Stave resuella, quiere gritar, tomar aire, salir corriendo. Nada. Está atrapado por un espantoso torniquete que le presiona la garganta. En su imaginación destellan imágenes de la mesa del forense: la laringe aplastada, marcas finas de un marrón rojizo en el cuello. Presa del pánico, descarga golpes ciegos. Sus puños vuelan por el aire, como mucho rozan una o dos veces un poco de tela tras su espalda. Lleva un abrigo grueso, piensa Stave. ¡Contrólate! ¡La funda de la pistola! Pero la tiene bajo su propio abrigo, y se lo ha cerrado al alejarse del campamento de barracas. Tira de los botones, no consigue abrir ninguno. La sensación de estrangulamiento en el cuello es abrumadora, la cabeza le retumba como si fuese a estallarle el cráneo, le tiemblan las piernas. Cae de rodillas. Enseguida me habré ido, se dice. Deja de tirar de los botones. Otra vez lanza el puño hacia atrás. El atacante debe de estar ya sobre él: la posición perfecta. Los golpes ciegos de Stave son cada vez más débiles, más espasmódicos.
Algo duro.
¡Los zapatos para su hijo! Están en el bolsillo exterior de su abrigo. Stave mete la mano, agarra las suelas duras, saca los zapatos de un tirón y arremete con ellos hacia atrás.
Un gruñido sordo sobre él. Le ha dado al atacante en la rodilla. Lo ha pillado por sorpresa, se tambalea, afloja un poco.
Stave se arrodilla y se abalanza hacia delante. El lazo le corta el cuello, empieza a manarle sangre, pero la presión ya no lo estrangula. Consigue pasar la mano izquierda por debajo y aflojar un poco el alambre. Más sangre aún, esta vez en la mano, pero al fin consigue inspirar aire. Con la mano derecha sigue golpeando hacia atrás.
Quiere gritar, solo que no consigue proferir más que un graznido.
Respira. Golpea. Una patada hacia atrás.
Con ella le da al atacante.
La presión del cuello desaparece de pronto. Crujidos entre las piedras, pasos apresurados.
Unos velos rojizos bailan ante los ojos de Stave, que se tambalea dando vueltas, todavía con el alambre al cuello. Distingue una sombra frente a una pared medio derruida. Mueve las manos temblorosas en el abrigo. ¡Maldita sea, maldita sea, maldita sea! Stave se arranca el abrigo, los botones salen volando. Siente el frío acero de la empuñadura de la pistola. Tira de la FN 22 para sacarla de su funda.
El estrépito del disparo resuena en su cabeza, su eco recorre las ruinas. Otro más. Y otro. Stave, casi sin ver nada, vacía el cargador con una furia ciega en dirección a la sombra.
Silencio.
El inspector jefe se desploma jadeante bajo la luz de la luna, se quita el lazo del cuello, inspira hondo, espira, inspira hondo. Tiene el corazón acelerado. Las manos temblorosas. Pero el cerebro le vuelve a funcionar.
El asesino de los escombros, piensa.
Stave se levanta a duras penas, cojea hasta donde ha desaparecido la sombra, entre dos muros como de la mitad de altura de un hombre. Hay una mancha en el suelo.
Stave se agacha. Sangre. Le he dado, comprende con un sentimiento triunfal. Mira alrededor: dos solares de escombros, un peligroso laberinto de cascotes, vigas de acero, cables retorcidos, añicos de cristal, por ninguna parte hay un camino.
Otra gota.
Ha trepado por los cascotes. Stave sigue el rastro de sangre, la pierna tullida le resbala, maldice en voz baja. Vuelve a guardarse los zapatos en el bolsillo, aferra la pistola con la mano derecha. Tiene el cargador vacío, pero es lo bastante contundente como para abrirle la cabeza a alguien. Dos ladrillos se sueltan bajo sus pies y caen rodando con suaves golpeteos por la pendiente de cascotes. Polvo de cemento. Le lloran los ojos.
Detrás del solar de escombros, distingue el rectángulo de unos treinta metros de alto de una casa de vecindad bombardeada: todas las paredes exteriores están carbonizadas; las ventanas, vacías; no hay tejado, ni suelos en el interior. Hay un cartel junto a la abertura destrozada del portal, en la que solo la parte superior de una puerta cuelga de una bisagra: ¡PROHIBIDO! ¡PELIGRO DE DERRUMBE!
El rastro de sangre conduce allí dentro.
Ya te tengo, piensa Stave, y cruza con cuidado al interior de la casa incendiada.
Oscuridad. Solo unos rayos de luz de luna entran por los agujeros de las ventanas. Por todas partes hay sombras, manchas oscuras, negrura. Stave contiene la respiración. No se oye un solo ruido.
Sí, pasos. Arrastrados, como si alguien tirara de algo. ¿Una pierna herida? ¿Una carga pesada? El inspector jefe aguza el oído. El desconocido se mueve en algún rincón de esas ruinas. Busca la linterna en su abrigo. Nada. Justamente hoy no la lleva encima. Porque pensaba que no encontraría ningún cadáver más entre los escombros, porque al fin ha llegado la primavera y los días son más luminosos. Condenada negligencia. Mira alrededor, intenta reconocer algún detalle en la penumbra. La casa no tiene techo, tampoco paredes interiores: ¿dónde puede haberse metido el atacante? ¿Qué sabes del asesino de los escombros? Siempre ha dejado a sus víctimas en sitios profundos: sótanos, huecos de elevador, cráteres de bombas.
El sótano.
Stave se interna en el edificio. Los altísimos muros parecen temblar. Imaginaciones tuyas, se dice. No te vuelvas loco. Distingue un crujido en algún lugar entre las piedras, y un poco de argamasa cae al suelo detrás de él. Oye un paso, dos pasos, luego más, casi en el centro de la casa. Pasos en algún lugar, esta vez más cerca. Stave levanta la pistola.
Es la escalera que baja al sótano de la casa de vecindad. Todo lo que queda por encima del suelo fue destruido por las bombas, pero la escalera, medio escondida entre los escombros, baja a un sótano que quizá siga intacto. Más pasos. Ahora Stave cree oír también una respiración. Jadeos. Como de dolor, de alguien herido.
La oscuridad es total. Con la mano izquierda por delante, Stave va palpando el camino hasta el sótano; con la derecha empuña la FN 22. Reconoce un pasillo, estrecho, pero por lo visto muy largo. Corrientes de aire. El sabor del polvo de piedra en los labios. Madera astillada. Stave palpa con la mano un puntal de refuerzo sostenido con cuñas encajadas entre el suelo y el techo del sótano. Son medidas de urgencia, todavía de la época de los ataques aéreos. Los condenados a trabajos forzados, por orden del jefe de la circunscripción territorial, corrían a estabilizar los sótanos con vigas y reforzar los muros justo después del fin de la alarma. Eso debía impedir el derrumbe de los grandes edificios bombardeados para poner a salvo así a quien hubiera quedado sepultado y permitir el trabajo de los bomberos.
Da tres pasos más. Un recodo en el pasillo. Detrás, claridad: por una grieta del techo se cuelan plateados velos de luna hasta el suelo. Y en el suelo, una figura retorcida.
Lothar Maschke. Hans Herthge.
Stave se le acerca con cuidado. El hombre que fuera una vez su compañero está tumbado de lado. Se aprieta el vientre con la mano derecha. La sangre mana de entre sus dedos y se encharca en el suelo de ladrillo, viscosa como aceite. La izquierda está cerrada sobre el polvo. Le tiemblan las piernas.
Un tiro en el estómago, piensa Stave. Debe de tener unos dolores infernales. Morirá. El inspector jefe se acerca más, se agacha con cautela, aún con la pistola en la mano.
La cara de Herthge está brillante de sudor. Los ojos permanecen muy abiertos.
—¿Me entiende? —pregunta Stave.
—¿Es que no descansa nunca? —dice Herthge entre jadeos, apretando los dientes—. Quiere ver cómo la palmo.
—No es una imagen agradable —replica Stave. No siente compasión por el asesino. Lo teme, incluso ahora que está tirado sobre un charco de su propia sangre. Quizá también lo odia, pero Stave reprime ese sentimiento, se obliga a mostrar una curiosidad profesional. Quiere saberlo todo sobre los crímenes antes de que sea demasiado tarde.
—Dígame lo que todavía no sé —le pide a Herthge—. Después me iré. Puede morir aquí, solo. No enviaré a una pareja de agentes hasta que haya muerto. Pero si no habla, me quedaré a su lado, mirando. Aunque tarde horas.
—El mejor trato de mi vida —susurra Herthge, y tuerce el gesto en una terrible mueca sonriente.
—¿Cómo dio con Yvonne Delluc?
—La tomé por una golondrina de la calle: joven, bien vestida, iba soltando palabras en francés —consigue decir el moribundo—. No la tenía en mis fichas, así que la paré y la interrogué. —Herthge toma aire con dificultad, las gotas de sudor brillan en su frente. En realidad, ella solo pretendía llegar al mercado negro, vender algo para sacar un poco de dinero. No la reconocí, de Oradour. Pero ella me identificó. De repente empezó a gritarme, insultándome, llamándome asesino. Amenazó con denunciarme. Por suerte, solo hablaba francés. En la calle no la entendió nadie.
—Y entonces la estranguló.
Herthge aprieta los labios. Tiene la cara tan pálida que Stave teme que muera antes de haberlo contado todo, pero tras un par de segundos el herido vuelve a respirar.
—No —suelta en un gemido—. No sabía cómo había llegado la mujer hasta aquí. Ni quién más podía estar en Hamburgo. Desmentí todo lo que decía, la convencí de que debía de ser una equivocación. En algún momento me creyó. Entonces la dejé marchar. Y la seguí en secreto.
—Hasta el búnker de Eilbek.
—Así supe dónde vivía y con quién. Al día siguiente, cuando volvió a salir hacia el mercado negro, la esperé entre las ruinas y la estrangulé. Luego la desnudé para que nadie pudiera identificarla. La ropa la quemé después, en mi horno. Así que habría podido organizar usted muchas redadas más, inspector jefe.
Sonríe con burla, a pesar del tormento.
—Después fui en coche hasta el búnker. En ese Mercedes de Investigación Criminal que tan oficialmente me habían dejado. Por desgracia, solo encontré a la otra mujer y la niña. No fue difícil meterlas en el coche con un pretexto. Allí las esposé. Conduje hasta una calle solitaria y las hice callar para siempre, como a Yvonne Delluc. Pero antes le saqué a golpes a la mujer dónde estaba el viejo. Había ido de pillaje al otro lado del Alster.
—¿Por qué no ocultó a esas dos víctimas juntas?
—No quería que las encontraran enseguida. —Herthge suelta un quejido—. Debía conseguir un par de horas sin que nadie me molestara —sigue contando—. Estuve un buen rato buscando al viejo. Ya anochecía cuando lo encontré. El resto fue fácil.
—Fácil —repite Stave con desprecio. Entonces piensa—. ¿Por qué quería acabar conmigo? Ya es demasiado tarde, seguro que lo sabe. Que yo muera o no es indiferente, ya lo están buscando. ¿Por qué no se ha escondido?
Herthge sonríe sin fuerzas.
Su respiración es más tenue. La sangre ha formado ya un charco enorme alrededor de su cuerpo y sigue manando entre sus dedos.
—Bueno, no lo sabía todo —jadea—. Solo albergaba la sospecha de que me tenía usted en el punto de mira. Creía que la única que podía ponerme en peligro era esa testigo que me vio en Lappenbergsallee.
—Anna von Veckinhausen.
—No fue precisamente difícil descubrir que fue ella quien le dio esa información. Estaba en los expedientes. Tampoco fue difícil dar con su paradero. Pensé que, si la quitaba de en medio, haría callar a la única testigo que quedaba. Decidí seguirla.
—¿Hoy?
—Sí, pero no estaba sola. Como sabe usted perfectamente.
Stave se imagina a Herthge espiándolos. En el Museo de Arte. Junto al Alster. Esperándolos frente a la pensión donde le ha hecho el amor a Anna. Deslizándose tras ellos, de noche, entre los escombros. Siente náuseas. Debe controlarse para no soltarle una patada al moribundo.
—Y, como no ha conseguido atacar a su verdadera víctima, al final ha decidido ir a por mí…
—Estaba furioso. Se había interpuesto en mi camino. No he actuado con conocimiento. Todos cometemos errores alguna vez.
La respiración de Herthge es cada vez más leve. Ya no tiene espasmos en las piernas. El charco de sangre es grande como una alfombra.
—Tengo frío —susurra.
—El infierno es un lugar frío —dice Stave, que se levanta, da media vuelta y se va.
En una casa de apartamentos de alquiler casi intacta, a poca distancia de allí, algunas luces titilan tras los cristales, velas, bombillas débiles. Las ventanas están abiertas. Gritos en la noche. Música de gramófono. El inspector jefe Frank Stave dirige una última mirada al sótano en el que Herthge se está muriendo. Contempla un rato las ruinas, sublimes a la luz de la luna. Después, se aleja cojeando a la sombra de un muro lleno de cicatrices.