Carl Everett se encontraba en el aparcamiento de uno de los faros más famosos de Estados Unidos. Jason Ryan y Will Mendenhall estaban con él, uno a cada lado, esperando a que acudiera a la cita su misterioso interlocutor. Tras ellos había una gran limusina con el motor apagado y las luces encendidas. Llevaban allí treinta minutos, durante los cuales la niebla se fue haciendo cada vez más espesa. El único sonido que se percibía a través del manto blanco era el de los barcos y el triste tañer de sus campanas.
—Maldito FBI, ¿cómo van a tender una trampa a una organización de la que no saben absolutamente nada? —murmuró Everett, sin apartar los ojos de la costa.
—El director Compton debió actuar sin comunicárselo al presidente —dijo Ryan, mirando hacia su derecha donde, tirado tras un gran arbusto, se ocultaba el agente del grupo contraterrorista del FBI más cercano. Para aquella emboscada se habían solicitado los servicios del equipo de Rescate de Rehenes de Quantico, y varios agentes yacían medio enterrados entre las ásperas arenas del cabo.
Everett se volvió, le echó un vistazo al teniente de la marina y resopló.
—A algunas personas les gusta hacer las cosas según el manual, Ryan, aunque tú no lo entiendas.
—Compton ha tirado ese manual por la ventana en más de una ocasión —repuso Ryan.
Everett no respondió. Se limitó a apretar los labios y a subirse el cuello de la chaqueta.
Mendenhall consultó su reloj y se volvió hacia la limusina, donde faltaba un importante elemento: el director Compton. Después hizo lo posible para distinguir algo en la niebla que se arremolinaba frente a él. Se sentía incómodo. Sin querer, se frotó la herida del brazo, preguntándose si el anillo del anciano que había conocido aquella tarde le habría provocado una infección.
—Vale, ¿en qué estás pensando, Will? —preguntó Carl, al darse cuenta de que aquella era la décima vez que Mendenhall se volvía para mirar atrás.
—Tengo la sensación de que aquí hay alguien más, detrás de nosotros. No he dejado de pensar en ello desde que llegamos.
—Claro que hay gente detrás de nosotros, los del FBI, y con un montón de armas —dijo Ryan.
—Empiezo a pensar que al final se te pegó algo de Jack, teniente. Te contaré un pequeño secreto: a mí me pasa igual. —Carl se volvió y miró a Jason Ryan—. Y no son los del FBI. Quienquiera que sea, se esconde mucho mejor que ellos.
Ryan también se giró y miró a Mendenhall, que alzó las cejas como para decir, ¿lo ves?
—Bueno —dijo Ryan, consultando también su reloj—, nuestros ecoterroristas llegan oficialmente tarde. Ya son las 0200 y…
De repente una ola más grande de lo normal rompió contra las rocas y la playa con tal fuerza que el agua del mar llegó hasta el aparcamiento y les bañó los pies. El mar se retiró y las olas recuperaron su tamaño habitual.
—Eh, vosotros sois de la marina, ¿es esto normal? O sea, ¿es que está subiendo la marea, o se trataba de una ola solitaria? —preguntó Mendenhall mientras se sacudía el agua de los pies.
—Ves demasiado el Discovery Channel, Will —dijo Everett mientras contemplaba la niebla frente a él, consciente de que ya no esperaban a nadie.
El capitán se llevó las manos a la espalda y las metió debajo de su chaqueta de nailon. Sintió la 9 mm automática, la cargó, le quitó el seguro y volvió a sacar las manos.
Ryan y Mendenhall hicieron lo mismo.
Carl activó con un comando de voz el micrófono que llevaba instalado en el reloj de pulsera.
—A todas las unidades y posiciones, tenemos movimiento en el mar. Manténganse a la espera. La niebla dificulta la visión, así que aguanten en sus puestos.
La niebla se retorcía y arremolinaba a su alrededor. Carl echó un vistazo a la limusina aparcada a unos pocos metros. El manto blanco debería bastar para ocultar el hecho de que en realidad, Niles Compton estaba a más de tres mil kilómetros, en Nevada.
—¡Ah, los de la playa!
La voz procedía de un megáfono. Everett no pudo distinguir de dónde por la densidad de la niebla.
—A todas las unidades, tenemos contacto por voz. Solo por voz, de momento. Permanezcan en sus posiciones —dijo Everett. Dio tres pasos hacia el agua, mientras con una mano les indicaba a Ryan y Mendenhall que no se movieran—. ¡Ah, los del buque! Soy el capitán Everett, de la marina de Estados Unidos. Identifíquese.
—Avance hasta el borde del agua con el señor Niles Compton, por favor.
Everett se giró y miró a Jason y Will por un momento, después se volvió hacia el mar envuelto en niebla.
—No es así como vamos a jugar esta partida. El señor Compton permanecerá donde está, detrás de mí, hasta que yo quede satisfecho con la situación y su seguridad esté garantizada.
—Le aseguro, capitán, que no estamos aquí para jugar a nada. Sin embargo, le tomo la palabra como oficial de la armada estadounidense; nos acercaremos a la playa.
Everett esperaba que el agente especial del FBI al mando hubiera oído la respuesta de sus invitados. Carl podía sentir las quince armas de los agentes ocultos, listas para disparar.
Entonces escuchó el sonido de una embarcación abriéndose paso en el agua y divisó su silueta en el mar. Era como una lancha Zodiac, pero más grande. Al acercarse, pudo distinguir solo dos figuras. Se arrimó a la orilla prácticamente en silencio, esquivando por poco las enormes rocas que sobresalían del agua. Everett no escuchó el sonido de ningún motor, así que supuso que utilizarían algún un tipo de propulsión silenciosa. Un hombre alto salto rápida y ágilmente de la Zodiac y se quedó mirando a los tres soldados.
—Capitán, estoy aquí para intercambiar a uno de sus agentes por el señor Compton. ¿Podemos verlo, por favor?
Everett vio que el hombre iba vestido con un mono parecido al que solía llevar el personal militar en las instalaciones del Grupo Evento. Llevaba varios galones y condecoraciones en las mangas y hombros, y algo en el cuello evidenciaba algún tipo de rango, pero su visión no daba para más.
—El nombre de su buque, señor —solicitó Everett.
El hombre miró al suelo y negó con la cabeza.
—Esa pregunta no la puedo contestar yo, capitán, pero baste con decir que sabrá todo lo que necesite cuando el señor Compton regrese a su base bajo el desierto.
—Parece que están bien informados —le susurró Ryan a Mendenhall.
—Bien, el señor Compton, por favor, capitán.
Everett sabía que tenía que representar su papel. El francotirador del faro derribaría al hombre que estaba junto al bote. La idea era herirlo, y un equipo de dos agentes que aguardaban en el agua se llevaría al rehén. Solo había un hombre, así que tomar un prisionero ya no era una opción. Se sentía como un tramposo, pero el presidente había dado una orden, y daba igual que le disgustara, su deber era cumplirla. Alzó la muñeca hacia su boca.
—Equipo uno, adelante. —Cerró los ojos, esperando el disparo que señalaría el inicio de la operación de rescate.
El hombre frente a él soltó una carcajada. Se volvió hacia el bote, tiró del hombre sentado para que se pusiera en pie y lo ayudó a sortear el borde de la embarcación.
Everett sacó su arma y apuntó al desconocido. Will y Ryan hicieron lo mismo. El hecho de tener tres pistolas apuntándolo no pareció afectarle. Miró con tranquilidad a los tres miembros de seguridad del Grupo Evento mientras ayudaba al rehén a que pusiera pie en tierra.
—Será mejor que avise a la unidad de rescate otra vez, capitán.
Everett supo entonces que aunque el hombre le había asegurado que no le gustaban los juegos, a él le acababan de jugar una buena. Bajó el arma.
Un silbido atravesó la niebla a sus espaldas. Después, algo se precipitó con un susurro desde lo alto del faro para caer a la arena, a los pies de Everett. El capitán se apartó y vio que era un chaleco antibalas de los que había visto ponerse al equipo del FBI.
Ryan se volvió al oír algo detrás. Inmediatamente, varios puntos rojos adornaron su chaleco antibalas. Al alzar los ojos, vio sombras negras acercándose entre los jirones de niebla, cada una armada con un fusil con visión láser. Algunos apuntaban a Ryan, pero casi todos se centraban en las espaldas de Mendenhall y Everett.
—Capitán, tenemos compañía.
Sin girarse, Everett guardó su 9 mm en la funda de la cintura y la tapó con la chaqueta. Estaba claro que habían caído en la trampa que habían preparado para los otros. Escuchó las pisadas de los catorce miembros de la unidad de rescate del FBI mientras cincuenta hombres vestidos con trajes de buzo negros los sacaban a empujones de la niebla.
—Decepcionante, pero previsible, capitán. —El hombre miró a su alrededor mientras la niebla comenzaba a levantar—. La unidad del FBI está intacta. Un poco avergonzada, quizá, pero ya lo superarán.
—No pensarían que los íbamos a tratar como a gente de fiar, ¿verdad? Sus acciones contra buques indefensos e instalaciones civiles hablan por sí solas.
—Comprendemos que actúan siguiendo las órdenes de su presidente, capitán. Sabíamos que no se arriesgaría a perder al señor Compton. En cuanto a los ataques, fueron actos de guerra, señor, y usted mejor que nadie debería reconocerlos. Bien, han jugado una mano perdedora en este intento de engaño con el FBI.
—El presidente siempre tiene en mente los intereses del país y jamás…
—Sin embargo —lo interrumpió el hombre—, nosotros vamos a mantener nuestro trato y liberaremos a un miembro de su grupo para mostrar nuevamente nuestra buena voluntad. No decepcione a mi capitana de nuevo, o el pueblo americano sufrirá sin medida. Por favor, se lo imploro; el señor Compton, y cualquier miembro de su equipo que él estime conveniente, deberá acudir al aeropuerto McCarran, en Las Vegas, dentro de tres días. Su transporte estará en la puerta chárter cinco a las diez de la mañana. No más juegos, capitán.
De repente el hombre soltó al rehén, y regresó al bote, en el que se alejó, sumido de nuevo en la niebla.
El hombre encapuchado cayó de rodillas al agua y pequeñas olas comenzaron a romper contra sus muslos. Carl se volvió rápidamente y se dio cuenta de que el equipo de buzos también se había desvanecido. La unidad de rescate del FBI seguía allí, con todos sus miembros amordazados y arrodillados en la arena.
Everett corrió hacia el agua para ayudar al desconocido a incorporarse. Al tocarlo, notó la envergadura y su tono muscular bajo el mono oscuro y supo que se trababa de un hombre. Una capucha negra le cubría la cabeza y parecía débil, pues le costaba mantenerse en pie. Everett lo condujo hacia la limusina negra, le quitó la capucha y, sin mirarlo, lo empujó rápidamente hacia el asiento de atrás mientras le decía al sargento Rodríguez que lo vigilara. Luego salió de nuevo para ayudar a los agentes.
Mientras Everett cortaba las bridas de plástico de uno de ellos, se volvió y miró el mar, semioculto por en la niebla. Con la excepción de las olas, todo permanecía en silencio.
Al retomar de nuevo la tarea de liberar a los agentes, Everett escuchó una fuerte explosión en el agua. Cuando se volvió hacia el sonido, se quedó petrificado. Vio, a través de los últimos jirones de niebla, la parte superior del timón de un submarino sumergirse bajo las olas. Se estiró todo lo que pudo y logró apreciar que el timón medía al menos tres pisos de altura y tenía un diseño aerodinámico, como de aleta de tiburón. Observó cómo desaparecía al tiempo que el increíble buque al que pertenecía desplazaba varios miles de toneladas de agua en su camino hacia zonas más profundas.
—El hijo de puta debió de llegar mucho antes que nosotros. —Ryan no alzó la vista mientras liberaba al último de los agentes y por tanto se perdió la imponente visión que había dejado a Everett paralizado. Ni siquiera miró hacia el mar cuando otra ola gigante chocó de nuevo contra la costa.
El capitán se disponía a regresar al coche cuando un hombre bajito con una cazadora del FBI le salió al paso. A su lado estaba el francotirador del faro. Reconoció al agente al mando.
—No me han dicho quiénes sois, pero esta pequeña reunión ha salido mal y ha sido por vuestra culpa. Esa gente sabía que íbamos a estar aquí. ¿Lo puede explicar? —El agente cometió el error de agarrar a Carl del brazo.
Ryan y Mendenhall reaccionaron de manera inmediata apartando al agente antes de que el capitán tuviera tiempo de hacer nada. Habían visto a Carl en acción antes, y sabían que, a veces, actuaba primero y pensaba después.
—Quítenme las manos de encima. Quiero una respuesta —dijo el agente, mirando a Will y luego a Ryan.
—Oiga, no sabemos si hubo chivatazo o no. Quizá lo tenían todo preparado desde el principio. Ellos fueron los que eligieron el sitio, no nosotros —repuso Ryan mientras echaba a un lado al agente.
—Putos aficionados —refunfuñó el hombre mientras se quitaba de encima las manos de Ryan y se volvía hacia sus hombres.
—Tiene razón, alguien les dijo que el FBI estaría aquí. —Everett intentó calmarse. Sabía que el agente al mando solo estaba enfadado porque su equipo había corrido un grave peligro, además de quedar en evidencia, y todo porque alguien del Grupo no había sabido mantener la boca cerrada.
—Quienquiera que sea el que está jugando con nosotros, ha estado a punto de ser el responsable de la muerte de mucha gente esta noche —dijo Mendenhall mientras contemplaba cómo unos agentes furiosos del FBI se alejaban de la playa en grupo.
—Vámonos de aquí —ordenó Everett mientras echaba un último vistazo al Atlántico, donde la visión de lo que podía haber pasado acaparaba sus pensamientos.
Los tres hombres caminaron hacia la limusina. El sargento Rodríguez estaba arrodillado frente a la puerta abierta del asiento trasero.
—¿Cómo está nuestro invitado, sargento? —preguntó Mendenhall mientras se acercaban. Rodríguez se apartó del coche y se volvió hacia los tres hombres, negando con la cabeza.
—No os lo vais a creer —dijo mirándolos a la cara mientras les dejaba vía libre.
Dentro de la limusina, las luces del techo estaban encendidas. Había un hombre grande en el asiento trasero, con la cabeza hacia atrás y el rostro vuelto hacia la otra ventanilla. Everett se asomó a la puerta, se inclinó y le tocó la pierna.
—¿Cómo se encuentra?
El hombre volvió el rostro lentamente. Everett, que estaba de pie sobre las puntas de los pies, casi pierde el equilibrio al reconocerlo. Tenía una barba de seis semanas, estaba pálido bajo la luz artificial del coche, y tenía los ojos inyectados en sangre, pero el capitán habría reconocido a aquel hombre en cualquier lugar y en cualquier condición.
—¡Joder, sí que eres un hijo de puta difícil de matar!
Ryan y Mendenhall intercambiaron miradas de extrañeza mientras Everett sacaba al hombre del coche y lo abrazaba.
—¡Jack!
Carl apartó un poco al coronel Jack Collins mientras Ryan y Mendenhall se unían a él en una escena de película que ninguno de ellos habría podido imaginar.
Jack pestañeó con fuerza e intentó fijarse en los rostros que tenía ante sí. Aunque llevaba el pelo peinado hacia atrás y más largo de lo habitual, los ojos eran los de Everett. A continuación miró a Ryan y a Will. Sus labios se movieron, pero no logró pronunciar palabra.
—¡Jack! —dijo Carl, cogiéndolo de los hombros y sacudiéndolo ligeramente hasta que su mirada volvió a centrarse en él.
—El mar —murmuró Jack, mirando a los ojos a Carl. Después su expresión cambió y echó un vistazo a su alrededor—. Me dijeron que estaba muerto. —De repente se volvió hacia Everett de nuevo.
—¿Cómo es que estás vivo? —preguntó Will, tragando saliva.
—Joder, esa gente debió de estar allí —respondió Everett, y se volvió hacia Mendenhall—. Lo salvaron, lo sacaron del agua —añadió riendo por primera vez en semanas—. Oh, no, no estás muerto, Jack, has vuelto a casa. —Intentó que el coronel se volviera hacia la puerta abierta del coche, pero este se soltó y miró a Everett.
—El mar —dijo de nuevo, cerrando los ojos y balanceándose. Carl intentó estabilizarlo. Cuando el mareo pasó, pudo fijarse de nuevo en los tres hombres, después centró la mirada en Everett y entornó un poco los ojos.
—Señor… Everett.
—El mismo, Jack. Will y Jason están aquí también.
Jack observó a los dos oficiales que rodeaban al capitán.
—Will, Ryan… intenté agarrarme… y…
—¿Agarrarte a qué, coronel? —preguntó Mendenhall. Aquello le daba un poco de grima, era como hablar con un fantasma.
Jack dio un paso hacia atrás hasta que se sentó en la parte trasera de la limusina y bajó la cabeza. Parecía como si intentara recordar algo. Después, alzó la mirada lentamente hacia los rostros que lo contemplaban con expectación.
—Sarah. —Ese único nombre salido de sus labios lo explicaba todo. Los tres soldados intercambiaron miradas—. ¿Está muerta? Le dispararon —afirmó como si su mundo se hubiera desmoronado, como si su pérdida fuera culpa suya.
Everett se arrodilló frente a la puerta abierta y le puso una mano sobre la pierna. Intento sonreír, pero no lo consiguió.
—Vamos a casa, colega. Tenemos que explicarte muchas cosas.
La sala de control estaba a oscuras y los hombres y mujeres permanecían en silencio como muestra de respeto ante el lúgubre ambiente que se respiraba en el gran buque. En la superficie, el mástil de radar y las antenas rompían la limpia silueta de un mar en calma, abriéndose paso como una afilada guadaña en un campo de trigo, su diseño silencioso interrumpido por cerrados ángulos.
—No hay contacto por aire ni por mar de momento, capitana. El sonar informa de la huella de tres submarinos clase Los Ángeles y un Virginia cerca, pero no son amenazas inminentes. No nos pueden detectar. Nos movemos en modo silencioso.
En la oscurecida plataforma, en el centro de la sala de control, la capitana asintió con la cabeza y señaló con un gesto el puesto de armamento.
El primer oficial se acercó y se inclinó sobre la capitana. Miró a su alrededor y le dijo en un susurro:
—Capitana, sabe que jamás he cuestionado sus órdenes.
La capitana sonrió y bajó la vista hacia el hombre que conocía desde que era una niña.
—Sospecho que está a punto de romper con esa costumbre.
—Señora, el plan era plantear un ultimátum a todos los países antes de iniciar los ataques. —Miró a su alrededor una vez más para asegurarse de que todo el mundo estaba concentrado en lo suyo—. Ya hemos hundido cuatro buques y atacado dos naciones. ¿Para qué acelerar la ofensiva antes de que esos países conozcan nuestros motivos? Usted no es de las que…
La capitana bajó la vista y sus brillantes ojos azules, dilatados como estaban, dejaron sin palabras al primer oficial.
—Mis disculpas, capitana, yo…
—¿Alguna otra preocupación, James?
—¿Por qué se empeña en subir a desconocidos al buque? Conseguimos nuestro objetivo con el ataque a sus instalaciones.
—Necesitamos saber exactamente que sabe esa gente de nosotros.
—Capitana, nuestro contacto dentro del Grupo asegura que no tienen nada. El sargento Tyler y su departamento de Seguridad ponen el grito en el cielo por los riesgos innecesarios que usted está…
La penetrante mirada de la capitana recayó de nuevo sobre el primer oficial, que solo pudo asentir con la cabeza.
—James, el plan para alejar a los jefes de seguridad de sus puestos ha funcionado. —Recorrió con la mirada la sala de control y vio que sus marineros seguían ocupados haciendo su trabajo. Solo la suboficial contadora de navío Alvera se había vuelto para observar a la capitana—. Ahora será más fácil conseguir que la gente que necesito suba al buque con el menor derramamiento de sangre posible; ¿no es eso lo que quería?
—Sí, señora, es solo que…
—Los tubos verticales del seis al doce están inundados, los misiles están listos —anunció el especialista en armamento.
—Capitana, todo el personal está listo para el lanzamiento —dijo el primer oficial después de que el especialista lo interrumpiera. Se apartó de la plataforma y examinó la imagen holográfica que tenía frente a él.
La capitana dio su aprobación con un movimiento de cabeza y cerró los ojos.
—Preparados todos para lanzamiento vertical. Tubos seis al doce, operación Tapadera Cuatro iniciada. Navegación, una vez que los tubos estén vacíos, sumerja el buque a mil doscientos metros de profundidad a velocidad de flanco, después ponga rumbo al sur a setenta y cinco nudos. Llegaremos a la base en el golfo antes del amanecer.
—Sí, señor —respondieron navegación y armamento desde sus puestos.
—¿Permiso para lanzar misiles, capitana? —preguntó el primer oficial, observando la figura que permanecía quieta en su silla. Que no hablara era una mala señal, sabía que padecía fuertes migrañas desde hacía varias semanas.
Una vez más, solo hizo un leve movimiento de cabeza desde su puesto en la plataforma.
—Oficial de armamento, lance tubos verticales del seis al doce en orden numérico —ordenó el primer oficial, sin dejar de mirar a la capitana con expresión preocupada.
A treinta metros de la aerodinámica torreta, seis de los cuarenta y seis tubos verticales de lanzamiento se abrieron al mar. De repente, unas enormes explosiones de agua expulsaron seis misiles negros, de cinco metros de largo y sin alas para maniobrar. Una vez en el aire y lejos del agua, sus potentes motores se encendieron y les hicieron ganar altura con rapidez. Una vez alcanzados los seis mil metros de altitud, comenzaron a girar lentamente hacia el oeste, para después recuperar velocidad y seguir subiendo. Pronto multiplicarían por tres la velocidad del sonido en su camino hacia el interior de Estados Unidos.
Abajo, en las profundidades del mar, el gigantesco submarino se sumergía a una asombrosa velocidad, alcanzando los setenta nudos. Después, inclinó el morro y bajó todavía más, sumergiéndose donde ningún submarino de la marina estadounidense podría seguirlo.
El gran buque fijó rumbo al sur, hacia el golfo de México, para completar la segunda parte de la operación Tapadera Cuatro.
Veintidós estaciones de radar, varios buques de guerra, el mando espacial de la Fuerza Aérea y varios satélites avisaron de un ataque masivo sobre Estados Unidos. Poco después, más de un centenar de cazas de la costa este y el medio-oeste despegaron para perseguir y destruir lo que parecían misiles crucero, mientras estos proseguían su avance hacia el oeste.