Más de dos años en las tinieblas. Roderick Deveroux permanecía preso en el castillo de If desde el golpe de Estado de Napoleón de 1799. El motivo, negarse a revelar los secretos de sus mágicos y misteriosos diseños para la guerra en el mar. Sin un juicio, sin tan siquiera una palabra de sus captores o sus carceleros, fue arrojado a las mazmorras del viejo castillo con otros supuestos enemigos de Francia. De la suerte que corrieron su joven esposa o su padre nada sabía, como tampoco de lo que le depararía el futuro.
Hacía ya muchos meses, el nuevo emperador en persona había suplicado a Deveroux que le entregara sus diseños, sus dibujos y sus cálculos matemáticos para usarlos en sus buques más modernos. El emperador primero se los pidió, luego le rogó y finalmente lo amenazó, pero Deveroux se negó a entregar a aquel pequeño energúmeno lo que tanto deseaba: los planos de un buque a motor capaz de hacer desaparecer de la superficie de los océanos a la implacable Armada británica, la más poderosa del mundo.
Con la espalda apoyada contra la fría pared de su celda, Deveroux escuchaba cómo las olas del mar rompían contra las rocas de la pequeña isla. Sabía que los muros de aquella prisión acabarían por volverlo loco.
Alguien hizo pasar un plato oxidado con su ración diaria de carne y pan a través de una pequeña ranura en la base de la puerta de su celda. La carne era buena, estaba sabrosa y tierna. Napoleón no tenía intención de que su preciado prisionero muriera por malnutrición antes de conseguir aquello que lo convertiría en el hombre más poderoso del mundo.
La hora de la comida se desarrollaba siempre de la misma manera. Él esperaba a que el guardia de la prisión cerrara la trampilla antes de moverse. Sin embargo, en esta ocasión, la ranura se mantuvo abierta. Los ojos de Deveroux se posaron sobre la puerta y la estática sombra que se ocultaba detrás.
—Señor, tengo noticias del exterior. Quizá, después de oírlas, decida darle al emperador lo que tanto desea.
Deveroux no se movió de su húmeda esquina cubierta de musgo. Observó y esperó.
—Su padre ha sido ajusticiado por sus inclinaciones monárquicas. La ejecución ha tenido lugar en París y ha sido pública.
Deveroux bajó la cabeza e intentó recordar las facciones de su padre, pero no lo consiguió. Quiso tragar saliva, pero se le había cerrado la garganta. Sus ojos se llenaron de lágrimas, se llevó una mano al rostro barbado, se tapó la boca y se mordió el labio para que los guardias no escucharan la manifestación de su dolor. La idea cobró vida rápidamente en su mente y la pregunta se escapó de sus labios sin poder detenerla.
—Mi… mi mujer, ¿ella también…? —Eran las primeras palabras que pronunciaba en seis meses. Su voz sonó ronca.
—¿Su mujer? Será idiota. Se suicidó hace ya mucho tiempo porque no podía soportar la vergüenza de tu traición.
Deveroux quería gritar, pero no iba a darles la satisfacción de verlo desmoronarse. En su lugar, se volvió a morder el labio inferior hasta hacerse sangre y después ocultó el rostro en sus manos. Entonces lo recordó: Me dijeron que murió con mi hijo en su vientre.
El camino que debía seguir ya estaba trazado. Prefería morir antes que seguir viviendo sin su familia. Sus lágrimas empezaron a secarse y notó como si le ardieran los ojos. Gruñó para indicarle al guardia que lo había escuchado. Después, rodó hacia un lado y lentamente, con cuidado, se acercó el plato de comida. Con un rápido movimiento arrojó la carne y el pan, y tanteó el áspero borde del plato de latón en la oscuridad. Temía no encontrar lo que estaba buscando, pero entonces, sus dedos temblorosos lo detectaron: el filo consecuencia del desgaste del borde exterior de la vajilla.
—¿El nuevo emperador sigue interesado en mis… conocimientos? —preguntó.
—¿Interesado? Los exige, idiota —contestó la voz desde el otro lado de la puerta.
Con manos temblorosas deslizó una vez más el dedo sobre el borde afilado del plato y notó con satisfacción que le cortaba la carne.
Deveroux se acercó a la puerta de hierro, alzó el plato y lo presionó contra la zona que sabía proporcionaría suficiente sangre para convencer al capitán de la guardia. Con una mueca de dolor, se pasó el borde del plato sobre el enredado pelo, creando un profundo surco que le cruzó el cráneo. Pronto sintió con satisfacción que la sangre comenzaba a cubrirle la frente. Aun así, hundió más el filo de latón. Tenía que haber suficiente sangre para hacer creer a sus captores que el prisionero estrella de Napoleón estaba intentando hacer lo impensable.
Cuando se apartó el plato de la cabeza, vio que la sangre no solo fluía, sino que había comenzado a salir como un surtidor, como si hubiera seccionado alguna vena. Se aferró al plato, que cogió por el lado opuesto al filo, y se tumbó junto a la ranura de la comida. Dejó que la sangre salpicara la puerta de hierro, y luego suspiró y comenzó a gemir como si se estuviera asfixiando. Extendió la mano que le quedaba libre y chapoteó en el creciente charco de sangre para asegurarse de que el líquido rojo llegaba al pasillo, al otro lado de la puerta.
—¿Pero qué…?
—Es sangre, capitán, el idiota se habrá rebanado el pescuezo.
El capitán de la guardia hizo exactamente lo que Deveroux esperaba: le entró el pánico al pensar que podría perder al prisionero. ¿Cómo le explicaría algo así al emperador?
El cautivo escuchó cómo el otro hombre sacaba las llaves e intentaba abrir la puerta. Aquí estaba por fin, había llegado el momento de su muerte.
Nunca había pensado en escapar, pero tampoco tenía valor para acabar con su vida, de modo que los obligaría a hacerlo por él. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su castigado rostro.
—¡Rápido, idiota, o se desangrará!
Por fin, el prisionero escuchó que la llave entraba en la oxidada cerradura. Después distinguió el ronco sonido del pestillo al girar, el susurro del pasador al deslizarse y los esfuerzos del hombre por abrir la puerta. La primera bocanada de aire fresco en dos años le golpeó la cara y la aspiró con avidez, preparándose, haciendo acopio de todas sus fuerzas para los siguientes segundos, los últimos de su vida. Entreabrió los ojos e inmediatamente sintió una punzada de dolor ante la claridad del corredor iluminado con velas.
Notó que unas manos lo hacían girar hasta tumbarlo bocarriba y, antes de que el guardia tuviera tiempo de reaccionar, Deveroux blandió el plato con toda la fuerza que sus atrofiados músculos le proporcionaron. El aguzado borde entró en contacto con el cuello del carcelero.
El capitán ahogó un grito al ver que el prisionero hería al guardia en el cuello mientras este le daba la vuelta. Se apartó y comenzó a gritar para pedir ayuda, pero Deveroux le lanzó una patada con los pies descalzos que alcanzó al joven oficial en la rodilla izquierda. El golpe lo desestabilizó y lo hizo caer al tosco suelo de piedra. Antes de que el capitán pudiera recuperarse del ataque, el prisionero se encaramó sobre su espalda a ciegas y lo golpeó con el borde del plato en la nuca hasta dejar el utensilio profundamente hundido en su cráneo.
Deveroux estaba llorando cuando se apartó del capitán. Permaneció inmóvil, atento a las pisadas que señalarían que había llegado su hora. Mientras intentaba serenar su respiración, abrió los ojos a la claridad de las velas. El dolor poco a poco se fue disipando al fijar la mirada en la oscura y lejana pared. Tragó saliva e intentó dejar de llorar, pero se vio incapaz. Entonces se propuso tocar el frío suelo de piedra sobre el que descansaba para asegurarse de que aquello era real; pero en lugar del suelo, su mano se topó con las llaves del guardia que en aquellos momentos agonizaba entre estertores.
Agarró el gran juego de llaves con ambas manos y se las llevó al pecho. Miró a su alrededor y contempló el resto de celdas. Se preguntó si todas estarían llenas de la crueldad y la brutalidad que él había vivido durante aquellos dos últimos años. ¿Había detrás de cada una de aquellas puertas un hombre al que le hubiesen prodigado el mismo terrible tratamiento que a él? Se negó a pensar más en aquello y se incorporó sobre sus rodillas. El charco de sangre del capitán se había extendido rápidamente por las losas de piedra que cubrían el suelo de la galería. Se tambaleó al ponerse en pie y tuvo que apoyarse en la pared para no caer. La cabeza le daba vueltas, sintió una arcada y una bocanada de bilis salió de su cuerpo como el agua de un géiser. Dio unos pasos vacilantes, se cayó, se incorporó de nuevo y, siguiendo la pared, avanzó hasta dar con las escaleras que conducían hacia el piso superior.
Subió lentamente los escalones de piedra, convencido de que pronto alguien, algún otro guardia, descubriría los cadáveres de sus compañeros. Siguió subiendo con las llaves pegadas al pecho, como si fueran el crucifijo de su mujer.
Escuchó algo y se detuvo. Una puerta, de hierro por el sonido, se había abierto. Al intentar discernir algo en la oscuridad que se abría ante él, le pareció distinguir un mal iluminado pasillo que giraba a la derecha en el siguiente nivel. Escuchó a unos hombres y supuso que estarían unos dos pisos por encima. Sin temer a la muerte, Deveroux prosiguió su avance. Entonces lo sintió. Lo único que lo había mantenido con vida durante aquellos dos años había sido aquel olor. El mar. Ahora podía escuchar el romper de las olas como nunca antes. Continuó su progresión tras alcanzar la escalera del siguiente nivel. Después escuchó gritos, como si lo hubieran visto desde arriba.
—¡Alto!
Deveroux oyó la orden y distinguió los rápidos pasos de varios guardias, pero siguió avanzando, dando tumbos hacia el sonido y el olor. Se cayó; sollozó; angustiado porque sus piernas no le obedecían. Por fin, vio una puerta a través de las lágrimas. Era de madera, no de hierro. Con las pisadas sonando cada vez más cerca, ahora en su mismo nivel de la fortaleza, se puso de pie y tiró del pestillo. La puerta se abrió y le cegó la brillante luz del sol poniente que parecía arder justo detrás de una ventana abierta.
Varias mujeres ahogaron un grito y una chilló cuando lo vieron cruzar a tientas la puerta que daba paso a la cocina. Los aromas de los guisos de carne, pescado y ajo ocultaban ahora el olor a mar. De forma errática se abrió paso hacia el aire fresco que entraba por la ventana abierta. Más gritos y luego el sonido de la puerta abriéndose y hombres entrando a la carrera.
Con un ímpetu que no sabía que aún le quedara, Deveroux corrió hacia la ventana abierta. El mar se extendía ante sus ojos doloridos y llorosos. Aquellos hombres no podrían evitar que se arrojara al mar, a los brazos de la muerte que lo aguardaba en su seno. Al sentir que alguien lo agarraba por la podrida camisa, saltó.
El guardia corrió a la gran ventana al oír gritar a una mujer y vio al delgado prisionero sumergirse entre las rocas, en un mar que rompía contra la costa cuarenta y cinco metros más abajo.
Al prisionero de Napoleón no le importaba que el océano azul reclamara su cuerpo. La violenta caricia del agua lo aturdió al caer desde tanta altura. Abrió los ojos bajo el salado elemento y vio que las olas lo estaban llevando hacia las dentadas rocas que formaban la mole de la isla sobre la que se levantaba el castillo de If. ¿Ahogarse o morir golpeado contra las rocas? Le daba igual, lo que realmente lo aterrorizaba era que los guardias, que estarían de camino para recuperar su cuerpo, lo salvaran de la muerte.
Con esa idea en mente, Deveroux supo lo que tenía que hacer. Abrió la boca para tragar toda el agua de mar que pudiera y privar así a Napoleón de su grandioso destino. Pero en aquel momento de arrebato suicida, sintió un repentino empujón en un costado y distinguió el roce de la piel de un animal, posiblemente un tiburón. Después notó otro y luego otro. Al abrir los ojos vio que estaba en medio de una familia de delfines que parecían jugar con él, empujándolo hacia un lado y hacia el contrario. De repente se dio cuenta de que se estaba acercando al único lugar donde no quería ir, a la superficie. Pateó y pateó para librarse de los juguetones animales. Solo quería que lo dejaran morir en paz, pero ellos siguieron empujándolo hacia la luz con sus duros hocicos.
—Maldita sea —susurró con la boca llena de agua. Entonces pensó que su imaginación o el delirio estaban jugando con su percepción porque sintió que unas manos pequeñas, suaves, casi de gelatina, lo agarraban por sus andrajos y lo mantenían a flote mientras los delfines parloteaban a su alrededor.
Deveroux cogió aire justo cuando una ola rompió sobre su cabeza. Entonces notó que lo empujaban de nuevo hacia la superficie aquellas extrañas y oníricas manos como de ángel, ángeles de cabellos finos y cuerpos suaves. ¿Eran aquellas las sirenas de las viejas leyendas que había escuchado siendo niño?
Cuando consiguió abrir los ojos de nuevo, vio que estaba a kilómetro y medio del punto donde había caído al mar, junto al castillo. Mientras a duras penas se mantenía a flote, distinguió a varios hombres en la base de la fortaleza buscando por la zona donde se había tirado. Rió por primera vez en más de dos años, una carcajada que sonó ronca y llena de desesperación. Los delfines se le unieron en su extraño idioma y comenzaron a nadar a su alrededor como si formaran parte de una retorcida y enrevesada broma. De las extrañas y brillantes sirenas de manos suaves, o de los ángeles, no había ni rastro.
La marea lo alejaba cada vez más de la orilla. Ya no podía ver la costa. Incluso la odiada y maldita fortaleza ahora no era más que una mota en el horizonte.
Entonces, mientras flotaba, satisfecho con su final, a la espera de su nuevo destino, notó un agudo dolor, como si algo lo hubiera golpeado desde abajo. Se giró, esperando ver a sus juguetones salvadores, pero se topó cara a cara con un gran tronco que flotaba a la deriva. Algunos delfines le habían acercado aquel salvavidas a empujones. Decidió esperar a que se marcharan aquellas simpáticas criaturas para dejar que el océano hiciera su trabajo ya que, por razones que no podía comprender, parecía que los animales más listos del mar no querían que muriera.
Durante aquellas horas, flotando a la deriva, pensó en por qué Dios se empeñaba en mantenerlo con vida. Había enviado a los maravillosos delfines y a aquella especie de ángeles para retrasar el momento de su muerte por alguna razón. Cayó la noche y los pensamientos y los recuerdos de su familia se agolparon en su mente. La marea lo estaba llevando mar adentro cuando salió la luna. Después esta se puso y llegó un nuevo amanecer.
El sonido de las olas y las frías aguas despertaron al delirante Deveroux de un sueño lleno de pesadillas. No había soñado con la muerte de su mujer y su padre, sino con los malnacidos que se los arrebataron. Fue un sueño agitado lleno de odio y sed de venganza contra ellos y contra su señor. La fuerza de las pesadillas había mantenido su corazón latiendo durante aquella fría noche hasta la llegada de una brumosa mañana. Flotó durante dos días y dos noches, transportado por las suaves corrientes de la evasión.
De pronto notó que el sonido de la normalidad había regresado para reemplazar el llanto de su injusto trato. El graznido de los pájaros marinos que se acercaban a investigar el tronco imitaba extrañamente los gritos de su mujer y su padre en su sueño. Los chasquidos de sus constantes compañeros, los delfines, hicieron que se diera la vuelta. Allí, a unos cien metros, había una pequeña isla. Unos escasos árboles rompían la uniformidad de su rocoso litoral y por un aterrador momento creyó haber vuelto al castillo de If.
Una gran ola atrapó su tronco y lo empujó hacia lo que ahora sabía que sería su destino final; las dentadas rocas que rodeaban la costa se abalanzaban sobre él a gran velocidad. Sin embargo, algo extraño ocurría. Los delfines estaban cabalgando la ola con él, saltando y emitiendo chasquidos mientras avanzaban. Cuando la ola se coronó de espuma, Deveroux soltó el tronco y se vio arrastrado entre las rocas, al interior de una cueva que solo resultaba visible durante las primeras horas del día, cuando la marea estaba baja. No la había visto desde su posición en el rompiente, pero ahora estaba dentro. Era un lugar frío y húmedo y casi tan oscuro como su celda en la fortaleza. Los delfines lo empujaron hasta una pequeña playa de arena, intercambiaron algunos chasquidos más y se marcharon satisfechos, como si hubieran conseguido lo que se habían propuesto. Deveroux se tumbó bocarriba y sintió la bendita tierra bajo sus harapos. Perdió el conocimiento y permitió que un sueño sin pesadillas se apoderara de él.
Cuando se despertó, intentó sentarse. Fuera de la cueva el sol se estaba poniendo, y en su ocaso permitió que unos rayos entraran en la gruta. El antiguo prisionero de Napoleón se incorporó sobre sus temblorosas piernas, pero se cayó. Después, más despacio, se levantó de nuevo, se estabilizó y miró a su alrededor.
Ladeó la cabeza cuando sus escocidos ojos reconocieron algo. En las paredes de la cueva había antorchas. Se tambaleó, recuperó el equilibrio y se acercó a ellas. Eran muy, muy viejas. Sacó una de su agujero excavado en la roca y la alzó. Olisqueó el extremo quemado y detectó olor a grasa, rancia y seca, pero grasa al fin y al cabo. Al darse la vuelta hacia la entrada de la cueva, sus pies descalzos tropezaron con algo afilado. Se agachó y peinó la arena seca con los dedos. Dio con el objeto y lo alzó para verlo a la escasa luz del sol. Era una piedra de lumbre usada en otros tiempos para prender aquellas mismas antorchas que jalonaban la pared. Con la piedra en la mano, limpió el extremo cubierto de grasa y tela de la antorcha, después se arrodilló y comenzó a golpear el pedernal contra la pared de piedra.
Le costó más de treinta minutos y cinco dedos sangrientos, pero al final la antorcha comenzó a echar humo y acabó prendiendo. Al apartar los ojos de la claridad de la llama, vio el hueso de una pierna asomar entre la arena. Dio un paso atrás y acercó la luz. Allí, apoyados contra la pared, se encontraban los restos de un hombre. Estaba atado con una cuerda y sujeto con una alcayata a la misma pared donde había encontrado la antorcha. Su ropa era antigua y estaba casi desintegrada. El cadáver tenía varios dientes de oro, pero eran más los que le faltaban. Deveroux descubrió algo que le hizo mirar inquieto a su alrededor. A aquel hombre le habían abierto la cabeza con una espada y tenía la parte delantera del cráneo hundida. Al acercar algo más la antorcha, pudo ver que la espada le había destrozado toda la cabeza, de la cavidad nasal hacia arriba.
Negó con la testa y se apartó, nervioso. Calculó que los restos seguramente tendrían más de cien años. Los pantalones bombachos, el chaleco hecho jirones y la camisa roja del esqueleto le recordaban al atuendo de un gitano, como los que había visto en las calles de París en el pasado. Lucía anillos en todos los dedos, incluso en el pulgar.
Apartó la antorcha y contempló la cueva. El cuerpo estaba sentado sobre un pequeño reborde que parecía recorrer todo el interior de la gruta. La pequeña ensenada, que crecía y menguaba con la marea, había quedado casi cubierta por el mar, así que caminó con mucho cuidado siguiendo la pared y manteniéndose por encima del agua.
Después de recorrer algo menos de un kilómetro por las entrañas de la cueva, llegó a una gran empalizada. Dejó la antorcha en uno de los soportes de la pared y lanzó un ronco alarido al encontrar dos cadáveres más. Se apartó. No eran como el primero, al que habían atado a la pared y ejecutado. Estos dos esqueletos yacían bajo las afiladas puntas de la parte inferior de la pared, cuyos extremos sobresalían a través de sus costillas y columnas rotas.
Examinó la trampa y descubrió que habían colocado el artilugio de madera en el techo de la cueva, aprovechando una grieta natural. De alguna manera, aquellos hombres habían accionado algún mecanismo y habían acabado empalados. Torció el gesto ante aquellos horribles espectros. Los hombres iban vestidos como el primer muerto. Sus esqueletos estaban adornados con todo tipo de joyas. La gran diferencia era que aquellos dos iban armados. Uno aún agarraba la espada con la que probablemente había matado al hombre indefenso que había encontrado encadenado a la pared.
Estudió la trampa y llegó a la conclusión de que ya no podría hacer más daño. Apartó la empalizada con cuidado. Crujió y se dobló, pero se mantuvo en su sitio. A pesar de la angustia que sentía, supo que tenía que averiguar qué había en el interior de la cueva, qué hizo que aquellos hombres acabaran de aquella forma tan horrible con un semejante.
Echó un vistazo a su alrededor y, aprovechando la luz de la antorcha, se agachó, tiró de la espada todavía enredada en la huesuda mano del esqueleto y se estremeció cuando, junto con el arma se desprendieron tres dedos. Miró los restos de aquel hombre y se perdió por un momento en sus cuencas oculares, vacías desde hacía tiempo. Entonces alzó la espada y, sin dejar de mirar al muerto, golpeó la madera con escasa fuerza. El filo cercenó la cuerda podrida por donde atravesaba otra de las viejas vigas. La madera crujió y Deveroux se desplomó sobre la arena con los músculos agarrotados por el esfuerzo de blandir la pesada arma. Se le escapó un grito de dolor al arrodillarse mientras intentaba librarse de los calambres. Pasado el trance, guardó silencio y alzó la vista, de repente seguro de que alguien lo estaba observando. Como el brazo derecho todavía le temblaba, movió la antorcha con el izquierdo hacia delante y hacia atrás, en busca de los ojos que sabía lo acechaban. No vio nada más que oscuridad. Él era el único testigo de su propia transgresión.
Se pasó la antorcha a la mano derecha y, con lágrimas de dolor, volvió a balancear la espada. Cortó otra cuerda y gritó de miedo cuando una viga cayó del techo y casi lo aplasta. Después se fueron desprendiendo las demás, una a una, hasta que se produjo una pequeña avalancha, ya que las cuerdas restantes no pudieron soportar el peso. Los maderos se desplomaron y sepultaron los restos de las dos almas perdidas, atrapadas años atrás. Cuando el polvo se asentó y Deveroux dejó de temblar de miedo, vio que la puerta había sucumbido a sus minúsculos esfuerzos, gracias sobre todo a que la cuerda que la sostenía estaba medio podrida.
Se incorporó sobre la tierra húmeda a pesar de la debilidad de sus rodillas y franqueó la abertura con la antorcha iluminando el camino. Al principio no logró distinguir nada, pero entonces vio pilas de objetos apoyados contra la pared. Trescientos cofres, pequeños y grandes. Algunos estaban hechos de madera, otros de hierro. Algunos estaban cerrados mientras que otros se habían desarmado con el paso del tiempo y la humedad.
Se aproximó a uno roto y acercó la llama de la antorcha para iluminar su contenido derramado. Allí, brillando a la luz de la llama, vio lo que supuso eran brillantes. Un millar de relucientes piedras, del tamaño de huevos de paloma, arrancadas de las entrañas de la tierra, posiblemente siglos atrás.
Deveroux se volvió con la antorcha en mano y contempló los dos esqueletos. Volvió a examinar sus ropas y pensó: ¡Piratas! Bucaneros, marineros buscadores de fortuna. Aquel era el tesoro que esos hombres habían escondido, y por lo que habían sido asesinados.
Se volvió y examinó más cofres. Oro de Siria, Babilonia y Arabia, y diamantes de África. Monedas árabes labradas por manos artesanas con rostros de cientos de años de antigüedad. Sostuvo la antorcha frente a un candado que aún cerraba uno de los grandes cofres e identificó el sello de Inglaterra, la cabeza de león y las tres coronas de Ricardo I.
Deveroux cayó sobre sus rodillas, bajó la antorcha y se santiguó. Los rumores eran ciertos. Había encontrado lo que llevaba más de seiscientos años perdido: el legendario tesoro de las Cruzadas. Oro, diamantes y otras riquezas expoliadas en Tierra Santa. Se decía que el rey Ricardo había invadido Jerusalén solo para saquearla, no liberarla. El monarca murió poco después de su regreso y su tesoro se perdió, o alguien lo ocultó a sus compatriotas para ser descubierto más tarde por aquella panda de asesinos y ladrones.
Deveroux vio en aquel tesoro el camino y los medios para llevar a cabo su venganza contra Napoleón. En una rápida estimación, y sin pensar en términos de libras, siclos o quilates, calculó que había encontrado centenares de toneladas de objetos preciosos. Solo los diamantes y las esmeraldas valdrían miles de millones de francos. El valor de todo aquel oro le parecía incalculable.
Lloró al ver la redención que se extendía ante él. Por fin tenía a su alcance la tan ansiada venganza por la muerte de su mujer y el asesinato de su padre.
Luego utilizaría su riqueza para proseguir con el trabajo que había comenzado. Haría del mundo un lugar mejor y desafiaría a la humanidad a despreciar la avaricia que ahora mismo veía ante sí.
Se volvió para contemplar la entrada de la cueva, sabiendo que el sol ya se había puesto, y comenzó a hacer planes. Su brillante intelecto estaba recuperando su agudeza y las ideas complejas empezaban a surgir de nuevo con facilidad. Sus pensamientos se abrían paso entre la basura de un mundo que ansiaba lo que él tenía: el domino de los mares.
A la débil luz de la antorcha próxima a extinguirse vio movimiento en el agua, y de repente creyó que los terribles recuerdos de los años pasados regresaban adoptando la forma de hombres que venían a reclamar su alma. Mientras se deslizaba suavemente sobre la blanda arena, vio por primera vez la magia verdadera, el auténtico tesoro del mar, y le pareció increíblemente hermoso.
Deveroux contempló boquiabierto a las mágicas criaturas mientras ellas, a su vez, lo observaban a él desde su posición bajo las aguas cristalinas de la cueva. Oro, diamantes y esmeraldas, todo aquello palidecía en comparación con el milagro que estaba presenciando. La fantasía se mezclaba con la realidad, las historias bíblicas con los cuentos de hadas. Allí estaba todo, ante él, en el agua, leyenda, mito e historias del mar. La realidad y la claridad de su mente se fusionaron. De repente las sirenas de piel clara y brillante con aspecto angelical desaparecieron sin dejar rastro. La oscuridad, la brisa del mar y el sonido de la vida lentamente regresaron a sus oídos mientras en su cabeza comenzaba a tomar forma un plan de venganza y una razón para vivir.
Ahora reclamaría el mar para sí.
El viejo profesor se inclinó sobre el improvisado indicador. La aguja señalaba la marca del noventa y ocho por ciento. Anotó ese dato en su diario, alzó la vista y dio unos golpecitos de nuevo en la esfera. La aguja se movió un poco para colocarse de nuevo en la posición anterior. Sonrió. Tras veintisiete horas, la carga eléctrica seguía siendo alta.
Depositó la pluma dentro del diario y lo cerró. Se estiró y, al hacerlo, vio a su hijo de doce años, Octavian, tumbado plácidamente en la sencilla cama que habían colocado en la esquina opuesta del laboratorio. El profesor Heirthall, el hombre anteriormente conocido como Roderick Deveroux, sacó su reloj de bolsillo y vio que eran casi las dos y media de la madrugada. Negó con la cabeza y decidió comprobar las conexiones una última vez.
La mitad del gran laboratorio estaba ocupada por trescientos pequeños cubos que asemejaban cajas. Estaban apilados sobre unas estanterías metálicas que cubrían toda la pared, del suelo al techo. La montaña de material proyectaba profundas sombras en la sala tenuemente iluminada con lámparas de gas. El profesor se acercó a la conexión principal y comprobó el aislamiento. Apartó la mano rápidamente y sacó de nuevo el diario. Consultó el termómetro conectado al grueso cable de cobre y localizó la última lectura que tenía apuntada. La temperatura del cable había subido dieciséis grados desde la última medición, hacía dos horas. Ahora era de cincuenta grados. Aquello suponía un problema. El grueso cable no aguantaría toda la duración de la carga eléctrica. O había que hacer los cables más voluminosos, lo que perjudicaría su objetivo final, o tendría que encontrar la forma de mantener el metal frío dentro del aislamiento de cuero.
—Padre, ¿has pensado en dejar que el mar enfríe las baterías?
El profesor se volvió hacia su hijo, que se había incorporado en el camastro. Descansaba apoyado sobre un codo y bostezaba mientras contemplaba a su padre.
—¿El mar? ¿Quieres decir que los cables vayan por el exterior? —preguntó.
El chaval posó los pies en el suelo, se echó la manta sobre los hombros al ponerse de pie y avanzó lentamente, arrastrando los pies, hasta donde estaba su padre.
—No, padre —dijo entre bostezos—. Ya sé que el agua del mar podría atravesar el aislamiento de los cables y corromper el cobre. Pero ¿no se mantendrían fríos si los envolviéramos en goma, el mismo material que encapsula las baterías, y luego los metiéramos en una carcasa de metal a escasos centímetros del agua?
—¿Quieres decir como venas, como en un brazo humano, a poca distancia de la superficie?
En respuesta, el joven de doce años asintió sin dejar de bostezar.
—La inteligencia la has debido de heredar de tu madre, porque yo no hago más que pasar por alto lo obvio —dijo mientras alborotaba el espeso pelo negro del chaval—. Tienes un increíble talento bullendo dentro de esa cabeza loca.
La admiración y el amor que sentía por su hijo eran evidentes. El chico había pasado con él los meses de verano y también decidió quedarse en Navidad, en lugar de disfrutar de sus vacaciones. Desde que llegó la primavera y su revolucionario sistema de almacenaje eléctrico empezó a parecer algo más que una promesa, el chaval no se había separado de su lado, renunciando a la cálida compañía de su madre, Alexandria.
Con solo diez años consiguió ensamblar los últimos componentes de un motor de combustión. Construido a partir de un mecanismo de pistones a vapor, el motor tenía un diseño revolucionario y era un gran secreto. Sin embargo y a pesar de su juventud, Octavian solo tuvo que estudiar su funcionamiento para descubrir que la bomba utilizada para hacer entrar combustible a la cámara era ineficaz. Estuvo haciendo experimentos con el diseño de su padre, y en tres meses y usando solo chatarra, creó lo que llamó una bomba de inyección de queroseno destilado que utilizaba el mismo motor para obtener energía. No funcionó en los tres primeros intentos, pero desde que descubrieron la forma de filtrar el queroseno, separando las impurezas del petróleo refinado, no habían vuelto a tener problemas.
El profesor Heirthall sonrió a su hijo, sacó una vez más su reloj de bolsillo de la bata blanca y lo consultó.
—Ya son casi las tres de la mañana, Octavian, tu madre me va a lanzar a un fiordo.
—Precisamente madre sabe mejor que nadie lo mucho que te absorbe tu trabajo. Seguro que está tranquila y profundamente dormida.
—Sí, yo también lo creo, pero aun así pediré que traigan el coche para que te lleven a casa.
—Padre, en casa me aburro. Madre solo habla del gran hombre que seré algún día.
El profesor dejó su diario y sonrió.
—Parte de ella, una parte muy especial, sabe que jamás sentirá la espuma o el roce del mar de nuevo. Eso la entristece, hijo. Tu madre, bueno, es, en cierto sentido, una mujer muy singular, procedente de un pueblo, muy, muy, singular también. Y porque son especiales, y queremos que lo sigan siendo, hemos montado todo esto —dijo mientras señalaba el laboratorio—. Todo esto es por ellos. Dedicamos nuestra vida al mar, Octavian. Y tú lo llevas en las venas, literalmente. Sin esa parte especial, tu madre habría muerto hace mucho tiempo.
El joven ya no le escuchaba y en su lugar permanecía de pie, delante de la montaña de baterías cubiertas por cápsulas de goma negra. Se envolvió mejor con la manta, absorto en sus pensamientos.
—¿Otra vez te has perdido en tus sueños submarinos, Octavian?
El chico se volvió hacia su padre y sonrió avergonzado.
—¿Es cierto lo que cuentan? Esas cosas que dicen de ti…
A Heirthall le sorprendió el repentino cambio de tema.
—¿Te refieres a mis misteriosas aventuras en el mar y a que fui prisionero de Napoleón? Sí, todo es cierto. En cuanto al tesoro del rey Ricardo… no, me temo que nuestra riqueza proviene de una larga sucesión de herencias familiares. Supongo que no es tan fascinante ni deslumbrante como los rumores de Francia u otras fantasías contadas en otros países.
Heirthall sabía que no engañaba a su hijo. Octavian era más listo de lo que le convenía. Nunca pidió ver antiguos retratos de ninguna de las dos familias, aunque sabía que otras estirpes adineradas los tenían. Sí, el chico sabía que las historias eran ciertas, pero aún tenía que descubrir el verdadero secreto de la familia Heirthall. Cuando llegara el momento, tendría que abordar el tema con mucho tacto.
Deveroux conoció a Alexandria tras fugarse y vengarse de Napoleón. Cuando se conocieron, ella era una joven vital y cariñosa. Después, tras el nacimiento de Octavian, se había convertido en una mujer débil, postrada en la cama. Los médicos le dijeron que padecía tuberculosis. Solo la intervención de los ángeles de Deveroux la había mantenido con vida todos estos años. Ahora, ni siquiera ellos podían aplazar más lo inevitable. La solución a sus problemas de salud la estaba matando y temía que Octavian, su precioso hijo, también sufriera el mismo destino que su madre. Físicamente era débil, y por sus venas corría la sangre de su progenitora.
El sonido de fuertes pisadas, probablemente de varios hombres, atravesó las gruesas puertas dobles. El profesor se llevó el índice a los labios para que Octavian no hiciera ruido. Después, cogió a su hijo por los hombros y a toda prisa lo empujó hacia el camastro. Lo envolvió bien con la manta y lo instó a que se agachara.
—Quédate ahí debajo y no salgas bajo ningún concepto, ¿entiendes, hijo? —le dijo mientras miraba con intensidad sus bonitos ojos azul oscuro.
—Padre, ¿quién será a estas horas?
—No lo sé, pero he visto a varios desconocidos merodeando por la universidad y hace dos meses que me vienen siguiendo. Bien, Octavian, ¿has entendido lo que te he dicho?
—Sí, padre. —El chico miró el rostro cansado de Heirthall—. Pero te puedo ayudar.
—Ya lo sé, pero a veces hay que saber utilizar el silencio como aliado en lugar de la fuerza. Hazme caso, hijo, quédate debajo de la cama.
El niño asintió.
Mientras hablaba, Heirthall empujó a su hijo por debajo del camastro hasta que el brazo no le dio para más. Después se incorporó y se plantó frente a las puertas dobles. El pasillo al otro lado de la ventana estaba a oscuras, pero aun así logró distinguir el movimiento de unas sombras. Alguien golpeó con fuerza la puerta.
—Profesor Heirthall, soy el doctor Hansonn. ¿Puedo pasar?
Heirthall caminó hacia la puerta y se disponía a agarrar el pomo cuando algo lo detuvo.
—¿El decano de biología aquí a estas horas? —preguntó a través de la gruesa madera—. ¿Y por qué no viene solo?
—Un amigo mío quiere hablar con usted.
—No deseo que nadie examine mi trabajo, ni siquiera usted. Ahora, por favor, usted y sus amigos váyanse, me gustaría…
—Profesor Heirthall, le aseguro que esto nada tiene que ver con su fantasía sobre buques submarinos… estamos aquí por el espécimen.
—El espécimen no ha aparecido desde la última vez que preguntó por él. No veo qué razón puede…
Las puertas se abrieron con un violento golpe. Dos hombres muy corpulentos entraron a toda prisa, seguidos por tres más. El doctor Hansonn estaba allí, de pie, y a su lado había un hombre que Heirthall reconoció inmediatamente.
—¿Qué hace este estafador en mi laboratorio?
El orondo hombre se quitó el sombrero y apartó de un empujón al decano de biología.
—Esa pregunta se la puedo contestar yo con mucho gusto —dijo el sujeto mientras ofrecía su sombrero al más alto de los dos hombres—. Profesor, no tenemos ningún interés en sus sueños de navegación submarina, hemos venido a comprar el espécimen. Estoy dispuesto a ser muy generoso, se lo aseguro.
—Usted mismo declaró públicamente que se trataba de una falsificación. ¿Por qué lo quiere si no cree que sea real?
El hombre se giró, se apartó unos pasos, y sumido en sus pensamientos, se llevó la mano derecha a los labios.
—Tengo que tenerlo, profesor. No pretendo exponerlo, ya poseo suficientes cachivaches para cautivar al público. El espécimen único que usted atesora lo quiero solo para mí, para admirar la maravillosa naturaleza de nuestro mundo. No lo dañaré ni lo expondré, solo lo amaré.
—Ya le he dicho, señor Barnum, que lo perdí. Ahora, por favor, llévese a sus hombres de aquí.
Heirthall contempló cómo P. T. Barnum de repente se deshinchaba.
—Se lo suplico, profesor, solo soy un hombre deseoso de comprender el mundo que le rodea —dijo mientras veía por el rabillo del ojo cómo el decano Hansonn se acercaba a la pared opuesta.
Hansonn avanzó hacia una de las lámparas y la apagó de un soplido. Luego alzó el brazo, cogió la lámpara y la rompió contra el suelo. El olor del aceite impregnó inmediatamente el laboratorio.
—Tenemos solo unos minutos antes de que mis socios prendan fuego al aceite. Así que, si es usted tan amable… El espécimen, por favor.
Heirthall se volvió hacia a su colega noruego, que le dedicó una mirada de odio.
—¿Cómo puedes hacer esto? La ciencia es para el progreso de todos, ¿y tú estás dispuesto a destruirlo por un cuento de hadas?
P. T. Barnum apartó los ojos de Heirthall y miró al hombre que creía que le estaba ayudando a comprar el espécimen.
—No es necesario recurrir a las amenazas ni a la violencia. El profesor Heirthall es demasiado importante para ponerlo en peligro —dijo mientras buscaba un trapo con el que limpiar el aceite derramado.
El decano hizo una señal con la cabeza a uno de los hombres corpulentos y este evitó que Barnum se pusiera de rodillas y limpiara la mancha.
—Profesor, no tenemos ningún interés en sus asombrosos aparatos mecánicos. Solo queremos el espécimen, por favor —dijo Hansonn.
Como Heirthall no se movió de donde estaba, Hansonn indicó con una señal a sus hombres que entraran en acción. Uno inmovilizó al profesor, mientras los otros comenzaban a destrozar el laboratorio. El decano dio un paso adelante.
—Caballeros, les suplico que detengan esta locura. ¡El espécimen no vale tanto como el trabajo de este hombre! —gritó Barnum—. Les aseguro que no les pagaré ni un céntimo. ¡Así no se hacen las cosas!
Hansonn señaló un gran arcón de madera en la pared opuesta mientras se tapaba la nariz y la boca con un pañuelo blanco.
Heirthall intentaba librarse de los brazos del hombre más corpulento mientras veía cómo rompían la gruesa madera del cofre y sacaban el tarro de cristal que contenía el espécimen sumergido en alcohol. Barnum, inmovilizado por los sicarios de Hansonn, observaba cómo el decano se acercaba y cogía con gran cuidado el recipiente sin dejar de contemplar su contenido.
—Dios existe —dijo Hansonn—. Sacadlo de aquí y llevadlo al barco. Zarpamos con la siguiente marea. —Se volvió hacia Barnum—. Y le aseguro, señor Barnum, que me pagará todo lo que me debe.
—Si le hace daño al profesor no le daré absolutamente nada. Este no era el trato.
—El mundo no puede saber lo que ese espécimen representa —dijo Heirthall, mientras luchaba contra el hombre que lo sujetaba.
—Es el espécimen o su mujer, profesor. Parece sorprendido de que conozca los pormenores del tratamiento médico al que la sometió hace varios años. Lo sé todo sobre su enfermedad y sobre cómo le puso freno. Así que es el espécimen, o su mujer… Usted elige.
—Desgraciado, ¡jamás podrá tocar a mi mujer!
—Ya, ya, sabemos que su finca está muy bien protegida, por eso hemos tenido que venir aquí. No somos salvajes, profesor, con el ángel del mar que tiene aquí nos conformamos —dijo Hansonn mientras hacía una señal con la cabeza al hombre que retenía a Heirthall.
Nadie vio cómo alzó el cuchillo y de un tajo le cortaba la garganta.
—Lo siento mucho, pero no quiero tener tras de mí a las autoridades. Después de todo, a partir de hoy voy a ser un hombre inmensamente rico —dijo Hansonn, mientras miraba con ojos inexpresivos a Barnum—. Vamos, arroje más aceite al suelo, el profesor está a punto de sufrir un terrible accidente en su laboratorio.
Barnum gritó aterrorizado al ver lo que estaba sucediendo.
—Asesino, no hay nada que valga todo este… ¡Lo veré ahorcado, señor!
—Pues estará justo a mi lado, mi querido amigo americano. Después de todo, será usted el dueño del espécimen más asombroso de la historia. Sí, señor Barnum, me aseguraré de que ese día haya dos sogas.
Barnum cayó de rodillas al comprender el maléfico plan. Dada su reputación de charlatán y mercachifle, todo el mundo lo consideraría el autor lógico de aquel asesinato. No tenía más remedio que seguirle el juego.
Al alzar la cabeza lentamente, descubrió al niño escondido debajo del camastro. Se miraron a los ojos y en ese momento Barnum descubrió algo de sí mismo que desconocía. Negó con la cabeza y moviendo solo los labios le dijo que lo sentía. Solo el chico pudo verlo.
Los oscuros ojos azules de Octavian abandonaron a Barnum y se fijaron en el cuerpo que yacía a solo unos centímetros de su escondite. Intentó gritar, intentó llorar, pero no pudo. Cuando escuchó que aquellos hombres se retiraban con su premio, miró a los ojos moribundos de su padre. Roderick Deveroux, el hombre ahora conocido como Heirthall, contemplaba a su hijo, sabedor de que su muerte era inminente. Cuando las pisadas alcanzaron la salida, alguien arrojó una cerilla encendida al interior del laboratorio y después cerró las puertas.
El fuego se extendió rápidamente por el abarrotado laboratorio y en cuestión de segundos cercó la zona donde se apilaban las baterías altamente inflamables. Heirthall consiguió mantener los ojos abiertos mientras el charco de sangre avanzaba hacia su hijo. Intentó levantar una mano, pero las fuerzas le fallaron y el brazo cayó sobre el suelo de madera cubierto de sangre. Cerró los ojos. Octavian sacó una mano temblorosa de su escondrijo y alcanzó a su padre moribundo. Heirthall abrió los ojos una última vez. En lugar de indicarle a su hijo por señas que se marchara, intentó escribir con un dedo lo que le quería decir. Solo logró garabatear tres letras: HEN.
Le estaba diciendo que buscara la ayuda de Hendrickson, el mayordomo americano de la familia, pero el chico se limitó a estrecharle la mano. Heirthall cerró los ojos y trató de soltarse, pero no lo consiguió. Quiso hablar, pero de su boca solo salía sangre.
Octavian sabía que no podía seguir allí. El fuego se extendía y ganaba intensidad, así que salió de debajo de la cama arrastrándose sobre la cálida sangre de su padre. Entonces fue cuando Octavian Heirthall derramó sus primeras y últimas lágrimas. Se incorporó, pero resbaló, cayó y gritó de rabia al sentir que su cuerpo no le respondía. Su mano se topó con el diario que se había caído del bolsillo de la bata de su padre. Lo cogió y comenzó a avanzar hacia las puertas justo cuando el fuego alcanzaba las baterías. Se agarró al pomo de la puerta doble, la abrió y salió de allí avanzando a cuatro patas mientras el mundo que conocía explotaba a su alrededor.
Era un día caluroso y el mar estaba en calma. El HMS Warlord surcaba las aguas del golfo a doscientos kilómetros de la costa de Texas. Su destino era Galveston. A unos mil metros a estribor navegaba el HMS Elizabeth, y a una distancia similar, pero a babor, lo hacía el HMS Port Royal. Las dos fragatas de menor tamaño estaban allí por órdenes del almirantazgo para proteger al HMS Warlord, un crucero de batalla de la Real Armada británica.
En su cubierta de teca había dos pasajeros con atuendo civil. Al más bajo de los dos hombres le habían confiado la seguridad y bienestar del individuo más alto y serio que estaba a su lado. Aquel hombre delgado era de gran importancia para el gobierno de su majestad porque él y la joven nación a la que representaba eran el más nuevo aliado del Imperio británico. El individuo que observaba con tranquilidad y en silencio el paso de las aguas era un correo diplomático de los Estados Confederados de América.
La recién creada nación estaba al borde del colapso. El ejército de la Unión de Abraham Lincoln había echado por tierra la legendaria invencibilidad sureña con una asombrosa victoria en Tennessee gracias al pequeño y barbudo general Grant. Los periódicos de la Unión dieron en llamarla la Batalla de Shiloh. Además, y casi de forma simultánea, el general Robert E. Lee se había topado, de camino hacia Pensilvania desde Virginia y a través de Maryland, con un pequeño contingente de caballería que configuraba la avanzadilla de todo el ejército del Potomac. Ni Robert E. Lee, ni las tropas de Virginia del Norte, legendarias ya por méritos propios, olvidarían jamás el nombre de la pequeña ciudad donde se enfrentaron los dos mayores ejércitos sobre la faz de la tierra: Gettysbourg.
El ayudante especial, Thomas Engersoll, amigo íntimo y consejero de Stephen R. Mallory, secretario confederado de la Armada, estaba en la popa lanzada del Warlord contemplando el suave bamboleo del agua y las bandadas de pájaros que, por lo que sabía, señalaban la cercanía de la costa texana y el éxito de su desesperada y secreta misión. Mientras observaba el mar por encima de la barandilla le llamó la atención algo parecido a una medusa. El animal no parecía asustado por el hombre delgado que lo miraba desde las alturas y aguantaba el ritmo del barco de vela con aparente facilidad. Estaba a punto de llamar a un marinero para preguntarle por aquella exótica criatura cuando algo interrumpió sus pensamientos.
—Bien, señor Engersoll, está a punto de pisar su hogar de nuevo, ¿algún comentario, señor?
El hombre delgado se volvió y estudió durante un momento al enviado de su majestad, sir Lionel Gauss, mientras el inglés le sonreía y le colocaba la pequeña mano sobre un hombro. Pensó en hablarle sobre la extraña criatura de ojos azules, pero al final decidió no hacerlo.
Thomas Engersoll no le devolvió la sonrisa, simplemente se limitó a asentir. Se sentía agotado y hacía verdaderos esfuerzos para que no le temblaran los labios.
—La patria de uno es siempre una visión agradable, pero lo más importante es la carta firmada y los documentos que la acompañan, que están confiados en la caja fuerte del capitán. Eso y solo eso, señor, es lo que realmente necesitan mis compatriotas, no a mí —dijo Engersoll sin emoción.
El grueso correo que representaba a la Reina Victoria rió y le dio unas palmadas en el brazo.
—Le aseguro, Thomas, que con el poderío de la Armada británica a su servicio, los documentos llegarán a las manos del presidente Davis muy pronto. Y las armas, munición, medicinas y suministros que llevamos en las bodegas de estos buques son solo el comienzo de nuestro apoyo a su joven nación.
Engersoll estiró ligeramente los labios, pero aquel triste intento de sonrisa no llegó a sus ojos. Sabía que jamás superaría el rango que ostentaba ahora dentro del gobierno confederado. Era vox pópuli, tanto en el sur como en el norte, que se había opuesto a la guerra en los años anteriores a su declaración, y sin embargo ahora se ocupaba de hacer todo lo necesario para que continuara aquel baño de sangre que había enloquecido a sus compatriotas a ambos lados de la línea Mason-Dixon. Sabía que, oculta en la caja fuerte del capitán, se encontraba la clave de la victoria sureña y aun así, no se sentía orgulloso ni feliz.
El regalo tan férreamente custodiado era el del reconocimiento, un acto político que por fin abriría un abismo entre el norte y el sur para siempre. Las palabras de otro hombre ahora convertido en fantasma resonaban en su cabeza: Divide y vencerás. Pero para conseguir ese reconocimiento había tenido que hacer dos concesiones. Una de ellas era inaceptable para cualquier estadounidense, ya fuera el norte o del sur, pero él la había rubricado igualmente: la Armada británica tendría ocho bases navales en el golfo de México y Sudamérica, un pacto con el diablo que sería para siempre como una espina clavada en el costado de su país.
Sin embargo quizá, solo quizá, aquella fuera la respuesta a sus plegarias para detener la matanza de sus conciudadanos de ambos bandos. Con la ayuda de Dios, quizá la secesión pudiera culminarse sin la pérdida de más jóvenes vidas.
Se volvió y contempló cómo los pájaros graznaban, se precipitaban contra las olas y alzaban de nuevo el vuelo.
Poner fin a la esclavitud, el factor más importante que había desencadenado la guerra, era ya cosa del pasado. El único obstáculo que se interponía entre la legitimidad y el reconocimiento de otras naciones, la esclavitud, había sido abolida también con su firma, ganando para la causa confederada al más potente aliado del mundo.
Cuando el mar que rodeaba a los tres buques de guerra de repente se acalló, Engersoll alzó la vista a un cielo, donde ya no revoloteaban ni graznaban los pájaros. Observó asombrado cómo la bandada se alejaba de los tres barcos.
—¿Qué es eso? —preguntó sir Lionel en voz alta.
A unos mil metros, la fragata de su majestad Port Royal alzó una línea de banderas de señales. Entonces, el repentino repique de un tambor anunció a la tripulación del Warlord que ocupara sus puestos de combate. Ocho marineros de la Marina Real rodearon rápidamente a los dos hombres al tiempo que la cubierta comenzaba a retumbar con fuertes pisadas, el sonido del tambor de guerra que no dejaba de ganar intensidad y los gritos de los hombres que corrían a sus puestos de combate.
—¿Es un buque de la Unión? —preguntó Engersoll.
—No lo sé, ¡pero alguien debe informarme de lo que ocurre! —dijo sir Lionel, visiblemente molesto, mientras apartaba de un empujón a uno de los guardias. Tenían órdenes del Almirantazgo de evitar cualquier contacto con los buques de guerra americanos que participaban en el bloqueo. Gauss sabía que debían desembarcar ese mismo día con las armas y el tratado.
El capitán Miles Peavey estaba en el alcázar, valorando la situación. Contempló cómo las fragatas Elizabeth y Port Royal realizaban giros cerrados para cambiar de dirección.
—¡Necesito más vela! ¡Desplegad más vela! —ordenó mientras con su catalejo ora miraba las aguas al sur y ora contemplaba las maniobras de los dos pequeños buques que escoltaban al Warlord.
—Exijo saber qué está pasando, capitán —gritó sir Lionel mientras se interponía con arrogancia en la línea de visión de Peavey.
—¡Ahora no, señor! —le contestó el capitán y sin ningún miramiento lo apartó de un empujón.
—Informaré de su impertinente comportamiento, le aseguro que…
—¡Fuera del puente de mando! —le ordenó Peavey sin dejar de mirar por su catalejo.
—¡Oiga, esto es…!
—¡Largo! —gritó, volviéndose hacia el enviado de la reina mientras los dos buques intentaban interponerse entre el misterioso enemigo y el Warlord.
Un oficial vestido de rojo se llevó a sir Lionel a un lado. Con Engersoll no hizo falta, era un experto en evitar enfrentamientos, así que simplemente se unió al grupo en silencio.
—Port Royal ha avistado un buque a unos ocho kilómetros —les informó el primer oficial del Warlord en voz baja—. Este… barco ha sido visto en varias ocasiones durante los últimos dos días, pero ahora parece que se acerca a nuestra posición.
—¿Un solo buque? —preguntó sir Lionel incrédulo—. ¡Esta es la Marina Real británica, señor, ¡un único buque!, ni siquiera uno de esos potentes monstruos de hierro podría soñar con detener nuestro avance!
Al principio el oficial no contestó, se limitó a mirar a su capitán que, derecho como una vela, contemplaba las aguas meridionales del golfo.
—El buque que nos sigue no es como ninguno que hayamos visto antes. Ni siquiera estamos seguros de que sea una embarcación —dijo con evidente incomodidad—. Corre el absurdo rumor de que hay una especie de…
—Señor Rand, el Port Royal va a abrir fuego. ¡Avíseme cuando el buque esté listo! —dijo el capitán sin apartar su mirada del horizonte.
El segundo oficial del Warlord miró a los dos políticos, saludó con una media inclinación de cabeza y se acercó a su capitán.
—¡Todos en posición de combate, capitán! —dijo tras haberle sido notificado momentos antes que los diecisiete cañones de treinta y dos libras del crucero estaban listos para entrar en acción.
—Muy bien. Aunque esto parece una misión ideal para nuestros buques hermanos a vapor, con su rueda de paletas y su carbón, supongo que nosotros, lobos de mar a la antigua usanza, podremos dar una lección a la Armada americana, ¿eh, señor Rand? —El capitán se apartó el catalejo de la cara por un momento y guiñó un ojo.
—Sí, señor, les demostraremos de lo que es capaz la Marina Real británica.
—Informe a los pasajeros de que pueden presenciar desde la regala de popa cómo el Port Royal y el Elizabeth se enfrentan a nuestros nuevos adversarios. Se llevarán una gran sorpresa cuando vean que la Confederación tiene un nuevo aliado en alta mar.
—Sí, señor —contestó Rand con escaso entusiasmo y, sin hacer comentarios, dio media vuelta y se dirigió hacia donde estaban sir Lionel y Engersoll.
Los tres hombres salían del puente cuando vieron el fogonazo de pólvora de los grandes cañones del Elizabeth y el Port Royal antes de que llegara hasta ellos el estruendo de los disparos. Después, Engersoll escuchó los estallidos extenderse sobre la superficie del golfo. No era así como había imaginado que sonaría el fuego de cañones navales, ni siquiera a tanta distancia.
—Ambas fragatas han abierto sus cañones de babor. Eso significa que han debido de sorprender al enemigo con la guardia baja y han cruzado la T, una formación que les permite a ambos apuntar al buque hostil —explicó Rand mientras observaba la maniobra—. Un error fatal de los americanos, si es que se trata de ellos.
—Pero ¿por qué no podemos ver el buque enemigo? —preguntó sir Lionel.
—Bueno, seguramente estará más allá del horizonte. Deberíamos avistarlo…
De repente una tremenda explosión encendió el cielo meridional al tiempo que el HMS Elizabeth desaparecía en un segundo tras un denso muro de llamas y humo. Los tres hombres percibieron atónitos cómo el familiar sonido los alcanzaba. El Warlord se estremeció bajo sus pies mientras Rand gritaba órdenes sin tan siquiera mirar al capitán Peavey, que permanecía impertérrito con el catalejo a un lado. El buque comenzó a virar, cumpliendo el mandato del teniente Rand.
Aquello por fin sacó a Peavey de su ensimismamiento y se volvió enfadado hacia su primer oficial.
—Cancele la orden, ponga rumbo a la costa a máxima velocidad, tenemos que…
Sin haber visto el primero y ni tan siquiera el segundo de los cataclismos, la onda sonora de una tercera explosión casi tira al capitán Peavey al suelo. Tras recuperar el equilibrio y su posición sobre la cubierta de madera, observó que una nube roja y negra con forma de seta se alzaba sobre el lugar ocupado hacía solo un momento por el Port Royal. En cuestión de escasos segundos, las dos fragatas de la Marina Real británica se habían desvanecido sin tener la oportunidad de recargar sus cañones. Una vez recobrada la compostura, el capitán alzó el catalejo y buscó a los dos buques, pero todo lo que vio fueron restos a la deriva y el humo que aún ganaba altura en el límpido aire.
—¡Movimiento a popa, a cinco mil metros y acercándose! —El grito llegó desde lo más alto de la arboladura.
Engersoll intentó desesperadamente ver al buque enemigo, pero no lo consiguió. Se agarró a la barandilla, se llevó la mano derecha a la frente y forzó de nuevo la vista.
Peavey gritó más órdenes y cambió de opinión con respecto a volver a la costa.
—¡Dios mío! —gritó sir Lionel—. ¡Miren eso!
Engersoll se volvió hacia el lugar que señalaba sir Lionel mientras el Warlord viraba hacia estribor para apuntar con sus cañones principales al objetivo que se había hecho visible de repente.
A una milla de distancia, Engersoll por fin distinguió el buque enemigo que acababa de calcinar a trescientos hombres en solo unos segundos. Era un verdadero monstruo marino. La ola que formó al cargar contra el buque inglés era espectacular. La cresta alcanzó una altura de casi cien metros mientras el monstruo avanzaba sobre las aguas con una fuerza que nadie a bordo del Warlord había visto jamás.
—¡Vamos, vamos, vira, maldita sea, vira! —le suplicaba el capitán Peavey al Warlord mientras giraba lentamente para apuntar con su armamento al coloso que los iba a embestir.
—¡Cielo santo! —exclamó Engersoll al ver cómo del mar se alzaba una enorme torre gris, dividiendo el océano como un afilado cuchillo y lanzando espuma y gotas de agua a metros de altura.
Desde el alcázar, todos pudieron ver la reluciente torre al completo. Engersoll apretó los dientes cuando dos enormes ventanas semicirculares y abombadas aparecieron a ambos la de la gran estructura. Luego vio con creciente horror cómo de la parte superior de la aerodinámica torre salían varias picas dispuestas en tres filas, que bajaban hasta la monstruosa y redondeada proa como si fueran los gigantescos dientes de una gran serpiente. Mientras contemplaban absortos aquel espectáculo, la bestia aceleró hasta alcanzar una velocidad incalculable.
Los marineros de la Marina Real contemplaron con ojos desorbitados cómo aquella extraña aparición comenzaba a hundirse bajo la superficie del mar.
Rand miró a su capitán, que permanecía inmóvil, incapaz de reaccionar. Dejó caer el catalejo y la lente se rompió contra la cubierta.
—Abran fuego en cuanto tengan blanco —gritó Rand, tomando el mando inmediatamente.
El enorme cañón de treinta y dos libras comenzó a disparar en cuanto avistaron de nuevo al extraño monstruo. Rand vio con satisfacción que las primeras tres andanadas alcanzaron a la bestia antes de que se sumergiera a demasiada profundidad. Sin embargo, la alegría le duró poco al comprobar que aquella pesadilla marina seguía acelerando a pesar de los impactos de los cañones más potentes de la flota británica. Se volvió y agarró el timón del buque para ayudar al timonel.
—¡A puerto, rumbo a puerto! —gritó.
Una orden que jamás se cumpliría.
A medida que la criatura marina se acercaba, el océano comenzó a elevarse alrededor del gran crucero de batalla, alzándolo a una altura que habría permitido al gigante submarino atravesarlo por debajo sin problemas. En lugar de eso, el crucero de cincuenta y tres metros de eslora se vio sacudido violentamente desde abajo y recibió un golpe tan fuerte que el palo mayor se cayó sobre la cubierta, atrapando bajo su peso al capitán Peavey, y matándolo.
Rand se apartó de un salto y vio que un gran géiser de agua arrancaba las cuatro principales tapas de escotilla debajo del alcázar mientras la fuerza de la colisión destrozaba su gruesa quilla como si estuviera hecha de finas ramas. El pesado crucero se escoró hacia babor porque su timón seguía indicando esa dirección. El teniente Rand luchó por llegar al timón mientras el buque perdía la batalla por su supervivencia.
Engersoll contempló con horror cómo el impacto enviaba a sir Lionel hacia su muerte al alzar vertiginosamente la popa del Warlord. Entonces, la pólvora almacenada en las bodegas explotó, e hizo saltar las cuadernas del buque en mil pedazos. Engersoll cayó a un mar en erupción.
Una vez en el agua, se sumergió para evitar uno de los palos que estaba a punto de caer al mar. Todo a su alrededor luchaba por mantenerse a flote mientras el Warlord, con la columna vertebral rota, se partía en dos como un tronco con un mortífero sonido, un crujido aterrador para los hombres de mar. Apenas tardó unos segundos en hundirse, llevándose con él a cincuenta hombres.
En ese momento, Engersoll sintió que alguien lo agarraba de su largo abrigo y lo rescataba de una muerte a la que ya se había resignado. Al escupir la cálida agua que se le metía en la boca, vio que quien lo había liberado del abrazo del mar era el teniente Rand.
Se dio la vuelta para agarrarse a los restos flotantes y entonces vio algo que le heló la sangre. Allí, a apenas sesenta metros, se encontraba el monstruo de metal. Emergió con un gran soplido de aire y violentas erupciones de agua que salía disparada hacia el cielo, creando un aterrador y mágico arco iris.
El barco de metal se estabilizó en medio de todos aquellos deshechos y hombres muertos, y Engersoll observó atónito la gigantesca torre que se alzaba sobre la amplia extensión metálica que conformaba la inimaginable visión de un casco de hierro. La gran ventana abombada con forma de ojo de demonio estaba frente a él, y al alzar la vista, vio a un hombre de pie tras el cristal enmarcado. Mientras el monstruo marino de doscientos diez metros de largo cogía una gran bocanada de aire y enormes burbujas subían a la superficie del mar, Engersoll pudo distinguir una larga melena oscura casi tan salvaje como los brillantes ojos de aquel individuo. Después, el monstruo de metal se desvaneció.
Al sentir cómo la succión del buque lo arrastraba hacia las profundidades del golfo, Engersoll se dio cuenta de que la última visión del mundo terrenal que se llevaría consigo sería la de aquellos ojos, aquellos terribles ojos llenos de odio.
El barco de vapor echó el ancla con la niebla ocultando su parte inferior y con el único sonido del agua del río golpeando suavemente su casco. Las muchas luces encendidas tanto dentro como fuera resplandecían en la densa niebla. El capitán del Mary Lincoln alzó la vista del alerón del puente de babor y no vio nada salvo un velo de bruma que se alzaba al cielo.
—Maldita sea, señor, esto es demasiado peligroso. ¿Qué loco estaría lo suficientemente desesperado para navegar por el río en estas condiciones?
Un hombre corpulento, sentado a su izquierda, no contestó. Sabía exactamente qué clase de hombre se aventuraría por el Penobscot después del anochecer y con una niebla tan densa, pero ¿por qué decir nada hasta que no hubiera más remedio? Después de todo, el capitán ya estaba lo bastante asustado.
El silencioso pasajero apretó los labios y se mesó la barba gris. Se acababa de afeitar el bigote y había hecho que le lavaran y plancharan el abrigo. Llevaba puesto el sombrero de copa ligeramente inclinado hacia delante, de modo que la mayoría de los que hablaban con él no podían ver sus ojos oscuros. Era por su bien, ya que la mayoría de la tripulación desconocía su identidad.
El secretario de guerra de Estados Unidos, Edwin M. Stanton, observó cómo los marineros tensaban la cuerda del ancla. Estaban atrapados en la zona más profunda y ancha del río en su camino hacia el mar.
Mientras Stanton contemplaba la niebla, le pareció oír un grito en la lejanía. Se estremeció y negó con la cabeza. Todos los hombres que participaban en aquella misión habían recibido órdenes de no hacer ruido. Intentó escuchar algo más, a derecha e izquierda, pero no captó nada. Aquella maldita niebla actuaba como un amplificador y eso podría significar la perdición de todos ellos.
—Parece que se ha producido un cambio en la corriente —dijo el capitán, mientras entraba de nuevo en el puente.
Stanton notó que el gran barco se inclinaba a la derecha y se le hizo un vacío en el estómago cuando el Mary Lincoln se alzó sobre una pequeña ola.
—No es una corriente, capitán; no cambie su posición. Nuestro invitado realizará los ajustes apropiados con respecto a su barco —dijo Stanton al darse cuenta de lo que sucedía.
—¿Qué invitado? La niebla es densa, pero no tanto como para ocultar…
El capitán enmudeció cuando el Mary Lincoln se elevó, con el río Penobscot bajo su gran rueda, unos tres, cuatro, cinco metros.
—Dios santo…
Edwin Stanton se agarró con fuerza, pero sin perder la calma, a la barandilla, hasta que la embarcación se estabilizó.
—Tranquilícese, capitán Smith. No es más que el desplazamiento del agua por la llegada de un buque.
—¿Desplazamiento del agua? —preguntó Smith mientras se volvía hacia el alerón del puente y escrutaba el tranquilo río—. Este río no tiene tráfico, ¡es evidente hasta con esta niebla! ¿Y qué buque desplazaría tanta agua como para hacer zozobrar un barco de este tonelaje?
Un hombre bajo abandonó su posición dentro de la timonera y se acercó con precaución a un Stanton todavía más pequeño.
—¿Ha llegado ya, monsieur Stanton? —preguntó con fuerte acento francés.
El secretario de guerra se volvió molesto hacia el recién llegado.
—Usted solo está aquí como observador. No debe hablar, no debe acercarse al invitado. La razón de su presencia es el pago de un favor a su gobierno. De no ser así, señor, no le daría ni la hora. Ahora, vaya al extremo más alejado, desaparezca, y quizá tenga la suerte de ser testigo de uno de los grandes hitos de la humanidad.
El francés se colocó el gorro de lana sobre la cabeza y se apartó del orondo secretario, sintiéndose afortunado de estar allí, en el Penobscot. Sin embargo, afortunado o no, tenía información que podría dejar en ridículo al gobierno de Estados Unidos y si no le hubieran permitido subir a bordo del Mary Lincoln, habría confiado los relatos de testigos que tenía en su poder a los gobiernos de toda Europa. Aun así, tenía que andarse con cuidado. Solo quería saber si aquel increíble barco existía.
—Atención en cubierta, mantengan los ojos bien abiertos. Detecto movimiento en el río —dijo el capitán mientras se acercaba al alerón del puente, donde estaba el secretario.
Stanton asintió al ver cómo unos gigantes géiseres de agua se elevaban en el aire, provocando que la niebla se dividiera en jirones, formara remolinos y finalmente se disolviera. Después, y sin que los dos hombres pudieran apartar los ojos, un gran buque surgió de las profundidades. La gigantesca torre seccionó el Penobscot como si una montaña acabara de nacer en su centro. Los grandes ojos negros de la bestia brillaban con una luz verde y roja que atravesaban la niebla con facilidad.
—Virgen santa…
—La fe no lo salvará de la ira de este hombre, capitán. No es hijo de Dios, sino del diablo.
—¿Qué es… esa cosa?
Stanton se acercó al borde del alerón del puente y contempló cómo la mole superior de una gran bestia de hierro se estabilizaba sobre la superficie del río. Al hacerlo, envió una ola contra el Mary Lincoln, haciéndolo subir una vez más y permitiendo que el río inundara su regala. Los géiseres cesaron y las aguas del río se tranquilizaron. Stanton creyó escuchar el lejano sonido de campanas y voces de hombres dando órdenes. Después, un banco de niebla se interpuso y ocultó al gran submarino negro.
—Esa cosa se llama Leviatán, capitán Smith, y da igual lo que ocurra aquí esta noche, no debe hablar de esto con nadie, ni siquiera con su mujer. No veo necesario hacer uso de las amenazas, ¿verdad, señor?
Stanton ignoró la expresión de estupefacción que cubría el rostro de Smith. Simplemente se limitó a escuchar en la oscuridad el sonido del agua al golpear el hierro. La noche había enmudecido por completo y parecía aguardar también las respuestas que explicaran la naturaleza de aquel extraño objeto. Stanton se volvió entonces hacia el hombre que permanecía oculto bajo la escalera de la timonera. Inclinó la cabeza y el individuo salió sin que nadie lo viera. Nadie excepto el francés, al que quitó de en medio con un empujón.
El hombre de Stanton reunió en torno a sí a los cinco marines de la Armada estadounidense seleccionados y les dio a cada uno un trozo de hule que pesaba alrededor de trece kilos. Después contempló cómo avanzaban sobre la cubierta del lado opuesto y se deslizaban por su costado.
—¡Ah del barco! —Seis marineros corrieron al lado de estribor y agudizaron el oído y la vista para distinguir algo entre la niebla. Después, desde el río se volvió a oír—: ¡Ah del barco, permiso para amarrar y subir a bordo! —La voz era profunda, poderosa y llena de autoridad.
El primer oficial alzó la vista al puente solicitando el permiso del capitán para permitir el abordaje. Smith asintió con la cabeza.
—¡Permiso concedido! ¿Cuántos componen la partida de abordaje?
—Uno. —Esa fue la escueta contestación y un largo cabo, como salido de ninguna parte, atravesó la niebla para caer sobre la húmeda cubierta. Los marineros lo amarraron mientras unas pisadas retumbaban sobre la pasarela bajada para la ocasión.
El capitán Smith observó a sus hombres mantenerse inmóviles mientras el invisible visitante subía lentamente por la escalera. La niebla se retorcía alrededor de la barandilla del barco cuando se dejaron de oír las pisadas. Entonces, la manta de humedad se retiró y apareció un hombre. Era un gigante, al menos medía un metro noventa y cinco. Tenía el pelo negro, largo y salvaje. Su trenca marinera era sencilla y no llevaba galones que indicaran su rango, salvo cuatro divisas doradas en cada puño. Las botas hasta la rodilla brillaban tanto como una cubierta bien pulida.
—El Leviatán solicita permiso para subir a bordo —atronó una profunda voz.
—Permiso concedido. ¿Puedo saber su nombre, señor? —preguntó el primer oficial del Mary Lincoln.
El hombre permaneció inmóvil en lo alto de la pasarela. En silencio, estudió con sus grandes ojos a la tripulación que tenía ante sí, mientras sostenía en una enorme mano una vieja y castigaba biblia.
—Salude de mi parte al secretario Stanton y dígale en mi nombre que el hombre que deseaba conocer, el capitán Octavian Heirthall, ha llegado para poner fin a su relación con el gobierno de Estados Unidos y para reclamar a su familia.
El primer oficial parecía confuso mientras miraba primero a la oscura figura envuelta en niebla en lo alto de la pasarela y luego al capitán y sus invitados, que lo contemplaban todo desde el puente. La tripulación escuchó más pisadas y una figura solitaria descendió a la cubierta principal.
Edwin Stanton, ayudado por su bastón, se acercó a la barandilla del barco con cuidado. No apartó los ojos de la imponente figura que se erguía frente a él. En aquellos momentos se sentía como un ratón contemplando a un búho, un búho hambriento. Los oscuros ojos azules del desconocido abrasaron la niebla hasta encontrar los suyos. Stanton se detuvo a medio metro del hombre conocido solo por unos pocos como el capitán Octavian Heirthall.
—Por favor, suba a bordo, capitán —dijo Stanton, alzando la vista.
—Mi mujer, mis hijos… ¿están en este barco?
—Capitán, por favor, venga conmigo. Hablar así con usted, desde esta posición, aunque no esté por debajo de mi estatus, resulta, cuanto menos, incómodo —replicó Stanton, reuniendo todo el valor del que fue capaz en aquellas circunstancias.
—Desde mi punto de mi vista, no hay estatus más bajo que el suyo, salvo quizá uno, el que ocupará en el infierno al que lo voy a enviar cuando acabe con su miserable vida. Mi mujer, mi hijo y mis cinco hijas tienen que estar aquí, o le juro, señor secretario, que caerá tan bajo y se verá tan desacreditado que la sola mención de su nombre será una penosa experiencia para cualquier alma. Ya he enviado un despacho al presidente Lincoln. Si no me entregan a mi familia aquí y ahora, el correo tiene instrucciones de entregar la carta, sin importar las consecuencias para mi mujer y mis hijos.
—Perdone, capitán, usted lleva tiempo en alta mar, así que probablemente no se ha enterado de las noticias. El presidente Lincoln fue asesinado hace once días, en Washington. Le dispararon.
El gran hombre pareció encoger ante los ojos de Stanton. Intentó agarrarse a la cuerda que hacía las veces de barandilla, pero no la encontró en su primer intento, y cuando por fin lo consiguió, se aferró a ella con la desesperación de un moribundo.
—Una noticia terrible, lo sé.
—Era… era el único hombre honorable que jamás he conocido —dijo Heirthall mientras bajaba despacio de la pasarela a la cubierta—. ¿Y qué pasa con la promesa que me hizo sobre proteger el golfo y a sus habitantes?
—Ya sabe que su correo no servirá de nada —dijo Stanton, ignorando la pregunta del capitán—. Su amenaza ha caído en saco roto… Se podría decir que su plan hace aguas, mi buen capitán.
Heirthall cogió al biblia con ambas manos, pero no encontró consuelo en su tacto. Volvió los abrasadores ojos al río y echó los hombros hacia atrás. Después se giró lentamente hacia Stanton.
—Soy un hombre orgulloso y temeroso de Dios. Mis palabras fueron quizá demasiado duras, así que se lo preguntaré de nuevo, señor, por favor, mi mujer y mis hijos, ¿están a salvo? Y la promesa del presidente de ayudarme con mi… mi descubrimiento, esa promesa ¿sigue en pie? He hecho lo que me han pedido.
—¿Debo recordarle, capitán, que fue usted quien solicitó nuestra protección para las aguas del golfo? Fue una coincidencia que nuestros espías en Inglaterra descubrieran el sucio acuerdo firmado entre Gran Bretaña y los estados rebeldes. Si hubieran consumado lo establecido en aquel documento, las bases militares habrían supuesto el fin de su asombroso descubrimiento, ¿no es así?
—No tenían ningún derecho a llevarse a mi familia de mi isla en el Pacífico… Habría honrado mi parte del trato sin necesidad de que utilizara sus mezquinos métodos, señor Stanton.
Heirthall recordó las historias que le había contado su difunto padre. Cómo Napoleón mató a su familia para tener acceso a sus descubrimientos; una terrible historia que ahora se repetía.
Stanton bajó la cabeza y apartó la mirada de aquellos suplicantes ojos azules. Descubrió que era incapaz de mirar al capitán mientras le decía lo siguiente:
—Su hijo ha muerto. Tuberculosis, según parece. Lo siento mucho.
Un grito desgarrador atravesó la oscura noche. Los hombres del río que lo oyeron, lo revivirían después en sus pesadillas. Parecía imposible que aquel sonido procediera de un hombre de la envergadura de Heirthall. El capitán cayó de rodillas y se tapó el rostro con la biblia.
El francés bajito, que lo observaba todo desde el alerón del puente, sintió pena por aquel hombre al que no conocía. Su dolor le heló la sangre. De repente supo que no quería estar allí, aunque jamás lograra confirmar la existencia de lo que había visto dos años antes en el mar: el terrible monstruo de metal.
—Ha sido un desgraciado imprevisto. Pero intente comprender mi postura, señor, debe proseguir con su buen trabajo en el mar. No le podemos permitir que haga otra cosa. Su país lo necesita más que nunca. Los británicos pretenden ganar poder en este hemisferio y quizá su golfo de México deje de ser el lugar seguro que usted conoce.
El capitán Octavian Heirthall, con su largo pelo negro cubriendo la biblia con la que ocultaba su rostro, levantó la vista lentamente hacia Stanton. Bajó el viejo libro, se incorporó y tiró del borde de su trenca para estirarla.
El secretario tuvo entonces la certeza de haber visto su destino reflejado en aquellos terribles ojos azules. Chasqueó los dedos y veinte marines aparecieron por el lado opuesto de la timonera. Alzaron sus rifles y apuntaron al hombre que tenía ante sí. Heirthall, sin embargo, no pareció alarmarse, lo que inquietó profundamente al secretario de guerra estadounidense.
—Antes de que haga una tontería, lo informo de que hemos dividido a su familia. Su mujer y cuatro de sus hijas están cerca, pero la quinta, esa que es tan, tan especial, la que más se parece a su madre, está prisionera en el depósito de armas de Washington. Ella será el cordero de sacrificio, así que, piénselo bien antes de hablar, capitán.
Heirthall sintió que algo le apretaba el pecho y que su final estaba cerca. Había caído en la misma trampa que su padre. En lugar de Napoleón, ahora era Stanton quien se había aprovechado de su candidez. En su mente algo cambió, pero sus facciones no lo traicionaron.
—Su magnífica ciencia, señor, eso es todo lo que buscamos. Usted mismo hará entrega de todos sus estudios al Departamento de la Marina. Su buque quedará confiscado. Será desmontado, pieza a pieza, analizado y reconstruido. Después, compartirá con nosotros su conocimiento de los mares, eso que solo usted sabe. Su cooperación es esencial para la seguridad de su hija pequeña. Cuando haya cumplido satisfactoriamente con estas condiciones, usted y su familia podrán reunirse. ¿Entendido?
—El presidente Lincoln… ¿sabía de sus intenciones?
—El señor Lincoln jamás comprendió nada más allá de lo que tenía delante de las narices. Como país, hemos entrado en un mundo nuevo, una sociedad global donde el fuerte será quien mande. Esta nación necesita lo que usted tiene… y su amigo Lincoln jamás lo entendió. Aceptó su decisión de no compartir sus conocimientos ni utilizarlos para la guerra. Yo, señor, no. La misión que realizó para el presidente al poner fin a la alianza entre Gran Bretaña y los traidores del sur era solo el comienzo. Habrá muchas más tareas para usted en el futuro, y las llevará a cabo. Si falla en esto, haré público su descubrimiento del golfo, el Mediterráneo, la Antártida… y no hace falta que le diga que eso supondrá el fin de su sueño y el de su familia.
Heirthall experimentó un momento de claridad mental, tan brillante como un relámpago. Abrió los ojos como platos y dio un paso amenazante hacia el secretario.
—Lleve a mi hija con su madre y hermanas o mi venganza será tal que pensará que Satán ha escapado del infierno para devorarlo a usted y a los suyos. Conozco a los hombres como usted. Hombres así mataron a mi padre solo por acceder al gran secreto de los mares. En otro tiempo miré con cariño a mi país de adopción, hasta que la locura invadió estas costas, como ya lo había hecho en muchas otras. —Heirthall avanzó otro paso y utilizó su profunda y resonante voz llena de autoridad para añadir—: Mi mujer y mis hijos, entréguemelos o aténgase a las consecuencias.
Stanton tragó saliva pero mantuvo su posición, detrás de los marines.
—Mientras hablamos, su buque, su gran Leviatán, está siendo minado. Discuta y luche y perderá mucho más que a su hijo.
Heirthall se rompió. Demasiado habían soportado su mente y su corazón durante los últimos tres años. La traición, la larga separación de sus hijos y su mujer, la matanza de culpables e inocentes por igual en el mar… su gran intelecto no pudo aguantar más. Arrojó la negra biblia al cordón de marines y se volvió hacia la barandilla del buque. Mientras sus manos tocaban la húmeda cuerda sonaron varios disparos. Le alcanzaron dos balas Minié. Un proyectil le perforó el hígado y otro le atravesó la parte superior de la espalda. Se tambaleó, pero consiguió mantener el equilibrio. Reunió las escasas fuerzas que le quedaban y se arrojó por encima de la barandilla al río.
—¡Idiotas! ¿Qué habéis hecho? —gritó Stanton—. Vosotros —dijo señalando a los cuatro marines que no habían conseguido atrapar a Heirthall antes de que saltase al agua—. Al río, traedme al capitán. ¡No puede estar lejos!
Los marines arrojaron los rifles y corrieron hacia la barandilla dispuestos a saltar por la borda, pero no tuvieron tiempo. Un sonido potente y hueco atravesó la gruesa niebla y todos cayeron abatidos. Después, una descarga jamás oída antes por ningún hombre en la larga historia de las armas de fuego agujereó el gran barco de vapor. La madera comenzó a saltar por los aires mientras más proyectiles deshacían la niebla. Stanton se dio cuenta mientras se agachaba tras unos barriles de que aquello debía de ser algo parecido a una ametralladora Gatling, solo que mucho más rápida y letal. Los marines que quedaban en pie ni siquiera tuvieron la oportunidad de recargar antes de que las nuevas ráfagas los hicieran pedazos.
Ante sí tenían otra de las milagrosas armas de Octavian Heirthall.
Las heridas del capitán eran mortales. Luchó por mantener la cabeza por encima del agua mientras movía las piernas. La niebla y las armas automáticas del Leviatán mantenían a raya a los marines del Mary Lincoln, pero Heirthall sabía que el secretario no quedaría satisfecho.
De repente, unos brazos comenzaron a tirar de él y lo sacaron de las heladoras aguas del río. El capitán sintió el frío hierro del Leviatán contra su ropa mojada mientras lo subían a bordo. Las voces eran confusas, y notó miedo y rabia entre su tripulación. Luchó por ponerse en pie y finalmente su visión se aclaró lo bastante para distinguir a su primer oficial, el señor Meriwether, a su lado.
—Inmersión, Thomas, nos han traicionado.
—Capitán, sus heridas son…
—Abajo, sumerge el Leviatán y pon rumbo río arriba. —Avanzó hacia la gigantesca torre donde cayó contra la gruesa escotilla de hierro. Se levantó de nuevo, lentamente. Furioso, se apoyó contra el marco y después entró en el buque.
—¡Preparados todos para la inmersión! —gritó Meriwether mientras contemplaba el denso rastro de sangre que manchaba la cubierta y la brazola. Después siguió a Heirthall al interior.
«Dos barcos se acercan desde la orilla opuesta. ¡Su eco nos dice que están blindados!», escuchó mientras casi se desploma por la escalera que llevaba a la sala de control.
Unos segundos después del anuncio, una explosión bajo la proa estremecía al Leviatán y casi inmediatamente se producía otra en la popa.
—Esos no son disparos de un acorazado, son minas. Quiero un informe de daños.
Meriwether dejó al capitán en la gran silla de la plataforma que se alzaba en el centro de la sala de control. Al apartar las manos, vio que estaban cubiertas de densa sangre roja.
—¡Informe de profundidad! —gritó Meriwether sin dejar de mirarse las manos.
—¡Solo hay nueve metros bajo el casco! —anunció el timonel desde la parte delantera de la sala de control.
—¡Cambio de rumbo, adelante a toda máquina! —dijo Heirthall con una voz llena de dolor.
Meriwether se volvió hacia su capitán.
—Señor, debemos ir al mar antes de que nos bloqueen la salida.
—Mi hijo ha fallecido, tienen a mi familia como rehenes y… y el presidente… está muerto —dijo, cerrando los ojos del dolor.
Meriwether vio su desesperación. Casi sentía la misma rabia que aquel hombre al que quería más que a un padre.
—¿Cuáles son sus órdenes, señor?
Heirthall se apoyó en la silla para levantarse y rápidamente apartó a Meriwether con una señal, cuando este se lanzó a ayudarlo.
—Teniente Wallace… lo necesito.
Un hombre joven, de no más de veinte años, abandonó su puesto en control de lastre y se presentó ante el capitán.
—¡Oficial buzo Wallace presente, señor!
Heirthall le hizo una señal para que se acercara sin ni siquiera abrir los ojos. Alzó una mano hasta tocar al joven, al que finalmente cogió de la mano.
—Tengo… una misión… para ti, hijo —dijo, intentando mantener el dolor fuera de su voz.
Un disparo hizo tañer el casco del Leviatán. El eco resultó casi ensordecedor. Era la primera vez que su tripulación oía cómo el buque recibía un impacto a quemarropa de otro buque de guerra.
—Los acorazados están abriendo fuego, capitán.
Heirthall abrió los ojos con los párpados temblorosos y fijó la mirada en Wallace. El capitán sabía que el chico sentía especial cariño por su hija pequeña, Olivia. Le informaron de que los dos pasaban las horas juntos, hablando y leyendo. Heirthall no sacrificaría a este joven, su intención era utilizar sus sentimientos para salvar a su hija.
—Señor Wallace, cuando… cuando viremos, cuando nos dirijamos al mar, usted… no estará a bordo.
—¿Capitán? —dijo Peter Wallace, mirando a Heirthall y Meriwether.
—Llévese a varios hombres… mi hija está en Washington… en el depósito de armas. Por favor, encuentre a mi Olivia, luego a su madre y hermanas… Por favor, hijo. —Sonrió de nuevo—. Eres el más joven y el más brillante… el mejor de todos nosotros. Si es necesario para garantizar la vida de mi hija, mata a todo aquel que se interponga.
Wallace miró a su alrededor y comprendió que todos los allí presentes empezaban a intuir la gravedad de la traición. El joven echó los hombros hacia atrás y con gesto serio hizo el saludo militar a Heirthall. Cuando vio que su capitán estaba demasiado débil para devolverle el gesto, bajó la mano lentamente.
—Llévese a los que están de guardia en cubierta, eso son seis hombres armados —dijo Meriwether, sin dejar de mirar al moribundo capitán—. Tengo que darle más material, ¿con su permiso, capitán?
Heirthall solo pudo asentir con la cabeza.
Meriwether desapareció hacia la popa de la sala de control. Regresó dos minutos después con una cartera de cuero y una bolsa. Le ofreció la bolsa a Wallace.
—Dentro hay suficiente oro para que tú y tus hombres llevéis a Olivia y al resto de la familia de vuelta a casa. Incluso podríais comprar un barco, si fuera necesario.
El joven asintió y miró con pesar al resto de los oficiales que estaban en la sala de control. Sentía que con su marcha estaba traicionando a aquellos hombres a los que tanto quería.
—Preste atención, teniente. —Meriwether le ofreció entonces la pequeña cartera. Mientras el chico la sostenía, el primer oficial la abrió y sacó unas páginas viejas y desgastadas—. Cuando los hayas liberado, debes proteger a Olivia con tu vida. Estarás al mando de la base, serás el único oficial que quede. Los hombres son leales al capitán hasta su muerte, contigo ocurrirá lo mismo, chico, y nadie debe saber nada de la joven, su madre y hermanas.
Wallace tragó saliva y miró al capitán, pero Meriwether le dio una suave bofetada.
—Esto —dijo alzando las amarillentas páginas— es su legado familiar; es ella, es de donde viene. —Después, cogió otro libro—. Esto es el cuaderno de bitácora del Leviatán. También es para ella. Serás tú el que tenga que escribir la última entrada. Los planos y las especificaciones del Leviatán están en la isla junto con todas las investigaciones del capitán. Algún día, Olivia sabrá qué hacer con todo. Las últimas páginas hablan de la criatura y no deben caer en manos de nuestros compatriotas americanos, ¿está claro?
Peter Wallace contempló las páginas y el cuaderno de bitácora y frunció el ceño aún más al darse cuenta de la gran responsabilidad que conllevaba aquella misión.
—Le contarás lo que ocurrió aquí, esta noche. Le hablarás de esta terrible traición y ella, con el tiempo, sabrá qué hacer. Los diseños de su padre y abuelo están guardados. Tiene que aprender… aprender la ciencia, y en el mar descubrirá quién es en realidad y por qué su familia es cómo es… ¿Lo entiendes, hijo?
—No le fallaré al capitán, señor.
—Sé que no lo harás. —Meriwether miró a su alrededor mientras las explosiones estremecían al Leviatán—. Buen viaje, hijo. Ahora, márchate. Salta al agua cuando viremos. Cuida de Olivia, ámala, como sé que ya haces.
Wallace dio media vuelta, se dirigió hacia la escotilla de la torre mientras metía las hojas y el cuaderno de bitácora en la cartera de piel. El joven no volvió la vista atrás.
—Dieciséis nudos y doscientos setenta metros, señor Meriwether —anunció el timonel.
—¿Órdenes, capitán?
—Lléveme a la… a la torre, señor Meriwether —ordenó Heirthall, y cayó de rodillas. Varios hombres abandonaron sus puestos para socorrerlo.
—¡A sus puestos!
Todas las miradas se centraron en Meriwether, el primer oficial calvo que permanecía derecho como una vela junto a Heirthall.
—Tenemos una última misión que cumplir para nuestro capitán. ¡Y la cumpliremos sin importar las consecuencias! —gritó con su acento de Boston justo cuando otro proyectil golpeaba el caso del buque.
Meriwether ayudó a Heirthall a ponerse en pie y a caminar lentamente hacia la escalera de caracol que llevaba a la torre pintada de verde. El primer oficial condujo a su capitán a la rueda del timón auxiliar y no se apartó hasta asegurarse de que estaba bien sujeto.
—Gracias, señor Meriwether —dijo Heirthall apoyando todo su peso sobre la rueda de caoba—. Informe a la tripulación de que todo aquel que lo desee, puede abandonar el Leviatán. —Cerró los ojos, atenazado por el dolor.
Meriwether vio el gran charco de sangre que se extendía por la cubierta de baldosas. Le parecía increíble que alguien pudiera perder tanta sangre y seguir aún con vida.
—Sí, capitán —dijo, y dio media vuelta para regresar a la sala de control.
Heirthall estaba a punto de perder el conocimiento cuando la voz de Meriwether llegó hasta él a través de los potentes altavoces que se alzaban sobre su cabeza. Cuando se le pasó el mareo, miró a su alrededor. Tocó con suavidad los puños de la rueda del timón, acariciándolos como en otro tiempo hizo con su hermosa mujer. Sudor y lágrimas de dolor le llenaron los ojos, que se limpió con la manga de su chaqueta. Después, alzó la vista e intentó enderezarse lo mejor que pudo al oír que regresaba Meriwether. Vio a su primer oficial estremecerse cuando un proyectil impactó contra la torre expuesta del Leviatán.
—La tripulación ha sido informada, capitán. Los buques acorazados se acercan y me temo que la niebla se está levantando con el amanecer.
—¿Tenemos bastantes hombres para enviar al Leviatán a su última misión? —preguntó Heirthall sin apartar los ojos de Meriwether.
—Sí, capitán, tenemos a toda la tripulación, menos los siete que mandó a tierra.
Heirthall no podía creer lo que acababa de oír.
—¿Van a…?
—A seguir las órdenes hasta el final, capitán. Son sus hombres.
Heirthall echó los hombros hacia atrás y agarró la rueda del timón.
—Ordene velocidad de flanco, señor Meriwether. Cuando estemos a cien metros del Mary Lincoln, quiero que el estómago del Leviatán roce el lecho del río. —Heirthall bajó la cabeza—. Jamás deseé esto… no me han dejado otra salida.
—¿Los acorazados?
—Dispare contra esos idiotas dos de los nuevos torpedos de aire comprimido —dijo Heirthall mientras una lágrima resbalaba silenciosa por su mejilla izquierda—. Y, señor Meriwether, de a los hombres las gracias por…
—No, señor. No lo haré. No se agradece a nadie que cumpla con su deber con un hombre que les ha salvado la vida en muchas ocasiones y que dio significado a sus existencias.
Heirthall contempló cómo Meriwether daba media vuelta y gritaba por la escalera de caracol:
—Todo avante a velocidad de flanco, preparados para disparar los torpedos, apunten a los acorazados enemigos con las nuevas cabezas magnéticas.
Abajo, los hombres entraron en acción justo cuando el gigantesco submarino se lanzaba hacia delante. Su popa bajó tanto que su propulsor principal se clavó en el barro, enviando un chorro de oscuro lodo a varios metros de altura y anunciando sus intenciones a todo aquel que estuviera en el río aquella fatídica mañana.
—¡Dios mío, ese loco va a cargar contra nosotros! —dijo el capitán desde el puente.
Stanton corrió hacia popa y contempló cómo el río entraba en erupción a mil metros corriente arriba. Se tapó los oídos con las manos mientras dos acorazados de la Unión abrían un fuego devastador desde sus torretas giratorias. Trataron en vano de alcanzar al rápido submarino cuando comenzó a sumergirse. La gigantesca torre y las tres filas de lanzas arqueadas eran ahora las únicas señales visibles que testimoniaban que el Leviatán se movía. Al avanzar a más de cincuenta nudos, las enormes ventanas abombadas a ambos lados de la torre brillaron con un rabioso destello verde azulado, como si fueran los ojos del mismísimo Heirthall.
Stanton se apartó cuando los marines que estaban en cubierta comenzaron a disparar contra el buque que se abalanzaba contra ellos. Dos explosiones hicieron estremecer la quilla del Mary Lincoln. El secretario de guerra se volvió hacia el ruido y contempló con horror que los dos acorazados habían saltado por los aires.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —gritó. Después se volvió, furioso, hacia el barco—. Teniente, sáquelas a cubierta y alinéelas frente a la barandilla. ¡Asegúrese de que el loco las ve bien! —ordenó.
El joven marine desapareció a toda prisa de cubierta. Al poco tiempo regresó con cuatro niñas y la esposa del capitán Octavian Heirthall. La mujer parecía tranquila, pero Stanton pudo ver que las niñas estaban asustadas.
El francés bajito, que estaba al lado de Stanton, le tiró de la manga del abrigo y la desgarró.
—Esto es una barbarie. No puede hacerlo… ¡deje que abandonen el barco!
Stanton se libró del francés con un empujón.
—Rápido, que el capitán vea lo que va a perder con esta locura. Señor Verne, váyase si así lo desea, ¡pero el Mary Lincoln defenderá su posición!
El marine empujó de mala gana a las niñas y a la silenciosa mujer con el extremo de su rifle hacia la barandilla. Entonces Elizabeth Heirthall apartó el rifle con bayoneta y reunió a sus hijas a su alrededor al ver al gran Leviatán avanzar hacia ellos. La mujer se volvió para mirar a Stanton y una enigmática sonrisa asomó a sus labios. Negó con la cabeza mientras estrechaba con fuerza a sus hijas.
—Los acorazados ya no nos molestarán más, capitán —anunció Meriwether mientras examinaba con sus binoculares el lugar donde los dos buques de guerra se estaban hundiendo en el lodo del Penobscot—. El Mary Lincoln avanza a toda máquina, pero no escapará. Navega a unos dos nudos y…
Meriwether se cayó abruptamente y ajustó los prismáticos para ver mejor la escena que tenía ante sí.
—¡No, no, no! —Las palabras sonaron más como un quejido que como un grito.
Heirthall, aunque apenas consciente, escuchó el miedo en la voz de su primer oficial. Su rostro tenía ahora una tonalidad grisácea, pues la sangre ya no circulaba por sus venas. Con mucho esfuerzo consiguió alzar la cabeza, pero casi no veía nada.
—Las niñas… capitán, ¡el salvaje tiene a su mujer y a las niñas en la cubierta!
Heirthall se despabiló de repente y cayó de rodillas al soltar la rueda del timón. Intentó ponerse en pie y sintió con alivio cómo Meriwether una vez más acudía en su auxilio. Después, el segundo oficial corrió hacia el timón e intentó virar el gran buque. Pero el timón no respondía porque estaba parcialmente hundido en el espeso lodo del río. Hizo uso de toda su considerable fuerza para hacer girar la rueda, pero la resistencia era demasiado grande. Las minas que Stanton había colocado en el casco del Leviatán se sumaban al peso del lastre y hundían la popa en el barro.
—¡No responde, capitán! —gritó Meriwether.
Heirthall se inclinó pesadamente contra el grueso cristal de la ventana. A pesar de sus ojos vacíos y su cuerpo agonizante, no necesitó binoculares para ver a su familia alineada en la cubierta del barco de vapor.
—¡Elizabeth! —exclamó con un hilo de voz, y se desplomó contra el suelo mientras de su boca salía sangre a borbotones.
—¡Capitán! —gritó Meriwether al ver a Heirthall en el suelo.
—Mía es la venganza —dijo Heirthall en un susurro.
Stanton corrió hacia la barandilla y saltó. Su voluminoso cuerpo golpeó el agua sin que nadie de la tripulación ni los marines a bordo se dieran cuenta. El corresponsal de prensa francés se mantuvo firme mientras el gran submarino se acercaba a toda velocidad. De repente intentó correr para alcanzar a la mujer y las niñas, pero se resbaló sobre la húmeda cubierta y cayó con fuerza al tiempo que el Mary Lincoln comenzaba a virar. La aceleración del gran barco de vapor hizo que el joven Julio Verne cayera al río. Una vez sumergido en el agua fría, el francés escuchó el grito de los tres propulsores del Leviatán que lanzaban la enorme masa de hierro a través del agua. Pataleó con todas sus fuerzas para llegar a la rocosa orilla del Penobscot sin dejar de llorar por el terrible destino que aguardaba a la mujer y sus hijas.
La triple proa del Leviatán dividía las aguas del Penobscot con claridad, y su torre se alzaba majestuosa sobre el barco sentenciado. Parecía como si Heirthall dirigiera aquella enorme nave directamente contra su mujer y sus hijas con la idea de separar la popa del Mary Lincoln del resto del buque. La torre del Leviatán avanzaba en la estela abierta por la quilla. Si quedaba alguien con vida dentro de aquel extraño buque, habría sido testigo de una extraña escena, la del primer oficial cubriendo al capitán con su propio cuerpo.
El Leviatán avanzaba a más de cincuenta y ocho nudos cuando hizo contacto con la madera, el hierro y el latón del barco de vapor. Lo atravesó de popa a proa en menos de tres segundos, y el impacto solo redujo su velocidad en seis nudos.
El Mary Lincoln simplemente se partió en dos secciones y desapareció como si jamás hubiera existido, mientras el Leviatán proseguía su avance hacia la ancha desembocadura del Penobscot y las profundas aguas del mar.
Meriwether ayudó a Heirthall a sujetar de nuevo la rueda del timón. El gran submarino estaba muriendo. El agua entraba a chorros en la torre a través de grietas en el casi indestructible cristal de las ventanas, y podía escuchar a los hombres luchar contra las vías de agua abiertas cuando los remaches del buque saltaron al impactar contra el acero y el hierro de las máquinas del barco de vapor.
—He matado lo que más he amado, he…
—No fue usted, capitán, fueron esos locos de la guerra; gente como Stanton. Ellos son los responsables.
Heirthall alzó una mano y agarró la rueda. Se movía con facilidad ahora que el timón no rozaba el lecho del río. Habían logrado llegar al mar, volver a casa.
—Llévelo a… la plataforma continental, señor Meriwether, que muera en aguas profundas —le ordenó mientras hundía la barbilla hasta hacerla descansar sobre el soporte de la rueda.
Las luces parpadearon y después se apagaron mientras el Leviatán ganaba profundidad por última vez en su corta vida. Cuando las luces rojas de emergencia alimentadas por baterías se estaban encendiendo, Octavian Heirthall moría.
La presión de las profundidades comenzó a estrechar en su fuerte abrazo al Leviatán y Meriwether y el resto de la tripulación no se hacían ilusiones sobre cuál sería su final.
El primer oficial cerró los ojos al ver que el grueso cristal de ingenioso diseño se resquebrajaba y la grieta avanzaba por el vidrio como una mano invisible. Después, en la escalerilla, se produjo el primer y sonoro hundimiento del casco debido a la presión.
—Con pesar en nuestros corazones, seguimos a nuestro capitán al fondo del mar. Regresamos a casa.