Stave se queda mirando el sobre, paralizado de pronto. Tiene que obligarse a dar los últimos dos pasos que lo separan de su escritorio, alargar las manos, alcanzar la carta. Rasga el sobre. Le tiemblan los dedos. En el interior hay un segundo sobre: mucho más pequeño, de un papel gris y recio, como el del papel higiénico barato. Su nombre como destinatario y la dirección de la Central. Con la letra de su hijo.
El inspector jefe se deja caer en la silla, mira por la ventana, luego la carta otra vez. ¡Karl está vivo! Y, aun así, siente miedo: ¿qué le habrá escrito?
Por fin hace acopio de valor para abrir el segundo sobre, despacio, como si descubriera un tesoro. Una hoja pequeña, ni siquiera del tamaño de un cuaderno, rasgada por el borde inferior como si antes hubiese sido mayor y la hubiesen partido. Letras apenas legibles escritas con un lápiz gris claro, pero la caligrafía de su hijo es inconfundible, la misma con la que escribió tantos deberes de la escuela que su padre corrigiera una vez para que el maestro no encontrara más errores.
Padre:
Solo dispongo de este pedazo de papel, así que seré breve. Estoy bien, dadas las circunstancias. Me hicieron prisionero en Berlín. Un tribunal soviético me condenó, no sé por qué. Creo que a diez años en Vorkutá, aunque tal vez me reduzcan la condena. Todavía soy joven. Aquí nos ayudamos entre nosotros todo lo que podemos. Siberia es muy fría, pero dentro de uno o dos meses habrá pasado el invierno. Volvemos a tener luz de día, ya no hay noche polar. Espero estar pronto en nuestra casa de Hamburgo. Entonces hablaremos de todo.
Karl
Stave deja caer el papel con cuidado sobre el escritorio. Ha estado a punto de arrugarlo, aunque sea tan valioso.
Se siente decepcionado y al mismo tiempo se avergüenza de ello. Qué frías son esas líneas. Nada sobre cómo es la vida en el campo de prisioneros, sobre cómo le ha ido en los últimos casi dos años, ni una palabra personal dirigida a él. Otra vez tu maldita autocompasión, se dice entonces. Vuelve a leer la carta, con más atención esta vez. Karl no tiene más que ese pedazo de papel, ¿qué va a escribir, una novela? Además, seguro que todo lo que se escribe en Vorkutá es revisado por un censor soviético. Karl, el joven distante, orgulloso, sensible, no querrá que un funcionario cualquiera del Politburó lea unas palabras tan personales. Tal vez, piensa Stave, mi hijo ha conseguido sacar clandestinamente un mensaje oculto en estas sobrias líneas.
Vuelve a leer la carta, y ahí está: «Espero estar pronto en nuestra casa de Hamburgo».
Nuestra casa.
Esa única palabra, «nuestra», ¿no indica acaso la comunión entre padre e hijo? ¿No demuestra que Karl quiere regresar? ¿Que ese sigue siendo su hogar? Y ¿qué significa un hogar? Unión, confianza y, con suerte, amor.
Stave se habría echado a llorar si no hubiese temido que en cualquier momento pudiera entrar en su despacho un compañero y sorprenderlo derrumbado sobre su escritorio. Es el primer paso de todos los necesarios para su regreso, nada más, pero tampoco nada menos. Karl tendrá que dar aún mil pasos más, tengo que pensar con calma, se dice.
Sale de la Central y recorre los cientos de metros que hay hasta Hansaplatz. Con suerte hoy no habrá ninguna redada, piensa. Y con suerte no lo reconocerá nadie de la última vez.
«Siberia es muy fría», ha escrito Karl. ¿No se pueden enviar paquetes a través de la Cruz Roja? Así que Stave, con los cigarrillos y los billetes de marcos del Reich que ha ahorrado y que lleva siempre consigo por miedo a que entren a robar en casa, se dirige al mercado negro. ¿Qué podría comprar? Abrigo. Gorra. Bufanda. Y zapatos, sobre todo un buen calzado de invierno, zapatos gruesos, botas o algo así.
El inspector jefe se levanta el cuello del abrigo aunque el aire es tibio. De esta manera, la tela y el sombrero bien calado le ocultarán el rostro, o eso espera. Entonces se confunde con la multitud, con las figuras que trafican, que vagan de aquí para allá por la plaza. Se queda inmóvil un momento, contempla disimuladamente la mercancía que le ofrecen bajo un abrigo, oye una oferta entre murmullos y contesta también en voz baja:
—Calzado de invierno, del 42. Calzado de invierno. Calzado de invierno.
—Yo tengo —masculla de pronto una mujer mayor, con aspecto apesadumbrado, que pasa junto a él como por casualidad. A Stave le resulta vagamente conocida. Debieron de pescarla en la última redada, pero no la interrogó él en persona. Espero que no me reconozca, piensa. La mujer sonríe con timidez. Seguramente creía que, ahora que de pronto ha llegado el calor, ya nadie le compraría unos zapatos de invierno. Aprieta el paso y él la sigue hasta el borde de la plaza. El portal de una casa. En la penumbra, la mujer abre una vieja bolsa de la compra. Dos zapatos de caballero marrones, suelas gruesas, cuero recio, podrán pasar como calzado de invierno. Marcas en el cuero, las suelas están algo gastadas.
—Apenas se han usado —miente la mujer.
—¿Cuánto? —pregunta Stave, y espera que sean del número correcto.
—Quinientos marcos del Reich —responde ella.
Qué caradura, piensa el inspector jefe, ahora que el invierno ha pasado ya.
—Hecho —dice, no obstante. ¿Qué otra opción tiene?
Dos movimientos rápidos, miradas furtivas y el trueque ya se ha realizado. La mujer se aleja deprisa sin volverse ni una sola vez.
—¿Un buen negocio?
Stave da media vuelta espantado, en una fracción de segundo piensa alguna excusa descabellada por si es alguien conocido de la Central quien lo ha pillado. Pero entonces contiene la respiración con perplejidad.
Anna von Veckinhausen.
Stave siente cómo se va sonrojando. Todo lo que se le ocurre decir sonaría tonto, así que, desesperado, sigue buscando palabras adecuadas.
Ella se le acerca y señala el par de zapatos.
—Yo los escondería bajo el abrigo —le aconseja—. Si no, lo pararán todos los municipales que hay en un radio de quinientos metros. Aunque, de todas formas, si acabamos en una redada tampoco le servirá de nada. Entonces es mejor tirarlo al suelo y hacerse el tonto.
—Eso último ya lo estoy poniendo en práctica —murmura el inspector jefe, pero guarda su mercancía.
—¿Para usted? Lo cierto es que el invierno ya ha terminado.
—Para mi hijo. En Siberia, allí todavía hará frío una buena temporada.
Anna von Veckinhausen ya no sonríe.
—Está en un presidio ruso. —No es una pregunta, es una afirmación—. Debe de ser duro para usted, como padre.
—La verdad sea dicha: no —replica el inspector jefe—. Hasta hace cuatro semanas ni siquiera sabía si mi hijo seguía vivo. Así que un campamento en Siberia es una buena noticia.
—Adónde hemos ido a parar que hasta noticias como esa nos hacen felices… —susurra ella. Después lo agarra del brazo—. ¿Me hace el favor de venir un rato a pasear conmigo?
Stave se siente desconcertado, dice que sí con la cabeza, echa a andar más rígido que nunca. Se siente tan inseguro como un chiquillo de catorce años. Anna ha posado la mano en su antebrazo, solo las chaquetas y las mangas de los jerseys separan piel de piel. Hacía años que no estaba tan cerca de una mujer.
—¿Qué negocios la han traído a usted a Hansaplatz? —pregunta.
—Lo de siempre: una cita con un oficial británico en la estación. He encontrado una copia pasable del Monje a la orilla del mar de Caspar David Friedrich. Un marco horripilante, seudobarroco y dorado, desconchado en varios puntos. Pero el cuadro en sí era un óleo y, evidentemente, lo pintó alguien que conocía su oficio.
—¿Un buen negocio?
Ella sonríe, pero no dice nada.
Stave se pregunta si le habrá vendido la copia al británico como original. Los oficiales americanos, según se dice por ahí, tienen tan poca idea que se quedan con cualquier porquería. Pero ¿los ingleses? No insiste más. Si no, me tomará otra vez por el típico policía.
—¿Por qué no vamos a ver algunos originales de Friedrich? —propone él en voz alta—. ¿Qué le parecería dar una vuelta por el Museo de Arte?
No son más que un par de minutos a pie, pasada la estación, donde tres trenes aguardan en las vías con las chimeneas humeando.
—Debe de haber carbón otra vez —comenta Stave—. No sé cuándo fue la última vez que vi más de un tren en la estación.
—Eso quiere decir que pronto volverán a suministrar carbón para las casas. Calculo que, para verano, podremos encender otra vez las estufas —dice Anna von Veckinhausen. Luego sonríe—. No pretendía ser sarcástica. Todo el mundo hace lo que puede.
Detrás de la estación, tuercen a la derecha y a doscientos metros ven alzarse el Museo de Arte. Una caja gris con una rotonda abovedada en el centro: como una enorme bala de cañón atrapada en un trozo de manteca. La impresionante fachada del viejo museo está sucia, pero ha quedado casi intacta. Un par de cicatrices de metralla, estrías de humo en las molduras. Delante de la rotonda hay un arce viejísimo y nudoso; su tronco es más grueso que las columnas de la fachada.
—Es increíble que no le haya pasado nada a ese árbol —murmura Stave.
—Algunos logran sobrevivir. Eso vale hasta para las plantas.
A la sombra del arce hay una alta escultura de bronce: un jinete sobre un caballo; el hombre va desnudo salvo por su casco arcaizante.
—«Jinete» —lee Stave en la plaquita del podio—. Quién lo habría dicho.
—Otro milagro —dice Anna von Veckinhausen—. Tampoco han fundido la escultura.
—Seguramente le gustaría a algún nazi. Por lo menos más que las campanas de las iglesias. Casi todas ellas se convirtieron en carcasas de granada.
Stave saca dos entradas, su acompañante se lo agradece con un ademán de la cabeza.
—¿Cómo sabía que el Museo de Arte había vuelto a abrir?
—No lo sabía. Ha sido suerte —contesta Stave.
El museo reabrió sus puertas poco después de la guerra. Parte de la colección soportó los años de bombardeos en cajas fuertes de bancos; parte, en el búnker de Heiligengeistfeld. Por lo menos la parte que los gobernantes pardos no denunciaron como «arte degenerado» ni vendieron por poco dinero en el extranjero. Sin embargo, en invierno no había forma de calentar las enormes salas, sobre todo porque el techo quedó dañado en un punto por las pocas bombas que le cayeron y solo lo repararon provisionalmente. Así que el Museo de Arte había permanecido cerrado, pero ese cálido día es el inicio de la nueva temporada.
La mayoría de la gente, sin embargo, prefiere disfrutar del sol; a casi nadie se le ha ocurrido la idea de pasar las preciosas horas de luz bajo un techo. Por eso Stave y Anna von Veckinhausen tienen el museo casi para ellos solos. Él está encantado de pasear con ella de sala en sala. Algunas paredes se han oscurecido a causa de escapes de agua, ciertas salas están sospechosamente vacías, sobre todo las de arte moderno. A pesar de ello, van pasando por delante de obras maestras, despacio, disfrutándolas. ¿Qué es lo que más me gusta?, se pregunta Stave, y enseguida se da una respuesta: los colores. Los óleos y las acuarelas, el azul y el rojo, el amarillo y el verde, el dorado de los viejos maestros: qué curativo para la mirada, después de todo el gris y el negro de los escombros, el marrón de las vestimentas. Anna von Veckinhausen sigue agarrada de su brazo. Él no sabe en qué estará pensando ella. Ninguno de los dos dice nada.
Por fin llegan a la sala de los cuadros de Caspar David Friedrich. Stave contempla los paisajes fantásticos, las pequeñas figuras que hay en ellos, mujeres con cofia, hombres con antiguos trajes tradicionales alemanes, todos volviéndole la espalda al espectador. Se queda un buen rato observando El mar de hielo, en el que unas monstruosas placas de hielo destrozan un barco. Antes le había parecido una imagen irreal; tras ese invierno, ya no. La última vez que estuvo allí fue hace años. Con Margarethe. Enseguida ahuyenta el recuerdo.
Stave señala los cuadros.
—Apenas tienen más de cien años y, aun así, me parecen reliquias de una época distinta en un continente distinto.
—Eso es lo que son. Nada de lo que Friedrich veía sigue existiendo hoy. Nada de lo que él creía se sigue creyendo.
—Pero los cuadros siguen colgando de estas paredes. Y hay personas que vienen hasta aquí para contemplarlos. Como nosotros.
—Porque sentimos añoranza de esa época. Porque sentimos que hemos perdido algo, aunque no seamos capaces de decir qué es.
—Eso, por otra parte, le habría gustado a Caspar David Friedrich.
—Habría sido lo único. Retrató ruinas entre bosques y montañas. Si viera las ruinas reales de la actualidad, se le acabaría ese gusto por ventanas vacías y muros derrumbados.
Cruza sobre el pecho el brazo que le queda libre y se estremece.
—Quiero salir —murmura—. Al sol.
Desde la salida, no hay más que cuatro pasos por la acera de Glockengiesserwall hasta el Alster Interior. El río, estancado para que forme un gran rectángulo, reflejaba antes de la guerra las afamadas fachadas de Hamburgo: Jungfernstieg, donde tiene su consulta el psicólogo, queda justo al otro lado. Árboles en la orilla, paseos; detrás, las imponentes fachadas de impresionantes sedes de compañías navieras; sobre los relucientes tejados, las agujas de las iglesias más famosas de la ciudad. Por allí paseaban los ciudadanos de Hamburgo antes de la guerra con el traje de los domingos, y por allí vuelven a pasear ahora, cerrando los ojos con valentía a las cicatrices de las fachadas y sus vestidos gastados.
Su acompañante y él caminan con cuidado de no pisar las vías provisionales que recorren Ballindamm, rodean dos vagonetas vacías y olvidadas con las que, hasta la llegada del invierno, los trabajadores se llevaban los cascotes de la ciudad hasta el Alster y los lanzaban al agua. El hielo del río ya no reluce, sino que yace blanco y acuoso bajo el sol, como una extensión de leche. Pero es solo la superficie. Por debajo sigue sólido aún, con tres metros de grosor. Algunos valientes con patines trazan círculos y salpican agua con sus cuchillas. La mayoría de los paseantes se quedan en la orilla, no obstante, como si fuese indecoroso pisar el hielo.
Stave siente frío. El fresco que llega del Alster le recuerda la morgue, pero no quiere volver a ponerse el abrigo que se ha echado sobre el brazo libre tapando los zapatos de invierno, atados entre sí por los cordones. Porque para eso tendría que separar su otro brazo de la mano de su acompañante. Anna von Veckinhausen, sin embargo, tiembla también, como si el hielo hubiese desatado recuerdos inquietantes.
—No nos quedemos aquí, por favor, vayamos mejor caminando a lo largo del Alster —pide.
Stave accede con alivio y, antes de que haya podido comprender por qué, siente que se transforma. Quizá porque él, que no tiene ninguna experiencia en ello, de pronto se ha convertido en paseante. El trayecto junto al agua tiene una meta y al mismo tiempo carece de ella, porque uno recorre la orilla siguiendo un camino determinado y precisamente ese camino no llega a ningún lugar: cuando se alcanza el final de un paseo, se llega de nuevo al punto de partida. Ese andar despreocupado, ese hacer y no hacer nada a la vez, desata un nudo en el alma de Stave. Así pues, de pronto el inspector jefe habla, no sabe muy bien cómo ha empezado a hacerlo y menos aún por qué, pero habla de su hijo que está en Siberia y de cómo se pelearon aquella primavera de 1945 cuando se marchó al frente. Habla del desprecio y del idealismo del joven, tan terriblemente voluble, tan dolorosamente real. De Margarethe y de la noche del bombardeo, hace ya cuatro años. Y habla del asesino de los escombros, que es su compañero. De una familia judía que huye porque quiere llegar a un nuevo hogar, y que se ha quedado atrapada por un temporal de hielo en una ciudad hostil. Una ciudad en la que circula un asesino cuyo destino está ligado al de esa familia. De Lothar Maschke, que en realidad se llama Hans Herthge y del que ya ha llegado a saber mucho, cuando no todo, y a quien no puede atrapar. ¿De qué sirve tener unos conocimientos si esos conocimientos no traen consecuencias?
Llegan al final de Ballindamm, pero en lugar de torcer desde allí hacia Jungfernstieg y seguir recorriendo la orilla del Alster Interior, dan media vuelta y regresan por el mismo camino. No han malgastado ni una palabra, pero los dos ven que hay cientos de paseantes caminando en círculos. Ballindamm, con sus vagonetas abandonadas, está más vacío.
Aún hay más soledad pasada esa calle. Cruzan el Lombardsbrücke, el puente que separa el Alster Interior del Exterior. Este último se extiende hasta el mar; sus orillas están cubiertas de cañas. El blanco pastel del hotel Atlantic se refleja en la película de agua que recubre el hielo. La mayoría de los edificios que quedan justo detrás del lujoso hotel fueron bombardeados, pero la zona de la devastación termina varios cientos de metros más allá: villas rodeadas de verde en dirección al norte, más bajas que los edificios suntuosos del Alster Interior, también más discretas, construidas más lejos del agua y ocultas aún tras árboles y arbustos. Son mansiones requisadas por los británicos, y ellos no tienen necesidad de cortar la leña de su propio jardín.
Pasean en dirección norte. El sol ya está bajo, la luz es dorada y cálida. Stave, agotado y algo abochornado, se detiene por fin. Anna von Veckinhausen lo sabe ahora, según parece, todo sobre él. Sobre ella, por el contrario, él sigue sin saber casi nada. Lo ha acompañado en silencio, pero está convencido de que se trata de un silencio benévolo.
Se quedan unos momentos detrás del Atlantic. A su derecha, un sauce los protege de la calle y de las villas con un velo de ramas finas y desnudas, como un telón corrido. Se acerca la hora de recogerse, de modo que los pocos paseantes que han escogido ese camino desaparecen lentamente entre las casas. El Alster está vacío, inmenso.
—Disculpe que haya hablado tanto —masculla Stave con timidez—. No suelo hacerlo.
—Entonces es que hoy he tenido suerte —repone ella—. Me ha gustado mucho escucharlo.
—Lo cierto es que no sé qué más podría explicarle.
—Cuando un hombre no sabe qué más decirle a una mujer, entonces tiene que besarla.
Stave cree que no la ha oído bien, pero Anna von Veckinhausen le echa los brazos tras la nuca y lo atrae hacia sí.
Su día termina en una casa de huéspedes: HOTEL PENSIÓN RUDOLF PREM, ha escrito alguien en un cartel de madera que cuelga sobre la puerta del único edificio sin destruir entre el Atlantic y el barrio de villas. Están demasiado ávidos el uno del otro como para recorrer el largo camino que los separa del apartamento de Stave. El barracón Nissen, con sus separaciones de mantas raídas, tampoco es una opción de todas formas. Y para el Atlantic no tienen dinero.
Así que Stave pide una habitación en la pensión Prem, deja un par de billetes de marcos del Reich sobre el mostrador y los inscribe a ambos como «señor y señora Schmidt» en el libro de huéspedes. Es un embuste tan evidente que el viejo portero medio ciego levanta una ceja con reprobación y masculla algo incomprensible, pero luego les entrega una llave.
La habitación se encuentra en el primer piso, es pequeña y está más o menos limpia. Con el resplandor de la tarde, reluce como si los cristales de las ventanas fuesen de ámbar. Casi no se dan tiempo ni para empujar la puerta y cerrarla. Enseguida se hunden en la estrecha cama, ávidos de calor humano y ternura. Solo después, cuando el hambre primera ya está saciada, se calman, se vuelven más dulces, más curiosos.
En un momento dado, Stave la abraza, su cuerpo desnudo brilla a la luz de la luna como el alabastro, pero él siente su pulso, su respiración sobre el pecho, su calor. Estamos vivos, piensa. Volvemos a vivir.
Con las yemas de los dedos recorre suavemente la larga línea de su espalda.
—Todavía no sé nada sobre ti —susurra.
Ella suspira, no disgustada, más bien con burla.
—Ahora mismo no está usted de servicio, inspector jefe.
—No lo pregunto como policía, sino como amante.
Anna sacude la cabeza.
—Dame un poco de tiempo —le pide. Después lo besa—. Nos han quitado tanto que ya casi no nos queda nada. Solo tiempo. Tiempo tenemos de sobra.
Él piensa en sus palabras. Como agente nunca tiene suficiente tiempo. Siempre llega demasiado tarde; esa es la esencia de su trabajo, siempre tiene que haber sucedido algo antes para que lo llamen a él. Después, siempre hay demasiado que hacer. Siempre la presión de atrapar al delincuente antes de que vuelva a atacar. Pero ¿debe organizar toda su vida como si fuera un interminable caso criminal?
—Tienes razón —le susurra, y de pronto se siente más liviano, más feliz, liberado—. Tenemos todo el tiempo del mundo.
Pasada la medianoche, salen a hurtadillas de la habitación. Nadie puede descubrirlos allí por la mañana. El viejo portero ronca tras el mostrador. Stave deja la llave con cuidado sobre la madera, junto a la campanita, y luego abre la puerta para desaparecer en la noche.
La identificación policial amarilla de Stave los libra del toque de queda. Si los detiene una patrulla de la Policía Militar británica, siempre puede decirles que está de servicio. Sin embargo, ¿protegería también a Anna con esa declaración encubridora? ¿O la detendría la Policía Militar? Mejor no tener que descubrirlo, así que la acompaña hacia Eilbek por calles apartadas. La luz de la luna cubre la ciudad con un resplandor plateado. Las paredes llenas de cicatrices y las ventanas vacías parecen de pronto ruinas antiguas: el gigantesco campo de escombros se convierte en una ciudad con templos de dioses y foros, anfiteatros y palacios. El aire sigue siendo tibio, pero desde el suelo se filtra todavía el frío que se ha almacenado durante meses. Stave ha echado su abrigo sobre Anna y sobre sí, ambos caminan abrazados por estrechos senderos entre restos de muros. Respira feliz el aroma de ella.
Su hijo vive. Él ha encontrado un nuevo amor. El invierno ha pasado. De repente siente que todo renace por doquier, siente que ha encontrado una colosal e inmerecida felicidad. Un nuevo comienzo. Una nueva vida. Una alegría que casi lo asfixia, que quiere salir de su cuerpo. Le encantaría ponerse a gritar y a bailar como un loco. No sería lo más inteligente en una ciudad silenciosa, callada bajo un toque de queda, pero sí aprovecha ese silencio y su euforia de otra forma muy grata. Se queda quieto, atrae a Anna hacia sí y la besa con pasión en mitad de la calle.
Cuando por fin se separan, ella le sonríe confusa, sin aliento, pero no le pregunta el porqué.
Al final llegan a los barracones Nissen, que se alzan negros al borde de la calle como caparazones vacíos de tortugas gigantescas. Apenas se atreven a respirar mientras recorren los últimos metros. No quieren hacer ruido. Allí, solo un par de milímetros de chapa ondulada los separan de cientos de ojos y oídos. Junto a la puerta del barracón de ella, se despiden con un beso. Stave anota su dirección en una hoja de su cuaderno, la arranca y se la da.
—Mañana por la tarde pasaré a verte —dice Anna. Después se cuela sin hacer ruido por la puerta y desaparece en el oscuro interior de la barraca.
Stave se aleja con cautela hasta que cree estar a bastante distancia del campamento de barracones para que no puedan descubrirlo. Entonces aprieta el paso, tuerce por la amplia avenida de Wandsbeker Chaussee, casi corriendo. Tiene la sensación de estar flotando. Ni siquiera la pierna tullida le duele ya.
¡Vivo!, piensa. ¡Vuelvo a vivir!
Alguien le echa entonces un fino lazo al cuello desde atrás y tira de él.