Señales de vida

Martes, 18 de febrero de 1947

Es el frío lo que ha salvado a Stave. Durmiendo, ha dado vueltas hacia un lado y otro, ha tirado la manta y se ha quedado tumbado sobre la sábana revuelta bañado en sudor, atrapado en la pesadilla hasta que el frío hiriente ha atravesado el caparazón del sueño. Fuego. Bombas. Humo. El hedor a carne quemada. La cara de Margarethe. Siempre escenas de la misma película y aun así, siempre nuevas: Stave ha visto en su sueño a Margarethe entre las llamas, se ha quedado paralizado frente al fuego y ha gritado. Sin embargo, ella no lo oía porque tenía el cuerpo congelado y adherido al suelo de la cocina a pesar del calor abrasador. Unas finas líneas rojas le rodeaban el cuello, y en sus atónitos ojos abiertos había hielo.

Tengo que resolver este caso, se advierte el inspector jefe. Si no, pronto no pensaré en otra cosa. Antes colgaba las investigaciones en el perchero como si fueran un abrigo. Cuando llegaba a casa, se había acabado el trabajo. Incluso en su cabeza. El apartamento era el bastión de la felicidad privada. Hasta que cayeron las bombas.

Recorre la habitación a tientas. El hielo de las ventanas se traga la claridad del alba. Se siente como si estuviera metido en sopa de cebada mientras cojea hacia la mesa de la cocina: un resplandor grisáceo por todas partes, las proporciones de la mesa torcida y de la silla con la pata remendada están distorsionadas. Cierra la mano sobre el respaldo, casi tira al suelo la cafetera de esmalte. Tampoco sería nada grave: no tiene café. Y tan poca agua caliente como luz.

Los cortes eléctricos.

Stave lo había olvidado. A cada distrito de la ciudad le quitan la corriente dos veces por semana durante dos horas porque el carbón de las centrales eléctricas ya no da para todos. Esta mañana le toca a Wandsbek, tendría que haberse preparado. ¿Dónde está la vela?

Pensar también puedo hacerlo en penumbra, se dice para infundirse valor. MacDonald. El inglés lo ha engañado, le ha ocultado su visita al industrial desaparecido. ¿Por qué? ¿Tiene algo que ver con los asesinatos? Hellinger, ¿el siguiente cadáver que aparecerá en algún sótano? ¿Finalmente una pista sobre el asesino? ¿MacDonald? En cierta forma es absurdo.

Sin embargo, nunca se ha preocupado por las coartadas del teniente. ¿No le dijo Erna Berg que a veces pasaba horas ilocalizable? ¿Qué hace durante ese tiempo? Podría ser él. Solo se pregunta qué clase de motivo podría tener. Seguramente no el robo; los oficiales de la ocupación viven como señores coloniales, solo hay que pensar en las antigüedades que Anna von Veckinhausen vende a los británicos. Además, la mujer de Hellinger no reconoció a ninguna de las otras víctimas cuando le enseñó las fotografías. Si no tenían nada que ver con su esposo desaparecido, ¿qué relación hay entre las cuatro víctimas y el industrial? Por otro lado, ¿cómo encaja MacDonald en todo ello?

¿Tienen algo que ver los expedientes desaparecidos? Es posible, en ellos aparece el nombre de Hellinger: un nombre que hasta ahora solo estaba registrado en las listas del Servicio de Desaparecidos y en alguna comisaría, y que por lo tanto habría seguido siendo poco menos que desconocido. Los expedientes de los asesinatos, por el contrario, son más públicos: los leen Stave, Maschke, también Cuddel Breuer y el fiscal Ehrlich, por lo menos. Eso hace aumentar la probabilidad de que alguien encuentre en algún momento una conexión entre Hellinger y MacDonald. Sobre todo por esa misteriosa palabra inglesa escrita en un trozo de papel: bottleneck. También eso aparece en los expedientes. De modo que el teniente, que por algún motivo quiere ocultar su relación con Hellinger, los hace desaparecer. Evidentemente, él sabe que Stave se alarmará, pero también que el inspector jefe no irá corriendo a su superior, no en un caso así. Él, Stave, reconstruirá las investigaciones lo mejor que pueda entre las cuatro paredes de su despacho, y se acabaron las miradas curiosas en los expedientes. Eso, a fin de cuentas, sería un motivo.

¿Oportunidades? MacDonald ha estado muchas veces con Erna Berg, incluso cuando Stave no se encontraba en su despacho. Un momento de descuido y los expedientes ya han desaparecido bajo el abrigo del uniforme. O es posible que su secretaria también esté involucrada, que accediera a la petición de su amante y permitiera que se llevara los documentos. Si por ello tiene cargo de conciencia, Stave no se ha dado cuenta, con lo angustiada que está ya por motivos personales.

Piensa en la joya, el pendiente de la víctima. Un joyero parisino. Una mujer rica. ¿Cuándo pudo estar en la metrópoli francesa? ¿Antes de la guerra? Hace diez, quince años a lo sumo, cuando era una joven adulta. ¿Llevaría una mujer de veintitantos años una joya así? Intenta imaginarse a Margarethe con ese pendiente. Tonterías, cuando ellos eran dos jóvenes enamorados soñaban con otras cosas. Con un apartamento grande. Con juguetes para Karl, que aún era un niño. Por otra parte, Anna von Veckinhausen afirma que ese pendiente fue fabricado antes de 1914. En aquella época, la cuarta víctima era sin duda demasiado joven para haberlo comprado o haberlo recibido como regalo. Así que es una pieza de herencia. ¿Quién tiene joyas francesas en Hamburgo? ¿En estos tiempos? Las familias adineradas. Pero ¿por qué no llega, entonces, ninguna denuncia de desaparición?

Las investigaciones avanzan, pero ¿en qué dirección lo llevan? Al respirar, entre sus labios se escapan pequeñas nubecillas de vapor azulado, como humo de cigarrillo.

Eso le hace pensar en Maschke.

Hasta ayer aún se alegraba de saber que estaba lo más lejos posible. Ahora lo ve de otro modo. Hasta ayer había creído que en cualquier momento podía recurrir a la ayuda de los británicos, mediante MacDonald, para atrapar a Maschke cuando a él le conviniera. Pero ahora ya no puede confiar en el teniente. De modo que sería mejor que el agente de Orden Público volviera a estar en Hamburgo, bajo el control directo de Stave. Tengo que hablar con él por teléfono y no puedo irme de la lengua, se dice. Tengo que darle algún pretexto para que interrumpa sus interrogatorios a los médicos y regrese a Hamburgo. De inmediato.

Se coloca con torpeza el pesado abrigo. El hielo se ha extendido por la noche como un barniz sobre la espalda y los hombros, y ahora cae al suelo en forma de polvo brillante cuando se lo pone. Todo me queda demasiado grande, piensa, he adelgazado mucho. Me queda grande. ¿Me quedarán también grandes los casos?

Sombrero, bufanda, guantes, pistola, linterna, identificación. ¿Por qué hago esto, en definitiva? ¿Por qué salgo con este frío? ¿Por qué me enfrento al viento? ¿Por qué paso mi tiempo con personas como MacDonald, Ehrlich, Maschke o Erna Berg, que tienen sus propios planes? Planes en los que quizá yo estorbo.

Sin embargo, ¿qué hacer, si no? ¿Encerrarse en su lóbrego apartamento a pensar en la esposa que murió quemada? ¿En el hijo huraño que a saber dónde habrá acabado? Si es que aún vive.

Tengo ahora cuarenta y tres años, piensa Stave, y en mi vida no hay mucho de lo que presumir. Entonces sale del apartamento, se acuerda de cerrar con llave como siempre, baja los conocidos peldaños de la oscura escalera hasta que llega a la calle, donde el viento lo golpea como un puño de hielo.

—¿Cómo está usted? —le pregunta a Erna Berg cuando, una hora después, entra en la antesala de su despacho.

—El niño que espero está bien. El médico me ha dicho que dentro de un par de semanas ya se me notará la barriguita.

De modo que no ha abortado. Stave quiere preguntar qué decisión ha tomado. ¿Se lo confesará a su marido? ¿Se fugará con MacDonald? Sin embargo, en tal caso esa pregunta se le antoja demasiado personal. Cierra la puerta de su despacho.

Pasa un buen rato hablando por teléfono: no encuentra a Maschke por ninguna parte. Stave está intranquilo porque no es capaz de dar con ningún hotel en el que Maschke haya pasado la noche anterior. Que no vaya a desaparecer justamente ahora, ruega en silencio, y se pregunta si él mismo se habrá delatado de alguna forma. Al final se levanta, sale de la Central de Investigación Criminal y recorre los pocos metros que lo separan de la Fiscalía por la desprotegida plaza.

Ehrlich se pasa una mano por la calva, parece contento de verlo. En su despacho siempre huele a té. Earl Grey, supone Stave.

—¿Qué puedo hacer por usted?

Detener a mis compañeros, le habría gustado responder, pero las cosas aún no han llegado a ese extremo.

—Por desgracia no tengo nada nuevo en el caso del asesino de los escombros, pero he puesto en marcha otras investigaciones y quisiera pedirle su cooperación. Ayuda administrativa, en cierta forma, y discreta.

—La discreción es la esencia de las investigaciones de una Fiscalía —dice Ehrlich, y sonríe un poco.

Siente curiosidad, piensa Stave. Mejor así. Por otra parte, espero que no demasiada.

—Me gustaría que me permitiera ver unos expedientes, pero por el momento no quisiera desvelarle de qué caso se trata. Si es que se trata de un caso. Estoy todavía muy al comienzo de las pesquisas —dice el inspector jefe, y espera que su rostro no lo delate como mentiroso.

—Déme al menos una idea aproximada de la dirección en la que se encaminan sus investigaciones. ¿Se trata de un asunto político?

Stave reflexiona.

—Es posible, en un sentido amplio. Lo principal, no obstante, es que necesito realizar unas averiguaciones discretas dentro del círculo de compañeros de trabajo.

Ehrlich lo escruta con sus ojos claros, acuosos.

—¿Compañeros de trabajo a quienes se les ha adjudicado, junto con usted, el caso del asesino de los escombros?

—Si le confesara eso, ya estaría usted sobre la pista de la persona en cuestión. Ese punto debe ser confidencial.

—Está bien. ¿Qué expedientes?

—Oradour. Una localidad francesa en la que las SS irrumpieron en junio de 1944.

—He oído hablar de ello —lo interrumpe el fiscal—. La matanza. —Se lo queda mirando largo rato.

Pasa un minuto, Stave se siente como si lo estuvieran examinando. Se mueve con incomodidad en la silla mientras Ehrlich lo observa, pensativo.

—El despacho de aquí al lado no está ocupado hoy —dice finalmente—. Haré que le lleven allí los expedientes. Podrá estudiarlos, pero no llevárselos. No hay mucha cosa.

—¿No ha habido investigaciones?

—Sí, pero no tenemos nombres. Justo después de la matanza, el mariscal Rommel quiso iniciar un consejo de guerra, pero el propio Hitler lo impidió. Y luego el problema dejó de existir: la unidad de las SS fue aniquilada a finales de junio de 1944 en la lucha contra los Aliados. Por completo.

—¿No hubo supervivientes?

Ehrlich esboza una fina sonrisa.

—Hasta hace un par de minutos eso pensaba yo: que no hubo supervivientes. Ahora, no obstante, tengo mis dudas.

También Stave sonríe.

—Muchas gracias, señor fiscal.

—Téngame al corriente. Si descubre algo, quiero saberlo. Y si no descubre nada, también.

Stave disfruta poco después del silencio de un despacho tan caldeado que incluso puede quitarse el abrigo. Ehrlich ha hecho que le sirvan un té que bebe a sorbos lentos. La verdad es que la vida es hermosa, piensa.

Al cabo de un rato, un funcionario con gafas vestido con una bata gris le lleva el archivador Leitz a la sala. El inspector jefe se obliga a no caer en el desánimo: el archivador no pesa mucho.

Repasa los expedientes deprisa. La historia de la matanza ya la conoce, las descripciones de la niña del hogar infantil Warburg coinciden con todo lo que lee. Después echa una ojeada a una lista multicopiada de todos los soldados que pertenecían a aquella unidad de las SS. Aparece «Herthge, Hans», lo cual no le sorprende. Por el contrario, no hay ningún «Maschke».

Otra lista, mucho más corta: los nombres de los supervivientes de la localidad. El inspector jefe la consulta: «Desaux, Joseph; Delluc, Yvonne; Fouché, Roger; Magaldi, Anouk». Y algunos más. Copia todos los nombres, aunque en realidad solo necesita uno: Anouk Magaldi. Con eso basta para presentar a la niña de ocho años como testigo fidedigna ante el tribunal.

También hay algunas declaraciones de los supervivientes, además de un fragmento del diario de guerra del mando supremo de la Wehrmacht del 30 de junio de 1944: «3ª Compañía del 4º Regimiento de Granaderos Anticarro de las SS, aniquilada».

Por último, un escrito en francés que Stave traduce con mucho esfuerzo gracias a lo poco que recuerda de las clases del colegio, que quedan ya tan atrás: la Fiscalía de Limoges inició diligencias y cursó orden de busca y captura para todos los miembros de la unidad de las SS. Después, nada más. Ni una carta, ni un documento que demuestre que por lo menos uno de los hombres de las SS fue llevado a juicio.

El inspector jefe se da un masaje en la nuca. Puede corroborar la historia de la niña. Hans Herthge fue un asesino. Solo queda encontrar una prueba que demuestre que Maschke es Herthge. Trazando una línea más, el dibujo estará completo. Y aun así, tiene la vaga sensación de que está pasando por alto algo importante.

Stave deja el archivador Leitz sobre el escritorio de Ehrlich.

—¿Quiere informarme? —pregunta el fiscal.

—Pronto. Antes tengo que seguir otra pista. Después hablaremos. —Stave señala el archivador—: Tendrá ocasión de completar estos expedientes con un par de nuevos documentos.

—Es usted mi hombre.

Stave camina por Feldstrasse, recorre las callejuelas de St. Pauli, por fin llega a Altona. Marcha a paso rápido, así retiene en su cuerpo el agradable calor del despacho hasta que se halla frente al edificio del Servicio de Desaparecidos; empuja el ostentoso portón y se encuentra ante las infinitas hileras de destinos metidos en cajas de cartón. En los oscuros pasadizos no ve a nadie, parece que hasta la búsqueda de los desaparecidos se ha congelado con la ola de frío. Llama a la puerta del despacho del encargado, Andreas Brems, y entra sin esperar una invitación. No estará agobiado por el trabajo, piensa el inspector jefe.

Brems sonríe con benevolencia y cansancio.

—¿Busca usted a su desaparecido o a un desaparecido? —pregunta.

—A un desaparecido. Lothar Maschke.

Brems señala su escritorio.

—Espere aquí, por favor.

Sale entonces arrastrando los pies y regresa con una ficha amarillenta.

—Maschke, Lothar. Nacido en Flensburg en 1916, residente en Hamburgo desde 1920, se enroló en la marina de guerra en septiembre de 1939. Finalmente, cabo primero en el submarino U-453. Desaparición denunciada el 2 de junio de 1945 por su vecina: Wilhelmine Herthge.

—Ya te tengo —murmura Stave.

Será la madre de su compañero, sospecha. La mujer denuncia la desaparición de un vecino, y más o menos entonces su hijo regresa de la guerra. Un hijo que ha logrado sobrevivir a una batalla de Normandía que quizá les haya costado la vida a todos sus compañeros de las SS. Y que antes asesinó en Oradour. Un hijo que seguramente ya sospecha que esa matanza podría resultar aún peligrosa, y que se entera de que ha desaparecido un vecino que tiene más o menos su misma edad. Un vecino a quien ya no le quedan parientes, porque ¿cómo es que ha tenido que denunciar su desaparición la señora Herthge, y no una madre o una esposa? ¿No resultaría muy fácil entrar a la fuerza en el apartamento vacío, hacerse con unos cuantos documentos y adoptar un nuevo nombre? Solo hay que convencer a la madre de uno, pero seguro que ella no delatará a su hijo. Un hijo que en lo sucesivo se quedará en casa, dócil, y del que sabe con seguridad que no viajará al extranjero. La madre puede incluso conservar su nombre. ¿A quién le llamará la atención que madre e hijo tengan apellidos diferentes? En todo caso, cualquiera pensaría que la madre —quizá por haber quedado viuda— volvió a casarse tras el nacimiento de su hijo y que por eso lleva el apellido de su segundo marido, mientras que el niño ha conservado el del primero. No es nada que se salga de lo corriente en estos tiempos en que millones de mujeres han perdido a su esposo. Sin entierro, sin certificado de defunción, sin bajas en ninguna oficina: el auténtico Lothar Maschke nunca ha sido declarado muerto. Y ¿quién contrasta los nombres de todos los ciudadanos de Hamburgo con los de las fichas del Servicio de Desaparecidos? Nadie. Así que Hans Herthge renace como el nuevo Lothar Maschke. Este nuevo Maschke consigue documentación: es sencillo en una ciudad donde, a causa de los bombardeos, se han perdido decenas de miles de identificaciones personales y partidas de nacimiento. ¿Quién controla todas y cada una de las solicitudes de renovación? De modo que el nuevo Maschke se apropia del historial del antiguo, recibe la cartilla de racionamiento de su predecesor, puede que en algún momento reciba la visita de un oficial británico para comprobar antiguos vínculos con el nazismo. Sin embargo, los tripulantes de submarinos no están imputados, se los considera limpios. El nuevo Maschke queda libre al fin y se siente incluso tan seguro que charla con toda tranquilidad sobre el tiempo que estuvo en Francia. Se instala cómodamente en el nido que se ha fabricado y puede empezar una nueva vida, buscar un nuevo trabajo. Y, precisamente, ¿qué mejor lugar para camuflarse que la Policía?

—Me llevo esta ficha —le dice Stave a Brems—. Es una prueba.

El encargado se encoge de hombros.

—Todavía no ha venido nadie a preguntar por él. Si no, tendría una anotación. De todas formas déjeme hacer una copia, por cuestiones de organización.

Saca una ficha nueva de una caja y escribe a pluma todos los datos. Como hace tanto frío, la tinta está correosa y muchos trazos quedan en blanco.

Nadie podrá leerlo, piensa el inspector jefe, pero eso ya no tiene importancia.

Cuando se despide con un ademán de la cabeza y va camino de la puerta, Brems carraspea.

—No quiero que se haga usted ilusiones, pero esta tarde esperamos que nos llegue un escrito de la Cruz Roja desde la Unión Soviética. Una nueva lista con prisioneros de guerra. Ya sé que no hay muchas probabilidades de que incluya nombres que todavía no tenemos registrados, pero tampoco se puede descartar.

—Pues mire si hay algo en la «S», por favor —dice Stave, esperando que la voz no le haya temblado. Después da media vuelta, deprisa.

No te hagas ilusiones. No vayas a hacerte ilusiones descabelladas.

En el camino de vuelta, Stave entra en una cafetería que ha sobrevivido a la guerra casi intacta salvo por la fachada, que no existe; como si un monstruo le hubiera arrancado la cara al edificio de cuatro pisos. El frente de la cafetería está remendado con tablones en los que alguien, con algunos clavos y masilla, ha instalado dos cristales que dejan pasar algo de luz al interior. También entra una fuerte corriente de aire. El inspector jefe pide una sopa de patata, pan moreno con mantequilla y un té.

La sopa es de un amarillo desabrido, pero por lo menos está caliente. El pan se desmenuza entre los dedos, la pasta que lleva untada encima es cualquier cosa menos mantequilla de verdad. El té huele a ortiga. Al menos será sano, se dice Stave mientras le da un sorbo a la amarga infusión. Cuando sale de la cafetería, tiene más hambre que antes.

En el despacho le aguarda una sorpresa: MacDonald está allí.

—Tengo que hablar con usted —dice el teniente.

—Hoy es mi día de suerte —repone Stave, y le ofrece al británico una de las sillas para las visitas.

Erna Berg los mira intranquila desde la antesala por la puerta abierta. El inspector jefe intuye que no sospecha nada de lo que aflige a su amante. De modo que no está metida en el asunto. Cierra la puerta.

—Ha vuelto a visitar a la señora Hellinger —dice MacDonald con objetividad. Es una afirmación, no una pregunta.

—¿Me tiene vigilado?

El británico sonríe como si se disculpara.

—A usted no. Estamos vigilando a la señora Hellinger.

—¿A quiénes se refiere?

—Es una larga historia.

—¿Y ha venido a contármela?

—Seguramente ya no me queda otra opción —responde MacDonald con un suspiro. Después vuelve a sonreír, una encantadora y exculpatoria sonrisa de Oxford, y saca tres carpetas de un portafolios.

Los expedientes de los asesinatos.

—Siento las molestias ocasionadas, créame. Pensé que me saldría con la mía, pero lo cierto es que es usted demasiado tenaz. Ahora tendré que ponerlo al corriente.

Stave se queda contemplando los expedientes; luego mira a MacDonald, y es entonces cuando empieza a comprender esas últimas palabras.

—¿Sobre qué quiere ponerme al corriente?

—Sobre la Operación Bottleneck —contesta el británico, sonriendo otra vez. Levanta las manos, las baja de nuevo—. Tendría que haberlo hecho desde el principio, por lo menos en cuanto el nombre de Hellinger salió a relucir por primera vez.

—Aquel día se quedó usted bastante estupefacto. Lo recuerdo. Pero lo achaqué a una distracción de carácter personal.

MacDonald mira fugazmente a la puerta cerrada de la antesala, luego se fija otra vez en los expedientes.

—Esa otra historia es más complicada aún que la Operación Bottleneck, pero me parece que ya está usted enterado.

—Si de alguna forma puedo serle de ayuda en ello…

—Coja la pistola reglamentaria y hágale un agujero bien redondo en la cabeza al marido de la señora Berg —responde el teniente, y luego tuerce el gesto—. Solo era una broma. Ese problema seguramente tendré que solucionarlo yo solo, al contrario que el otro.

—La Operación Bottleneck. Fue usted a visitar a Martin Hellinger la mañana en que desapareció.

—Yo lo secuestré.

Stave se inclina en su asiento.

—Explíqueme la historia desde el principio.

—Soy oficial del Ejército de Su Majestad —empieza diciendo MacDonald—. Sin embargo, al mismo tiempo sirvo a otra organización que me reclutó ya durante mis días de estudiante, el British Intelligence Objectives Sub-Committee. Tenían un buen argumento para convencerme de que trabajara para ellos: se encargaron de que aquel escándalo de mi relación con una dama de buena familia que estaba casada se extinguiera como una cerilla.

—Debe de ser un organismo muy especial.

—Una especie de… —el teniente vacila—, servicio secreto.

—¿Como la Gestapo?

MacDonald pierde por primera vez la compostura y le lanza una mirada de indignación.

—Por favor. No somos más que unas decenas de hombres: oficiales de Su Majestad, varios funcionarios de diversos ministerios de Londres, científicos y técnicos de universidades, algunos profesionales seleccionados. Estamos bajo las órdenes directas del Gobierno. Nuestro trabajo consiste en localizar en la Alemania ocupada a científicos y técnicos del régimen nazi.

—¿Para castigarlos?

—Personalmente acogería muy bien esa opción, pero no. No castigamos a esos señores. Buscamos hombres de todas las ramas del conocimiento técnico. Constructores de motores de aviación. Físicos que han diseñado bombas. Fabricantes de submarinos. También especialistas que puedan serle de utilidad a nuestra industria, que ha quedado muy afectada: químicos que investiguen fertilizantes, ingenieros de la industria del acero y las explotaciones mineras, técnicos que tengan en sus cajones planos de nuevos motores o radios más eficientes.

—O relojes de precisión.

—Y calculadores de desviación de trayectoria. Las calculadoras son un campo del futuro, y el doctor Hellinger lo supo ver antes que muchos otros.

—¿Y después?

—Después secuestramos a esos caballeros —responde MacDonald, y suena como si estuviera informando de una gamberrada estudiantil—. Llamamos a su puerta y nos los llevamos. Un viaje en Jeep hasta el campo de aviación militar más cercano, un avión con los motores en marcha y antes de que se den cuenta ya son huéspedes de Su Majestad en un castillo de algún lugar de las Highlands. O en un laboratorio de las afueras de Londres. O en un astillero de Liverpool. Allí les exprimen todo lo que saben. Nos hacemos con el conocimiento de esos especialistas, los interrogamos, dejamos que hagan cálculos, experimentos, que confeccionen artefactos. Hasta que sabemos todo lo que saben ellos. Después lo aprovechamos para nuestras propias investigaciones, ya sean militares o civiles.

—¿Y los caballeros exprimidos se dejan hacer todo eso? ¿No existe algo así como una protección de patentes?

MacDonald ríe.

—¿Protección de patentes después de veinte millones de muertos? ¿Para qué gana uno la guerra, entonces? Antes se saqueaban los templos de los perdedores, ahora les robamos su conocimiento. Es un precio justo por lo que sus compatriotas le han hecho al mundo, en definitiva.

—¿Y esos especialistas están dispuestos a compartir sus secretos?

—Cuanto antes nos explica alguien todo lo que sabe, antes dejamos que regrese a casa. No somos monstruos. No hay necesidad de aplicar los métodos de la Gestapo. Solo esperamos. La mayoría de los candidatos nos desvelan todos sus secretos el primer día. Están tan orgullosos de sus descubrimientos como niños aplicados. Aunque se trate de las armas más letales. O precisamente por eso.

—¿De manera que el doctor Hellinger regresará algún día?

—Faltaría más. No es de los que se guardan lo que saben. Por desgracia, este maldito frío tiene atenazado también a mi país. Ya casi no nos queda gasolina para los aviones. Muchos puertos están congelados. Todavía no hemos podido enviar a Hellinger de vuelta, ni en avión ni en barco. En cuanto empiece el deshielo, regresará a casa. Hellinger le contará a su mujer cualquier patraña para explicar su ausencia, ya lo ayudaremos nosotros. Su familia y él recibirán a partir de entonces un extra en la cartilla de racionamiento por trabajos pesados y se comprometerán a guardar silencio. Eso es la Operación Bottleneck. Hasta ahora ha funcionado muy bien. Hellinger habría regresado en algún momento y su mujer habría retirado la denuncia de desaparición. Listo. Sin preguntas, sin armar revuelo.

»Pero primero llegó este frío. Luego el asesino. Después vino usted. Hellinger no tiene nada que ver con el asesino de los escombros. Ha sido una condenada casualidad. De pronto su nombre aparece en los expedientes de los asesinatos. A saber quién podría leerlos. Y luego, además, esa desafortunada nota de Hellinger. Yo mismo le dije el nombre de la operación cuando lo fui a buscar, como explicación, para que no se resistiera y no montara mucho escándalo. Y va y me la juega con ese papelito. No tengo ni idea de cómo consiguió escribirlo, no tardé más de dos minutos en sacarlo de la casa sin hacer ruido.

—Así que decidió robar los expedientes y ya está.

—Hacerlos desaparecer. Usted habría vuelto a encontrarlos cuando Hellinger hubiese regresado. Lo habría excluido de sus investigaciones, todo habría salido bien.

—Qué idea más tonta.

MacDonald lo mira un momento, desconcertado; después se echa a reír.

—Es verdad. No fue algo meditado. Un día vine aquí a ver a Erna. Usted no estaba.

—¿Estuvieron los dos en mi despacho?

—No le reproche nada a la señora Berg. Yo la convencí. Aquí dentro estábamos a solas; teníamos más intimidad que en la antesala, no sé si me entiende.

—¿Me está diciendo que aquí, en este despacho, con mi secretaria…? —empieza a decir Stave, pero luego no sabe cómo terminar la frase.

—Por el amor de Dios, hombre, ¿es que nunca ha estado enamorado? De pronto nos encontramos los dos solos, la ocasión era propicia.

—Y como era tan propicia, aprovechó usted también para llevarse los expedientes de los asesinatos. No parece precisamente que fuera un acto impulsivo.

—No se ofenda. Le juro que fueron motivos puramente amorosos los que nos trajeron a esta sala. Sin embargo, ya se sabe que después se queda uno con la cabeza muy despejada.

—Está visto que no.

Stave cierra los ojos y reflexiona.

—Lo creo, teniente, aunque solo sea porque su historia es muy desagradable y, sus motivos, poco meditados. Por lo tanto, también creo que Hellinger no tiene nada que ver con el asesino de los escombros. Sin embargo, su nombre aparece en estos expedientes, así que tendré que anotar por qué su desaparición ya no es relevante.

—¿Quién preguntará nada al respecto?

—Seguramente nadie, pero me gusta conducir mis investigaciones de forma correcta.

—Haga una excepción por esta vez.

—¿Y si no la hago?

—Una sola referencia más a la Operación Bottleneck en estos expedientes y será usted el próximo huésped de Su Majestad. Para eso sí que nos quedaría gasolina.

—Me lo temía —replica Stave—. Siempre he querido visitar un castillo de las Highlands.

—No a veinte grados bajo cero.

—Buen argumento. —Stave calla durante un rato y le da vueltas al asunto—. Tiene mi palabra de que no escribiré nada sobre la Operación Bottleneck —promete finalmente—. Los expedientes no dirán nada más de Hellinger. Ni de la desaparición de las carpetas.

MacDonald respira hondo.

—Se lo agradezco. Para mí habría sido muy desagradable ordenar algo tan abyecto como su secuestro, pero debo hacer lo que haga falta para mantener en secreto esta acción.

—¿No le resulta abyecto secuestrar a hombres como Hellinger?

—No —responde el teniente sin dudarlo—. Para el trabajo sucio, los nazis tenían a sus carniceros. En la Gestapo, en los campos de concentración. Seguro que conoce usted a esos tipos. Crueles, sin escrúpulos, pero demasiado estúpidos como para representar una amenaza para el mundo. Por eso Hitler necesitaba cabezas pensantes. Como nuestro cerebrito, el bueno del doctor Hellinger, con sus calculadores de desviación de trayectoria. Funcionaban a las mil maravillas, eso pueden confirmárselo diez mil viudas de marinos desde Liverpool hasta Halifax. No, no siento compasión por ellos.

—Entonces ya tenemos algo en común.

—Por eso disfruto tanto trabajando con usted, inspector jefe.

—¿Es eso extensible a mi compañero Maschke?

De pronto MacDonald adopta una actitud cautelosa.

—¿Por qué me lo pregunta?

—¿Qué sabe usted de él?

El teniente se encoge de hombros.

—Cuando me destinaron a esta investigación, naturalmente que consulté los historiales de mis futuros colaboradores.

—Qué atento.

—Es deformación profesional. Sea como fuere, en el historial de Maschke no hay nada llamativo. Más no sé.

—¿Podría proporcionarme ese historial?

—¿Como pequeño agradecimiento por su cooperación en el asunto de la Operación Bottleneck? Será un placer. Pero ¿cómo es que me pregunta justamente por Maschke?

—Ahora soy yo el que tiene un secreto, teniente, pero le prometo que se lo desvelaré. A su debido tiempo.

MacDonald asiente y se pone en pie.

—Me lo tomaré con deportividad. Usted hágamelo saber antes de que sea tarde.

Cuando el teniente tiene ya la mano en el tirador de la puerta, Stave carraspea otra vez.

—Prométame que no me hará padrino de su hijo —dice—. Aunque lo hayan fabricado en mi despacho.

—En eso se equivoca usted —replica MacDonald, inclina la gorra como gesto de despedida y sale.

Stave pasa un buen rato mirando por la ventana después de la marcha del teniente. Es un alivio que los expedientes hayan vuelto a aparecer. Cómo dependo de estas formalidades, piensa. Margarethe se habría reído, pero también me habría tranquilizado: no es para tanto.

Se levanta la niebla. Ahora cree que puede confiar en MacDonald y también en Erna Berg, aunque la idea de que en ese despacho, sobre su mismísimo escritorio, una mujer casada se haya entregado a un oficial de las fuerzas de la ocupación sigue teniéndolo pasmado.

La desaparición de los expedientes de asesinato se ha aclarado. Hellinger ha quedado excluido de la investigación. No era sospechoso y, gracias a Dios, tampoco es otra víctima.

Stave ha recopilado suficientes declaraciones y documentos para llevar a Maschke ante los tribunales por ser un antiguo miembro de las SS y asesino de Oradour. Se pregunta si no será más inteligente detener a Maschke inmediatamente y luego seguir con el caso del asesino de los escombros. ¿O debería dejar a su compañero en suspenso, esperar a ver si se traiciona él mismo? Tendré que buscar el consejo de Ehrlich, piensa. El fiscal debe de sospechar que Maschke tiene un pasado nazi. ¿Por qué, si no, podría haberse cruzado con él en su despacho el otro día? Pretendía husmear. Pero por lo visto Ehrlich no sabe que Maschke estuvo en Oradour. El cazador de nazis le estará agradecido cuando le presente las pruebas. Un nuevo juicio, puede que en el tribunal de Curiohaus.

Sus pensamientos se ven interrumpidos por unos golpes en la puerta. Erna Berg abre desde la antesala y se asoma.

—Tiene una visita.

Andreas Brems, del Servicio de Desaparecidos.

Stave, tal como exigen los buenos modales, quiere ponerse de pie, pero de pronto tiene las piernas blandas como cámaras de bicicleta. Quiere decir algo, pero no consigue emitir ningún sonido.

Brems, acostumbrado a ser portador de noticias que cambian destinos, sonríe con educación, se acerca una silla, se sienta, desdobla un papel sin decir una sola palabra. Después lo señala: una lista multicopiada, nombres, nombres, nombres.

—Hemos encontrado a su hijo —dice, y enseguida añade—: Vivo.

Stave se agarra a la mesa. Las ideas le dan vueltas en la cabeza. Karl. Un muchacho de diecisiete años con un uniforme de la Wehrmacht que le queda grande. Rabia y desprecio en la cara cuando se despide de su padre. No es más que un muchacho. Alivio. Una cálida sensación de alegría en el estómago. Stave se obliga a darle las gracias a Brems formalmente, le estrecha la mano por encima del escritorio, luego se inclina sobre la lista. La agarra, ahora ya sin que le importe el temblor que sacude el papel. El único vínculo con su hijo.

«Stave, Karl».

Después, una palabra más. Stave se detiene, la lee de nuevo, no entiende.

—¿Qué significa esto? ¿Vorkutá?

—El lugar en el que se encuentra actualmente su hijo. —Brems carraspea—. Un campamento de prisioneros. En Siberia.

—Siberia.

Stave cierra los ojos. En Hamburgo hace meses que se habla de «temperaturas siberianas», y él ha visto bien a los muertos congelados, pegados al suelo. Ha oído hablar de otras víctimas, víctimas que no han sido atacadas por un asesino, sino por el frío. Si en Hamburgo las temperaturas son tan crudas, ¿cómo serán allí?

—¿Qué puedo hacer yo? —se oye preguntar a sí mismo. Su voz suena cargada de esperanza y apagada a la vez.

—Nada. De momento, por lo menos. La Cruz Roja ha recibido esta lista. Es posible que en algún momento dejen pasar a un representante al campamento siberiano para hablar con los prisioneros o hacerles llegar correo. No es seguro. Naturalmente, nos esforzamos por conseguir cualquier mejora de su situación.

—¿Cuándo lo liberarán?

—Pregúntele al camarada Stalin. Nadie lo sabe. Cuando todavía llegaban trenes, a menudo regresaban prisioneros de allí. En estos momentos hace demasiado frío para eso, pero el invierno pasará algún día.

—¿Puedo al menos escribirle?

—Nos haremos cargo de su carta. No tenga prisa. Pasarán semanas antes de que uno de nuestros representantes consiga llegar al norte de Rusia. Si es que llega. Ahora está usted aturdido. Feliz pero confuso. Eso lo entiendo, lo veo todos los días. Deje que la buena noticia repose. Dese un poco de tiempo y escríbale entonces.

—Al menos lo han encontrado.

—Una vez que tenemos a alguien registrado, ya no volvemos a perderlo.

Por fin, Stave consigue levantarse de la silla.

—Muchas gracias —murmura—. También por haber venido personalmente hasta aquí.

—Usted nos ha visitado muchas veces —repone Brems, y le estrecha la mano para despedirse.

Stave vuelve a mirar por la ventana. En algún momento cae la noche, negra como la tinta. En la antesala, la silla de Erna Berg cruje sobre el suelo de linóleo cada vez que la acerca o la separa del escritorio. En un radiador casi frío se oyen borboteos de aire. Pasos en el pasillo, luego el silencio de una planta desierta.

Tengo que conseguir un mapa de Rusia, piensa entonces Stave. Ver dónde queda Vorkutá.