Jueves, 13 de febrero de 1947
Agua helada sobre la piel y una pastilla de jabón Sunlicht, del color de la bilis, que produce una espuma con muchas burbujas. Stave sabe que en la fábrica de Sunlicht, en el barrio de Bahrenfeld, hierven huesos. El año pasado estuvo allí investigando porque sospechaba que un asesino había lanzado a su víctima a una de las calderas. No pudo demostrar nada, pero ¿quién sabe?
Se lava hasta que le arde la piel. Siente la necesidad de quitarse de encima la suciedad, tanto la que se ve como la que no. Por lo menos ahora ya hay suficiente luz por las mañanas para que pueda verse la cara en el espejo roto que cuelga sobre el lavamanos. No es que esa visión logre animarlo.
En la calle se alegra de no llevar uniforme. Así, nadie sabe que es policía. Por todas partes cuelgan carteles: ¿QUIÉN CONOCE A LAS PERSONAS DE LAS FOTOGRAFÍAS? Debajo, las imágenes de cuatro cadáveres. Después, el texto con la petición —la súplica, si se lee con atención— de identificar al menos a uno de los fallecidos. Cuddel Breuer ha autorizado imprimir sesenta mil carteles. Saltan a la vista, como era la intención de Stave. Están en todas las paredes, en todas las columnas de anuncios que siguen en pie. Los han enviado por correo a las comisarías de otras ciudades, incluso a las de la zona soviética.
Son imaginaciones mías, piensa Stave: hoy parece que la gente camina más apresurada por la calle, fija más la mirada para evitar la de los demás, se hunde más en los abrigos y las bufandas. Nadie recorre ya directamente los solares de escombros. Los rehúyen como si de allí manara una peste. Los transeúntes prefieren caminar por el centro de la calle y no a la sombra de una fachada vacía o junto a un muro medio derrumbado.
Alguien ha montado un cuartucho con tablones y tela asfáltica en las entrañas abiertas de una casa de vecindad bombardeada, como una úlcera. Tapando la entrada del cobertizo se bambolea una tela, congelada como si fuera de cartón. En la fachada de la casucha, torcida hacia la derecha, han instalado un tragaluz recuperado de las ruinas. Tras él, unas cortinas corridas, temblorosas aún por el rápido gesto de una mano. Ahí hay alguien mirándome, cree el inspector jefe cuando pasa por delante. Ahí hay alguien montando guardia. Se siente perseguido por miradas furtivas y vuelve la cabeza disimuladamente. Nadie. Acelera, luego aminora el paso, de pronto tuerce a la derecha con brusquedad, da un quiebro, regresa de nuevo a la calle. Nadie. Solo figuras embozadas y veloces que vienen de alguna parte y se apresuran a algún otro lugar.
No te vuelvas loco, piensa.
En la Central, por un momento espera que se haya producido un milagro: que los expedientes vuelvan a estar en su escritorio, un error lamentable de algún compañero, todo en orden.
Pero los documentos siguen desaparecidos.
Stave empieza a buscar al fotógrafo de la Policía por los largos pasillos. No puede enviar a Erna Berg; todavía no ha llegado. Qué extraño, piensa el inspector jefe. Encuentra al fotógrafo en el laboratorio y le encarga nuevas copias de todas las fotografías de los cadáveres del asesino de los escombros. Hace caso omiso de la mirada de asombro del compañero.
Cuando regresa a su despacho, Erna Berg está abriendo la puerta: pálida, los ojos hinchados y enrojecidos, aunque hace esfuerzos para que no se le note.
Mal de amores, supone Stave. Si no quiere hablar de ello conmigo, pues que no lo haga. La saluda con amabilidad, como si todo estuviese como siempre.
—Pídale a Maschke que venga a verme, por favor —dice, y con una pizca de insidia añade—: Y también al teniente MacDonald, para esta tarde a las dos en punto.
Cuando llega Maschke, los dos se van juntos a ver al doctor Czrisini. Quiere estar presente cuando abra el cadáver. Su compañero se ha quedado blanco cuando le ha explicado el objetivo de su excursión y ahora permanece callado durante todo el camino.
No tardan ni un cuarto de hora a pie: al otro lado de la muralla, pasada la estación de Dammtor. Si Bürger-Prinz tiene razón, se le ocurre a Stave, estoy cruzando por un coto de caza del asesino de los escombros. El humo blanco de una locomotora emana entre los arcos de acero y cristal de la estación. Gente con abrigos, las cabezas ocultas bajo toda clase de tejidos, cientos de personas por todas partes. Yo no soy aquí el más débil, piensa Stave, a mí nunca me acecharía. No tiene ninguna esperanza de identificar allí a ningún sospechoso.
Siguen su camino deprisa, cruzan el recinto devastado de la universidad, tuercen por Neue Rabenstrasse, una zona tranquila de Rotherbaum, cerca del Alster, donde también se encuentra el Instituto de Patología. Stave se pregunta cuántos ocupantes de esas villas saben que en su vecindario se diseccionan cadáveres.
Unos minutos después, ambos están en una sala luminosa, junto a una mesa de acero sobre la que yace un cadáver. Descongelado. El doctor Czrisini saluda a Stave, luego a Maschke, y les presenta a un joven ayudante con gafas que redactará el acta con todo lo que el forense determine durante la autopsia.
Stave les da la mano a ambos y se hunde mucho en su abrigo, lo cual le vale una mirada arrogante del asistente. Él la devuelve con una sonrisa amable. No te hagas ilusiones, piensa, no me voy a desmayar. Con su compañero de Orden Público no lo tiene tan claro: Maschke apenas les ha dado la mano a los dos médicos de bata blanca y ya parece que estuviera a punto de vomitar en una de las palanganas cromadas. Stave solo tiene frío. También los patólogos llevan puesto el abrigo bajo sus batas.
Czrisini empieza por la cabeza. Primero la palpa y la observa antes de usar el escalpelo y luego la sierra de huesos. Procede metódicamente y dicta todo lo que Stave sabe ya. Entonces, no obstante, presta mayor atención.
—Pequeña herida seca, marrón rojizo, sien izquierda —dice el forense—, de entre uno y dos centímetros. Hemorragia en el cuero cabelludo. Asimismo, hematoma en la frente, sobre el párpado derecho. Posibles contusiones.
De modo que el anciano no fue el único al que torturó el asesino, piensa Stave. Por lo menos una de las mujeres también se defendió antes de morir, o bien el criminal albergaba también contra ella un odio extraordinario.
Al cabo de un rato, Czrisini le abre el cráneo con la sierra. Un hedor insoportable inunda la sala. El asistente mira —él cree que sin que se note— hacia Stave. Este le sonríe sardónicamente.
Maschke, sin embargo, profiere un borboteo gutural, se tapa la boca con la mano derecha y corre hacia la puerta. Mirada burlona del asistente. A Stave le gustaría soltarle una patada. Debería uno alegrarse de que no todo el mundo esté tan curado de espanto al ver cómo hurgan dentro de un cadáver, piensa.
—El cerebro presenta un estado avanzado de descomposición —dicta mientras tanto Czrisini, sin inmutarse. Entonces mira al inspector jefe—. Eso indica que la fecha de la muerte fue aproximadamente hace cuatro semanas.
—O sea, el 20 de enero —murmura Stave.
—Es muy posible —confirma el forense.
El asistente mira a uno y otro, está claro que sin la menor idea de cómo pueden haber llegado esos dos a una fecha tan concreta.
—Prótesis dentales en la mandíbula superior —prosigue el forense—. Mandíbula inferior derecha, dos muelas postizas. De oro. Base derecha de la lengua y ambos cuernos de la laringe destrozados —dicta Czrisini para el informe mientras intenta llegar al cuello—. Señal típica de estrangulamiento. Con toda probabilidad fue lo que causó la muerte.
El forense va recorriendo lentamente el cuerpo, lo abre, separa piel, huesos, nervios y órganos.
—Una masa alimenticia muy pastosa en el estómago —dice. El olor no mejora. El asistente de Czrisini vuelve a lanzarle una mirada a Stave.
—¿Qué pudo haber comido? —pregunta el inspector jefe.
—Seguramente pan. O sémola. En cualquier caso, una cantidad suficiente como para no pasar hambre.
Después, el médico llega por fin al bajo vientre de la víctima. Stave se acerca con curiosidad.
—No hay rastro de lesiones en la vagina —murmura Czrisini. Vuelve a alcanzar el escalpelo, abre la vieja cicatriz, sigue el camino que un cirujano tomó ya antes que él.
—Falta la trompa de Falopio izquierda.
—¿Consecuencia de la operación?
—Es probable. Pero vea: la derecha está ocluida, cerrada. El ovario es bastante grande.
Corta, retira con el escalpelo tejidos que Stave no logra identificar como ningún órgano.
—Ahí —dice el forense, y señala un punto rojo en el ovario que el inspector jefe no sabe cómo interpretar—. Una masa en el ovario. Completamente irrigada, como del tamaño de una cereza.
Stave se siente mareado por primera vez.
—¿Un embrión? —dice, jadeando.
—No. Un tumor —responde Czrisini.
—¿Cáncer?
—Si es benigno o maligno, no puedo decirlo a primera vista. De todas formas poco importa, ¿verdad?
El inspector jefe ha recobrado la compostura.
—¿Pudo tener hijos la mujer?
El forense mira un rato el vientre abierto y medio vacío de la muerta. Los órganos extraídos que han quedado en las palanganas de acero. Después niega con la cabeza.
—No lo creo. La mujer tenía adherencias y poliposis en el aparato reproductor, seguramente desde hace bastante tiempo. Probablemente por eso le extirparon la trompa de Falopio izquierda. La derecha también presenta anomalías. Y luego, además, esa masa en el ovario. Tampoco se ve ningún indicio de un parto llevado a buen término, no hay viejas heridas en la vagina, por ejemplo. No, apostaría incluso dinero a que no tuvo hijos.
—¿Cuándo la operaron?
—Es difícil de decir. Las cicatrices están curadas por completo. No fue en los últimos doce meses, pero es probable que sí en los últimos diez años. Antes, habría sido extrañamente joven para una intervención de este tipo.
—Entre 1937 y principios de 1946. ¿En una consulta?
Czrisini le lanza una mirada de sorpresa y luego niega con la cabeza.
—No. Si su asistencia médica se desarrolló con normalidad, debieron de realizar la operación en un hospital con unidad quirúrgica.
—¿Había muchos hospitales en el Reich que realizaran estas operaciones?
—¿En todo el Reich? Cientos.
—Lástima.
Stave sigue el resto de la autopsia en silencio. No hay nada más que pueda ayudarlo.
Un hombre como única víctima contra la que descargaron también golpes; una mujer que podría ser la madre de la niña… Lo que apenas ayer, en la consulta de Bürger-Prinz, apuntaba a una elegante hipótesis sobre un drama familiar, ha quedado hoy extirpado por los cortes del forense como si de un órgano putrefacto se tratara: la mujer que yace en la mesa nunca tuvo hijos. Y con toda probabilidad fue también golpeada por su asesino antes del estrangulamiento.
Aun así: cuatro muertes acaecidas seguramente el mismo día. Dos medallones. Además de los resultados de la autopsia. Era una mujer adinerada. El pendiente con forma de estrella de mar. Sus manos no son de trabajadora. Tampoco las del anciano, ni las de la mujer joven. Demasiados puntos en común para que sean pura casualidad, piensa el inspector jefe. Las cuatro víctimas están relacionadas.
¿Conduce la operación abdominal hacia alguna otra pista? En Hamburgo nadie la ha identificado. Si la víctima no era de aquí, ¿dónde más pudieron realizarle esa operación? ¿En el este? ¿En Königsberg? ¿En metrópolis bombardeadas? ¿Berlín? Podría haber sido en cualquier lugar entre Flensburg y Garmisch. ¿Quién se acordará allí de ella? ¿Dónde habrán quedado los viejos historiales clínicos? ¿Dónde vivirá hoy el cirujano? Si es que todavía vive, lo cual, las cosas como son, resulta más bien improbable.
—Le enviaré el informe —anuncia Czrisini finalmente, mientras se lava las manos.
—Envíeme también copias de las otras tres autopsias, por favor —dice Stave sin hacer caso de las miradas del asistente.
Maschke está fuera, apoyado en el muro de una casa, fumando, con la cara blanca y la mano del Lucky Strike temblando un poco todavía.
—Siento haberlo traído conmigo —le dice Stave al salir del instituto—. Pensaba que le interesaría esta parte del trabajo de Homicidios.
—Prefiero quedarme con mis golondrinas de la calle —responde el agente, y en su voz no se oye ni un tinte de cinismo.
A la hora convenida, MacDonald aparece en el despacho del inspector jefe. El teniente está pálido e inquieto. Evita la mirada de Erna Berg. Tampoco a Stave lo mira apenas un instante. El nerviosismo lo envuelve como una nube de mala loción para después del afeitado.
—¿Quiere que le haga poner un cartel: «Prohibida la entrada a civiles alemanes»? —gruñe el inspector jefe.
MacDonald lo mira un segundo, molesto, como si eso lo hubiese despertado de un sueño. Después sacude la cabeza a modo de disculpa.
—No es que nos creamos superiores —dice sin pensar—. Es solo la tradición colonial. No se lo tome a mal, hombre.
—Las barreras son barreras, y yo no soy un culi indio —replica Stave.
—Por lo menos ese cartel es franco y habla claro —contesta el teniente, serio de pronto—. Le aseguro que en Inglaterra levantamos unas barreras muy diferentes. Invisibles, alevosas. En Oxford, en determinados clubes, en el casino de oficiales. De alguna forma consiguen que uno se avergüence de pronto de sus orígenes, de su propia familia, de su apellido.
Stave piensa en su propia carrera en la Policía. No es que haya sido brillante. Además, tuvo problemas con los nazis. Pero ¿alguna vez llegó a avergonzarse de sus orígenes? ¿Le cerrarían una puerta por haber nacido en la familia equivocada? Se pregunta qué batallas mudas no habrá tenido que librar MacDonald para llegar a donde está en esos momentos.
—Yo no tengo nada contra su apellido —dice en voz alta.
—Incluso lo pronuncia usted correctamente —repone el teniente, y vuelve a sonreír.
También Stave se sonríe satisfecho. Sienta bien dejar de andarse con cuidado de vez en cuando, piensa, pero no dice nada más.
Entra Maschke. Stave lo ha obligado a tomarse un descanso, pero parece que el agente ya ha conseguido recuperarse de la autopsia. Los tres juntos lo conseguiremos, piensa el inspector jefe.
Cierra la puerta de su despacho y explica cómo ha ido la autopsia. De la Jefatura S, a quienes ha enviado fotografías del pendiente, no hay noticias nuevas. De momento, la pareja no ha aparecido en el mercado negro. Un agente ha ido a visitar uno por uno a los pocos joyeros de la ciudad que han vuelto a abrir: nada. Nadie ha fabricado nada semejante. De su visita de ayer a Bürger-Prinz, Stave no menciona nada.
—¿Alguna propuesta nueva? —pregunta al cabo.
—Podemos enviar las fotos y las descripciones de las tres víctimas adultas a todos los departamentos de Investigación Criminal del antiguo Reich. Si es que siguen existiendo. Quizá alguno de ellos no es solo víctima, sino que fue también delincuente y se procedió a su identificación —lanza Maschke a la sala.
Stave asiente, molesto a su pesar. Una idea simple. Podría habérsele ocurrido a él mismo. Esto me está desmoralizando poco a poco, piensa Stave. Está bien que al menos Maschke siga atento.
—Supongamos que todas las víctimas fuesen miembros de una familia. Una familia acomodada. De fuera de Hamburgo.
Los tres discuten la hipótesis, aunque en realidad solo hablan dos de ellos, Maschke y Stave, porque MacDonald mira ensimismado por la ventana. Para Stave es una conversación con cierto déjà-vu, puesto que se desarrolla más o menos igual que el intercambio de ideas con el psicólogo. Solo que esta vez nadie expresa seriamente la sospecha de que la mayor de las mujeres pudiera ser la madre de la niña.
—Si los crímenes están relacionados, no tenemos muchas posibilidades de descubrir el motivo sin más pruebas —concluye Maschke. Suena cansado—. Si alguien estaba furioso con su papá porque le había quitado el patinete, y por eso va y se carga a su familia, ¿cómo vamos a saberlo nosotros? O si un tío perverso atacó a sus sobrinas. O si una esposa torturada durante años quiso romper su lazo matrimonial. Todos ellos serían motivos, pero ninguno habría trascendido al exterior. No tenemos nada que seguir investigando.
—A menos que fuera una lucha por la herencia —repone Stave, a quien se le ha ocurrido una idea—. Alguien que mata a todos sus parientes para hacerse con el legado familiar. Todas las víctimas estaban bien alimentadas, o sea que no eran pobres. Así pues, debía de haber algo que heredar. Siempre ha habido personas dispuestas a matar por unos cuantos marcos. Hoy, sin embargo, puede que no sea solo la codicia lo que los empuja a desear echar mano de una herencia antes de tiempo, sino también la necesidad. Un alojamiento con calefacción. Un par de viejas medallas o cuadros que malvender en el mercado negro. Para quien más, quien menos, eso supone la diferencia entre morir congelado o no. Entre morir de hambre o no hacerlo. Aunque no lo considero demasiado probable, porque a las víctimas las desvalijaron con una minuciosidad espantosa. ¿Haría eso alguien que mata por una herencia? De todas formas, debemos tener en cuenta esa posibilidad.
Maschke lo medita unos segundos, asiente.
—Está bien —murmura—, pero ¿qué hacemos ahora?
—Ya que vamos a escribir a todos los departamentos de Investigación Criminal del antiguo Reich, les pediremos también que nos envíen información sobre herencias sospechosas. Y en Hamburgo y Schleswig-Holstein consultaremos uno por uno todos los registros civiles, los archivos de cementerios y empresas de pompas fúnebres: ¿se ha informado de la muerte, aunque sea en circunstancias nada sospechosas, de personas que respondan a las descripciones de nuestras cuatro víctimas? ¿Tuvieron lugar realmente todos esos entierros que se notificaron?
El hombre de Orden Público lo mira extrañado.
—Alguien podría matar a su esposa e informar al Registro Civil de su defunción, comunicar también su entierro —continúa Stave—. Así, se embolsaría su herencia, pero no permitiría que tuviera lugar el funeral, por miedo a que alguien se fijara en las marcas de estrangulamiento de la víctima. De manera que la abandona entre los escombros y cancela el entierro. Ningún funcionario del Registro Civil irá a comprobar si se ha producido el enterramiento de una defunción que le han comunicado. Menos aún en los tiempos que corren. Y el encargado de la funeraria al que le anulan el servicio tampoco irá corriendo a denunciarlo al Registro Civil ni a la Policía. Pensará que un competidor más barato le ha robado el cliente.
—Me alegro de no ser su tío rico —murmura Maschke.
—Tenemos dos tareas por delante —dice Stave—. Redactaremos los escritos para los departamentos de Investigación Criminal, los registros civiles y demás. También necesitaremos varias decenas de copias más de las fotografías. Probablemente incluso cientos. La señora Berg se ocupará de eso.
Observa que MacDonald se estremece al oír el nombre, pero ninguno de los dos hace ningún comentario.
—Y enviaremos una carta a todos los cirujanos que hayan realizado alguna operación ginecológica en los últimos diez años, con fotografías de la mujer mayor. De la cabeza y de ahí abajo. A los que estén a doscientos kilómetros a la redonda de Hamburgo los visitaremos personalmente. Así iremos más rápido, y eso será cosa suya, Maschke.
—Mi día de suerte —replica el hombre de Orden Público, aunque no parece demasiado descontento para lo que es habitual en él—. Siempre que no tenga que presenciar ninguna autopsia más, soy su hombre.
Está más que contento de salir de aquí, supone Stave. Así estará fuera de la línea de fuego en caso de que esta investigación me acarree más broncas. Maschke no sospecha que el inspector jefe, pese a toda la simpatía que le pueda haber tomado, con ese encargo no quiere hacerle ningún favor a su carrera, sino que lo mueven segundas intenciones.
Stave se levanta.
—A trabajar.
Cuando los hombres han salido de su despacho, espera unos instantes antes de asomarse a la antesala. Quizá, piensa, MacDonald y Erna Berg agradecen unos segundos de intimidad. Sin embargo, cuando por fin sale, encuentra a su secretaria sola en su mesa. Le dice lo que tiene que hacer y ella lo apunta, con mano temblorosa.
Al final, se siente tonto fingiendo que no se ha dado cuenta de nada.
—¿Le pasa a usted algo? —pregunta. Demasiado tarde se da cuenta de lo inadecuadamente íntimo que ha sonado eso—. Por supuesto, no tiene por qué contestarme —añade enseguida, tartamudeando. Aún se siente más bobo.
Tras un lamentable intento de sonreír, Erna Berg se desmorona y se echa a llorar en silencio. Stave se le acerca, incómodo, ve las lágrimas que caen bajo las manos que cubren el rostro, que resbalan por las mejillas y gotean en el escritorio. Stave saca su pañuelo y quiere secarle con él la cara, pero entonces le parece que eso sí sería demasiado íntimo y acaba limpiando las perlas de humedad de la mesa. Así transcurre una eternidad torturadora en la que él no sabe qué hacer, y al mismo tiempo le da miedo que alguien pueda entrar de pronto.
Por fin su secretaria se tranquiliza un poco, acepta el pañuelo que él sigue sosteniendo en la mano, se seca la cara, se suena la nariz.
—Ahora no podré devolvérselo —masculla, y se lo guarda—. Mañana se lo traigo otra vez, lavado y planchado.
—Puede quedárselo —repone Stave.
—Bueno, una preocupación menos —dice ella—. Siento mucho haberle montado aquí una escena.
—Puede tomarse el día libre.
Ella lo rechaza con espanto.
—En estos momentos estoy mejor aquí que en casa. —Entonces respira hondo—. Seguro que sospecha usted algo, ¿verdad? —pregunta con timidez.
—¿MacDonald?
—James, el teniente MacDonald me lo advirtió: cree que nos ha descubierto usted.
—No han hecho nada malo para que yo pueda descubrirlos.
—Muchas gracias por esa mentira piadosa. El señor MacDonald y yo hemos llegado a sentirnos muy próximos estas últimas semanas.
—Eso no es ningún delito.
—Cuando eres una mujer casada, esperas un hijo y tu marido regresa de repente, me parece que sí.
Stave se sienta entonces en una de las sillas para las visitas que hay delante del escritorio.
—Días turbulentos —masculla.
—Verá: yo creía que era viuda. Mi marido desapareció. Ninguna noticia ni señales de vida desde hacía años. Ya lo sabe usted. —Se pone muy colorada, mira al suelo—. Y entonces, de pronto, entra en el despacho el teniente MacDonald. Estuvimos hablando, los dos estábamos solos, sin ataduras, una cosa llevó a la otra. Que me quedara embarazada tan pronto no estaba previsto, pero queremos tenerlo. Soñábamos con un futuro juntos. También con mi hijo, al que el señor MacDonald quería adoptar. Íbamos a trasladarnos a Inglaterra, algún día. Lejos de todos estos escombros. —Se lleva las manos a la cara—. Y entonces, hace dos días, llaman a la puerta de mi apartamento. Pienso que es James, me sorprendo, me alegro, corro a la puerta y me encuentro con mi marido. O lo que ha quedado de él. Es una sombra famélica. Con una sola pierna. Y una mirada en los ojos perdida, desamparada y al mismo tiempo casi brutal.
Un llanto convulsivo. Stave espera hasta que la mujer vuelve a serenarse un poco. Se alegra de que no lo esté mirando en estos momentos. La envidia y la ira lo recorren como la bilis. Envidia, porque el marido al que creía perdido ha regresado de repente, mientras que el hijo de él sigue desaparecido sin rastro. Y rabia, porque ella no es ni siquiera capaz de alegrarse por ese milagro.
—¿Sospecha su marido algo de sus… —dice, intentando hallar la expresión adecuada, aunque no encuentra ninguna y termina: dificultades?
Ella niega con la cabeza.
—James y yo por el momento no nos vemos fuera de las horas de trabajo. También para él ha supuesto una conmoción. Pero no podré ocultar mi estado para siempre. Sobre todo porque después no me veré capaz de decir que el niño es de mi marido. Es que no puedo hacerlo, ¿comprende usted?
Stave lo comprende muy bien. Un hombre que se ha dejado una pierna en algún lugar de Rusia y que regresa tullido junto a su joven esposa. Una mujer que abre los ojos con espanto cuando llama a su puerta. Y que por la noche, en la cama, se aleja de él como si fuera un leproso. ¿Rehuirá también su hijo a ese padre extraño y deforme?
—¿Qué piensa hacer?
Erna Berg se yergue de pronto, consigue componer una sonrisa.
—Antes de nada, escribir todas esas cartas, inspector jefe —dice.
Stave se sobresalta.
—Naturalmente que eso no es cosa mía —murmura—. Disculpe la pregunta.
Vuelve a su despacho y cierra la puerta.
Stave contempla el plano de la ciudad con sus cuatro alfileres rojos. Tres cadáveres hallados en el este, uno en el oeste. Los tres puntos al este del Alster, a fin de cuentas, apenas quedan a un cuarto de hora a pie entre sí. De Lappenbergsallee, sin embargo, todos esos lugares quedan por lo menos a una hora de camino.
A no ser que el criminal llevase un coche o un camión.
Stave contempla esa posibilidad. Eso señalaría hacia alguno de los pocos alemanes con autorizaciones especiales. O a un británico. Por otro lado: ¿no sería un vehículo motorizado un elemento demasiado llamativo? Además, a ninguno de los cuatro lugares puede accederse directamente; habría tenido que arrastrar de algún modo los cadáveres hasta su escondrijo desde el coche, aparcado en la calle más cercana. Durante el día sería casi imposible hacer algo así sin que nadie lo viera. ¿Y de noche? Un coche llamaría entonces mucho más la atención, porque los británicos casi nunca conducen durante las horas nocturnas, y los alemanes lo tienen explícitamente prohibido.
Maldita sea, piensa Stave, ¿es que nada puede tener sentido? De una u otra forma, todo se atasca, siempre hay algún detalle que no encaja en el conjunto. Recuerda la última autopsia. ¿Por qué un asesino tan ávido de un botín, que le ha quitado incluso las bragas a la mujer, iba a dejarle precisamente los dientes de oro? Con oro puede comprarse cualquier cosa en el mercado negro.
¿Pretende, pues, borrar pistas con esa forma de desvalijar a sus víctimas? Pero si lo que quiere no es atracarlas, no abusa de ellas, tampoco alberga ninguna clase de rencor familiar, ¿por qué las mata entonces?
Stave querría darse de golpes contra la pared a causa de la rabia: rabia hacia el asesino, hacia su propia incompetencia, hacia los compañeros que lo dejan en la estacada, que protagonizan sus propios dramas personales o que incluso le sabotean el trabajo.
Ya han dado las seis de la tarde. La antesala está vacía, el pasillo en silencio. Si no consigo avanzar con esta investigación, piensa Stave, ha llegado el momento de dedicarme a la otra. La secreta.
Sale de su despacho, recorre lentamente los oscuros pasillos, espía con disimulo en las oficinas que no tienen la puerta cerrada. Una tarde tranquila. Stave llega a la escalera, baja dos pisos, se detiene. Hasta ahí, cualquiera que lo estuviera observando pensaría que se va a casa. Es ahora cuando se aventura en un terreno desconocido. El inspector jefe respira hondo, empuja una puerta y entra en el pasillo del Departamento de Orden Público.
Un corredor con puertas de despachos a uno y otro lado, igual que en Homicidios. No se ve ninguna luz encendida. Medio en penumbra, aprieta el paso y va leyendo las placas que hay junto a las puertas del pasillo.
Inspector de policía Lothar Maschke.
Mira hacia ambos lados, luego acciona el tirador hacia abajo.
No ha echado la llave.
Stave se cuela sin hacer ruido y vuelve a cerrar la puerta. El corazón se le acelera. En toda su vida apenas ha hecho nada prohibido y ahora, de pronto, esto: irrumpir en el despacho de un compañero.
Saca una linterna de mano del bolsillo del abrigo, la enciende, echa una ojeada. Se trata de un despacho diminuto sin antesala en el que lo primero que advierte es el desorden; una montaña de informes, fotografías policiales, cuadernos de notas, cajetillas vacías de Lucky Strike sobre la mesa. Ceniceros desbordados. Una silla, apartada del escritorio en vez de bien arrimada contra el canto. En una pared cuelga un plano de Hamburgo sujeto con chinchetas oxidadas, torcido. Cuatro cruces marcadas con lapicero señalan los cuatro lugares donde se ha encontrado un cadáver. En otra pared, el diploma de la Policía sin enmarcar, algo torcido también.
Stave se acerca más, mira el escritorio con mayor detenimiento pero aún no toca nada. Una foto en un marco: una dama de edad avanzada que lo mira con seriedad. El inspector jefe recuerda que su compañero todavía vive con su madre. Por lo demás, nada personal. En esa mesa reina el desbarajuste: un torbellino de papeles sobre las investigaciones de los asesinatos, copias de informes de autopsia, imágenes del fotógrafo de la Policía, listas de cirujanos y dentistas.
Ningún expediente.
Stave se enfunda unos finos guantes de piel negros y va desmontando con cuidado las columnas de papeles, siempre con la precaución de dejarlas después exactamente igual a como estaban antes. ¿Quién sabe si Maschke no tendrá un método dentro de ese caos aparente?
Nada.
Quedan aún los cajones del escritorio, dos a cada lado. Arriba a la izquierda: cigarrillos, mecheros. Stave enarca las cejas. Parecen más bien demasiados para el salario de un inspector de policía. O se fuma la mitad de su sueldo, o tiene una fuente de suministro que un agente de la ley no debería tener.
Abajo a la izquierda, un cajón muy hondo: fichas con fotos. Stave se hace con unas cuantas y las observa. Adjuntan, pegadas junto a los nombres, fotografías policiales como las que se hacen para la identificación de los delincuentes. Por la parte de atrás hay notas con la caligrafía de colegial de Maschke:
«Nombre de pila: Lena o la Danesa».
«Lleva una navaja escondida en cada tobillo».
«Chica de Willy Warncke (Willy el Gordo).»
«Yvonne Delluc, tiene familia aquí».
«Cuidado: Isabelle, apreciada entre los oficiales británicos. No tratar con demasiada dureza».
«Detenida en el mercado negro el 5-1-47 con un par de medias de nailon y veinte cigarrillos».
El inspector jefe repasa deprisa las fichas del montón: putas, chulos, putas, chulos. Ningún cliente. Es sorprendente la cantidad de individuos que tiene clasificados Maschke, dado el poco tiempo que lleva en Orden Público.
Las fichas están guardadas sin orden aparente, aunque Stave sospecha que Maschke sabe perfectamente dónde está cada una. Detrás de esa dejadez se esconde un sistema, piensa.
Cajón superior derecho: lápices, un sacapuntas deteriorado, cuadernos de notas estropeados, vacíos; muchos de ellos tienen varias páginas arrancadas. Son libretas en sucio más o menos usadas que, por lo visto, Maschke quiere reaprovechar. Junto a ellas, gomas de borrar rotas, dos sujetapapeles torcidos, un par de chinchetas oxidadas, hebras de tabaco.
Cajón inferior derecho, tan hondo como el de la izquierda: una docena de papeles, algunos arrugados, más otros tres cuadernos de notas. Stave ilumina un momento las hojas sobrevolándolas con el haz lechoso de la linterna. Columnas de números. Las hojas están llenas de cifras garabateadas: a veces solo unas cuantas, otras veces muchas. También esos cuadernos son cementerios de números. ¿Números de teléfono? ¿Combinaciones de cajas fuertes? En ninguna parte hay una explicación, ningún nombre, ni siquiera una letra.
Entre las hojas y los cuadernos hay un plano actual de los Ferrocarriles del Reich de todas las zonas de ocupación: algo sin apenas valor ese invierno, pues nadie sabe nunca cuándo va a salir un tren, si es que sale.
También hay mapas como los que confeccionaba la Wehrmacht. Mapas topográficos, a gran escala: el norte de Alemania, Baja Sajonia, Dinamarca, los Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo, Francia, Baviera y Austria, Suiza…
Stave contempla asombrado todos esos mapas tan bien plegados. Los alrededores de Hamburgo son sin duda interesantes para un agente de Investigación Criminal. Pero ¿países extranjeros? Se hace una composición mental: todos son de países que quedan al norte, al oeste y al sur de las fronteras del Reich. Maschke estuvo en la Wehrmacht, en la campaña occidental. ¿Por qué ha conservado precisamente todos sus mapas? ¿Y por qué llegaron a sus manos si era tripulante de un submarino? Stave vuelve a hojearlos. Parecen por estrenar, salvo uno, el de Francia. Dobleces blancas, rasgaduras en los bordes. Lo saca, lo despliega con cuidado sobre el accidentado escritorio. Toda Francia, un mapa tan grande como la mesa.
Hay notas garabateadas en lápiz. Símbolos militares, letras y cifras, posiblemente abreviaturas de unidades. Junto a ellas, fechas. Algunas indicaciones están borradas y reescritas, a veces tachadas con prisas y corregidas a un lado.
La imagen de una retirada.
Las anotaciones más antiguas empiezan el 1 de junio de 1944, a la izquierda, casi en la costa atlántica, al nordeste de Burdeos. Después una línea que sube hacia el norte, hacia Normandía. La invasión de los Aliados, piensa Stave. Después, ya solo anotaciones hacia el este. La última entrada, de finales de noviembre de 1944, junto a Estrasburgo.
Mientras el inspector jefe vuelve a plegar el mapa, el haz de la linterna recae sobre el reverso. Un sello oficial del Reich medio borrado: el águila y la cruz gamada. Debajo, una inscripción en letra gótica. Stave está a punto de dejar el mapa otra vez con los demás cuando se detiene de pronto: el sello lleva un símbolo más. Las dos runas de las SS.
Lo coloca bajo la linterna, descifra detenidamente las letras que hay bajo el símbolo, emborronadas por huellas dactilares, corridas en algunos puntos por gotas de lluvia: «3ª Comp. 1º Bat. Regimiento de Granaderos Anticarro de las SS "El Führer"».
Y debajo, en lápiz y prácticamente ilegible, un nombre: «Hans Herthge». Con la letra de Maschke.
Stave no tiene tiempo de reflexionar sobre lo que acaba de descubrir. De repente oye algo fuera, en el pasillo.
Pasos.
Al inspector jefe le quedan dos segundos para pensar. Seguramente el desconocido pasará de largo, pero ¿y si no lo hace? ¿Y si lo sorprenden con una linterna junto al escritorio de un compañero? ¿Debería esconderse? Pero ¿dónde?
El descaro siempre triunfa, piensa Stave. Cierra el cajón de golpe, guarda corriendo el mapa de Francia y sus guantes en el bolsillo de su abrigo, apaga la linterna y enciende la lamparita del escritorio. Si alguien lo ve, que sea como si no tuviera nada que ocultar.
Los pasos se acercan; luego, silencio. Hay alguien justo delante de la puerta. Stave se inclina sobre los papeles del escritorio y finge estar buscando algo.
El tirador se mueve con cuidado. El inspector jefe levanta la mirada. Es el fiscal Ehrlich.
Los dos hombres se contemplan durante un segundo, ambos con bastante bochorno.
—Buenas tardes —dice al fin Stave, que es el primero en recuperar la compostura—. ¿Puedo ayudarlo en algo?
—¿Me he equivocado de pasillo? —replica el fiscal—. Pensaba que este era el despacho del señor Maschke.
—Objetivo alcanzado. Pero mi compañero ya ha terminado por hoy.
—¿Y a usted lo han trasladado a Orden Público? —El fiscal lo mira sorprendido.
Stave tiene un par de segundos para improvisar una historia.
—Por la mañana, Maschke irá a visitar a cirujanos que hayan realizado operaciones como la que presenta la cuarta víctima. Ya lo he enviado antes a consultar con médicos. La dentadura, la hernia inguinal…, ¿recuerda? Me pregunto si habrá algún facultativo que opere hernias inguinales en hombres y también cuestiones femeninas. En caso de que las víctimas pertenecieran a una misma familia, eso sería un buen planteamiento. Como Maschke ya se ha ido a casa, lo estoy comprobando yo. —Señala como disculpándose hacia las montañas de papeles que tiene delante—. Pero me temo que tendré que hablar con él mañana.
Ehrlich lo mira unos instantes más con escepticismo, luego sonríe y asiente.
—Ya comprendo —murmura. No parece que comprenda nada. Supongo que, entonces, también yo tendré que esperar para poder hablar con él. Una lástima.
El fiscal hace una reverencia y luego cierra de nuevo la puerta al salir. Pasos que se alejan, cada vez más tenues.
Stave respira hondo. Unas perlas de sudor frío le corren entre los omóplatos. ¿Se habrá creído Ehrlich su cuento? ¿Le comentará a Maschke ese encuentro inesperado? Ahora tendrá que mencionarle al agente de Orden Público esa estúpida ocurrencia sobre los cirujanos para dar consistencia a su tapadera.
Aguarda un par de minutos más para estar seguro de que Ehrlich ha desaparecido. Coloca bien los papeles. Duda si volver a dejar también el mapa de Francia en su sitio, pero después se decide a quedárselo. Por el momento. A ver qué descubre de ese «Hans Herthge».
Apaga la luz, sale al pasillo y se apresura por el oscuro edificio. Hasta que no se encuentra fuera, en la plaza desprotegida, Stave no cae en la cuenta de que Ehrlich no le ha dicho qué buscaba en el despacho de Maschke a una hora tan avanzada.
Calles sombrías, ruinas como castillos encantados, en algún lugar ruge el motor de un Jeep británico. Una cortina congelada que sobresale entre los cascotes de ladrillo golpetea a causa del viento. Por lo demás, hay un silencio opresor. En los últimos años Stave se ha acostumbrado tanto a la visión de la ciudad devastada que apenas piensa ya en ello. Sin embargo, mientras se apresura hoy hacia casa, se siente incómodo, inseguro. Amenazado.
Sombras que se estremecen en los huecos de las ventanas. Siluetas junto a muros despellejados. ¿Cadáveres? ¿O un asesino que acecha desde su escondite a un transeúnte nocturno? Me estoy volviendo paranoico, piensa otra vez el inspector jefe.
Se sorprende a sí mismo caminando también por el centro de la calzada, alejándose todo lo posible de los solares de escombros. Un cosquilleo en la nuca, como si alguien lo estuviera observando. Se vuelve. Nada.
Aun así, la sensación de que no está solo persiste.
Se lleva la mano a la pistola, quita el seguro de la FN 22, acelera a pesar de las punzadas de la pierna izquierda. El camino se le hace interminable.
Cuando por fin llega a su edificio, sube los escalones de dos en dos, abre la cerradura a tientas, cierra la puerta del apartamento. El corazón le late muy deprisa, tiene la piel humedecida, la respiración jadeante.
Me estoy portando como un imbécil, se dice, como un principiante. Si alguien se me hubiera acercado a preguntarme la hora, habría acabado disparándole por culpa del miedo. Espera hasta que la mano deja de temblarle, le pone el seguro a la FN 22 y vuelve a guardarla en la pistolera. Tengo que dormir más, piensa, conseguir entrar en calor de una vez por todas. ¡Ojalá pasara por fin esta ola de frío! Aunque al mismo tiempo teme que llegue ese día. Teme los cadáveres descongelados, pestilentes.
Se prepara la cena: pan con sabor a papel, una loncha fina de queso, agua, una patata pasada que consigue tragarse medio cruda después de tenerla una hora hirviendo sobre el hornillo. Luego espera tumbado a que el sueño haga acto de presencia, yace en la cama como un muerto, inmóvil. Un cansancio que pesa cuatro quintales. Sin embargo, su mente se niega a abandonarse al mundo de los sueños.
Stave acaba por acercarse a tientas hasta la radio. Un resplandor amarillento aparece en el viejo cacharro cuando los tubos se calientan. Hacía meses que no la escuchaba. En la época de los camisas pardas, las rimbombantes notas de Liszt y luego: «¡El alto mando de la Wehrmacht hace saber…!». La voz exaltada de Hitler o Goebbels y, de fondo, roncos como el granizo contra una ventana, los gritos de «Heil» coreados en uno u otro estadio deportivo. Música de Wagner. Al final estaba tan harto de todo ello que prefería no encender el aparato. Había compañeros y vecinos de los que sabía que escuchaban la BBC en secreto, pero él nunca se habría atrevido a hacerlo.
Hoy, sin embargo, una nueva cadena iba a comenzar sus emisiones: Nordwestdeutscher Rundfunk, la Radiodifusión de Alemania Noroeste. Oficiales británicos, jóvenes periodistas alemanes, una especie de BBC para alemanes. Stave ha oído hablar de ello; estos últimos días ha escuchado, aunque sin mucho interés, a varios compañeros que estaban contando los días que faltaban para volver a escuchar la radio por fin.
Sin embargo, ahora que no logra dormir, se entrega a las ondas sonoras. Para él supone al menos la ilusión de tener una segunda voz en la habitación. Un interlocutor. Ruidos, crujidos estáticos, a veces silencios de varios minutos, oscuridad cuando se va la corriente. Luego una obra radiofónica. Stave no ha retenido el nombre del autor, tampoco escucha más que a medias las descripciones, los diálogos. Simplemente disfruta de oír sonidos en el apartamento, de la tenue luz de la radio, de recuperar una fracción de normalidad.
Le narran la historia de un hombre que regresa a casa de la guerra y a quien nadie quiere de vuelta. Oye cómo habla ese hombre con el Elba. Qué extraño, piensa, ¿cómo va a hablar uno con el Elba, si yace oculto bajo un metro de hielo?
Con eso se sume en una ensoñación en la que su hijo habla con el río, cuyas olas logran de algún modo adoptar los rasgos de Margarethe. Hace calor, las casas relucen intactas bajo el sol. Stave se siente triste y alegre a la vez, se deja llevar más allá del sueño, hacia el reino de la más negra oscuridad, y se queda dormido profundamente, como hacía años que no conseguía.