Una carta

Martes, 18 de marzo de 1947

Stave despierta y siente que algo ha cambiado. Por un instante tiene miedo porque cree que hay alguien en la habitación. Se yergue, mira alrededor. Nadie. Justo entonces se da cuenta de cuál es la diferencia.

Fuera canta un pájaro. En el cristal ya no hay una capa de hielo, solo quedan lugares mojados en el antepecho de la ventana, donde las flores de escarcha se han derretido. Ya no expulsa vapor al respirar, no le duelen las manos, no siente escalofríos al tocar el suelo con los pies descalzos.

Stave se levanta con cuidado, no da crédito a esa bonanza del tiempo, se acerca a la ventana, mira fuera parpadeando. La luz del sol. El muro de enfrente reluce, amarillo y cálido. Tres o cuatro personas en la calle que andan despacio, desconfiadas, todavía con bufanda y abrigo. Uno acaba de quitarse la gorra. ¿Cuándo vi eso por última vez?, piensa Stave. Una cabeza descubierta al aire libre.

Prescinde del desayuno, se echa un poco de agua en la cara, se queda inmóvil frente a la puerta del apartamento. ¿Se lleva el abrigo o no? No hay que ser demasiado entusiasta, se dice, así que descuelga la pesada prenda. Alcanza la pistola y la guarda bajo la chaqueta. No se olvida la identificación, pero sí deja la linterna sobre el estante que hay encima del perchero: ¿quién necesita una linterna en un día tan soleado?

En la calle se siente como si por dentro estuviera partido en dos, con la línea divisoria justo por encima de las rodillas: el suelo sigue duro y helado, el frío le trepa por las piernas; la cabeza y el cuerpo, no obstante, están bañados por el sol, el aire es suave como la seda. Stave inspira hondo con la esperanza de paladear la promesa de la primavera, flores, hojas, hierba. Pero todavía es demasiado pronto para eso, la vieja mezcla de polvo de piedra, óxido y podredumbre se le mete por la nariz con más intensidad que antes. Se abre el abrigo, camina despacio, disfruta de cada paso. En una esquina hay una docena de personas haciendo cola; cubos metálicos, garrafas, bidones viejos en las manos. Esperan pacientemente su turno para llenar de agua sus recipientes con una bomba manual. Desdichados a los que estas últimas semanas se les han reventado las cañerías en casa y ahora tienen que aprovisionarse en el exterior. Stave recorre la cola: hasta ayer, una pared de figuras embozadas y silenciosas; hoy todo el mundo tiene cara y habla. El inspector jefe oye incluso una risa a lo lejos cuando hace ya un rato que ha dejado la cola atrás. Un hombre de edad avanzada que se cruza con él por la acera levanta un poco el sombrero para saludar. Cuando mira a una mujer, esta se sonroja y le sonríe con timidez. Dos colegiales dan patadas a un ladrillo roto con sus zapatos harapientos hasta que llegan a un solar de escombros. Supervivientes, piensa Stave, todos somos supervivientes.

¿Habrá llegado el deshielo también a Siberia? ¿O allí siempre hará frío? Stave ha encontrado Vorkutá con la ayuda de Brems, porque no daba con ningún lugar llamado así en ningún mapa de la Unión Soviética. Un punto en el extremo norte de la cordillera de los Urales. Alejado de todo, de todas las ciudades, de todas las líneas ferroviarias que figuran en los atlas. El inspector jefe se pregunta cómo habrá ido a parar su hijo allí, desde Berlín hasta Vorkutá. Le ha escrito una carta para la que se ha pasado toda una fría noche junto al resplandor de una vela. Las palabras le costaban trabajo. «No es que sea usted un poeta», se habían burlado el fiscal Ehrlich y Anna von Veckinhausen.

A la mujer no la ha mencionado, desde luego, le daría vergüenza ante su hijo. Tampoco le ha dicho una palabra sobre el asesino de los escombros. En lugar de eso, sus recuerdos de Margarethe, descripciones de Hamburgo —maquilladas, porque no quiere inquietar a su hijo innecesariamente—, lugares comunes. Y solo al final, donde en efecto ha firmado como «Tu padre», ha añadido una posdata: «Te quiero y te echo de menos».

¿Cuándo fue la última vez que le dijo eso a su hijo? ¿Había llegado a pronunciar esas palabras alguna vez? No recuerda haberlo hecho.

Supervivientes, piensa Stave otra vez mientras observa con disimulo a los transeúntes que recorren las calles como recién liberados. Si en Hamburgo han podido sobrevivir a ese invierno, ¿por qué no va a ser posible en Vorkutá? Karl es joven y fuerte. Sobrevivirá. Tiene que sobrevivir.

Han pasado cuatro semanas desde que MacDonald confesó el robo de los expedientes y le habló de la Operación Bottleneck. Desde que conoce la verdadera identidad de Maschke. Cuatro largas y duras semanas sin ninguna novedad.

Eso ya es algo, piensa el inspector jefe: no ha habido más cadáveres. Cada día sin un hallazgo espectacular es un día en el que el lazo le aprieta menos en el cuello. Stave se siente como si pudiera moverse con libertad otra vez, como si volviera a tener espacio para maniobrar. No ha habido más cadáveres, tampoco más titulares. No más titulares, no más pánico entre la población. No más pánico, no más preguntas molestas, ni del alcalde ni de Cuddel Breuer, ni siquiera del fiscal Ehrlich. Y ahora, además, de la noche a la mañana ha hecho aparición la primavera. Todos olvidarán pronto al asesino de los escombros.

Yo seré el único que no, se dice Stave. Yo no.

En la Central, Erna Berg lo saluda mirando para otro lado. El inspector jefe se extraña, se inclina para acercarse a ella, la mira a la cara. Tiene el ojo derecho morado e hinchado.

—¿Su marido? —pregunta.

Ella se señala el vientre, que ya empieza a abultarse.

—Se lo he confesado. De todas formas no podía seguir ocultándolo.

—Ya me encargaré yo de él. —MacDonald acaba de entrar desde el pasillo sin que ninguno de los dos lo haya oído.

—Hablemos en mi despacho, no en la antesala —replica Stave.

—Los tres —dice el teniente, y agarra a Erna Berg del brazo.

—¿Qué se propone hacer? —pregunta el inspector jefe mientras se sienta tras su escritorio.

Erna Berg toma asiento en la silla de las visitas, MacDonald se queda de pie detrás de ella, posa las manos en sus hombros.

—Voy a divorciarme —responde la secretaria.

—Ya le he encontrado un apartamento a la señora Berg —añade el teniente—. Cuando este desagradable asunto haya pasado, nos casaremos. —Sonríe.

—Pero tiene usted otro hijo —objeta Stave. Mas no se atreve a decir: tal como están las cosas, un juez le concedería el niño al padre, ya que al fin y al cabo ha sido la madre quien ha cometido adulterio.

—También me encargaré de eso —contesta MacDonald, y su voz suena decidida—. El niño se criará con nosotros.

El inspector jefe lo mira unos momentos, hasta que comprende que MacDonald habla en serio y que ganará esa batalla. Lo cierto es que debería sentir lástima por el marido de Erna Berg, que perdió una pierna en la guerra y ahora, además, va a perder también a su familia. Pero las marcas de golpes en la cara de su secretaria lo han dejado conmocionado. De pronto, sin que pueda hacer nada por evitarlo, se siente imbuido de afecto hacia ese joven oficial británico tan seguro de sí mismo, tan cortés y natural, tan diferente de él, Stave.

—Tienen mi bendición —dice.

—No tenía idea de que fuese usted también pastor —repone MacDonald.

En el rostro de Erna Berg (la mitad que no tiene hinchada) se contorsionan pequeños músculos. Va a echarse a llorar, piensa Stave.

—¿Hay alguna novedad en nuestro caso? —pregunta enseguida, antes de que todos se pongan sentimentales.

—Nada, inspector jefe —responde la secretaria, que respira hondo, se endereza, sonríe con timidez, incluso con un aire algo conspirativo—. No hay más cadáveres. Ni preguntas del señor Breuer.

—No sabría decir cuál de ambas cosas sería peor —suelta Stave con alivio.

Después levanta la mano derecha como si quisiera hacer marchar a MacDonald y a Erna Berg, pero el gesto le queda a medio camino entre una bendición y un ademán amistoso.

—Tómense el día libre —dice—. Tienen que equipar su apartamento, y seguramente también tendrán un par de cosas que tramitar.

Treinta segundos después, está solo.

Stave observa fijamente los expedientes de los asesinatos que, no más gruesos que un cuaderno, tiene extendidos sobre el escritorio formando un abanico. Poco a poco va aceptando que no avanza. Que tal vez nunca consiga avanzar más.

No hay nuevas muertes y eso lo tranquiliza. Por un lado. Por otro, quiere decir que tampoco hay posibilidad de que el criminal cometa un error. Que uno de los atacados consiga resistirse y escapar. Que lo vea algún testigo. Que por fin alguien en Hamburgo identifique a una víctima.

Ahora que el invierno remite, en algún momento volverá a llover, piensa el inspector jefe. Las precipitaciones empaparán los carteles de la Policía, las fotografías irán cayendo de las columnas de anuncios, las exhortativas frases de Stave se emborronarán, y no puede imprimir nuevos carteles para no alarmar a la población.

¿Qué más puede hacer con esos cuatro casos cuyo papeleo ocupa la superficie de su mesa? Ya ha realizado todas las pesquisas posibles, ha interrogado a todos los testigos, ha seguido todas las pistas. Es posible que la casualidad le eche una mano algún día. Tal vez el asesino se emborrache en un bar y se delate, ya ha sucedido en más de una ocasión. Acaso un día alguien de fuera llegue a Hamburgo, vea un cartel que por casualidad se ha conservado y exclame: «¡Pero si yo los conozco!».

¿Y si no? Entonces el asesino de los escombros quedará libre, reconoce Stave con resignación. Y yo me pasaré toda la vida pensando en él. Nunca dejaré de preguntarme: ¿qué fue lo que no viste?

La autocompasión tampoco te servirá de nada, se dice, suspira, recoge los expedientes, los archiva con cuidado, se levanta de la silla y camina hacia la puerta con otro expediente bajo el brazo: el historial de Lothar Maschke, que MacDonald le consiguió con discreción. En él ha encontrado varios documentos interesantes. Quiere ir a ver a Ehrlich.

Qué es lo que no has visto, piensa mientras recorre el pasillo. Qué no has visto. La escalera con esas molestas cenefas en el suelo. Qué no has visto. El pórtico, el elefante de bronce. Qué no has visto. La escultura de la mujer. Qué no has visto. Un Mercedes delante de la Central. Qué no has visto. El camino hasta el despacho de Ehrlich. Qué no has visto. La escultura de la mujer. Ehrlich. La mujer. Mujer. Ehrlich.

—¡Pero qué idiota soy! —exclama de pronto Stave.

Y echa a correr.