Lunes, 17 de febrero de 1947
Stave se encuentra en su despacho desde las siete de la mañana, colgado del teléfono. Cuando la punta del dedo se le pone roja de tanto girar el dial, usa un lápiz para marcar los números. Ya el viernes intentó ponerse en contacto con Maschke. Quiere hablar con él enseguida, antes de que Ehrlich pueda hacerlo, para ofrecerle su versión del encuentro tardío en su despacho. No hay manera. No encuentra al agente de Orden Público por ninguna parte; no está en ningún hotel, en ninguna comisaría del norte de Alemania, en ningún hospital. Varias veces ha hablado con personas que lo han atendido, siempre unas horas antes. Es como si quisiera escapar de mí, piensa Stave. Qué absurdo.
El fin de semana lo ha pasado en la estación, y allí ha tenido mucho tiempo para reflexionar. Porque cuanto más se alarga este invierno, menos carbón se extrae y cada vez más locomotoras quedan abandonadas, con las cañerías rotas o las calderas reventadas a causa de las heladas. Ahora, cada día traquetean por las vías menos trenes de los que antes pasaban en una sola hora.
Stave ha recorrido los andenes vacíos de un lado a otro, y no solo para ahuyentar el frío de sus piernas. Estaba intranquilo, se había imaginado que Ehrlich hablaba con Maschke de alguna forma durante el fin de semana… sobre él. O que su compañero regresaba sin previo aviso el sábado o el domingo y entraba en su despacho. Stave se había imaginado que Maschke entraba en esa sala aparentemente tan desordenada, buscando quizá solo un paquete de cigarrillos, y entonces se quedaba inmóvil al darse cuenta de que un papel de la pila no estaba tan torcido como lo había dejado él. Se había figurado cómo Maschke registraba el escritorio, descubría aquí y allá alteraciones en ese caos tan cuidadosamente ordenado, luego abría el cajón inferior de la derecha, echaba un vistazo a los mapas, se percataba de que faltaba uno. Y entonces llamaba a Ehrlich para que fuera a verlo…
Cuando no pensaba en Maschke, sus pensamientos giraban sin control en torno al asesino de los escombros. ¿Y si también estuviera allí, en esa estación, buscando igual que él? ¿Y si el asesino encontrara antes que él a su hijo, que regresaba cansado y bajaba tambaleante y demacrado de un vagón? Un soldado macilento que vuelve a casa tras la guerra, una presa fácil. Un municipal visitaría a Stave en cualquier momento con una notificación: «Tenemos otro muerto». Un solar en ruinas. Un joven desnudo. Stave que se acerca, la conmoción al reconocerlo…
El inspector jefe ha recorrido los gigantescos vestíbulos, intranquilo, furioso, sin rumbo fijo, igual que una fiera enjaulada. Cuando el último tren del domingo salió de la estación dando sacudidas con jadeos asmáticos, se sintió cansado como siempre, congelado, decepcionado y al mismo tiempo un poco aliviado porque no hubiera sucedido nada. Y porque ya había pasado un fin de semana más.
De repente Stave se estremece: oye el teléfono y arranca el auricular del receptor.
—Aquí Maschke.
Crujidos, chisporroteos, una conexión temblorosa. La voz suena como si el agente llamara desde el Polo Norte.
—Hace ya una hora que intento dar con usted. ¿Qué sucede? La línea siempre estaba ocupada.
Stave se obliga a disimular su satisfacción.
—Tenía que hacer un par de llamadas —responde—. Nada importante. ¿Tiene usted alguna novedad?
Maschke llama desde el balneario de Travemünde. Echa pestes de los ricachones que se hospedan allí: una habitación con vistas al mar por quinientos marcos del Reich la noche, desayuno con café de verdad y mermelada y, por la noche, ochocientos marcos por una botella de whisky.
—El hotel está lleno —grita por encima de los ruidos de la línea—, como si nunca hubiese habido una guerra. Solo ha cambiado la clientela.
—O sea que los hombres de negocios despilfarran allí sus billetes. La verdad es que todo sigue igual. —Stave no puede reprimir una pizca de malicia. Maschke, el cínico, el azote de putas y chulos, vive dentro de un hombre que todavía cree en la bondad de las personas.
O tal vez no. El inspector jefe vuelve a pensar en el mapa de Francia con el sello de la Sección Armada de las SS y el nombre de Hans Herthge.
Quizá podría dirigirme a él directamente como Herthge mientras estamos hablando para ver cómo reacciona, piensa, pero enseguida desecha la idea. Después tendría mucho que explicar. En lugar de eso, le pide que busque a cirujanos que hayan realizado tanto intervenciones ginecológicas como de hernia inguinal. Stave escoge sus palabras con muchísimo cuidado. Se expresa con vaguedad, no desvela directamente que estuvo ya entrada la tarde en el despacho de Maschke, pero sí consigue formularlo todo de tal modo que, si su compañero se entera por Ehrlich, pueda defenderse diciendo que ya se lo había dicho por teléfono.
El agente de Orden Público guarda silencio. ¿Sospecha algo? Sin embargo, su respuesta llega enseguida.
—Eso haré —dice.
A pesar de los crujidos de la conexión, es fácil notar el escepticismo de su voz.
—Ginecología y hernias inguinales. Por el momento he cubierto desde Hamburgo hasta la costa del mar Báltico. Ahora me dirijo hacia la frontera danesa. Después cruzaré hasta el Mar del Norte y bajaré desde allí. Tardaré aún unos días. De momento he hablado ya con unos veinte cirujanos. Es sorprendente la cantidad de hombres que se dedican a hurgar en las partes bajas de las mujeres. Pero ninguno había visto nunca a la dama que estamos buscando. Ya que estaba, también les he preguntado si creían que la mujer podría haber tenido hijos. Todos lo consideran bastante improbable.
—¿Y las otras víctimas?
—Les enseño todas y cada una de las malditas fotos de nuestro fotógrafo. El viejo, la chica, la niña… No parece que ninguno de ellos visitara nunca a un médico. Debían de ser personas bastante sanas. Solo con un ligero dolor de garganta, al final.
—Informe a la Central cada dos días, aunque no haya descubierto nada. Sea meticuloso. Pregunte también por médicos mayores que ya no pasen consulta. Más vale dedicar un día de más que una hora de menos.
Así me quito a Maschke de encima, piensa al colgar el auricular de golpe.
Mientras, la máquina de escribir ha empezado a golpetear en la antesala: Erna Berg ha llegado ya.
—¿Cómo está usted? —pregunta Stave en tono intrascendente. Parece que la mujer lleve tres días sin pegar ojo.
—Bien —miente. El repiqueteo de la máquina sube de volumen.
—Encárgueme unas cuantas carpetas de archivo, por favor. Todavía tengo expedientes que clasificar. —Un globo sonda.
Erna Berg asiente con la cabeza, sin más.
La palabra «expedientes» no la ha puesto nerviosa. De todos los compañeros, ella es la que habría tenido mejor ocasión de hacer desaparecer los expedientes de los asesinatos, pero carece de motivos. Ni siquiera ha reaccionado ante la palabra. O es muy buena actriz. Pero, en tal caso, ¿no habría logrado ocultar mejor la historia con MacDonald y su marido?
—¿Puedo hacer algo más por usted? —pregunta levantando la mirada.
Stave se da cuenta de que la estaba mirando fijamente. Se pone colorado y dice que no, pero después cambia de opinión.
—Sí. Llame a MacDonald, que venga.
Ella esboza una tenue sonrisa.
—Me gustaría mucho, pero el teniente ha desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Se ha ido. Está ilocalizable. Tampoco en su puesto han sabido decirme dónde está. Llamo muchas veces allí, no solo por cuestiones oficiales. A veces pasan unas horas, a veces incluso un día, y entonces James aparece otra vez, habla conmigo como si no hubiera ocurrido nada. No sé qué hace durante ese tiempo. ¿Puede que tenga otra mujer?
—No lo creo —responde mecánicamente el inspector jefe, aunque no conoce tan bien al británico como para poder afirmar nada por el estilo—. Siga intentándolo.
—Eso no tiene ni que decírmelo. En cuanto haya dado con él, se lo haré saber.
Stave se retira de nuevo a su despacho. Se ha quitado a Maschke de encima. MacDonald está ilocalizable. Erna Berg sigue ocupada con sus propios problemas. No tiene a Ehrlich ni a Cuddel Breuer pendientes de él; ese fin de semana sin más cadáveres le ha dado un respiro, un plazo de gracia, antes de que le vengan otra vez con exigencias.
Volveré a repasarlo todo, piensa el inspector jefe, tranquilo, solo. Volveré a interrogar a los testigos principales.
—Pregunte al parque móvil si puedo llevarme uno de los vehículos —exclama para que lo oiga su secretaria.
—¿Todo el día?
—La mitad. O solo dos horas, si no queda más remedio.
—¿Para qué lo solicita?
—Para seguir pistas —contesta Stave, escueto.
Media hora después conduce el viejo Mercedes a toda velocidad, haciendo rechinar los neumáticos por el pavimento de Elbuferstrasse. Stave ha pensado un momento si debía anunciar su visita por teléfono, pero luego ha decidido que no. Es una brigada volante de un solo hombre, quizá pueda sacar provecho del efecto sorpresa. En caso de que no le permitan la entrada al Warburg Children’s Health Home, siempre puede proceder por la vía oficial; con la ayuda de MacDonald si hace falta, si es que el teniente vuelve a aparecer. Por un instante se pregunta por qué se habrá esfumado y si Erna Berg puede tener razón.
Cuando llega a la mansión de Warburg se ve obligado a detenerse. La verja está cerrada, no se ve a nadie. El inspector jefe llama al timbre. Tras varios minutos interminables, un adolescente hace acto de presencia al otro lado.
—¿Qué desea?
Stave mete la mano sin pensar en el bolsillo del abrigo para sacar su identificación de policía, pero entonces decide no hacerlo. Se limita a dar su nombre, sin el rango.
—Quisiera hablar con madame DuBois, por favor —solicita.
El joven desaparece. Un minuto. Dos minutos. El inspector jefe se pregunta ya si no habrá escogido la táctica equivocada cuando por fin ve acercarse a la esbelta directora de la villa. Le abre la verja y le hace una señal invitándolo a pasar con el coche hacia el camino de entrada.
—Lamento que no haya encontrado todavía al asesino —dice a modo de saludo Thérèse DuBois.
—¿Cómo ha llegado a la conclusión de que no lo he detenido todavía?
—¿Por qué habría vuelto aquí, si no?
Stave la sigue hasta el invernadero de la propiedad mientras medita hasta dónde puede desvelar.
—No he venido por el asesino de los escombros —empieza a decir después de tomar asiento.
—¿Otra investigación?
—Es posible. Todavía es pronto para saberlo.
—¿Y por eso necesita usted mi colaboración?
—Necesito la colaboración de una niña pequeña.
Thérèse DuBois sonríe. Con aire triunfal, le parece a Stave.
—Anouk Magaldi. En su primera visita me preguntó usted por su nombre. Desde entonces he sentido curiosidad por saber qué buscaba con ello. Me preguntaba cuándo regresaría usted para contármelo.
—¿Podría hablar con ella?
—¿Por qué?
—Por lo visto, conocía al agente que vino conmigo. De antes.
Thérèse DuBois lo mira sin decir nada.
—Mi compañero no sabe nada de esto —sigue explicando el inspector jefe. Duda—. Tengo motivos fundados para preguntarme quién es él en realidad.
—¿Cree que fue un nazi?
—Muchos lo fueron. Quiero saber qué clase de nazi fue.
—¿Si hizo algo que pudiera interesarle al fiscal Ehrlich?
Stave la mira con perplejidad. Luego asiente, casi a su pesar.
—Sí.
—Llamaré a la niña.
Unos minutos después tiene a la pequeña ante sí: frágil para su edad, brazos y piernas finos como cañas de bambú, el pelo negro y largo, los ojos grandes. Stave le tiende una mano para saludarla, pero ella pasa el gesto por alto y se contenta con mirarlo. Alerta, piensa el inspector jefe, preparada para huir.
—¿Hablas alemán?
Anouk niega con la cabeza.
—Yo le traduciré lo que diga —se ofrece Thérèse DuBois.
—¿Cómo es que hiciste este gesto cuando viste a mi compañero? —pregunta Stave, e imita el movimiento de cortarle el pescuezo a alguien.
La directora apenas ha dicho dos palabras en francés cuando la pequeña la interrumpe. Habla atropelladamente, con frases pronunciadas como si corriera. Hace gestos: la niña lanza algo, se agacha, se arrastra, levanta las manos, cierra los ojos, tuerce el gesto con dolor, corre.
Stave no comprende ni una palabra, pero sus movimientos han sido muy elocuentes. Antes aun de que Thérèse DuBois pueda empezar con su traducción, ya sabe que le hablará de una matanza.
—Anouk es judía. Vivía con su familia en una pequeña localidad al noroeste de Limoges —explica la directora—. Por eso fueron especialmente cuidadosos durante la ocupación alemana; más cuidadosos que sus vecinos. El verano de 1944, unos soldados llegaron al pueblo y ellos se escondieron enseguida en un sótano. La mayoría de los habitantes, sin embargo, no se ocultaron.
—¿Qué soldados?
—Alemanes. La Sección Armada de las SS. La invasión de Normandía había tenido lugar cuatro días antes y los soldados iban de camino al frente. Los franceses creían que el dominio alemán terminaría pronto. La Resistencia organizaba muchos ataques y los hombres de las SS se vengaron aquel día, en aquel pueblo.
Stave guarda silencio, espera a que la mujer siga explicando.
—Se llevaron a rastras a todos los hombres y muchachos adolescentes a garajes o graneros y allí los ejecutaron. A las mujeres y los niños los metieron en la iglesia. Después prendieron fuego al templo, lanzaron en su interior granadas de mano, dispararon. Murieron prácticamente todos los habitantes, más de seiscientas personas. Una tercera parte de ellos, niños.
»También los padres de Anouk fueron descubiertos y ejecutados. Ella, sin embargo, sobrevivió agazapada tras una estantería de herramientas y tablones. Los hombres de las SS no la encontraron. Después se arrastró hasta una ventana de aquel sótano, miró fuera y lo vio todo. Tras la matanza, los asesinos prendieron fuego a las casas del pueblo. Cuando en el sótano ya no se podía soportar el calor, la pequeña huyó. No se encontró con nadie, hasta que al día siguiente vio un comando de la Resistencia y corrió hacia ellos. Su salvación. Tan solo un puñado de sus vecinos habían sobrevivido.
Stave mira a la niña con seriedad y dice despacio:
—¿Y el hombre con el que vine el otro día era uno de esos soldados?
La directora lo traduce. La pequeña asiente con la cabeza. Después, otro torrente de palabras y gestos: patadas, un dedo en el gatillo.
—Pertenecía a la tropa que se llevó a sus padres del sótano, y más tarde vio cómo disparaba a la iglesia ardiendo. Se reía.
Stave cierra los ojos e intenta imaginar a Maschke: un desgarbado joven de uniforme negro con una gorra de visera en la que destaca una calavera. O quizá con casco. Fumando, sin duda, riendo.
—¿Cómo se llamaba ese lugar? —pregunta entonces.
—Oradour-sur-Glane.
—¿Cuándo tuvo lugar la matanza?
—El 10 de junio de 1944.
Stave saca el mapa de Francia que se llevó del despacho de Maschke y lo despliega en el suelo. La niña lo mira sin decir nada.
—¿Podría señalarlo en el mapa?
La directora busca, luego indica un punto que queda casi en el centro del país.
El inspector jefe se inclina sobre el mapa. Exactamente en ese punto hay una fecha escrita con lápiz: «10 jun. 44».
Durante el trayecto de vuelta, Stave conduce extrañamente despacio. Lothar Maschke es en realidad Hans Herthge, no un tripulante de submarino, sino un antiguo soldado de la Sección Armada de las SS. Un asesino, corresponsable de la muerte de más de seiscientas personas.
Y nosotros, alterados por cuatro cadáveres, piensa. Pero enseguida se reconviene: alterados con razón. Un asesinato es un asesinato.
¿Qué debe hacer? Tiene la declaración de una niña de ocho años. Thérèse DuBois le ha prometido que la pequeña asistiría como testigo a los tribunales. Lo ha dicho como esperando que Stave acuda enseguida al fiscal. Sin embargo, ¿qué podría hacer Ehrlich? Con una sentencia de culpabilidad, Maschke/Herthge se enfrentaría a la muerte. Pero ¿bastará la declaración de una niña de ocho años para llevar a un agente de policía al patíbulo? ¿Puede demostrarse de algún modo que Maschke es Herthge? Está el mapa de Francia, pero Stave lo ha sustraído del escritorio de su compañero en circunstancias dudosas. ¿Podría aprovechar eso un abogado defensor hábil? Al final, Maschke sería puesto en libertad por falta de pruebas, y Stave habría sido el delator, el cerdo traidor de compañeros. Se vería obligado a dimitir.
Tengo que hablarlo con Ehrlich e informarme, piensa Stave. De manera confidencial. Ver qué se puede hacer. Recopilar más pruebas. Entonces pisa bruscamente el freno y el coche se detiene derrapando.
Ehrlich quería entrar aquella tarde en el despacho de Maschke y no le dijo por qué iba a ver al agente de Orden Público. ¿Es posible que no quisiera verlo precisamente? Tal vez el señor fiscal, igual que el inspector jefe, quería husmear en el escritorio del policía, aunque por otros motivos. Puede que Ehrlich sospeche desde hace tiempo del oscuro pasado de Maschke. ¿Qué dijo Thérèse DuBois? Que Ehrlich siempre se carga con nuevos casos. Un vengador. Alguien que quiere saldar cuentas con los nazis.
Stave mira a través del sucio cristal del parabrisas. Un hombre que avanza por la acera con una vieja bicicleta de llantas relucientes lo mira con desconfianza y luego aprieta el paso. El inspector jefe no se fija más en él. ¿Quién está jugando aquí a qué?, piensa. No es de extrañar que Maschke saliera de la casa en aquella primera visita al hogar infantil. No es de extrañar que no le hagan gracia las investigaciones relacionadas con desplazados: debe de temer continuamente que alguno lo reconozca. ¿Quién sabe qué más no habrá hecho el hombre de las SS? Cada judío, cada refugiado superviviente, cada antiguo prisionero de guerra podría ser un testigo que lo descubra. No es de extrañar que Maschke quisiera presentar enseguida a un estraperlista cualquiera como el criminal. Como tampoco es de extrañar que para eso se valiera de la violencia y que le diera una paliza al mejor sospechoso que tenía para intentar arrancarle una confesión.
¿Por eso ha robado Maschke los expedientes? ¿Hay algo en ellos que pueda ofrecer un indicio sobre su pasado en las SS? Pero ¿el qué? Stave tirita de frío y sabe que no es por el viento helado que rodea el vehículo.
Los pensamientos de Stave se vuelven entonces hacia el fiscal. ¿Estará Ehrlich interesado en el asesino de los escombros? ¿O utiliza simplemente el caso para poner entre la espada y la pared a Maschke/Herthge, de quien ya sospecha? ¿Habrá realizado el fiscal una visita tardía al despacho de Stave, igual que intentó con Maschke? ¿Se llevaría Ehrlich los expedientes? Sin embargo, a Stave no se le ocurre ningún hecho, ningún comportamiento llamativo, ningún motivo que pudiera corroborar esa sospecha.
Al despedirse, a Thérèse DuBois le ha explicado que, en su opinión, solo con la declaración de una niña de ocho años no podría condenarse a Maschke. Ella le ha sonreído con tristeza.
—Es más fácil perpetrar la matanza de seiscientas personas en un solo día que llevar a un asesino a los tribunales —ha dicho ella.
—Acabará en los tribunales, eso se lo prometo. Buscaré más pruebas.
Ahora se pregunta si podrá mantener esa promesa.
En la Central arrastra los pies por el pasillo, cansado, en dirección a su despacho. No hace caso del hambre ni del dolor tirante de la pierna. Erna Berg cuelga el auricular justamente cuando él entra.
—¿MacDonald?
—Ha llamado él. Viene de camino, a verlo.
—¿Alguna otra novedad?
—No. Ninguna llamada. Ninguna visita.
—Ningún nuevo cadáver.
Erna Berg sonríe con timidez.
—¿Podría tomarme la tarde libre? Quisiera ir a examinarme. Al ginecólogo.
Stave se la queda mirando. Al ginecólogo, ¿o a una abortera? No es asunto mío, se dice antes de responder asintiendo con la cabeza.
—Váyase tranquila. No parece que hoy haya mucho que hacer. —Vacila un momento—. Mucha suerte —añade entonces, pero en voz tan baja que Erna Berg no lo oye.
Cuando su secretaria se ha marchado, Stave pasa media hora colgado del teléfono llamando a hoteles y comisarías de Policía de la costa del mar Báltico: no encuentra a Maschke por ningún lado. Estará con algún médico, supone.
¿Debería solicitar quizá el historial de Maschke? Tal vez encuentre en él un indicio que apunte al cambio de identidad. Un documento falsificado, una contradicción en su hoja de servicios. Sin embargo, ¿qué pretexto podría darle al funcionario del Departamento de Personal? Que un viejo amigo le filtre algún dato es una cosa, pero ¿un historial completo? Imposible. No merece la pena intentarlo siquiera. Stave debería hablar con el fiscal; a Ehrlich le resultará más fácil que a él acceder a esos historiales.
Aun así, está satisfecho. He hecho progresos, piensa, y eso que tengo que actuar por cuenta propia. Maschke es Herthge, solo eso ya es todo un hallazgo.
Llaman a la puerta de su despacho: MacDonald.
—Por fin he atado los cabos sueltos de la historia de la testigo Anna von Veckinhausen —informa el teniente—. El día en cuestión, efectivamente, le vendió un cuadro a un oficial británico frente al Garrison Theatre. He visto la obra, una buena muestra de kitsch alemán. Precio: quinientos veinte marcos del Reich. —Entonces el joven británico toma aire—. Por cierto, ¿dónde está su secretaria? —pregunta. Su intención era decirlo como quien no quiere la cosa.
—En el ginecólogo —responde Stave.
MacDonald se da un masaje en las sienes. Por primera vez desde que el inspector jefe lo conoce, parece cansado.
—La verdad es que no tengo suerte con las mujeres —murmura con resignación.
—A mí me parece que la señora Berg está muy enamorada —replica Stave con severidad, porque no sabe de qué otra forma consolar a su interlocutor.
MacDonald sonríe.
—Una condición nada conveniente para una mujer casada. Sé lo que me digo. —Y guarda silencio.
Stave no dice nada más, se limita a esperar a ver qué vendrá a continuación.
—Erna es la segunda mujer que ha significado algo en mi vida —prosigue el oficial pasados unos instantes—. La primera fue una dama inteligente, alegre, maravillosa. Por desgracia, casada. Con un compañero de regimiento. Hijo de un lord, heredero de un bonito castillo, con una fortuna considerable y media docena de exquisitos títulos nobiliarios.
—Por lo visto fue un duelo desigual.
—Por lo visto fue un escándalo. La dama en cuestión, a pesar de todo, habría acabado decidiéndose por mí, pero entonces corrieron los primeros rumores sobre nuestra relación. En el club, en el casino de oficiales.
—Barreras invisibles —masculla Stave.
MacDonald sonríe.
—Una dama de la nobleza y un don nadie escocés. Habrían acabado con su vida en sociedad, y también con la mía. Así que regresó junto a su esposo, tal como correspondía a su estatus. —El teniente mueve la mano como si quisiera espantar un insecto molesto—. Un buen motivo para marcharse al frente, ¿no le parece?
—Un buen motivo para quedarse en esta ciudad. —Stave sonríe para despedirse del británico—. La señora Berg no pertenece a la nobleza, eso seguro —dice con intención de animarlo.
Hablando de damas de la nobleza, piensa Stave, todavía tengo que ir a ver a un par de testigos. A Anna von Veckinhausen, por ejemplo.
Toma el tranvía hasta la parada que queda junto a esa fachada tiznada de hollín; la calle de las farolas. Stave ha llegado temprano, no son ni las tres de la tarde. Las tiendas de alimentación han cerrado hace rato, las colas frente a sus puertas han desaparecido ya. Un par de niños que por la mañana han tenido clase juegan en la calle a pesar del frío. Sin embargo, muchos otros están todavía en el colegio, sus padres trabajan o intentan ganarse algo en el mercado negro. Entre las ruinas no hay prácticamente un alma.
La hora ideal para cometer un asesinato, se le ocurre al inspector jefe. ¿Por qué pienso siempre en las horas de la noche? Si atacara a sus víctimas poco después del mediodía, casi no tendría que preocuparse por los testigos.
¿Encajaría eso con la versión de Anna von Veckinhausen? No vio a aquella figura hasta el atardecer. Pero entonces, supone Stave, el anciano de Lappenbergsallee ya estaba muerto. El asesino lo arrastra hasta un escondite, lo desvalija. Eso lleva un tiempo. Es posible que la mujer lo interrumpiera al cruzar el solar poco antes de que anocheciera.
Llega a los barracones Nissen situados junto al cruce de las calles despejadas de cascotes. No se ve a nadie. Se acerca a la barraca que queda casi en el centro, en la que vive Anna von Veckinhausen. O mejor dicho: tras cuya puerta desapareció aquella tarde que la acompañó. No pudo ver nada del interior. ¿Y ahora? Stave no sabe siquiera si su testigo estará allí. Tal vez esté peinando ruinas en busca de antigüedades. Lo mismo da, tampoco habría podido llamarla antes para anunciar su llegada. En el campamento de barracas no hay teléfonos.
El inspector jefe llama a la puerta. Suena como si golpeara un bidón de gasolina vacío. Un hombre mayor y sin dientes le abre tan deprisa que parece que estuviera esperando tras la puerta. Lleva la camisa manchada. Huele a cebolla. A Stave le ruge el estómago.
El inspector jefe se presenta sin el rango, sin sacar su identificación. No quiere poner a Anna von Veckinhausen en una situación incómoda anunciándose como agente de policía. Pregunta por ella.
—Nunca he oído ese nombre —murmura el anciano, mirándolo con desconfianza.
¿Lo ha embaucado la testigo? ¿No vive ahí? La describe.
—Ah, esa… —dice el anciano con curiosidad, y deja de bloquearle la entrada.
Stave entra en el barracón. ¿Cuánto tiempo hará que el anciano vive bajo el mismo techo que Anna von Veckinhausen? Y ni tan siquiera conoce su nombre.
La estufa de hierro colado del centro de la barraca, más pequeña que un barril de cerveza, crepita. Las llamas arden, un resplandor anaranjado se abre paso entre las ranuras de la portezuela, que cierra mal. En el aire viciado pende un soplo de hollín. El barracón no es mucho mayor que el cobertizo de un huerto familiar. El rostro de Stave se enciende tras unos segundos frente al calor que emana de la estufa; su espalda, sin embargo, vuelta hacia la pared de chapa ondulada, sigue fría. Si la estufa se apagara, todos morirían de frío aquí dentro, piensa, y se pregunta fugazmente si los inquilinos montarán guardia por la noche para que siempre haya alguien vigilando el fuego. Como en la edad de piedra.
Mantas grises de la Wehrmacht cuelgan de unas cuerdas tendidas que cruzan el barracón de modo que desde el centro, donde está la estufa, dividen la estancia en cuatro compartimentos.
El anciano cruza al otro lado de la estufa y va al rincón izquierdo del fondo, donde menea una manta.
—¡Tiene usted visita! —Lo grita como si estuviera en el patio de un cuartel.
Unos instantes después, Anna von Veckinhausen levanta la cortina de separación. Stave entrevé apenas una cama de campaña, dos cajas de fruta vueltas bocabajo que seguramente hacen las veces de silla y mesa, un baúl de viaje, un pequeño cuadro al óleo apoyado contra la pared de la barraca: una iglesia con paisaje invernal.
La mujer se le acerca, recoloca la manta y le impide ver el interior de su alojamiento. Tal vez tenga algo que ocultar, piensa Stave. Aunque quizá solo se avergüenza. Parece agotada, y no precisamente muy contenta de verlo.
—Quisiera hacerle un par de preguntas más —empieza a decir el inspector jefe.
—¿Es que ese amiguito suyo del periódico necesita material para otro artículo?
Antes de que pueda responder, ella vuelve a desaparecer en su compartimento. Por un momento, Stave teme que lo haya dejado allí plantado como a un colegial bobo. ¿Qué hacer? Ella no tiene por qué responderle, a menos que le envíe una citación. Pero ¿sin un motivo plausible? ¿Y si se le ocurre ir a quejarse de él a sus amigos, los oficiales británicos? Stave ya tiene suficientes complicaciones. Sin embargo, para alivio suyo, la mujer vuelve a salir al cabo de unos segundos con el abrigo puesto y una bufanda en la cabeza.
El anciano, que sigue todavía junto a la estufa, los mira con atención.
—Vayamos a dar un paseo —dice ella lo bastante alto como para que su vecino pueda oírla.
Stave habría preferido quedarse cerca de la estufa para aprovechar el calor, pero asiente con la cabeza, aliviado al ver que ha accedido a hablar.
Caminan en silencio entre las ruinas hasta que llegan a la orilla del Wandse. Antes de la guerra era un arroyo que en algunos puntos se encharcaba formando balsas y fluía entre prados y hayedos. Una franja verde que cruzaba el este de Hamburgo con tan solo unos metros de ancho pero varios kilómetros de largo. De vez en cuando, alguna garza acechaba entre las cañas en busca de peces, gris e inmóvil como una escultura. Mariposas, gorriones, ardillas que se ejercitaban en las ramas y que hacían susurrar las hojas, toperas…
Ahora el Wandse es una línea de hielo gris negruzco, congelado hasta el fondo. Peces, garzas y patos han desaparecido, por el frío o porque los han cazado y asado en alguna cocina económica. Han talado los árboles para aprovechar la madera. Únicamente los troncos más gruesos permanecen en pie: algunos, picados por la metralla de las bombas caídas; otros, chamuscados. Los prados han desaparecido en muchos lugares bajo montañas de cascotes, trozos de ladrillos y polvo de piedra, amontonados para despejar deprisa las calles de los alrededores.
—Le explicó a ese periodista que vi al asesino de los escombros —dice Anna von Veckinhausen cargada de reproche cuando se detienen junto a la orilla del arroyo.
Stave, contento de poder darle un breve descanso a su pierna izquierda, levanta las manos a modo de disculpa.
—Le dije que una mujer había visto al criminal. Kleensch se habría enterado de todas formas. Mejor que tenga mi versión de los hechos a que se lo imagine él solo.
—Ahora el asesino sabe que hay una testigo. Tal vez sepa que fui yo, porque seguramente me vio también aquella tarde.
—Si de verdad llegó a verla, seguro que debía de contar ya con que acudiría a la Policía. Además, por ese artículo tampoco sabe quién es usted, cómo se llama, dónde vive.
Anna von Veckinhausen se encoge de hombros.
—Tenía la esperanza de que esa mención en el periódico pusiera nervioso al asesino —confiesa el inspector jefe—. Tanto, que tal vez regresaría al lugar de los hechos. Para eliminar pistas o algo así. Sucede a menudo.
—¿Lo ha hecho?
Stave niega con la cabeza.
—Quizá no le importe lo más mínimo nuestra investigación. No se siente amenazado.
—Supongo que no —repone Anna von Veckinhausen mirando el hielo—. ¿A mí me vigilan?
Stave la mira con sorpresa.
—No. ¿Por qué lo pregunta?
—¿No soy su única testigo? ¿No le da miedo que el asesino pueda buscarme y hacerme callar para siempre?
—No sabe nada de usted. ¿Quiere que le pongamos vigilancia?
La mujer sonríe entonces por primera vez, fugazmente.
—Mejor no.
—¿Se siente observada?
Ella cruza un brazo sobre el pecho, como tiene por costumbre.
—¿No nos sentimos todos observados?
Reemprenden el camino paseando a lo largo del riachuelo. Stave no se aparta de su lado. Tiene hambre y está cansado, le duele la pierna. Le gustaría invitarla a una cafetería, aunque solo tomaran una sopa clara de col en un edificio medio destruido por las bombas. Pero no se atreve a proponerlo. Tampoco se le ocurre nada más que preguntarle. En realidad es una estupidez que me haya dejado caer otra vez por aquí, piensa, pero es bonito caminar de nuevo al lado de una mujer. Incluso con el frío que hace, incluso por ese parque devastado, incluso teniendo la precaución de no acercarse demasiado a ella, siempre con medio metro de distancia entre hombro y hombro. Sí: el paso elegante de ella a pesar del abrigo desgastado que envuelve su cuerpo y las pesadas botas que lleva en los pies; el mechón de pelo negro que se le ha escapado por debajo de la bufanda y que ella de vez en cuando se aparta ensimismada de la frente, aunque nunca lo bastante como para que no vuelva a caer; su fragilidad cuando cruza el brazo sobre el pecho; su sonrisa esquiva. Stave cree incluso percibir un soplo de su perfume, pero eso han debido de ser imaginaciones suyas, con el frío que hace.
No seas idiota, se advierte.
Como no se le ocurre nada mejor, le vuelve a hacer las mismas preguntas. Ella le contesta de buen ánimo. Una parte del cerebro de Stave constata que no hay contradicciones. La otra está simplemente contenta de escuchar su voz, de caminar junto a ella.
En algún momento dan media vuelta sin haber malgastado una palabra en decidirlo. Está anocheciendo, pero el riachuelo helado brilla como una banda luminosa.
—No consigue avanzar con el caso —dice ella. No es una pregunta, sino una afirmación no descortés.
Él sonríe azorado.
—Nunca había visto un crimen así —reconoce—. Ni siquiera hemos podido identificar a las víctimas.
—¿Le extraña?
Él la mira con sorpresa, luego asiente.
—Sí.
Ella sacude la cabeza.
—Cree en la bondad de las personas. A pesar de todo. —Con un gesto señala hacia un montón de cascotes.
—No sé qué tiene que ver la identificación de cuatro cadáveres con creer en la bondad de las personas.
Anna von Veckinhausen le sonríe, compasiva, cree él.
—He oído al anciano que le ha abierto antes la puerta de la barraca. Johann Schwarzhuber, viudo, huido de Breslau, hace ocho meses que está en Hamburgo, estuvo afiliado al Partido, era carpintero, ahora está jubilado, no tiene familia. Sé todo eso aunque seguramente no he intercambiado ni diez frases con él. Pero ¿qué sabe él de mí?
—Ni siquiera su nombre.
—Si yo no regresara de este paseo por el Wandse, inspector jefe, el bueno de Johann Schwarzhuber, jubilado, no iría a denunciar mi desaparición. Y si mi fotografía apareciera de pronto en uno de sus carteles, no acudiría a la Policía. Miraría para otro lado, mascullaría para sí algo poco agradable y desvalijaría mi rincón antes de que lo hiciera algún otro. Desde hace ocho meses no nos separa más que una manta raída. Pasamos frío y hambre juntos y, no obstante, Johann Schwarzhuber me dejaría morir sin dudarlo un segundo. Y a las dos familias con niños pequeños que viven también en nuestra barraca, lo mismo. Y a todas las demás personas de esta tierra. No ayudaría a nadie, más que a sí mismo.
»Hamburgo está lleno de Johanns Schwarzhuber; miles de ellos vagan entre las ruinas, se agazapan en los barracones, miran a través de los cristales helados de las ventanas. Apuesto a que hay alguien por ahí que conoce a los cuatro muertos y que piensa: ¡que se moleste otro en ir a la Policía!
—Puede ser que en Hamburgo vivan muchos Johanns Schwarzhuber —replica el inspector jefe—, pero no todos los ciudadanos son como él. Si desaparece usted durante este paseo, seguramente él no denunciaría su desaparición, pero sí alguna otra persona.
Anna von Veckinhausen lo mira largo rato, luego sacude la cabeza con una sonrisa cansada.
—En eso se equivoca —susurra. Su voz se pierde y ella contempla el hielo del arroyo.
—Entonces he tenido suerte de que al menos usted sí se tomara la molestia de acudir a la Policía —dice Stave. Nadie denunciaría su desaparición, piensa. Qué triste… Y, aun así, una parte de él lo celebra en el fondo: no tiene marido.
De pronto se le ocurre algo. Saca una fotografía del bolsillo de su abrigo, la imagen del pendiente de la cuarta víctima.
—Es usted experta en joyas y arte. ¿Había visto alguna vez algo así?
Anna von Veckinhausen agarra la foto con mano cautelosa, como si fuese la joya misma.
—René Lalique —dice después de estudiarla apenas unos instantes.
Stave se la queda mirando.
—¿Quién es ese?
Ella sonríe con indulgencia.
—Un joyero cuyas creaciones no puede permitirse un agente de policía. Art nouveau. René Lalique fue un maestro joyero de París. Creó piezas de este tipo más o menos desde 1890 hasta 1914. ¿Tiene algo que ver con sus asesinatos?
El inspector jefe recupera la fotografía.
—Si alguna vez llego a echarle el guante a ese tipo, entonces le daré a usted las gracias —murmura. Después le explica en qué circunstancias encontraron el pendiente.
»¿Dónde vendía René Lalique sus joyas?
—Exclusivamente en París, aunque ese pendiente es ya casi una antigüedad. Puede que haya pasado por varias manos antes de que lo acabara llevando su cuarta víctima.
—De manera que es probable que la mujer estuviera en Francia… y, en tal caso, antes de la guerra. Y es probable que fuera rica.
—Quien se los regalara era rico.
Stave piensa en los medallones.
—¿Tienen las estrellas de mar y las perlas algún significado religioso? ¿Como símbolo de una secta o algo similar?
Ella lo mira con asombro, lo piensa un rato y niega con la cabeza.
—Lástima —dice el inspector jefe—. Habría sido demasiado bonito que me quitara todo el trabajo de encima.
Anna von Veckinhausen vuelve a sonreír. Cuando llegan frente al barracón Nissen, ella le tiende la mano para despedirse. Stave se la estrecha y la sostiene un segundo más de lo necesario.
—Si alguna vez quiere un cuadro para colgarlo en esa pared tan desnuda de su escritorio, hágamelo saber.
—Se lo diré —contesta Stave—. Prometido.
El inspector jefe vaga ensimismado entre las ruinas, agotado tras los numerosos trayectos a pie de ese día. Sin embargo, está extrañamente feliz. Por fin hago algún progreso y, además, algo está comenzando con Anna von Veckinhausen. Ni él mismo se pregunta qué quiere decir con ese «algo».
Como para ir a su casa tiene que pasar por Marienthal —y ya es tan tarde que los tranvías han vuelto a quedarse sin electricidad—, decide que, aprovechando su día de suerte, les hará una visita también a los Hellinger. Quizá el industrial ha reaparecido y no se ha tomado la molestia de informar a la Policía. Sucede muchas veces. O tal vez su mujer ha recordado algo más, y por lo menos en la villa no hace frío y hay té caliente.
La calle de las grandes casas: oscuras como panteones. Cuando se acerca a la mansión, se arrepiente de su decisión por un momento, pero entonces mira por una ventana y reconoce a la señora Hellinger, que está sentada a la mesa de la cocina, llorando. Stave duda un momento. Luego, sin embargo, llama a la puerta. La mujer del industrial tarda mucho en abrir. Está pálida, pero, si no la hubiera visto hace un momento, al inspector jefe jamás se le habría ocurrido pensar que acaba de llorar. La señora Hellinger lo mira con miedo.
Debe de creer que le traigo malas noticias, piensa entonces Stave, y enseguida sonríe, explica que no tiene ninguna novedad para comunicar, pero que si no habrá recordado quizá ella algo más desde la última vez que hablaron.
La mujer, en efecto, lo invita a entrar. El calor, el olor a brasas. A té.
—No sé qué más podría contarle —murmura—. Que mi marido tenía negocios con los ingleses ya lo sabe usted.
Stave guarda silencio y da unos sorbos a su infusión.
—Que desarrollaba calculadores de desviación de trayectoria para submarinos también lo sabe. ¿Qué más puedo decirle?
Al inspector jefe se le ocurre una idea.
—¿Quién fue la última visita que recibió su marido antes de desaparecer?
Ella lo piensa.
—El día anterior, nadie. Dos días antes, un oficial inglés. Un caballero que venía con frecuencia aquí a casa, o al despacho de mi marido. Para hablar de cosas técnicas, supongo, aunque no lo sé con exactitud.
—¿Sabe cómo se llama?
—Huy, sí, un joven encantador. Muy poco militar. El teniente MacDonald. James C. MacDonald.