Nombres

Stave regresa de una carrera a la Central. ¡Condenada pierna! Corre tan deprisa que tropieza. Llega jadeando ante el imponente edificio. Allí sigue aún el Mercedes, con la llave dentro. Stave abre la puerta de un tirón, se lanza al asiento del conductor y arranca a toda velocidad con un rugido del motor. Le importa un comino el reglamento.

Por todas partes hay gente en bicicleta, paseantes que disfrutan de la luz del sol. El inspector jefe reniega y toca el claxon, pisa el pedal, agarra el volante con fuerza y da bandazos con el viejo coche en todas las curvas.

Hace un mes que tiene la solución encima de la mesa, solo que no en esos expedientes de asesinato que con tanto celo protege, sino en sus notas. ¡Y no lo había visto! Le gustaría darse de bofetadas. Espero que mi testigo siga aún con vida, piensa un instante después. Espero que no sea uno de los que han muerto congelados este invierno.

Yvonne Delluc.

Anotó ese nombre, lo escribió meticulosamente. Una de las supervivientes de Oradour. Un nombre que ya había leído en otra parte: en las fichas de Maschke, esas fichas en las que el agente de Orden Público ha perpetuado a las golondrinas de la calle y sus pachás. Lo recuerda ahora como si no hiciera más de una hora que se coló en el despacho de su compañero: «Yvonne Delluc, tiene familia aquí».

Una superviviente de Oradour. ¡Una francesa! El pendiente de un joyero francés. Stave no tiene ni idea de qué se le habría perdido junto al Elba, pero no es de extrañar que nadie la identificara. Ningún vecino. Ningún británico. Ningún desplazado, porque los desplazados son antiguos condenados a trabajos forzados y presos de los campos de concentración que vagan sin rumbo, y los supervivientes de Oradour son ciudadanos libres, franceses de las provincias centrales. A ninguno de ellos lo deportaron al Reich.

«Tiene familia aquí». La nota de Maschke/Herthge. La superviviente de Oradour llamó de algún modo la atención de Maschke, el único de los asesinos de Oradour que había escapado. Él anota su nombre y también el hecho de que hay más personas de su familia en la ciudad.

¿Será Yvonne Delluc la mujer más joven? ¿La mayor? ¿La niña pequeña? Stave lo averiguará enseguida…, quizá.

Aprieta el acelerador a fondo, el motor ruge, un neumático aúlla al derrapar en una curva.

¿Cómo encontraría Maschke a Yvonne Delluc? ¿Por casualidad? Cuando estuvieron interrogando a testigos en Reeperbahn, una de las chicas le comentó que el agente de Orden Público se tomaba su trabajo demasiado en serio, tanto que incluso confundía con putas a mujeres inocentes. ¿Se tropezó, pues, casualmente con Yvonne Delluc? Una mujer elegante, no acostumbrada al trabajo, que responde a un nombre francés. Muchas prostitutas se ponen nombres así, solo que el suyo es auténtico. Maschke, que cree que está interrogando a una prostituta, comprende entonces que tiene ante sí a una testigo de la matanza y acaba con ella. Después, para ir sobre seguro, despacha también al resto de la familia.

Luego se presenta voluntario para trabajar en la investigación; así podrá seguir de cerca las pesquisas. E intervenir en el momento oportuno. Dejar pistas falsas. O desaparecer justo a tiempo.

—Uno Peter, Uno Peter. ¡Póngase en contacto con la Central inmediatamente!

Stave se estremece cuando la voz sale a todo volumen de la radio. Furioso y con la mirada fija en la calle, golpea la cajita hasta que la voz metálica se interrumpe bruscamente.

Los frenos chirrían, el motor se apaga con un burbujeo ronco, Stave baja de un salto del Mercedes. Ante él se alza el sombrío monolito del búnker de Eilbek.

El inspector jefe abre la puerta de acero con un empujón, sube corriendo a la primera planta, recorre el pasillo hecho de tablones. El aire resulta aún más húmedo y cargante que en su primera visita, hace dos meses, solo que ahora es más cálido, mohoso, pútrido. La misma chaqueta impermeable de marinero sigue cerrando la entrada.

Stave suelta un suspiro de alivio: Anton Thumann sigue vivo. Irrumpe en el compartimento. El viejo marinero salta del catre, levanta los puños, luego lo reconoce.

—¡Podría ser un poco más educado, comisario! —exclama, pero no baja los brazos.

El inspector jefe se traga su ira. ¡Cuánto no le habría ahorrado ese desgraciado si hubiese querido hablar! Una de las primeras personas a quienes interrogó el mismo día en que encontraron el primer cadáver. La joven muerta. Le habló entonces de una familia francesa que había ocupado el compartimento de al lado, y de un policía que se los llevó de allí. ¡Un policía!

Stave rebusca en el bolsillo de su chaqueta. Los ojos de Thumann se abren más.

—¡No me dispare! —grita.

El inspector jefe no hace caso de su súplica, saca las fotografías de los muertos. Thumann, con alivio, baja los puños. Stave le acerca las imágenes, la mano le tiembla de rabia.

—Eran los de aquí al lado —dice el viejo marinero con indiferencia—. Los franceses.

El inspector jefe cierra los ojos un momento.

—¿Por qué no ha informado a la Policía hace tiempo? —pregunta, esforzándose mucho por no perder los nervios.

—¿Por qué tendría que haberlo hecho?

—¿Es que no ha visto los carteles? ¡Pero si están por toda la ciudad! —exclama Stave sin dar crédito.

Thumann se vuelve hacia los tablones de la pared con la mirada vacía.

—Apenas salgo fuera. Y cuando lo hago, nunca miro esas cosas. No sé leer. Nunca aprendí bien. Tampoco lo necesito para nada.

Stave se apoya contra los toscos maderos, se pasa la mano por los ojos.

—¿Sabe usted cómo se llamaba la familia de al lado?

—Nunca vinieron a presentarse.

—¿Delluc?

—Puede ser, aunque tal vez no.

—Descríbame a la familia: ¿cuántos eran? ¿Hombres, mujeres, niños?

—Un viejo que siempre caminaba con un bastón. Dos mujeres. Damas finas, no sé si me entiende. Una, joven y guapa pero descarada. La otra, guapa también pero ya no tan joven. Y también una mocosa.

—¿Una niña?

—Sí.

—¿De qué edad?

—No sé, yo no tengo críos. Era pequeña.

El inspector jefe respira hondo. Thumann será un testigo de primera ante un tribunal, piensa con resignación.

—¿De unos seis años? ¿O más bien catorce?

—Más bien seis.

—¿Había algún pariente más?

—Solo esos cuatro de los retratos, por lo que yo sé.

Stave saca otra fotografía. Una copia de la identificación de Maschke.

—¿Fue este el policía que se los llevó?

—Ese fue. Dejó toda la planta llena de humo, pero no me dio ni un Lucky Strike. Perro arrogante.

—¿La familia se fue con él voluntariamente?

—¿Quién se va voluntariamente con la Policía?

—¿Qué quiere decir con eso?

—Ninguna de las dos parecía muy contenta, pero el agente no tuvo que sacarlas a la fuerza. No hubo esposas ni porras. Ni siquiera dieron voces.

—¿Las dos?

—La mujer mayor y la niña. Los otros dos no estaban aquí. No sé adónde irían. El caso es que no han vuelto a aparecer.

—¿Vuelve a estar ocupado el compartimento?

—Sí, pero no sé nombres.

—Eso no es muy importante. ¿Quedan todavía cosas de los franceses?

Thumann mira al suelo.

—No queda nada —masculla.

—¿Nada? ¿Se lo llevó todo el policía?

—No. Cuando los franceses llevaban un par de días sin aparecer por aquí, unos chicos del piso de arriba vinieron y se quedaron con sus cosas.

—Vaya a la Central de Investigación Criminal de Karl-Muck-Platz y preséntese ante el inspector de policía Müller. Él le tomará declaración.

—¿Por qué no viene usted también?

—Tengo otra cosa de la que ocuparme.

—¿Y si no voy?

—Entonces acabará en un agujero que hará que este búnker le parezca un hotel de lujo.

Stave cruza Hamburgo a toda velocidad. Con un poco de suerte, todavía no estarán buscando el coche, piensa. Y con un poco de suerte, quedará suficiente gasolina en el depósito. Tarda más de una hora en llegar al Warburg Children’s Health Home. Espera tanto a frenar que está a punto de llevarse la verja por delante. Stave toca el claxon, toca sin parar. El joven que ya le abrió la última vez llega corriendo.

—¡Que aquí viven niños! —grita, indignado, pero le abre la verja.

—A uno de ellos vengo a ver —contesta el inspector jefe antes de arrancar por el camino de entrada tan deprisa que lanza gravilla a uno y otro lado.

Thérèse DuBois está tras una de las ventanas de la galería, mirándolo. Unos instantes después lo recibe en la puerta de la villa.

—¡Ya lo tiene! —exclama.

—Tengo que hablar con Anouk Magaldi —replica Stave.

Cinco minutos después, le enseña a la niña las fotos de los cadáveres sin reparos. En sus dos visitas anteriores no se atrevió a enseñarles las fotografías a los niños más pequeños. Y estos, según le ha dicho la tutora, nunca salen de la mansión. En tal caso, ¿cómo habría podido ver Anouk Magaldi los carteles?

La pequeña mira las imágenes algo triste pero sin especial interés. La primera. La segunda. Stave contiene la respiración. La tercera. Entonces se detiene, mira fijamente la cuarta foto con lágrimas en los ojos. Es la fotografía de la mujer joven.

—Mademoiselle Delluc —susurra la pequeña.

El inspector jefe inspira hondo, se reclina en el sillón de mimbre.

—¿Una superviviente de Oradour? —pregunta Thérèse DuBois.

—Que se encontró en Hamburgo con su asesino —murmura el inspector jefe.

—¿Su compañero?

Stave asiente con cansancio.

—Mi compañero, que entró en la Policía con un nombre falso. Que antes fue de las SS. Que ha resultado ser quizá el único asesino de Oradour que sobrevivió a la guerra. Que se encontró en Hamburgo con una testigo de su crimen. La estranguló para protegerse de sus acusaciones y la desvalijó hasta dejarla como vino al mundo para que nadie pudiera identificarla.

—¿Y las otras tres víctimas?

Stave pregunta a Anouk Magaldi y pronto descubre que nunca había visto a los tres familiares de Yvonne Delluc. La joven francesa no era originaria de Oradour, solo estaba allí porque se había alojado en casa de unos amigos. Su familia debía de vivir en otro lugar.

—Tal vez en París —murmura Stave, pensando en el pendiente.

Entonces recuerda el medallón y le enseña a la pequeña una fotografía. Ella le sonríe, se lleva la mano al cuello y se saca de debajo del jersey un medallón igual.

Stave se la queda mirando, luego contempla la diminuta joya en la mano de la niña, cierra los ojos.

—Tan cerca —susurra—. He estado tantas veces tan cerca. —Recobra la compostura—. ¿Qué significa? ¿Una cruz y dos dagas?

La niña dice algo, habla deprisa. Con orgullo en la voz. Thérèse DuBois traduce:

—Es el escudo de armas de Oradour. No me pregunte qué quieren decir estos símbolos. Los supervivientes los llevan, y también muchos de sus familiares. Es un recuerdo.

—También los familiares —repite el inspector jefe con satisfacción—. Poco a poco tengo todo lo que necesito. ¿Podría decirme la pequeña una última cosa sobre Yvonne Delluc? ¿A qué se dedicaba? ¿Estaba casada? ¿Tenía hijos?

Anouk Magaldi lo piensa y sacude la cabeza. Luego sonríe.

Elle est juive, comme moi —dice.

—Era judía —explica la tutora—. ¿Por qué vendría una judía que había escapado a una matanza precisamente al país de los asesinos?

—No puedo responder a eso —contesta Stave con voz lúgubre—. Pero tenga paciencia, seguramente pronto sabremos todos los detalles. En el próximo juicio de Curiohaus.

Mediodía. Esperemos que Ehrlich no haya salido a comer a un restaurante, piensa Stave, ni al club de los británicos. Quiere comunicarle un par de cosas interesantes al fiscal. Tiene suerte y al cabo de poco está sentado en la silla de las visitas de su despacho, observado por esos ojos que miran desde detrás de los enormes lentes.

Stave le habla de la vida anterior de Lothar Maschke, que en realidad se llama Hans Herthge y perteneció a un regimiento de granaderos anticarro de las SS. Le habla de la huérfana del hogar infantil Warburg, del mapa que encontró en el escritorio de Maschke, pero no explica detalles sobre cómo consiguió ese documento. Ehrlich, que recuerda su encuentro a una hora avanzada en el despacho del Departamento de Orden Público y a quien de pronto se le enciende una luz, asiente brevemente. El inspector jefe deja la ficha del Servicio de Desaparecidos con el nombre de Maschke junto al mapa. Informa sobre el escudo de la ciudad de Oradour en el medallón que se les encontró a dos de las víctimas. Sobre la joya de París. Sobre el marinero analfabeto del búnker de Eilbek que no mira los carteles porque no sabe leer y que no se extraña de que desaparezca la familia que vive al lado. Una familia francesa.

Ehrlich lo escucha con paciencia. Después se limpia los cristales de los lentes y sonríe satisfecho.

—¿Cuál es, pues, su versión de los hechos?

—Herthge, alias Maschke, se encuentra con Yvonne Delluc en Hamburgo. No sé si se da cuenta enseguida de que es una superviviente de Oradour, o si es ella quien lo reconoce y se enfrenta a él. Como tampoco sé por qué la joven y su familia estaban aquí, en nuestra ciudad, ni cuál era la relación de parentesco que la unía a las otras tres víctimas.

»Los dos se encuentran. Herthge/Maschke comprende que la joven francesa puede llevarlo al patíbulo, así que la mata. Puede que no enseguida, no directamente en su primer encuentro. Quizá primero huye de ella. Quizá le tiende una mano. Quizá la secuestra y se la lleva contra su voluntad. En cualquier caso, tuvo tiempo suficiente para hacerle una ficha en la que anota que tiene familia en la ciudad. Eso debió de descubrirlo de algún modo.

»Así que actúa con cautela, es metódico. Una vez que sabe en qué situación se encuentra Yvonne Delluc, la asesina sin piedad y elimina todas las pistas. La mata en algún lugar de la ciudad y esconde el cadáver en los escombros. Cómo la llevó hasta allí, todavía no lo sé. Acecha entonces al anciano y, por lo visto, lo asesina allí mismo, donde lo encontramos. Es posible que se enterara de que el viejo hacía siempre el mismo camino. Por último, saca del búnker a la mujer mayor y a la niña con algún pretexto. Seguramente ellas dos no saben nada, puesto que no estuvieron en Oradour. Cuando salen del búnker de Eilbek, Herthge/Maschke vuelve a atacar y oculta también esos dos cadáveres. Es muy probable que en esa ocasión utilizara un coche de la Policía para llegar a los lugares donde encontramos los cadáveres y que depositara a sus víctimas entre las ruinas en un momento propicio.

»¿Qué había que temer? Yvonne Delluc y su familia se alojaban en el búnker desde hacía solo unas semanas, según parece ser. La gente de los búnkeres no se preocupa por sus vecinos. Había muchas probabilidades de que en el búnker nadie se acordara de ellos. Aparte de esos cuatro, no parece que hubiera nadie más en Hamburgo que conociera a la familia. La pequeña no iba al colegio, por lo que todas las investigaciones en ese sentido fueron infructíferas. No tenían una cartilla de racionamiento expedida aquí. Ningún médico de Hamburgo los trataba, tampoco en todo el Reich… Tendríamos que haber buscado en Francia. Pero ¿cómo íbamos a saberlo?

»Cuando por fin se descubre el primer cadáver, Herthge/ Maschke se presenta voluntario para formar parte del equipo de la investigación y tenerlo todo controlado. Sabe perfectamente que encontraremos más víctimas y que el asunto causará bastante revuelo. Lo que no sabe, sin embargo, es que al desvalijar a toda prisa a las víctimas se ha dejado un par de objetos. Y no sospecha que en Hamburgo vive una superviviente más de Oradour, una testigo que fue la que finalmente me puso tras su pista.

—Entonces, ¿herthge sigue sin sospechar nada? ¿No sabe que va usted tras él?

—Por desgracia —reconoce Stave—, envié de viaje a Herthge, alias Maschke, por el caso del asesino de los escombros. Tenía que consultar con médicos de todo el norte de Alemania. No supe nada de su doble identidad hasta que ya estaba fuera. Hasta hace unas cuatro semanas, llamaba a la Central con cierta regularidad para informar, pero desde entonces no ha vuelto a hacerlo.

—¿Ha informado usted a las comisarías de allí? —pregunta Ehrlich.

—Con discreción. He solicitado que busquen a Maschke, pero haciendo que parezca que simplemente estamos preocupados. No que queremos atraparlo.

—Ahora ya podemos olvidarnos de tanta prudencia. ¡Cursaremos una orden de búsqueda y captura contra Maschke/ Herthge!

Ehrlich se reclina en su asiento. Mira al agente de Investigación Criminal con satisfacción.

—¿Hace mucho que sospechaba de él? —pregunta Stave.

El fiscal sonríe.

—¿Porque también yo quería hacer una discreta visita a su despacho? Efectivamente. Había indicios: declaraciones de miembros de las SS que, viéndose a las puertas del patíbulo o de una vida en el presidio, delataron a sus compañeros. En esos círculos se ayudan mucho unos a otros; enseguida se corre la voz si alguien desaparece o cambia de identidad. En una ocasión se mencionó el nombre de Maschke. Un agente de policía. Agucé bien el oído, pero no encontré a ningún miembro de las SS con ese nombre en ningún expediente. Al final supuse que «Lothar Maschke» debía de ser una nueva identidad y que el hombre debía de estar registrado en las SS con la anterior. Sin embargo, no conocía ni su verdadero nombre ni su antigua función. Estoy impaciente por interrogar a Herthge en persona para sacarle esos detalles. En el juicio. Tengo una gran deuda con usted.

—Entonces, seguro que podrá hacerme dos favores —replica Stave.

El fiscal enarca una ceja.

—¿Qué favores?

—Llame a Cuddel Breuer y explíquele por qué me he llevado prestado el Mercedes.

—Prestado —repite Ehrlich riendo—. Un eufemismo de «robo de vehículo» que seguro que el director de Investigación Criminal no habrá oído nunca saliendo de la boca de un fiscal. Para mí será un placer cumplir ese deseo suyo. ¿Y el segundo?

—Quisiera saber quiénes eran las otras tres víctimas. Quiero nombres. Ya sé que en realidad da lo mismo. Ya están muertos. Pero es que me siento mejor si tengo nombres. Si por lo menos los nombres perduran…

El fiscal asiente.

—A mí me sucede igual.

Una breve llamada telefónica y Ehrlich parpadea haciéndole una señal tranquilizadora a Stave, que sigue en la silla de las visitas, escuchando.

—Su jefe solo quería saber si le ha hecho alguna abolladura al Mercedes. Y se alegra de su informe. La resolución del caso del asesino de los escombros coincide gratamente con el final del invierno, ha dicho.

La siguiente conversación telefónica dura mucho más. El fiscal habla francés con mucho acento, cree Stave, pero parece que con fluidez. No deja de asentir con la cabeza, hace anotaciones, a veces levanta una ceja sorprendido. No le gusta lo que oye, piensa el inspector jefe. Espero que no haya problemas. Ahora no.

Ehrlich cuelga por fin el auricular. Un gesto suave.

—Los Delluc son judíos —empieza a explicar.

—Sí, eso lo sabía.

—Varios miembros de la familia habían sido deportados ya. Los demás permanecían escondidos. Tres en París. Una mujer en Oradour.

—Yvonne Delluc.

—El abuelo se alojaba en París: René Delluc. Un banquero con amigos que siguieron a su lado también en los tiempos difíciles. Tenía un hijo y una hija. Al hijo lo deportaron. La hija, Georgette, se escondió con él.

—La mujer con la cicatriz de la operación.

Ehrlich asiente.

—Era la tía de la niña: Sarah. Y también de Yvonne. Sarah e Yvonne eran hermanas, hijas del hijo deportado.

—¿Qué fue lo que los trajo a Hamburgo?

—La llamada de Palestina, supone mi colega francés. No puede demostrarlo, aunque hay algunos indicios. Según él, desde 1945 los Delluc intentaban llegar a Tierra Santa. Sin embargo, los británicos no dejan entrar allí a ningún judío, como sabrá usted.

Stave recuerda lo que le explicó Thérèse DuBois.

—Por eso querían partir desde la zona británica. Porque aquí los controles para viajar a Palestina son menos estrictos.

—El puerto está muy destruido. Hasta los británicos se alegran cuando un buque consigue descargar o cargar parte de su mercancía más o menos en condiciones. Es vital para la zona de la ocupación. En estas circunstancias, ¿quién controla todos los papeles de los barcos? ¿Quién comprueba si un vapor que ha entregado un preciado trigo después no sigue viaje hacia Chipre? ¿O si no pone rumbo luego hacia algún otro puerto algo más al este? Un largo camino para llegar a la Tierra Prometida, pero, después de todo lo que han tenido que pasar los judíos en los últimos años, el riesgo merece la pena: cada vez más se cuelan a bordo de barcos que zarpan con rumbo a Palestina. Desplazados, y también judíos que no llegaron hasta después de 1945.

—Como los Delluc.

—Sí, pero tuvieron la mala suerte de llegar demasiado tarde: salieron de Francia a finales de noviembre de 1946. Justo entonces se congeló el Elba y el carbón empezó a escasear. Ningún barco zarpaba ya. Quedaron atrapados. Seguramente estaban esperando a que las temperaturas volvieran a subir para poder continuar con su huida. No sospechaban que quedarían retenidos aquí durante semanas. Y no sospechaban que se cruzarían en el camino de uno de los asesinos de Oradour.

—¿Dónde estará ahora Herthge?

Ehrlich levanta las manos.

—De alguna forma se ha enterado de que vamos tras él. Tal vez no sepa nada en concreto, pero es precavido y por eso desapareció cuando lo envió usted al norte de Alemania. Una ocasión más propicia no volvería a presentársele.

»Después de dictar su orden de busca y captura, naturalmente enviaremos a un agente a casa de su madre, aunque no creo que sea tan tonto como para haberse escondido precisamente allí. ¿Quizá esté de camino hacia Sudamérica? Argentina, Chile, Paraguay: ya no es ningún secreto que allí han surgido colonias nazis.

—Será difícil conseguir llegar a Sudamérica desde el norte del país. Aunque puedan ayudarlo antiguos compañeros.

—El único puerto en toda la costa del que zarpan barcos hacia Latinoamérica es el de Hamburgo. Pronto llegará el deshielo. Es posible que dentro de una o dos semanas ya vuelvan a partir los primeros vapores.

—¿Cree que permanecerá escondido hasta entonces?

—Sabe moverse entre los escombros, eso ya lo ha demostrado. Ahora que hace menos frío, quizá por fin le resulte más fácil arreglárselas por ahí.

—Tal vez busque refugio junto a una muchacha de la calle. O en casa de algún chulo. Tiene contactos de sobra.

—O con algún viejo compañero. Todavía quedan bastantes hombres de las SS en libertad.

—Haré que impriman carteles de búsqueda —dice el inspector jefe, y se levanta de la silla—. Causará un poco de revuelo entre los de Investigación Criminal, lo de tener que perseguir a uno de los nuestros. Aun así, prefiero ver la cara de Herthge en un cartel de búsqueda y captura a la fotografía de otra chica estrangulada.

Ehrlich le estrecha la mano para despedirse. Un gesto que, Stave se da cuenta ahora, había evitado hasta ese momento.

—Algún día tenemos que ir a comer juntos —dice el fiscal.

Stave sale de la oficina de Ehrlich. Recorre en silencio el breve trayecto que hay hasta la Central de Investigación Criminal y entra en su despacho, que le parece más pequeño y tranquilo que nunca, pero en cierto modo más luminoso.

En su mesa hay un sobre grande, claro, con un sello de la Cruz Roja.