Miércoles, 12 de febrero de 1947
En el infierno, piensa Stave, no hace calor sino frío. Cuando mira por la ventana de su despacho, ve casas que parecen descuidadas: los tejados y las paredes orientadas al norte y al este están raspadas por un viento que se ha empapado de hielo en el Ártico y que restriega con su cepillo invisible el revoque y las tejas de madera. En los costados más amparados, el viento ha dejado placas de hielo hoyosas y velos de nieve polvo en canalones y alféizares, en los marcos de puertas vacíos de las casas bombardeadas. La temperatura no ha variado desde enero, solo la luz: durante ocho horas, el sol destella desde un cielo despejado en todos los tonos de azul, baña el mundo en una luminosidad que resalta, en exceso, incluso el detalle más insignificante. El inspector jefe ve hasta la última grieta de la fachada de la sala de conciertos, en la plaza de enfrente, como si fuera un grabado de Durero. Cada deteriorado capitel de columna proyecta sombras grotescas. Solo yo ando a tientas en la oscuridad, piensa Stave, un chiste malo.
El tercer informe de autopsia del doctor Czrisini hace tiempo que está en su expediente. Posible fecha de la muerte: alrededor del 20 de enero. No hay nada más que llame la atención. Stave se pregunta cuántas personas más no habrán sido asesinadas ese mismo día, y cuándo encontrarán sus cadáveres.
Kleensch ha publicado su artículo en Die Zeit: comedido, sin especulaciones infundadas, sin histerismos, sin esperanzas precipitadas. Pero suficiente como para enviar un mensaje: la Policía hace progresos. Stave ya había informado a Cuddel Breuer y al fiscal Ehrlich, para que no se enterasen leyendo la prensa directamente.
Por lo demás: nada.
Ha apostado a varios hombres en el solar de Lappenbergsallee, una guardia espantosa con el frío que hace. Ahora habrá unos cuantos agentes congelados y muertos de aburrimiento que lo estarán odiando por ello, ya que nadie se ha dejado caer por allí. No ha habido reacción alguna por parte del asesino, ningún indicio desde la población, ninguna pista nueva; nada de nada de nada.
Tampoco ha tenido noticias de Anna von Veckinhausen. ¿Habrá leído el artículo? ¿Estará furiosa con él? Stave le ha pedido a MacDonald que compruebe esa historia suya de la venta del cuadro kitsch. Parece que es cierta. En realidad, el teniente no ha encontrado todavía al soldado que compró el cuadro aquel día en cuestión, pero Anna von Veckinhausen, según se ha demostrado, es conocida entre muchos oficiales británicos; su mercancía es muy apreciada. El teniente le ha dado a entender de buenas maneras que algunos altos cargos británicos verían con extremo desagrado que no pudiera seguir proveyéndoles en un futuro. El inspector jefe asintió con la cabeza y masculló algo incomprensible. Había comprendido el mensaje.
En adelante ya no podrá presionar a Anna von Veckinhausen con acusaciones por saqueo u operaciones en el mercado negro. La testigo cooperará libremente o no lo hará. Y en caso de que estuviera relacionada con las muertes, Stave se vería obligado a presentar razones de peso para poder encararse con ella.
En cuanto a lo de bottleneck, MacDonald no ha conseguido nada. El industrial Hellinger continúa desaparecido.
Maschke se ha dedicado a visitar puerta por puerta a viejos médicos que ya están jubilados; fue idea suya, consiguió las direcciones en el Colegio de Médicos. De modo que ha preguntado a numerosos doctores por las víctimas, sobre todo por el anciano. No ha averiguado nada. Aunque era buena idea, piensa Stave, a mí mismo podría habérseme ocurrido. El compañero de Orden Público está resultando cada vez mejor.
Stave mira fijamente las finas carpetas que ha colocado unas junto a otras con esmero sobre su escritorio. Tres investigaciones. Tres asesinatos. Tres expedientes con algunas hojas de papel y varias fotos. ¿Se esconde la solución del caso en algún lugar de esos expedientes? ¿Qué se le ha pasado por alto?
Son las doce en punto cuando alguien abre la puerta. Maschke irrumpe en el despacho.
—¿Y si antes llama a la puerta? —pregunta Stave.
—Tenemos un nuevo asesinato —informa jadeando el agente de Orden Público.
—Esta vez conduzco yo —dice Stave con seguridad dos minutos después, cuando suben al viejo Mercedes frente a la Central de Investigación Criminal—. ¿Qué ha sucedido?
—Tenemos un cadáver fresco.
—¿Quién es?
—Un hombre en un sótano, en Borgfelde, detrás de la estación de Berliner Tor. Acaban de encontrarlo, han dado el aviso a eso de las 11.30 en la comisaría del barrio.
—Otra vez en el este.
—Y otra vez en un barrio bombardeado.
Stave pisa el acelerador, aprieta hasta el Alster, fuerza el viejo y renqueante motor de ocho cilindros por Jungfernstieg, toca el claxon al ver que un hombre con un abrigo de la Wehrmacht no se aparta lo bastante deprisa. La mano de Maschke se aferra al tirador de la puerta del acompañante, tiene todos los nudillos blancos.
—No va a pararnos la Policía —lo tranquiliza el inspector jefe.
Cuatro muertos, dos hombres, una mujer, una niña. Tres cadáveres, por lo menos, se han encontrado en el este. La nueva víctima, más o menos a medio camino entre el lugar del hallazgo del primer cadáver, la mujer joven, y el tercero, la niña del canal. ¿Se desvela por fin un patrón?
—Anckelmannstrasse 52 —indica Maschke con los labios apretados.
Stave tuerce por Glockengiesserwall. Una rueda trasera golpea con fuerza contra un ladrillo que se ha congelado sobre la calzada. El Mercedes da bandazos, él enseguida recupera el control del vehículo.
—Hay algunos tramos con bastante hielo —susurra Maschke.
—Esto empieza a divertirme.
Pasan por delante de la estación central, luego cruzan por St. Georg, los estraperlistas del mercado negro los siguen con la mirada. En Borgfelder Strasse, Stave vuelve a pisar hasta el fondo: una recta de medio kilómetro, nadie a la vista. Dos curvas cerradas a la derecha y consigue detener bruscamente el pesado coche con un chirriar de frenos.
—Un muerto al día es suficiente —murmura Maschke, y abre su puerta.
Stave baja también y se apoya un momento en el capó abollado. El motor suelta chasquidos de lo caliente que está. Pone las manos encima un par de segundos y disfruta del calor que le inunda el cuerpo como si fuera líquido.
—Pero solo por esto merece la pena, ¿a que sí?
—A mí, desde luego, me ha subido la temperatura —responde Maschke de mal humor.
El inspector jefe mira entonces a su alrededor: a su espalda, los pilares de acero del tren elevado, uno de cada seis o de cada siete está combado. Fachadas vacías de edificios de apartamentos de cuatro o cinco pisos. Edificios empresariales destruidos por las bombas. Almacenes medio derrumbados. La calle adoquinada, limpia de escombros en parte. No hay ninguna casa en condiciones de ser habitada en trescientos metros a la redonda, por lo menos.
Un patrón, piensa Stave, tengo un patrón.
Un municipal aparece entre dos paredes de cierta altura que quedan a su derecha, saluda y se acerca. Es muy joven, casi un niño todavía, y se trata de la primera vez que Stave lo ve. Los saluda a lo militar; por un momento parece incluso como si quisiera cuadrarse.
—Está bien —dice el inspector jefe, y se presenta a sí mismo y a Maschke. Por lo visto, el joven llegó a servir en la Wehrmacht. Ahora que está en la Policía, piensa Stave, podría desacostumbrarse a un par de cosas—. ¿Dónde está nuestro hombre?
—Es una mujer, inspector jefe.
Stave se queda mirando al joven municipal, que parece avergonzado.
—Dos hombres han encontrado a la víctima en un sótano sin iluminación. Han salido de allí corriendo muertos de miedo y nos han dado el aviso. Creían que el cadáver era un hombre. Es evidente que no se han parado a mirarlo. Se trata de una mujer.
Stave reflexiona, está confuso. Dos mujeres, una niña, un anciano. ¿No encajaría mejor un hombre en su patrón?
El municipal sigue informando.
—La casa es el número 52 de Anckelmannstrasse y está completamente destruida —explica—. Hemos podido bajar al sótano entre las ruinas, pero es más fácil hacerlo dando un rodeo.
Lleva a Stave y a Maschke unos cincuenta metros más allá, hasta un edificio colindante que está derruido solo en parte. Allí hay un arco de ladrillos que da acceso a varios cobertizos traseros medio derrumbados a lo largo de los cuales retroceden de nuevo en dirección contraria.
Stave se detiene frente a los restos de un almacén. SOCIEDAD HANSEÁTICA DE IMPORTACIÓN DE MICA, dice un descolorido letrero negro que hay en la pared de ladrillo desnudo. Alguien trepa por los escombros del edificio de la calle: el doctor Czrisini. Los agentes de Investigación Criminal saludan al forense con un ademán de la cabeza, el municipal señala hacia la entrada del sótano.
—Tengan cuidado con los escalones —advierte—, están sueltos.
—No hay puerta —murmura Stave cuando ha descendido los frágiles peldaños.
Penumbra. Saca su cuaderno de notas y describe el exterior del lugar del hallazgo. El municipal toquetea una vieja linterna de mano hasta que obtiene un rayo de luz amarillenta y cansada. Al pie de la escalera aparece una persona más. Stave solo ve unos zapatos sucios y el bajo de un abrigo largo. Mira de nuevo hacia delante, hacia la cavidad oscura.
Una sala: suelo de cemento, unos cuantos ladrillos sueltos, restos de revoque caído de las paredes, polvo de piedra. Más allá, una segunda sala, lúgubre, porque la luz que se cuela por la escalera ya no llega hasta ella. También allí hay polvo de piedra, nada de escombros, ningún mobiliario.
Solo una víctima.
Treinta y cinco años, calcula Stave, tal vez algo más joven. La mujer está desnuda en el suelo. Congelada, pegada al cemento. Tiene manchas cadavéricas por todas partes, rojizas y azuladas. La boca entreabierta, los ojos entornados, la mano derecha en el suelo, la izquierda sobre el ombligo, todos los dedos algo doblados. Stave le quita la linterna al municipal sin decir nada e ilumina directamente el cadáver. El joven policía parece a punto de vomitar.
—Puede esperar fuera —le ofrece el inspector jefe.
El doctor Czrisini saca de su maletín médico una linterna de mano grande que ilumina con más claridad. Toca la cara de la mujer con manos enguantadas.
—Esbelta, delgada, pero bien alimentada —murmura—. Pestañas pintadas de castaño oscuro, cejas depiladas. Eso que tiene en las mejillas podrían ser restos de maquillaje en polvo. Pelo rubio, claramente oxigenado. Agujeros para los pendientes en los lóbulos. En la oreja izquierda no se ve ninguna joya. En la derecha… —Vacila un momento, tantea la nuca de la mujer con la mano, saca algo de su melena y lo sostiene a la luz de la linterna. El pendiente derecho está suelto, pero enredado en el pelo de la nuca—. El forense le pasa la joya a Stave.
El inspector jefe la contempla con detenimiento: un pequeño colgante de oro con una perla.
—Una forma bastante excepcional —masculla. Al oro le han dado la forma de una diminuta estrella de mar que sujeta la perla.
—No tengo nada que decir a eso —repone Czrisini—. Las joyas no son mi especialidad.
El forense le levanta los párpados.
—Ojos azul grisáceo. —Después le abre la mandíbula, le ilumina la boca—. Dos prótesis dentales en la mandíbula superior: interior del incisivo derecho, primer molar derecho. En la mandíbula inferior, dos muelas de oro a la derecha.
Desde la cabeza sigue su cuidadoso examen hacia abajo.
—Punto extremo de congelación. Rigor mortis no verificable, por lo que se desconoce la fecha de la muerte. Marcas de estrangulamiento en el cuello, marrón rojizo, de dos centímetros de ancho por delante y a la izquierda. A la derecha y por detrás, de solo cinco milímetros. Marcas de ataduras en ambas muñecas, de tres a cinco milímetros. Llama la atención el cuidado de las uñas, con esmalte rojo intenso y bien limadas, la parte sobresaliente pintada de esmalte blanco. Zonas de piel más clara en la muñeca izquierda y el dedo anular izquierdo. Posibles marcas de un reloj y un anillo. Cicatriz de operación, grande, de unos catorce centímetros, desde el ombligo hasta el pubis, posiblemente de una cirugía abdominal; bien curada, cerrada hace tiempo.
—No hay marcas en el polvo del suelo del sótano —añade Stave—. No se ve suciedad en el cuerpo. Es poco probable que la mataran aquí.
—La asesinaron en otro lugar y la trajeron tras la muerte —dice Maschke—. Para ocultar el cadáver.
—Y quizá también para desvestirla con toda tranquilidad y desvalijarla —agrega el inspector jefe—. De todos modos, el asesino ha tenido que cargar con la víctima hasta aquí y bajar con ella la escalera con una linterna en la mano.
—Un hombre fuerte —dice el forense.
—¿Lo tendría planeado con antelación? —apunta Maschke—. ¿Conocería este sótano y había decidido ya antes del ataque ocultar aquí a su víctima? ¿O ha buscado el lugar más cercano después del asesinato y ha llegado aquí por casualidad?
—Tenía que llevar una linterna consigo. —Stave se rasca la cabeza—. Eso nos habla de un plan. O quizá siempre la lleva encima. O conoce tan bien la zona que ha podido bajar a este sótano incluso a oscuras.
—Me pregunto quién sería ella —susurra el forense, ensimismado.
—Sin duda era acomodada, puede que rica —razona Stave—. Dientes de oro. Pendientes, reloj de pulsera, anillo, esmalte de uñas. No recuerdo cuándo fue la última vez que vi a una mujer con la manicura hecha.
—Un esmalte demasiado caro, elegante y refinado para una chica de la calle —añade Maschke—. Era una dama.
—Y está claro que no vivía en Borgfelde, detrás de la estación —dice Stave; su voz casi suena divertida—. ¿En Winterhude, quizá? ¿Blankenese? En cualquier caso, un barrio mejor. Intacto. Una zona no destruida. Alguien tiene que conocerla.
Czrisini señala el dedo anular izquierdo, después el abdomen.
—Seguramente también estaba casada. O sea que habrá un marido. Esa cicatriz parece indicar que no tenía hijos. Por otro lado, también puede ser una ventaja para la investigación. Estas intervenciones son menos frecuentes que las de apéndice o que las manipulaciones dentales. Habría que encontrar a un cirujano o un ginecólogo que la recuerde.
—¿Podemos establecer el momento de la muerte?
—Aquí no. En el instituto dejaré que el cadáver se descongele un poco. Después de la autopsia sabremos más, seguramente el cerebro ya habrá empezado a descomponerse.
La euforia que acaba de invadir a Stave se esfuma.
—Entonces, ¿cree usted que la víctima está aquí desde hace tiempo?
El patólogo asiente con la cabeza.
—Por lo menos desde antes de ayer.
No puede ser, piensa Stave. Una mujer rica, marido, vecinos… Si la hubiesen asesinado hace días, alguien la habría echado ya en falta. No recuerda que haya entrado ningún aviso que encaje con la víctima. Necesito respirar aire fresco, piensa.
—Interrogaremos a los hombres que la han encontrado —dice—. Doctor Czrisini, su gente puede llevarse el cadáver en cuanto el fotógrafo haya terminado su trabajo.
Dos hombres: el chatarrero August Hoffmann y su empleado Heinrich Scharfenort, ambos más o menos de la edad de Stave y con las caras muy pálidas.
—¿Han descubierto ustedes el cadáver? —El inspector jefe utiliza una formulación deliberadamente neutra.
A pesar de ello, Hoffmann lo mira con culpabilidad.
—De verdad que creíamos que era un hombre. Acabo de enterarme hace nada de que ahí abajo hay una mujer.
—Lo principal es que han dado parte en cuanto la han encontrado —repone Stave—. ¿Qué ha sucedido?
El empleado mira al suelo, le deja la respuesta a su jefe.
—Estábamos buscando bandejas de horno.
—¿Bandejas de horno?
—Aquí hubo una gran panadería hasta 1943. Hace poco encontré entre los escombros una gran bandeja de horno. Por casualidad —añade enseguida—. Entonces pensé que tendría que haber alguna más. Así que hoy había salido con el señor Scharfenort para… —Duda.
El inspector jefe asiente con comprensión y termina la frase:
—Recuperar el metal. ¿Por eso han bajado al sótano?
—Sí. Las ruinas de la superficie hace tiempo que están agotadas. Nos hemos traído lámparas de carburo para inspeccionar los sótanos.
—¿Y han bajado con ellas hasta aquí?
El chatarrero asiente con la cabeza y por un momento da la sensación de que tuviera que ir corriendo tras un muro a vomitar, pero enseguida recupera la compostura.
—Hemos bajado la escalera y hemos iluminado la primera sala. Luego la segunda. Solo he visto un pie desnudo de repente, en la luz.
—¿Y usted?
El empleado levanta la mirada.
—Iba detrás de mi jefe. Casi no he visto nada. El señor Hoffmann ha gritado: «¡Un muerto!», y entonces hemos hecho lo posible por salir de aquí.
—¿Ha habido algo más que les llamara la atención?
—A mí con un muerto me basta.
—¿No han visto a nadie?
Los dos niegan con la cabeza.
—¿Habían estado aquí antes estos últimos días? Ha dicho usted que encontraron por casualidad una bandeja de horno.
—Hace tres días tomé un atajo por el que no suelo ir nunca. La encontré entonces, medio oculta por los cascotes en la entrada de un sótano. De ahí mi idea de volver con la lámpara de carburo. Si no, nunca vengo aquí.
—¿Saben si suele venir alguien por la zona? ¿Si alguien toma ese atajo que dice usted?
Otra vez negaciones mudas.
Stave despide a los dos testigos con un ademán de la cabeza.
—¿Alguna novedad?
El jefe está de pie frente a Stave. Cuddel Breuer no lo mira a él; tiene los ojos puestos en un chucho helado de frío que olisquea sin mucho entusiasmo entre los escombros.
—No ladra —comenta.
También Stave prescinde de fórmulas de cortesía.
—El doctor Czrisini sospecha que la víctima podría llevar varios días ahí abajo. Tampoco parece que el lugar del hallazgo haya sido el escenario de los hechos.
Breuer asiente sin decir nada, después se lleva una mano al interior de su amplio abrigo, saca una linterna de mano grande y baja al sótano en silencio. Solo.
Ya no confía en mí, se dice Stave.
Tras varios minutos, Breuer regresa al exterior.
—Tiene usted sobre sus espaldas un caso condenadamente complicado, Stave. Pase a verme cuando haya terminado aquí. —Da media vuelta y se marcha sin despedirse.
Por lo menos no has descubierto nada más que yo, piensa Stave con rabia.
Cuando el director de Investigación Criminal tuerce tras un muro de unos dos hombres de alto, casi choca con una figura que se acerca a toda prisa tropezando por las ruinas: es Kleensch, de Die Zeit.
—Hoy no me libro de nada… —masculla el inspector jefe.
Duda un segundo. ¿Debería evitar al reportero? ¿Quitárselo de encima? No hará más que entrometerse por todas partes, hacer preguntas, causar inquietud. Mejor ocuparse en persona del asunto. Stave se acerca a Kleensch, le estrecha la mano y lo lleva al sótano.
—Una nueva víctima del asesino de los escombros —afirma el periodista al contemplar a la mujer en la luz amarillenta de la linterna. Habla con sobriedad.
Ya está pensando en su artículo, cree Stave. Le explica a Kleensch todo lo que han descubierto y consigue que se fije especialmente en los indicios que apuntan a que la muerta debió de ser una mujer acomodada.
—Ahora a los muertos ricos los echan de menos tan poco como a los muertos pobres. Eso es la democracia —comenta Kleensch.
—No irá a escribir eso…
El hombre sonríe.
—A mi editor no le gustaría leerlo, y tampoco los británicos estarían demasiado contentos. Quiero conservar mi puesto. ¿Un cigarrillo?
—No fume en el lugar del hallazgo, por favor —responde el inspector jefe, y al mismo tiempo sacude la cabeza como con un «gracias» y señala con la mano derecha hacia la salida del sótano. A nadie le gusta leer algo así— continúa Stave, retomando fuera su poco entusiasta intento de evitar la publicación del artículo.
Kleensch lo mira con indulgencia.
—En eso se equivoca. A todo el mundo le gustan las historias de asesinatos. Historias terroríficas. Seguramente es la moraleja lo que nadie quiere oír. Así que me ahorro esa parte y de esa forma tengo más espacio para los detalles. No sé si me entiende.
Stave asiente, resignado.
—Usted hace su trabajo. Yo, el mío.
—La gente tendrá miedo, aunque yo le prometa que me contendré. Pero así son las cosas: el asesino de los escombros se convierte en la personificación del mal, en un monstruo. Por fin esta ola de frío infernal tiene una cara, aunque sea una bastante indefinida. Podría ser cualquiera: cualquier figura que se mueve en la calle detrás de mí, cualquier sombra entre los escombros, cualquier nuevo vecino silencioso. La gente empezará a sospechar del prójimo. Las denuncias serán peores de lo que fueron con Hitler, pero no hay nada que hacer. Lo van a atormentar a usted, lo siento. Aunque seguro que al final pescará al tipo que ha cometido los crímenes, y entonces será un héroe.
—Muchísimas gracias por su optimismo.
—Resulta muy útil. Sobre todo cuando se encuentra uno frente a la muerte. —Kleensch levanta ligeramente su sombrero para despedirse y se aleja tropezando.
Por lo menos no ha hablado con nadie más, piensa Stave. Habría sido desagradable que agobiara a Breuer con sus preguntas. Seguro que el jefe se habría desquitado luego conmigo.
Stave regresa más tarde con el Mercedes. Solo, ya que Maschke, dándole las gracias, ha declinado su ofrecimiento de llevarlo con la menos convincente de todas las excusas: que quería hacer algo por su salud e ir a pie.
En Jungfernstieg, el inspector jefe pisa de pronto el freno. El vehículo se detiene con un chirrido unos cuantos metros más allá. Esta es mi oportunidad, piensa.
Ya hace varios días que, desorientado como nunca, ha pensado en consultar a un psicólogo sobre el caso. Incluso ha estado preguntando, sin llamar demasiado la atención, por buenos doctores mentales en Hamburgo. Pero lo ha ido retrasando. En parte por recelos, porque ningún agente de Homicidios tiene muy buen concepto de los psicólogos. En parte por vergüenza, porque con un paso así estaría reconociendo ante sus compañeros lo desorientado que está: un acto de desesperación, Stave ha llegado a acudir a un psiquiatra. ¿Quién sabe si no se tumbará él mismo en el diván?
Jamás.
Casualmente, sin embargo, ahora se encuentra solo. Y, casualmente, allí tiene su consulta el psicólogo más afamado de todo Hamburgo: el profesor Walter Bürger-Prinz.
Stave pone un pie en la magnífica calle, casi intacta, que a la derecha desciende en varios escalones hasta la destellante capa de hielo del Alster. A la izquierda se alzan las sólidas fachadas decoradas por columnas de emblemáticos edificios que han sobrevivido indemnes a los bombardeos. De nuevo, el impulso de expresar a gritos la rabia que siente por esa injusticia lo invade por un momento. ¿Por qué ha quedado incólume todo ese esplendor, esa riqueza que tantas veces no está fundada más que en la codicia y la misantropía?
Stave se serena. ¿Qué culpa tiene un psicólogo de que los británicos prefiriesen devastar barrios obreros y no magníficas avenidas?
No recuerda de memoria el número del edificio de la consulta, pero al ir recorriendo despacio la hilera de fachadas encuentra una gran placa metálica con el nombre del profesor junto a un portal. Quinto piso. El inspector jefe empuja una puerta de tres metros de alto: escalones de mármol claro, barandilla de hierro forjado, pero no queda ni una bombilla en los portalámparas de la araña de cristal, según comprueba con satisfacción. Un anticuado ascensor en el hueco de la escalera, pero a causa de la falta de electricidad no funcionará. Stave comienza lentamente la larga subida.
Cuando por fin entra en la antesala de la consulta, se hunde hasta los tobillos en una alfombra mullida, contempla los sillones ingleses, un escritorio y un armario archivador de teca, percibe el elegante aroma de un té Earl Grey y del abrillantador para madera. Stave, con sus zapatos viejos, el traje arrugado y el abrigo desgastado, se siente miserable. Una recepcionista ocupa su trono tras un escritorio: más de cincuenta años, pelo gris peinado hacia atrás con severidad, gafas de níquel.
—¿Desea usted…?
Suena como si hubiera dicho: «Aquí está prohibido mendigar y vender de puerta en puerta».
Stave iba a preguntar educadamente si el profesor podría, por favor, recibirlo y dedicarle tan solo unos minutos. Sin embargo, el muro amedrentador de la fachada noble, la interminable escalera de mármol, el denso aroma que impregna el aire y ahora, además, ese desprecio corroen las cadenas de su autocontrol hasta que ya no logran contenerlo. Se acerca a la mesa dando zancadas furiosas, saca su identificación y se la planta delante de las narices a la gélida dama.
—Stave, de Investigación Criminal. Quiero hablar con el profesor Bürger-Prinz. Enseguida.
Ella se echa un poco atrás, sorprendida y confusa, porque nadie le había hablado nunca así. Sus facciones se descomponen por un momento en una mueca de indignación; luego reflexiona, no dice nada, se levanta, desaparece por una puerta tapizada con cuero grueso.
Stave no tiene que esperar mucho. Cuando lo hacen pasar por esa misma puerta, entra en otro mundo. Una sala amplia, ventanas altas como puertas con vistas al Alster, un escritorio, tres sillones y, efectivamente, un diván. Sin embargo, nada de todo ello rezuma elegancia inglesa, sino que es más bien moderno de una forma extraña y, no obstante, anticuado a la vez: como de antes de la guerra. Bauhaus, supone Stave. Los sillones geométricos, de acero cromado y cuero negro; el diván, una confortable tumbona de esos mismos materiales. Será muy cómodo, piensa el inspector jefe, pero más bien parece la variante de lujo de las mesas en las que el doctor Czrisini disecciona sus cadáveres. Aunque aquí también lo diseccionan a uno, en cierto sentido.
Las paredes son blancas, un único cuadro cuelga en la pared que se extiende frente a las ventanas. Impetuosos trazos negros sobre un fondo ocre. Debe de ser arte moderno, se dice Stave. Suelo de parqué, pulido y reluciente. En la repisa de la ventana central, una escultura de bronce de un hombre sentado con cierto aire asiático. ¿Buda, quizá? Ningún documento en las paredes, ningún diploma, tampoco fotografías de familia sobre el escritorio, ningún teléfono.
Stave vio una vez en un libro un retrato de Sigmund Freud e inconscientemente espera encontrarse con un reflejo del famoso doctor. En realidad, sin embargo, se ve ahora frente a un hombre como salido de un cartel de reclutamiento de las SS: el profesor Bürger-Prinz mide alrededor de un metro noventa, es atlético y tiene el pelo corto y rubio y los ojos azules más brillantes que Stave haya visto jamás. De un color como el agua de un fiordo noruego. El inspector jefe siente que alcanzan a ver en su interior.
—¿Qué le ha traído a verme con tanta urgencia? —La voz profunda y bien modulada de un orador experimentado o de un cantante. El psicólogo le tiende la mano. Un apretón firme.
Stave se siente aliviado cuando Bürger-Prinz señala un sillón, no el diván. Se disculpa por su aparición repentina. Entonces empieza a hablarle de las víctimas, de los lugares donde se han encontrado los cadáveres, de las pocas pistas. De los medallones con ese extraño símbolo. De desapariciones que no se denuncian. De muertos a los que nadie puede identificar. De marcas de estrangulamiento y piel desnuda. De ruinas y muros quemados y la fina capa de nieve sobre el cemento.
El psicólogo no lo interrumpe. Sus irritantes ojos lo miran fijamente, no toma ninguna nota, está sentado en un sillón, relajado y atento a la vez. Quizá mi historia lo entusiasme, espera Stave, quizá haya despertado su interés profesional. O bien domina su postura a la perfección.
—He leído los artículos sobre el asesino de los escombros —dice por fin el psicólogo, cuando a Stave ya no se le ocurre nada más de lo que informar—. En Die Zeit. Y las fotografías de las víctimas lo miran a uno desde todas las columnas de anuncios.
—¿Ve usted algún patrón? —pregunta Stave—. ¿Le dicen algo los asesinatos acerca del asesino? ¿Algo que acaso nosotros hemos pasado por alto hasta ahora? ¿Quién haría algo así, y por qué? ¿Qué vincula esas muertes, aparte del mismo modus operandi? Quisiera encontrar nuevas pistas.
—No sabe por dónde seguir.
—No sé por dónde seguir.
Bürger-Prinz arruga la frente.
—Supongo que no esperará verdaderamente de mí que en menos de un minuto le presente una solución para un caso al que usted, un criminalista con experiencia, hace semanas que le da vueltas sin resultado alguno.
—Tal vez encuentre al menos algo así como un patrón —insiste Stave—. En la elección de los lugares donde el desconocido deposita los cadáveres, por ejemplo. O en las víctimas que selecciona.
El psicólogo se levanta, se acerca al escritorio, saca un plano de Hamburgo de uno de los cajones y lo estudia.
—Solares de escombros, barrios de gente humilde bombardeados, tres veces al este y una al oeste del Alster. Un sótano, un hueco de elevador, un cráter de bomba. El asesino esconde los cadáveres, pero con eso le basta.
—¿A qué se refiere?
—No tiene interés en hacerlos desaparecer. No los oculta para siempre. Solo durante el tiempo suficiente para que no lo descubran a él.
—No es de extrañar, tenía poco tiempo: todas las víctimas menos la última, de la que aún no tenemos autopsia, murieron el mismo día. El 20 de enero.
—Pero no tienen por qué haber sido depositadas el mismo día cada una en su lugar correspondiente.
Stave mira fijamente al psicólogo.
—¿Quiere decir que alguien mata a varias personas y las esconde a todas en un lugar determinado, y que después va vaciando poco a poco su almacén?
Bürger-Prinz sonríe con indulgencia.
—Eso sería bastante calculador. Y su desconocido no sería el primer asesino que traslada los cadáveres de un sitio a otro después de días o semanas del crimen.
—¿Es que está jugando a un juego perverso con nosotros?
—Es posible. Aunque quizá al criminal lo empujen motivos mucho más prácticos. Solo puede cargar con un cuerpo cada vez. Tal vez salga todas las noches.
—¿Todas las noches? —El inspector jefe cierra los ojos.
—En cualquier caso, el asesino obra con planificación. Es racional. Además, podría darse cierta característica común en todos los lugares de hallazgo: los tres puntos del este se encuentran cerca de la estación central y, el del oeste, junto a la estación de Dammtor.
—¿El asesino busca a sus víctimas en los vagones? ¿O en los andenes?
—Y las mata cerca de las estaciones. Luego las oculta en solares de escombros que se encuentran en los alrededores.
—¿Todas las víctimas el mismo día? ¿Cuatro muertos, dos estaciones? Los trenes solo viajan durante el día. Las estaciones se quedan vacías después de las ocho de la tarde. Si el asesino ataca a sus víctimas cuando hay luz, ¿cómo consigue llevarse los cadáveres a solares en ruinas sin que nadie lo vea? Y si oculta a sus víctimas de noche, ¿cómo puede haberlas elegido antes en la estación? ¿Las mata durante el día en algún lugar, y luego espera durante horas para esconderlas por fin? No es muy probable.
—Si escoge a pasajeros del último tren, entonces sí sería concebible. Un tren que llega a las cinco y media de la tarde entra ya en una estación oscura. Una estación muy oscura. Y con este frío, una estación muy solitaria. Pongamos que mata al anciano en la estación de Dammtor, y luego a las tres mujeres en la estación central. Algo así podría conseguirse.
—¿Piensa usted en un asesino experto?
Bürger-Prinz reflexiona.
—Posiblemente el criminal busque siempre a la víctima más débil —murmura.
Stave se lo queda mirando con un interrogante.
—La persona del tren que él espera someter con más facilidad. Una mujer. Un niño. Un anciano.
El inspector jefe recuerda las interminables horas que ha pasado en la estación, las miradas escrutadoras con que recorre los vagones que llegan, los miles de personas que pasan apretadas junto a él. Sacude la cabeza.
—Con la niña podría creerlo, puede que también con el anciano. Pero las mujeres no encajan en ese patrón. Hoy en día no encontrará ningún tren en el que una mujer joven sea la persona más débil. Siempre viaja algún niño, además de ancianos y lisiados de guerra.
Duda un momento, porque se le ocurre algo.
—El anciano fue la única víctima a la que golpeó. Le dio incluso una paliza, según lo que ha podido comprobar el forense. De las cuatro personas que ha escogido hasta ahora el asesino, sin embargo, no era el más fuerte y mucho menos el que se movía con mayor agilidad. Las dos mujeres habrían ofrecido sin duda una resistencia más peligrosa para él, o habrían podido huir más fácilmente.
El psicólogo sonríe.
—Ya veo adónde quiere ir a parar: una familia. Alguien le guarda un rencor mortal a una familia, puede que incluso sea la suya. Por eso tenían que morir esas personas. El anciano, no obstante, el patriarca, tenía que sufrir más que el resto, y a él el asesino lo golpea antes de apretar el lazo.
Stave asiente.
—Naturalmente, también puede ser casualidad —dice—. Quizá la intención del asesino sea estrangular a las víctimas para que no tengan forma de defenderse. Acaso se les acerca por detrás. O las aturde. Y, solo con el viejo, algo salió mal de forma fortuita, a él no logró controlarlo y por eso le tuvo que golpear. Pero, si aceptamos que no fue casualidad…
—Entonces los golpes son indicativos de una ira especialmente enconada. De odio. De un deseo de venganza, de castigo, de revancha.
—Entonces el asesino conoce a sus víctimas. Las mata a todas ellas por motivos que aún nos son desconocidos. Pero a él, al anciano, lo ataca con especial violencia.
—Lo castiga.
—Un anciano, una mujer de treinta y tantos, una joven que ronda la veintena, una niña de como mucho ocho años. ¿Quién puede tener algo en contra de personas tan diferentes? ¿Un perturbado que asesina a toda su familia?
—En tal caso, todas las víctimas serían familia.
—Por eso no existe ninguna denuncia de desaparición. El único familiar que podría echarlos en falta es el asesino.
El psicólogo mira por la ventana.
—El anciano podría ser el padre de las dos mujeres —dice—. El abuelo de la niña, o quizá también el abuelo de la niña y de la mujer más joven. Pero ¿sería alguna de las dos la madre de la niña? Una era demasiado joven. La más mayor podría serlo, pero me ha dicho usted que el forense no cree que pudiera haber estado embarazada.
—Sufrió una operación en la zona del vientre. No sabemos cuándo y, hasta que no se practique la autopsia, tampoco sabremos de qué la operaron.
—Con una cicatriz quirúrgica de catorce centímetros no puede haber quedado demasiada cosa intacta ahí abajo —susurra el psicólogo.
—Aun así, pudo haber estado embarazada antes de la intervención.
—Está bien, partamos de la siguiente hipótesis: tenemos a abuelo, hija, nieta y una pariente joven, quizá una hermana que se lleva bastantes años con la otra mujer.
Stave sonríe por primera vez desde que ha entrado en la consulta.
—Supongamos también que la forma de ejecución y la declaración de la testigo señalan a un hombre como autor de los hechos —propone—. Y supongamos que ese hombre está emparentado con las víctimas. Entonces, el principal sospechoso sería el marido de la mayor de las mujeres, y por tanto también padre de la niña. Es a él a quien tenemos que buscar.
Bürger-Prinz lo mira con algo similar a la compasión en los ojos.
—Tal vez también a él lo encuentren entre los escombros, congelado en el suelo y con marcas de estrangulamiento en el cuello.
El inspector jefe necesita respirar hondo. De pronto tiene una visión: todos los días halla entre las ruinas un cadáver congelado, una vez una niña, otra vez una joven, una mujer, un anciano… Y cuando este invierno interminable se acabe de una vez por todas, otros cadáveres congelados que habrán pasado meses ocultos en sótanos se descongelarán de pronto y el hedor de su podredumbre atraerá primero a las ratas y luego a la Policía.
—Si de verdad somos los espectadores de un drama familiar —sigue diciendo el psicólogo en voz baja—, todavía nos faltan algunos intérpretes: una abuela, el otro par de abuelos, el padre de la niña y supuestamente cónyuge de la mujer mayor. Quizá algún hijo más. Hermanos o hermanas de las dos adultas. Por no hablar de parientes de segundo o tercer grado. Hay muchas más víctimas potenciales o asesinos.
Stave suspira.
—¿Quiere decir que todavía tenemos que encontrar algunos muertos más que encajen en el esquema? ¿Y que hasta entonces no podremos tener la certeza de que se trata de una familia?
Bürger-Prinz niega con la cabeza.
—Si llegan a encontrar una veintena de muertos, entonces podremos descartar con bastante seguridad que se trate de una familia. Pero ¿solo unas cuantas víctimas más? Un muchacho o una chica podrían encajar tan bien en el esquema como un par de ancianos de uno u otro sexo. Un hombre tanto como una mujer. Piénselo bien: a un hombre de una edad comprendida entre treinta y cinco y cincuenta años lo consideraría el esposo y padre. Un hombre más joven le parecería el hermano, o quizá el marido de la muchacha. Téngalo por seguro: el próximo muerto que encuentren encajará en su esquema. Y también el siguiente. No dispondrá de más información que ahora.
—¿Y el medallón?
Bürger-Prinz se inclina hacia atrás y mira al techo.
—Las dos víctimas que lo llevaban están relacionadas, sin duda.
—Si es que no lo dejó allí el asesino, como una marca.
—No lo creo. Demasiado discreto o demasiado inconstante. Han encontrado a dos víctimas sin medallón, lo cual significa que el asesino no dejó allí ninguna marca. O que lo hizo, pero la escondió de tal modo que se les ha pasado por alto. Ninguna de las dos opciones encaja con un asesino que tiene la intención de dejar su firma.
—De manera que los medallones pertenecían a las víctimas. Una familia. ¿Algo así como un blasón?
—Ninguno que yo conozca de una familia de Hamburgo —responde el psicólogo—, pero no tiene por qué ser un blasón familiar.
—¿Qué, si no?
—¿Tal vez un símbolo religioso? Una cruz y dos dagas, eso tiene una dimensión espiritual.
—¿Una secta? ¿Testigos de Jehová? El anciano estaba circuncidado.
—Como los judíos. Y los musulmanes también, por cierto.
—Ni judíos ni musulmanes llevarían una cruz.
—Cristianos, entonces. Tal vez las cuatro víctimas pertenecían a la misma comunidad.
—¿Y ningún otro miembro de esa comunidad ha denunciado su desaparición? ¿Ningún pastor o el jefe de la secta?
—A las sectas no les gusta demasiado salir a la luz pública, tampoco llamar la atención de la Policía. Sobre todo tras las experiencias de los últimos años.
Stave piensa en los testigos de Jehová que, injuriados y perseguidos como «Estudiantes de la Biblia», fueron encerrados en campos de concentración. En los pocos minutos que lleva con el psicólogo ha avanzado mucho, más de lo que se habría atrevido a esperar. Sin embargo, ¿qué puede hacer con esos datos e hipótesis? ¿Cómo aplicarlos a su caso? ¿Hay algo de ello que sea realmente importante? ¿O está extraviándose al seguir un rastro muerto?
—Gracias por su tiempo —dice el inspector jefe, resignado, y se levanta.
En la Central, Stave recorre despacio el oscuro pasillo hasta su despacho, pero se detiene en seco frente a la puerta de la antesala. Detrás de ella reconoce dos siluetas: Erna Berg y MacDonald. Por un momento el inspector jefe está tentado de toser discretamente antes de hacer su entrada.
Sin embargo, los jóvenes no están acaramelados. Su secretaria está sentada al escritorio con cara de haber llorado. El joven británico está detrás de Erna, inclinado a medias hacia ella, hablándole en susurros y con un tono conspirador.
Stave no entiende ni una palabra, y se alegra de ello. A mí qué me importa, piensa. Un drama de pareja tan pronto, aunque no hace más que unos días que esos dos están juntos. Les da algo de tiempo para que terminen de hablar y no entra en su despacho, sino que sigue hasta el de su jefe. Cuddel Breuer, además, le había dicho que fuera a verlo.
Stave resume una vez más los hallazgos, toma impulso e informa incluso de su visita a Bürger-Prinz.
—La verdad es que no deja usted nada por intentar.
Stave calla, molesto, no está seguro de si lo ha dicho para alabarlo o con sarcasmo.
—Hago lo que puedo.
—Eso explíqueselo al alcalde —dice Breuer—. Tenemos que ir a verlo. No está contento con el caso.
Stave y Breuer recorren en el Mercedes los pocos cientos de metros que hay hasta el ayuntamiento, aunque Stave hubiese preferido ir a pie. Así habría tenido más tiempo para reflexionar.
El ayuntamiento, con su sólida fachada neorrenacentista y su alta torre delgada, ha sobrevivido intacto. Un monumento a la riqueza comercial y el orgullo burgués, fuera de lugar entre los escombros. En la plaza que hay delante, un tranvía gira y se detiene chirriando. Vendedores y carteros se suben a él. Los transeúntes aprietan el paso sobre el pavimento, como si corrieran todavía hacia el refugio antiaéreo más cercano con el estruendo de las sirenas en sus oídos.
Stave sigue a su jefe, que entra en el imponente edificio y avanza por pasillos medio a oscuras hasta un despacho sin calefacción. Los recibe el alcalde, Max Brauer: un hombre fornido y vital, rostro rectangular, pelo gris repeinado hacia atrás, ojos claros. Apenas sesenta años, alcalde del distrito de Altona hasta 1933. Luego los nazis lo expulsaron, se fue a China, más tarde a Estados Unidos. Hace un año que regresó, y desde hace tres meses es alcalde de la ciudad hanseática.
Stave ya lo conocía porque en diciembre de 1946 tuvo que ocuparse de una pelea de arma blanca entre estraperlistas de Altona y estuvo interrogando a testigos en el lugar de los hechos, Palmaille, la calle que recorre allí la orilla del Elba. Fue llamando a las casas de los residentes, era una mañana de domingo. En el número 49, en el ático, el rótulo del timbre decía «Brauer», pero él ni mucho menos sospechó nada; a fin de cuentas, es un apellido muy común. Se sobresaltó un tanto al verse de pronto frente al alcalde.
También Brauer lo reconoce a él y le estrecha la mano. Un apretón fuerte.
—Disculpen que no haya calefacción, por favor —dice el alcalde. Él mismo lleva puesto el abrigo, aunque no parece que tenga mucho frío.
Cuddel Breuer deja que Stave presente el caso.
—Tenemos que tomar cartas en el asunto —dice Brauer después de haber escuchado el informe—. Demostrar hasta dónde estamos dispuestos a llegar.
Cuddel Breuer asiente, Stave se limita a mirar al vacío sin ninguna expresión.
—En todos estos años nunca había vivido un invierno tan crudo —sigue diciendo el alcalde—. Nadie puede decir cuándo terminarán de una vez estas heladas. ¿Dentro de una semana? ¿Quizá no hasta dentro de un mes? ¿Dos? ¿Cómo vamos a sobrevivir a este invierno? Ya en tiempos normales habría sido todo un desafío. Cañerías que estallan por toda la ciudad, postes eléctricos que se parten, cargueros de carbón bloqueados, carreteras cortadas por la ola de frío, no hace falta que se lo explique a ustedes. Pero, ahora, en esta situación tan extraordinaria…
Ya lo he entendido, piensa Stave, y no hace más de tres meses que tú eres alcalde. La gente espera algo de ti. Al inspector jefe le gustaría ayudar a Brauer, en 1946 le dio su voto. Pero ¿cómo? Se siente frustrado y guarda silencio.
—Imprimiremos nuevos carteles de aviso —propone Cuddel Breuer en su lugar.
—Hemos puesto a tantos agentes como podemos en el caso —añade Stave, que por fin encuentra palabras—. Los británicos cooperan. Hemos seguido más pistas que en ningún otro caso desde la caída del régimen, incluso las que llevaban a la zona soviética. Y, sin embargo, a día de hoy ni siquiera sabemos quiénes eran las víctimas. Nunca había visto nada igual.
El alcalde asiente con comprensión, sonríe incluso, pero no da su brazo a torcer.
—No se puede forzar una detención, eso ya lo sé, pero también leo los periódicos. Y oigo conversaciones de los ciudadanos de a pie. Recibo cartas. Me llegan rumores, incluso desde las filas de funcionarios de esta ciudad.
»Todo el mundo tiene miedo. Todo el mundo se pregunta quiénes eran esas personas y quién es el asesino. Todo el mundo tiene su propia teoría, sospecha de alguien. Rumores malsanos recorren las calles. Es como si todo el horror, las constantes privaciones y las humillaciones hubiesen alimentado un odio que ahora busca un objetivo. Y ese objetivo podría ser el asesino sin rostro. Mientras siga haciendo este frío y sigan sin detenerlo, esa rabia no cesará de crecer. En algún momento le echarán en cara su fracaso a la Policía, luego a la Administración municipal en general. Y en algún momento alguien dirá en voz alta lo que algunos sin duda están pensando ya: que esto no habría sucedido antes, con Adolf. Yo, sin embargo, no me quedaré de brazos cruzados mirando cómo un único asesino demente consigue que los ciudadanos añoren a los nazis.
Stave ha oído esa misma opinión en una u otra variante de Breuer, del fiscal Ehrlich, de MacDonald; incluso Kleensch, el reportero de Die Zeit, la ha mencionado. Se queda mirando al alcalde, que sigue contemplándolos con gesto amable, pero el inspector jefe ha comprendido que en esa declaración resuena esta vez algo nuevo: un ultimátum. Haz algo de una vez por todas o el alcalde en persona se abalanzará contra Investigación Criminal para evitar que le endilguen la fama de inútil. Stave comprende que no se trata tanto de dar con el asesino; basta con que no haya más titulares horribles, sino buenos o, mejor aún, de ninguna clase. Que la gente esté tranquila. Que olviden los asesinatos.
—¿Doy por supuesto que esos carteles ya están impresos? —pregunta Brauer.
Cuddel Breuer se muestra avergonzado por primera vez desde que Stave lo conoce.
—Creemos que es necesario preguntar otra vez por los desaparecidos. Y alertar a la población.
—Háganlo. Aunque, por lo que le he oído decir al señor Stave, no tiene demasiadas esperanzas de conseguir una identificación mediante esas espantosas fotografías que cuelgan en todas las columnas de anuncios de la ciudad. Les propongo, pues, que en caso de que esta remesa de carteles tampoco dé resultados, trabajen con más discreción en el futuro.
—Nada de titulares, comprendo —dice Stave.
Brauer sonríe un tanto.
—Hace ya tiempo que mis preocupaciones no se limitan solo a un par de cañerías reventadas. Los hospitales están desbordados: neumonías, síndromes de malnutrición, congelaciones. Todos los días mueren más personas de las que ese loco ha matado hasta hoy. Desde un punto de vista puramente estadístico, por tanto, sería el menor de mis problemas; en términos psicológicos, sin embargo, no lo es. No podemos dejar que ese asesino se convierta en símbolo de nuestro fracaso. Es todo lo que pido de ustedes.
Breuer y Stave regresan al Mercedes en silencio. El inspector jefe no dice nada hasta que han cerrado ya las pesadas puertas del vehículo: casi como si tuviera miedo de que alguien pudiera estarlos espiando en el ayuntamiento.
—¿Qué sucederá si no logramos identificar a las víctimas? —pregunta—. ¿Y si nunca resolvemos el caso, si el asesino se libra?
—Entonces, rece por que el deshielo llegue pronto —murmura Breuer mientras arranca el motor—, para que después de nuestra degradación a agentes municipales no se nos congele el trasero durante las guardias.
Cuando Stave recorre por fin el pasillo hasta su despacho, cojeando, agotado y hambriento, encuentra la antesala vacía. Erna Berg y MacDonald han desaparecido. Entonces entra en su despacho y se detiene de pronto. Falta algo. Tarda un segundo en darse cuenta de qué es.
Los expedientes de los asesinatos han desaparecido.
Se abalanza sobre el escritorio, está seguro de que los ha dejado ahí cuando Maschke lo ha sobresaltado esa tarde con la noticia de la cuarta muerte. No ha vuelto a guardarlos en el archivador, sino que ha salido corriendo y deprisa. ¿Los habrá guardado su secretaria? Nunca antes se ha atrevido a hacer algo así. De todos modos abre de un tirón el cajón del armario de archivo.
Vacío.
Stave mira alrededor, aturdido. Controla el pánico, se dice, tranquilízate y piensa.
En la antesala: los expedientes no están.
Respirando con dificultad, al final se deja caer en su silla. ¿Ha robado alguien los expedientes? ¿Maschke, que ha regresado a la Central de Investigación Criminal cuando él seguía haciéndole preguntas a Bürger-Prinz? ¿MacDonald, que estaba intentando convencer a Erna Berg en la antesala? ¿O Erna Berg, que evidentemente tenía los nervios destrozados? Pero ¿por qué iba ninguno de ellos a hacer desaparecer los expedientes de los asesinatos?
Por un momento, Stave tiene la terrible sospecha de que el asesino de los escombros en persona podría haberse colado en sus instalaciones para eliminar las pocas pistas que tienen de sus actos. Qué absurdo, se dice. ¿O quizá no? Alguien está saboteando la investigación.
¿Qué debe hacer? ¿Informar a Breuer? Teniendo en cuenta el rapapolvo que acaba de echarles el alcalde, seguro que lo suspende de inmediato por negligencia probada. ¿Acudir discretamente al fiscal Ehrlich? El resultado sería el mismo. Ya no puedo confiar en nadie, piensa. Alguien quiere acabar conmigo.
Se queda en su despacho hasta altas horas de la noche, estudiando su cuaderno de notas y escribiendo todo lo que recuerda aún de los cuatro casos. Le pedirá al doctor Czrisini copias de sus informes sin levantar sospechas y mandará al fotógrafo hacer más positivos. En caso de que sea necesario, también podría hacer llamar de nuevo a los escasos testigos. Anna von Veckinhausen. Piensa en ella un instante, pero enseguida se obliga a concentrarse otra vez en el nuevo misterio.
Cuando por fin se levanta cansado del escritorio, poco antes de la medianoche, sabe que podrá proseguir con la investigación: con la investigación oficial del caso del asesino de los escombros, pero también con su investigación privada del caso de los expedientes robados. Buscará en secreto esos informes. Comprobará con discreción los motivos y las oportunidades de personas a las que consideraba compañeros; a algunos, incluso amigos.
Y ya no confiará en nadie.