sus hombres más experimentados del complejo. Ellos habrían convertido la toma de las instalaciones más seguras de Estados Unidos en, bueno, digamos que habría sido un reto.

—Y ahora ¿cuáles son sus planes? —preguntó Niles.

El hombre alto se acercó al escritorio de Compton y echó un vistazo por encima. No había nada en su aspecto que llamara especialmente la atención, quizá tuviera el pelo más largo de lo normal en un militar y había algo en él que resultaba amenazador. Tenía un ligero acento irlandés. Compton sabía que si la cámara del circuito cerrado funcionaba, aquella conversación, además del rostro de aquel hombre, quedarían registrados.

—Mis superiores requieren su presencia por dos razones. Primero para obtener información, y segundo porque quieren que sea testigo del desafío al que se enfrenta el mundo.

—¿Y si me niego a acompañarlos?

—No lo hará. No necesito amenazar a su gente, eso son cosas de la televisión. Tenemos órdenes de actuar con proporcionalidad. Así que si es tan amable de acompañarnos —se subió la manga y consultó su reloj—, nos marcharemos ya.

Sarah bajaba en el ascensor a la zona de los barracones del nivel 8 cuando la máquina sufrió una repentina sacudida, aunque después continuó su descenso hasta la planta seleccionada. A la teniente segunda no le agradaba que sucedieran cosas raras con los ascensores. Sabía que se movían a lo largo de un tubo y que subían y bajaban sobre un colchón de aire.

Por fin, el indicador luminoso la avisó de que había llegado al nivel 8 y las puertas se abrieron lentamente. Entonces se fue la luz y el ascensor tuvo otra sacudida. Sarah se preguntó por qué Europa no compensaba la reducción de aire bombeado, pero al final decidió no arriesgarse y saltó de la cabina segundos antes de que esta se precipitara con un silbido contra la planta más profunda del complejo. Sarah gritó de dolor al rodar sobre el brazo en cabestrillo. Se detuvo al chocar contra alguien que estaba de pie en el pasillo. La figura oscura bajó la vista y se sorprendió bastante cuando vio a una mujer a sus pies. Alzó su arma justo cuando Sarah se preguntaba qué clase de simulacro de seguridad estaba llevando a cabo Carl. Sin embargo, el brazo le dolía demasiado para ponerse a pensar y solo pudo reaccionar. Entonces se fijó en el arma con la que le apuntaba aquel hombre.

Pensó en el fallo del ordenador y se dio cuenta de que aquello no era ningún simulacro. Giró sobre la cadera y golpeó al hombre con la pierna derecha en ambos tobillos. Sus pies se levantaron del suelo y el arma se le disparó, creando brillantes fogonazos de luz en el pasillo en tinieblas. Las balas golpearon la pared de plástico y el hombre cayó al suelo de moqueta. Sarah, todavía tumbada sobre su espalda, alzó rápidamente el pie izquierdo y lo dejó caer sobre el rostro del hombre. El talón golpeó con precisión el lugar al que estaba apuntando, la nariz. El intruso gritó de dolor y después se quedó quieto.

Sarah escuchó el sonido de pisadas en el pasillo y supo inmediatamente que el individuo al que había golpeado no estaba solo. Al permanecer tumbada bocarriba no veía nada, así que tanteó el suelo en busca del arma que había dejado caer el hombre. Dio con ella justo cuando diez balas disparadas con silenciador atravesaron la pared y el suelo a su alrededor. De hecho, una alcanzó la escayola que cubría su brazo, rompiéndola en varios pedazos grandes.

—¡Cabrón! —murmuró mientras alzaba la extraña arma. Rezó para que no tuviera el seguro puesto, porque en la oscuridad jamás encontraría ese botón en un arma que no había visto en su vida. Apretó el gatillo. El arma explotó con fuego y un apagado ruido metálico gracias al silenciador. Varias balas se incrustaron en la pared, el suelo y el techo, y gracias al resplandor de las ráfagas vio que algunos proyectiles habían alcanzado a un hombre que se encontraba a escasos dos metros de distancia. Uno en concreto le dio en una zona desprotegida del cuerpo, por encima del chaleco antibalas.

Sarah temblaba violentamente cuando arrancó las gafas de visión nocturna del sujeto al que había derribado primero. Entonces fue cuando se dio cuenta de que las balas de su compañero lo habían alcanzado varias veces en el costado. Se llevó las gafas rápidamente a los ojos y miró a su alrededor, frenética. Intentó desesperadamente controlar su respiración, pues pensaba que cualquiera en un radio de treinta metros podría detectar su terror.

—¿Qué clase de bienvenida de mierda es esta? —susurró entre dientes, esperando que un poco de humor le sirviera para hacer acopio de valor en una situación tan aterradora.

Se puso de pie y de forma casi instantánea sintió el brazo. Supo que no estaba peor que antes, solo le dolía, pero al menos podía moverlo. Alzó la pesada arma y avanzó hacia la escalera que tenía al lado, sabiendo que tenía que llegar al nivel 7 o al control de computación, donde Pete Golding y sus técnicos siempre estaban trabajando.

Por primera vez en más de un mes, Sarah no pensaba en la muerte de Jack Collins.

El senador Garrison Lee se encontraba en su elemento. Estaba sentado junto a su compañera de toda la vida en la cafetería, revisando todos los ficheros a los que él mismo había dado el visto bueno hacía años, cuando tuvieron que clasificar todos aquellos objetos para guardarlos en las cámaras acorazadas de los niveles 73 y 74.

—Ya está, Garrison, ya hemos cubierto las seiscientas setenta y dos cámaras. ¿Qué opinas?

—Opino que me tomaría un café, compañera, si eres tan amable.

Alice negó con la cabeza, pero se puso de pie. Se sentía cansada. Decidió pedir un té para contrarrestar el humor que la cafeína crearía en el estado mental del senador.

Garrison contempló una ficha que había colocado a la izquierda de la mesa, apartada de las demás.

—¿Por qué esa? —preguntó Alice cuando volvió. Dejó la taza de café sobre la mesa y dio un sorbo a su té, al tiempo que las lámparas de la cafetería parpadeaban. Las brillantes luces de emergencia tomaron el relevo y Lee continuó.

—Porque, mujer —contestó mientras miraba a su alrededor y a las luces de emergencia—, es la única cámara acorazada que hace que algo de esto tenga sentido. Me sorprende que no eligieras esta ficha inmediatamente cuando te informaron sobre cómo se produjeron los ataques en el mar. Me parece que estás perdiendo facultades.

Alice alzó una ceja, pero no dijo nada mientras tomaba asiento.

—Vale, Lee, ¿qué tal si me lo explicas? —preguntó mientas miraba a su alrededor en la cafetería en penumbra. Luego las luces volvieron a recuperar su potencia.

—Punto número uno: este informe del USS Columbia dice que el buque que lanzó los ataques sobre Venezuela no se parecía a nada que hayamos visto antes. Y cito: «Un submarino con extraordinarias capacidades», fin de la cita. Ahí tenemos lo que podría explicar el ataque a nuestras instalaciones. Alguien tenía miedo de lo que contenía la cámara 298907. Una cámara que estaba clasificada como fría y relegada a un nivel de almacenaje después de haber sido sometida a todos los análisis y pruebas previstas. —Empujó una carpeta hacia Alice, que leyó el nombre y el número de la portada.

—Leviatán —dijo para sí.

—Eso es, Leviatán. Recuperado en 1967 por el Instituto Oceanográfico Woods Hole, en la costa de Terranova. Se encontraron fragmentos del mismo buque en lugares tan alejados como Maine.

Alice empujó la carpeta de nuevo hacia Garrison.

—Se calculó que ese submarino tenía más de cien años, tirando por lo bajo y… —Alice citó de memoria—: «Poseía un motor híbrido que usaba queroseno y electricidad, capaz de competir con los submarinos de hoy en día». En su momento pensaste que se trataba del buque en el que se inspiró Julio Verne para su Nautilus. Corrígeme si me equivoco —añadió.

—No te equivocas —dijo Garrison mientras posaba su mano cubierta de manchas sobre la de ella—. No está mal para una mujer que se acerca a la centena.

—Ese eres tú, cariño, no yo. —Sonrió y le dio unas palmaditas en la mano—. Ahora, si no recuerdo mal, la datación por carbono, junto con otros análisis, situaron su destrucción entre 1860 y 1871. ¿Qué tiene eso que ver con lo que sucede ahora?

—No creo en las coincidencias, nunca lo he hecho. Submarino superavanzado en el pasado, submarino superavanzado en el presente, explosión que acaba con lo poco que tenemos en el nivel 73; uno, más uno, más uno igual a alguien que no quiere que relacionemos lo que hay en la cámara con este nuevo buque. Ahora que ya sabemos por qué, y qué nos ha atacado, solo nos queda averiguar quién. ¿Había algo en esa cámara que pudiera darnos pistas sobre la tecnología del buque, o quizá sobre los materiales utilizados en su construcción? Quizá sobre su puerto base, o puede que hubiera algo a bordo del antiguo submarino que nos ayudaría a identificar al artífice de semejante prodigio tecnológico…

—Será mejor que hablemos con Niles y…

Alice no pudo concluir la frase porque varios hombres entraron por las puertas dobles de la cafetería y comenzaron a reunir a la gente que había dentro. Momentos después, un subfusil apuntaba directamente a la cara de Garrison Lee.

Alice puso su mano sobre la de Garrison para evitar que hiciera alguna tontería.

—Joven, por favor, apunte esa arma en otra dirección a no ser que su plan sea matarnos. Si no es así, pedazo de cabrón, dirija eso a otra parte.

El hombre enmascarado sonrío desde detrás de su pasamontañas de nailon negro a la mujer que lo miraba desafiante incluso después de que retirara el arma y apuntara con ella hacia el suelo. Después sacó una lista de su chaleco antibalas, leyó los nombres escritos y estudió las fotos. Luego miró a Alice y Garrison.

—Señora Hamilton, su reputación la precede. Por favor, ¿serían tan amables, usted y el senador, de seguirme hasta la sala principal de conferencias?

En esos momentos las luces volvieron a parpadear, como ya habían hecho antes, hasta que finalmente se apagaron del todo.

—No se preocupe, señora, acabamos de aislar este nivel de los demás y eso significa que hemos tomado el control de las instalaciones más seguras del gobierno estadounidense.

Alice miró a Garrison Lee a la luz de las luces de emergencia de la cafetería para ver cómo el senador fulminaba con su único ojo al hombre que tenían ante sí. Una vez más, lo tomó de la mano y se puso de pie.

—Muy bien, joven, parece que tiene usted las de ganar —dijo Alice, mientras ayudaba a Lee a levantarse.

—Al menos de momento, estúpido engreído —añadió Garrison Lee mientras deslizaba sobre una silla vacía la carpeta que habían estado estudiando.

La carcajada del hombre quedó amortiguada por el pasamontañas, pero viajó por toda la cafetería. A continuación, el sujeto se agachó y recogió todas las carpetas que había sobre la mesa.

—No me gustaría encontrarme con usted en un callejón oscuro —dijo mientras les indicaba con gestos que avanzaran hacia las puertas.

Sarah abrió con cautela la puerta de las escaleras del siguiente nivel. Contempló el oscuro y curvo pasillo con sus gafas de visión nocturna, evitando mirar directamente las tenues luces de emergencia del fondo.

Mantuvo la puerta entornada con el cañón del arma para tener una visual del control de computación que estaba justo al otro lado. Descubrió siluetas moviéndose, pero no pudo distinguir a nadie en concreto. Después sonrió al reconocer a Pete Golding. Arrojaba una silla contra el cristal blindado con todas sus fuerzas. La silla rebotó y casi lo golpea. En el resplandor verde de las gafas, vio que Pete gritaba, lleno de frustración. El sonido no llegó a atravesar el cristal, pero el gesto resultaba casi cómico. Pete no era un tipo especialmente hercúleo.

Sostuvo la puerta abierta con el arma, salió al pasillo y dejó que se cerrara por sí sola. Avanzó lentamente hacia el centro y dio unos golpecitos en las puertas de cristal con el cañón hasta que Pete alzó la vista. Ladeó la cabeza, porque en la oscuridad no podía ver de quién se trataba. Sarah lo saludó con la mano y el alivio en el rostro de Pete resultó evidente. La teniente dijo algo, pero no la entendió, entonces metió la mano del brazo herido en el bolsillo del mono, sacó un rotulador permanente y escribió a toda prisa: «Asalto».

Pete asintió y de repente comenzó a señalar frenéticamente algo a sus espaldas, como si el mismísimo diablo estuviera detrás.

Sarah se volvió y se topó con dos hombres. Uno agarró el cañón del arma y se la quitó de las manos mientras el otro la sujetaba por el cuello y la empujaba contra el cristal. Pete y su equipo de informáticos se volvieron locos. Comenzaron a hacer airados gestos, a golpear el cristal y a amenazar a gritos. El hombre que había cogido el arma reparó en la manga cortada, en el cabestrillo y los restos de escayola del brazo herido. La golpeó en la parte superior del brazo, a la altura del hombro, y Sarah inmediatamente se derrumbó, transida de un dolor insoportable.

Peter Golding y los otros técnicos lo vieron y se lanzaron contra las puertas de cristal. Estaban desesperados por evitarle más dolor a la pequeña geóloga.

El hombre enmascarado enfundó su arma, se agachó, agarró a Sarah por el cuello del mono y la puso en pie.

—Esta es nuestra pequeña heroína del nivel 8.

El otro hombre dio un paso hacia atrás.

—Sin bajas, recuerda las órdenes.

—A no ser que sea en defensa propia —respondió el más bajo de los dos mientras levantaba el arma.

—Esta gente no sabe cuándo parar —dijo el más alto entre risas al ver la determinación con la que Sarah se resistía.

De repente, el asaltante enmascarado alzó la cabeza y Sarah notó cómo un líquido caliente le salpicaba el rostro. Escuchó una especie de chasquido y una bala atravesó el cráneo del hombre para chocar después contra el cristal del control de computación. Su compañero hizo ademán de volverse, pero dos proyectiles lo alcanzaron en la sien y el cuello. Al caer, se llevó a una sorprendida Sarah con él al suelo.

Pete y los técnicos del control de computación dejaron de golpear el cristal al verlo teñido por la sangre del primer hombre. Pete se quedó paralizado, aterrado ante la idea de que Sarah estuviera herida. Entonces levantó la vista hacia al oscuro pasillo, pero allí no vio nada.

Sarah intentó librarse de una patada del hombre que la tenía aprisionada mientras luchaba por hacerse con una de las armas que yacían en el suelo. Cuando por fin consiguió una, escuchó una voz reverberar desde la esquina del largo y oscuro pasillo.

—Sarita, siempre has sido muy peleona.

La voz era familiar. Sarah escrutó la oscuridad y apuntó con el arma automática hacia las tinieblas.

—No te lo aconsejo, al menos de momento —dijo la voz, como si estuviera regañando a una niña—. Dime, querida Sarah, ¿está Jack contigo?

Entonces, lo reconoció. Su mente se inundó de imágenes y sintió que los recuerdos la golpeaban como una ola de agua helada. El coronel Henri Farbeaux.

—Venga, te he salvado la vida. Creo que merezco una respuesta.

—Este no es tu estilo, Henri, a pesar de la extravagancia —repuso Sarah, que todavía luchaba por hacerse con el control del arma.

—Soy algo así como un culo de mal asiento. A pesar de que este asalto está bien planeado, me parece demasiado lío. Pero bueno, desconozco sus motivaciones y la verdad es que tampoco me importan. He venido en busca del hombre culpable de la muerte de mi mujer.

—¿De qué está hablando, coronel?

—Mi esposa jamás regresó de nuestra pequeña excursión al Amazonas. El mayor Jack es la razón.

Sarah intentó incorporarse, con el rostro descompuesto por el dolor.

—¿Y culpa al coronel?

—¿Coronel? ¿Coronel Collins? Ah, así que encima lo premian después de causarle la muerte a mi mujer en una laguna perdida en el fin del mundo. Esto se pone cada vez mejor, Sarita.

—Henri… Jack está… —Sarah perdió la voz por un momento—. Jack está muerto.

El coronel guardó silencio en el pasillo.

—Y no mató a Danielle, ni siquiera sabíamos que se había perdido. Jack Collins jamás lo habría permitido. Su intención era que saliera todo el mundo… incluido tú, Henri. —Sarah se revolvió e intentó ponerse en pie.

Escudriñó la oscuridad, pero no vio movimiento. Pensó en agacharse para coger las gafas, pero decidió que no valía la pena. Entonces, escuchó algo.

—Una pena. No creo que me estés mintiendo, veo en tu cara que eres sincera. Duele, ¿verdad?

Una sombra se apartó de la pared y Sarah distinguió la silueta de un hombre.

Todavía sostenía el arma a la altura de la cintura y apuntaba en esa dirección. Sarah bajó la vista hacia el pesado fusil que tenía en sus manos y lo tiró al suelo.

—Parte de mí murió con él aquel día. —Sarah observó el rostro del francés sin tan siquiera pestañear.

—Sí, eso es lo que tiene la pérdida —repuso. La miró a los ojos y finalmente bajó la pistola con silenciador—. Estás herida.

Sarah permaneció en silencio sin apartar la vista de su antiguo enemigo. Había perdido mucho peso y sus ojos mostraban sombras oscuras por encima y debajo de los párpados. Tuvo la sensación de que ya no se consideraba más que los demás. Ahora era un hombre roto, mental y físicamente. Parecía como si algo se escapara de él, como si fuera un globo deshinchado. Su odio y su deseo de venganza contra Jack habían desaparecido de repente. Su muerte le había devuelto la paz.

—Apártate, Sarah McIntire y te ayudaré a liberar a tus compañeros antes de que se hagan daño. Después me marcharé.

Sarah se volvió hacia Pete Golding, que tenía la frente ensangrentada y se masajeaba un hombro, mientras hacía gestos a los técnicos para que echaran abajo la puerta. Sarah negó con la cabeza. Pete era un genio de los ordenadores, pero en lo que se refería a rescates, dejaba mucho que desear.

Farbeaux se acercó a la geóloga y la miró durante un largo momento. Sus ojos se perdieron en los de Sarah como si contemplara a alguien a quien recordaba con cariño. Después, se agachó, recogió las gafas de visión nocturna, se las puso, alzó su arma y apuntó a las cerraduras de las puertas de cristal.

El ambiente comenzaba a relajarse cuando Farbeaux de repente se estremeció y se volvió de golpe. La pistola automática cayó de su mano, mientras con la otra se quitaba el enorme dardo que se le había clavado en la parte posterior del hombro. Miró a Sarah como si fuera la responsable, y sus piernas empezaron a vencerse. Ella intentó sostenerlo, pero finalmente se desplomó.

La geóloga alzó la vista y vio a veinte hombres acercándose. Varias linternas iluminaron a Farbeaux, tirado en el suelo. Los asaltantes se dispersaron y cubrieron la parte delantera del control de computación, donde Pete miraba petrificado a las cuatro personas que conformaban el centro del grupo: el director Compton, Virginia Pollock, Alice Hamilton y el senador Garrison Lee. No iban maniatados, pero todos contaban con escolta armada. Un hombre dio un paso al frente, apartándose del resto. Llevaba el rostro al descubierto y se había aflojado el chaleco antibalas, sin duda por cuestión de comodidad.

Sarah contempló cómo examinaba la escena que tenía ante sí. Sus ojos primero se posaron sobre los dos hombres muertos, y luego en el desvanecido Henri Farbeaux.

—Teniente, ¿estás bien? —preguntó Niles.

El hombre rápidamente alzó una mano y se volvió hacia Sarah.

—Silencio, por favor.

—Como siga cayendo gente, más le valdría dispararnos a todos —dijo Niles dando un paso al frente y apartándose de una sacudida la mano de uno de los asaltantes.

El hombre siguió mirando a Sarah con ojos fríos y oscuros.

—Esta viene con nosotros —dijo mientras hacía señas a uno de sus hombres para que se adelantara.

—Sarah, ¿estás herida? —preguntó Alice mientras agarraba al senador.

—Solo en mi orgullo —contestó, mientras la hacían girar bruscamente y le ataban las manos a la espalda con una brida. Sus ojos se encontraron con los de Pete Golding, que contemplaba toda la escena lleno de frustración desde el otro lado del cristal.

—¿No es ese…? ¿No es el coronel Farbeaux? —preguntó Compton.

Unas manos giraron bruscamente a Sarah para que pudiera ver al resto del grupo. Su rabia era evidente mientras sus ojos iban del hombre que tenía frente a ella al hombre que la había maniatado. El brazo y el hombro le dolían horriblemente, pero se zafó con una sacudida del hombre que la sujetaba.

—Sí.

—¿Forma… parte de esto?

Sarah pensó en decir algo sobre las intenciones del coronel, pero sabía que no tenía ningún sentido. Miró a Niles y negó con la cabeza.

—Ya conoces a Henri, siempre fue un oportunista. ¿Qué mejor forma de entrar en el complejo y robar que aprovechando el asalto ideado por otros? —Las últimas palabras las pronunció mirando al hombre alto directamente a los ojos.

—Debemos irnos. Tenemos que subir varios tramos de escaleras para llegar al hangar —dijo el intruso mientras empujaba con dureza a Sarah hacia el resto del grupo.

El hombre alto miró al francés tendido en el suelo y luego a los dos cuerpos que yacían junto a él. Después sacó una 9 mm de la funda que llevaba bajo el hombro, se acercó a Farbeaux y le puso el arma en la cabeza.

—A él se le aplican las mismas reglas. Si lo matas, nos matas —dijo Niles en un intento desesperado por evitar que lo ejecutaran. Despreciaba a aquel hombre, pero tampoco quería que lo asesinaran a sangre fría.

El líder del grupo asaltante cerró los ojos como si estuviera pensando. Después de un momento, se incorporó y guardó el arma. Ordenó a dos hombres que cogieran al coronel Farbeaux y después se volvió hacia Compton.

—Me estoy cansando de hacerle favores, señor director. Me llevaré a este individuo con nosotros solo para que responda por la muerte de mis hombres.

—Creía que la violencia y el asesinato no entraban dentro de sus órdenes —repuso Niles en tono desafiante.

—Sé adaptarme a las circunstancias, señor, y reaccionar dependiendo de la situación. No me ponga a prueba.

Alice agarró a Niles y le pidió que ayudara al senador a caminar. Al pasar por delante del líder del grupo asaltante, la directora adjunta Virginia Pollock le dedicó una mirada asesina. El hombre se limitó a sonreír mientras los demás eran conducidos hacia las escaleras.

La sede del Grupo Evento había caído en menos de veinticinco minutos.

Campo de tiro abandonado
Base de las Fuerzas Aéreas en Nellis

Everett, Mendenhall, Ryan, Rodríguez y un Jack Collins cada vez más espabilado se subieron al Black Hawk UH-60 que los esperaba en la pista militar del aeropuerto McCarran de Las Vegas. Everett estaba hablando por los auriculares con el oficial que pilotaba el gran helicóptero. Los demás observaban cómo su jefe negaba con la cabeza y le gritaba algo al micrófono. Ryan y Mendenhall intercambiaron miradas. El capitán se quitó los cascos, enfadado, y se retiró al compartimento trasero.

—Según parece, Nellis está en estado de alerta. Querían que volviéramos a McCarran, pero estamos esperando a que nos den luz verde para entrar por la puerta uno.

—¿Qué ocurre? —gritó Ryan.

—Unos misiles se acercan a esta zona, se desconoce su objetivo. Hace dos horas que siguen su trayectoria, avanzan en zigzag, como descontrolados, y ahora vienen hacia aquí. La zona de lanzamiento se localizó en la costa de Nueva Jersey… lo que significa que nuestros amigos quizá sean los responsables. Al menos son los candidatos más probables, por el momento. Además, todos los sistemas de búsqueda y radar, así como las comunicaciones, salvo las líneas fijas, han caído. Los sistemas de emergencia de Nellis comienzan a recuperarse.

Everett se volvió a Jack, que lo observaba mientras intentaba comprender qué estaba pasando. Everett le dio una palmada en la pierna.

—No te preocupes, colega. Sarah se va a llevar la sorpresa de su vida cuando vuelva de casa de su madre.

Collins sonrió sin muchas ganas y asintió. Aún se sentía confuso, pero desde que Carl y los otros habían comenzado a hablar con él en el vuelo de regreso, parecía que estaba recuperando la memoria en oleadas en lugar de con cuentagotas. El recuerdo más importante, que rescató primero del olvido, fue el de la muerte de Sarah, mientras la sostenía entre sus brazos en aguas del Mediterráneo. Le siguió una silenciosa oración de agradecimiento cuando Carl le sonrió y le aseguró que estaba viva. Todo lo demás quedó relegado mientras su cuerpo se relajaba ante la certeza de que la volvería a ver.

El Black Hawk se inclinó a un lado y puso rumbo al muelle. Carl se agarró con firmeza al asiento cuando el helicóptero giró y vio que el copiloto alzaba un pulgar desde el asiento de la derecha.

—Vale, nos han dado permiso para entrar.

Mientras el Black Hawk sobrevolaba el desierto a baja altura, algo en el radar sorprendió al piloto. Un misil había fijado su blanco en ellos. Lo primero que pensó fue que el ordenador había captado la estela de los Raptors F 22 que solían realizar patrullas de combate sobre la base aérea. Pero comenzó a preocuparse cuando el tono que escuchaba a través de los auriculares aumentó en volumen y se hizo más regular. Tiró de la palanca hacia sí, la inclinó luego a la derecha y el enorme helicóptero luchó por ganar altitud mientras giraba hacia ese lado. Por el rotor de cola comenzaron a salir reflectores antirradar y del estómago del helicóptero bengalas tan brillantes como el sol, todo en un intento por engañar al misil que los tenía en su punto de mira.

—Agarraos —gritó el comandante.

Everett se había sentado y se estaba abrochando el cinturón de seguridad cuando una repentina y cegadora explosión desgarró el costado del Black Hawk, arrojando metralla al enorme motor T700/CT7. Grandes fragmentos de metal al rojo cortaron las líneas de combustible, y el resto fue directo al rotor, donde arrancó pedazos de los bordes aerodinámicos de las palas. El gran helicóptero se inclinó hacia la derecha mucho más de lo que su piloto había pretendido mientras el copiloto gritaba que los estaban atacando y pedía ayuda por radio.

—¡Dios santo! —exclamó Ryan mientras se aferraba a la pared de aluminio de la cabina.

—Si esto lo estáis haciendo en mi honor, tengo que admitir que me habéis sorprendido —gritó Jack.

Con los rotores vibrando, el Black Hawk comenzó a dar sacudidas y a perder altura. Entonces, una de las cuatro palas salió disparada y el resto comenzó a deformarse debido al gran momento de torsión que el conjunto del rotor desequilibrado debía soportar.

—Oh, mierda —dijo Everett al ver que el suelo se aceraba a gran velocidad hacia ellos—. Agarraos fuerte, nos vamos a dar un buen golpe.

El Black Hawk tuvo suerte y cayó sobre el tejado semiderruido del hangar, también conocido como puerta 1. Recuperó altura, avanzó unos metros por el aire y volvió a golpear la tierra con la panza, ya sin los rotores. Se deslizó unos treinta metros sobre los arbustos del desierto de Nevada y después chocó contra una gran duna de arena que lo hizo elevarse en el aire de nuevo y voltearse hacia la izquierda, perdiendo en el camino el tren de aterrizaje. Por fin aterrizó de nuevo, esta vez de forma definitiva, con el motor derecho en llamas.

—¡Fuera de aquí! —gritó Everett mientras se desabrochaban los cinturones de seguridad y se ayudaban unos a otros debido a la posición en la que el helicóptero los había dejado al aterrizar sobre un costado.

Cuando Everett por fin consiguió alcanzar la salida, una mano tiró de él. Vio que se trataba de uno de los hombres de seguridad de la puerta 1, vestido con el traje de camuflaje del desierto. Al volverse a ayudar a los demás, escuchó varios golpes sordos al fondo del aparato.

—¡Eh, nos disparan! —dijo Mendenhall desde el interior.

Everett se dirigió al hombre de seguridad.

—¿Dónde coño está el resto del equipo?

—Fuera. Hace veinte minutos sufrimos un ataque; es como si en las instalaciones se hubiera desatado el infierno.

Ryan fue el último hombre en salir del aparato derribado. Everett, Rodríguez y Mendenhall ya habían sacado sus 9 mm y disparaban al hangar.

—Por si no lo sabías, capitán, nos superan en armamento —dijo Jack, mientras intentaba protegerse junto a Carl.

—No te has perdido nada. La historia de siempre, superados en hombres y armamento —respondió Carl mientras disparaba a la oscuridad. Entonces se volvió hacia el coronel—. Bienvenido a casa, Jack —dijo con una media sonrisa.

De repente el aire se llenó con un atronador zumbido. El sonido se parecía al de un Osprey V-22, pero con algunas diferencias. El ruido del motor recordaba más a un gemido.

—¿Es que ahora los marines también utilizan esta base? —preguntó Mendenhall sin dejar de disparar.

—Ojalá sean ellos —dijo Ryan, al que se le había atascado el arma.

Sin aviso previo, las luces del hangar se encendieron y saltaron las alarmas. Tuvieron que arrojar rápidamente las gafas de visión nocturna y llevarse las manos a los ojos ante el resplandor de los focos. Aun así vieron a casi cincuenta personas en el interior.

—Bueno, parece que alguien dentro del complejo ha decidido armar un poco de ruido —dijo Will, recargando la pistola.

Collins cogió unos prismáticos de la bolsa del hombre de seguridad con traje de camuflaje, se los llevó a los ojos y se elevó un poco por encima de la protección del helicóptero.

—Joder, cuento cuarenta, no, más de cincuenta de los malos… y… no, espera… alto el fuego, ¡alto el fuego, joder! —gritó Jack—. ¡Tienen rehenes! ¿Qué coño está pasando aquí? Maldita sea, tienen al director.

Everett le arrancó los prismáticos y echó un vistazo.

—Alice, el senador, Niles, Virginia… —Pero al reconocer a la otra persona que llevaban entre dos hombres vestidos con trajes negros de Nomex, se quedó sin palabras, se volvió y se resguardó de nuevo tras el fuselaje hasta acabar sentado.

El cielo sobre sus cabezas se estremeció con un destello de luz cuando un gran avión, de una clase que no habían visto nunca antes, los sobrevoló en dirección al viejo hangar y se detuvo delante. Era una aeronave desconocida de motor basculante. Luego fueron apareciendo más, hasta que la cuarta aterrizó frente al hangar. Grandes y de aspecto amenazador, los aviones tenían dos ruidosos motores de propulsión en lugar de los rotores del Osprey V-22 estadounidense. Al aterrizar, los motores giraron y se colocaron en posición de empuje, en lugar de proporcionarle elevación.

Mientras los miembros del equipo de seguridad del Grupo Evento contemplaban la escena, impotentes, el grupo hostil corrió con sus prisioneros hasta las rampas que habían bajado para ellos. Aquellos aviones de motores basculantes eran lo bastante grandes como para acomodarlos a todos sin problemas. En dos minutos, el avión pintado de negro reactivó sus motores, salió del hangar y en cinco segundos más, ya se encontraba en el aire. Primero avanzó a poca altura sobre el desierto, para ir subiendo despacio. Los demás corrieron hacia los aviones que tendrían asignados y desaparecieron en su interior. Everett estaba impresionado con la velocidad con que habían evacuado la zona. La extracción se había completado en menos de treinta segundos.

Mendenhall tiró de la manga de Everett y señaló hacia arriba. Dos Raptors F-22, los cazas más modernos de las fuerzas aéreas estadounidenses, atravesaron el cielo tras los aviones atacantes.

—Informe al operativo de la base de Nellis que solo deben observar, no atacar. Llevan rehenes a bordo —le dijo Carl a Ryan, que ya había empezado a informar por radio.

Hasta ellos llegó el sonido del postquemador de más cazas que despegaban de la base. Mendenhall contó diez en total, incluyendo a los dos que ya estaban persiguiendo a los atacantes.

Por fin Collins se desplomó sobre la arena y miró a Everett.

—¿Cómo lograron entrar y secuestrar a cuatro de nuestros superiores?

Carl no contestó al momento. En su lugar, miró a su amigo y esperó que Jack aceptara lo que estaba a punto de decir.

—Jack, se han llevado a más personas. —Miró a Ryan, que aún estaba hablando con el mando en Nellis—. Te juro que pensaba que estaba en casa, recuperándose —dijo por fin.

Jack no preguntó. Solo esperó.

—Sarah iba con ellos.

Collins bajó la vista al suelo, luego, lentamente se puso de pie, y se volvió hacia el este, la dirección que había tomado aquel extraño avión.

Ryan bajó la radio y Will Mendenhall apartó la vista del cielo y miró al coronel. Everett se puso en pie y contempló cómo Jack Collins comenzaba a caminar con determinación hacia el hangar ahora vacío. Los tres se dieron cuenta de que andaba sin la menor muestra de fatiga.

El asalto a la sede del Grupo Evento había despertado a un hombre que no estaba dispuesto a permitir que aquel ataque quedara impune.

Cuando los Raptors F-22 tomaron posición detrás de los cuatro aviones de aspecto aplanado, vieron que su velocidad había superado ya la del sonido, algo imposible en un avión con motores basculantes. Aun así, ahí estaban, sus instrumentos confirmaban que estaban llegando a mach 1,4.

Los detectores de los diez cazas de repente se iluminaron y comenzaron a hacer sonar sus alarmas en los auriculares de los pilotos.

Por encima de sus cabezas, los misiles lanzados desde la costa de Nueva Jersey dos horas antes y que habían volado en modo planeo desde entonces, de repente bajaron su redondeada nariz y se lanzaron a por los cazas que seguían a los extraños aviones a menor altura. De repente, su cobertura de resinas compuestas reforzadas se partió en tres y liberó diez misiles guiados por radar. Ahora, en lugar de seis misiles, los Raptors se enfrentaban a sesenta. La situación empeoró aún más cuando los pilotos de los cazas rompieron su formación y comenzaron a dispersarse, en un intento por esquivar los proyectiles. Las alarmas sonaron de nuevo y los cazas expulsaron contramedidas y bengalas con la esperanza de confundir el radar de los misiles. Los pilotos estadounidenses no podían creer que sus sigilosas aeronaves fueran tan fácilmente detectadas.

Los cazas aullaban de dos en dos en el cielo. Los turistas de paso por Las Vegas alzaron la vista al cielo cuando los aviones aceleraron al máximo y sus postquemadores entraron en acción en un intento por escapar de aquella emboscada. Los clientes de los hoteles más lujosos de la ciudad se maravillaron cuando vieron las llamaradas que salían de los Raptors, cada uno con siete misiles en cola.

La multitud que caminaba por la calle se estremeció cuando unos pequeños resplandores de repente se fundieron con las llamas de los tubos de escape de los aviones, y unas explosiones iluminaron la ya resplandeciente noche de Las Vegas. Contemplaron cómo dos de los cazas estadounidenses se lanzaban en picado y maniobraban para librarse de sus perseguidores. Los Raptors volaban tan bajo que una de las alas de material sintético atravesó el gran neón sobre la pirámide del Casino Luxor, arrojando cristal y metralla sobre la multitud congregada.

Otro caza fue alcanzado mientras intentaba realizar la misma maniobra que los dos anteriores, pero con peor suerte. El misil guiado por radar explotó justo cuando remontaba. La metralla atravesó el fuselaje, matando al piloto inmediatamente. Después, el avión sobrevoló el techo del antiguo hotel Flamingo y se estrelló contra un aparcamiento al otro lado de la calle.

En total, la emboscada ordenada y lanzada dos horas antes del asalto a la sede del Grupo Evento para cubrir la salida de los terroristas se había llevado la vida de cinco personas en la base y ocho en el aire.

Los cuatro aviones prosiguieron su camino sin que Estados Unidos realizara más acciones hostiles. Su destino: el golfo de México.