Miércoles, 5 de febrero de 1947
Stave mira por los cristales congelados de su apartamento. Es muy temprano. No vale la pena ir a la Central y luego desandar otra vez casi todo el camino hasta Marienthal para hablar con la mujer del desaparecido. Por otro lado, tampoco es que pueda presentarse en su casa a las seis de la mañana y llamar al timbre como hacía antes la Gestapo. Así que se dedica a contar las plaquitas de hielo que se han formado en el borde del témpano que ocupa el centro de la ventana, le echa el aliento e intenta, en vano, olvidar el frío y el dolor de la pierna.
Poco a poco va saliendo el sol. Por fin Stave se levanta. Si va dando un paseo, no llegará antes de las ocho, y a esa hora ya no hay nadie que duerma, con esas temperaturas.
Marienthal es un remanso de paz, un barrio de villas del este de Hamburgo que queda a solo unos cientos de pasos del edificio de apartamentos de Stave. Los Aliados nunca atacaron Marienthal. Como mucho cayó allí alguna bomba perdida.
Stave recorre Ahrensburger Strasse en dirección al centro. La luz es grisácea y los peatones se evitan unos a otros. Nadie mira a los demás; nadie se acerca ya a los edificios en ruinas, a pesar de que los escombros podrían protegerlos del viento helado.
Se detiene junto a una columna de anuncios y estudia la última obra de Investigación Criminal; un cartel de búsqueda, encolado en algún momento de esa misma mañana, en el que se lee: ¡RECOMPENSA DE 5000 MARCOS DEL REICH! A continuación se muestran las fotografías de las tres víctimas. «Un asesino suelto —dice debajo—, una bestia con forma humana». Después siguen las descripciones detalladas de las víctimas y los lugares donde se las ha encontrado. «¿Nadie echa en falta a las personas asesinadas? ¿Puede alguien desaparecer en esta ciudad sin que alguno de sus familiares, amigos o conocidos se preocupe por él?». Y eso lo he escrito yo, piensa Stave con asombro. Debía de estar cansado.
Un parque diminuto en el lado izquierdo de la calle, apenas mayor que un solar. Adoquines, árboles y arbustos talados hasta la raíz, los esqueletos de dos bancos cuyos listones de madera ha arrancado alguien.
Stave tuerce por Eichtalstrasse. A ambos lados de la calle hay villas de dos pisos, con tejado y frontones que dan a la calzada. Cada casa es diferente: con ladrillo rojo visto, pintadas de blanco o amarillo, cubiertas de hiedra… Castaños y hayas rojas junto al borde del pavimento, algunos mutilados, otros todavía en pie. Sus pasos resuenan con fuerza sobre los adoquines. Quinientos metros más allá murió quemada Margarethe, y aquí todo sigue igual que siempre, piensa Stave.
Llega a un pequeño jardín delantero descuidado bajo una capa de escarcha sucia. Detrás hay una villa con estrías de suciedad en la pintura blanca y un postigo torcido en una ventana; por lo demás, está bien conservada. Una fina columna de humo gris negruzco sale de la chimenea, y nota el acre y aun así agradable olor de unas brasas de carbón. De pronto Stave tiene prisa por entrar en la casa.
El timbre está mudo, así que llama con unos golpes. Tiene que esperar un poco, pero después la puerta se abre. Del interior escapa una oleada de aire cálido y hace que el inspector jefe tirite sin querer. Una mujer de unos cincuenta años, alguna cana en la larga melena castaño oscuro, un rostro suave, ojos marrones, batín elegante, algo raído.
Stave le enseña su identificación, se presenta.
La señora Hellinger duda un momento, luego sonríe con timidez, lo invita a pasar. Suelos de parqué, cómodas estilo Biedermeier; en el papel pintado de las paredes es posible distinguir rectángulos más claros donde hasta hace poco todavía colgaban cuadros. Stave sospecha con qué pagan los Hellinger el carbón. Su anfitriona lo conduce hasta la parte trasera de la casa, a una especie de saledizo que da al silencioso jardín, en un nivel inferior. Le ofrece asiento en un sillón de mimbre.
—¿Una taza de té? —pregunta, y el inspector jefe asiente con gratitud—. No pensé que recibiría una visita de la Policía —sigue diciendo.
Stave sonríe apenas.
—¿Por qué?
—Denuncié la desaparición de mi marido en la comisaría del barrio. Allí un agente cumplimentó un formulario con mis datos, y tuve la impresión de que eso iba a ser todo.
—¿Por eso acudió al Servicio de Desaparecidos?
La mujer asiente y da unos sorbos de té con cuidado. Le tiemblan un poco las manos.
—Explíqueme algo acerca de su marido. —Stave saca metódicamente su cuaderno de notas.
—Es un manitas que hizo de ello su profesión —le dice la señora Hellinger, y sonríe otra vez con timidez—. Ya de joven fundó su propia empresa. No es muy grande, pero sí sólida. Una compañía que fabrica aparatos especiales.
—¿Qué clase de aparatos?
—Calculadores de desviación de trayectoria, sobre todo para submarinos.
Como Stave la mira sin comprender nada, ella levanta una mano a modo de disculpa.
—Fue un invento suyo. Por lo que tengo entendido, los capitanes de submarino tienen que realizar unos cálculos muy complicados antes de disparar un torpedo. Deben tener en cuenta su curso más el curso de la nave atacada, la velocidad de ambas, la velocidad del torpedo, las corrientes y no sé cuántas cosas más. Mi marido desarrolló unas máquinas calculadoras que los ayudaban a hacerlo. El oficial introduce un par de datos, hace girar unas cuantas ruedecillas y el resultado ya está ahí. Más o menos lo mismo que las calculadoras de oficina, solía decir mi marido, solo que un poco más complicadas. Suministraba sus aparatos a Blohm und Voss, y los armadores los instalaban en todos los submarinos que botaban al mar.
—Un buen negocio, supongo —murmura Stave—. Por lo menos hasta mayo de 1945.
Ella lo mira molesta.
—Después de… —busca una palabra adecuada—, la caída, mi marido siguió sacando adelante su empresa a pesar de las grandes dificultades.
—La mayoría de los barcos que fueron hundidos por submarinos eran ingleses. Imagino que los nuevos amos de nuestra ciudad no tendrían un interés desmesurado en preservar una compañía que contribuyó a enviar al fondo del océano a la mitad de su flota.
La señora Hellinger tose un poco.
—Mi marido, naturalmente, reorganizó la producción. Todos los cacharros son iguales, eso decía él siempre. En realidad le daba lo mismo producir una cosa que otra, solo tenía que ser lo bastante complicado como para despertar su interés.
—¿Qué produce la fábrica en la actualidad?
—Cronómetros especiales: relojes de control para oficinas y fábricas. Relojes que controlan máquinas.
—¿Y eso se sigue comprando hoy en día?
—Desde luego. Muchas empresas, aunque con dificultades, vuelven a sacar adelante su producción. Y además, nuestros relojes cuelgan incluso en los cuarteles y los clubes británicos.
Así son los vencedores, piensa Stave, que de repente se siente como si un abrigo de cuero mojado le tirara de brazos y hombros hacia abajo. No importa quién haya ganado una guerra: los vencedores siempre hacen negocios. No les falta carbón. Viven en villas. Solo una cosa no encaja, y es que normalmente no desaparecen sin dejar rastro.
—¿Qué sucedió el 13 de enero? —pregunta.
—No lo sé muy bien. La noche del día anterior nos habíamos ido tarde a dormir. Mi marido siempre ha sido muy madrugador, no le importa dormir poco. Se levantó temprano, de eso sí que me di cuenta medio dormida. Después volví a dormirme, y cuando por fin me desperté era ya media mañana, puede que las diez, y él había desaparecido.
—¿Desaparecido?
Las mejillas de la señora Hellinger adoptan un tono rojizo.
—Hace treinta años que mi marido y yo estamos casados. Se conoce uno muy bien, créame. Mi esposo se levantaba a menudo antes que yo, pero siempre, ¡siempre!, se despedía antes de salir de casa. Y por las mañanas, cuando no iba a la empresa sino a visitar clientes, entonces me lo decía.
—Esta vez, sin embargo, ¿la casa estaba vacía cuando usted se levantó?
—Sí. Había desaparecido.
—¿Se llevó algo consigo? ¿Dinero?
Sus mejillas están ahora coloradas.
—No, que yo sepa. No tenemos mucho dinero en efectivo en la casa. Y no, no falta ningún objeto de valor. Ninguno que no faltara ya antes, ya me comprende.
Stave mira los rectángulos claros de las paredes y asiente con la cabeza. Consulta las notas que hizo durante su visita al Servicio de Desaparecidos.
—Dijo usted que llevaba su abrigo. De lana, azul marino. También sombrero, bufanda y guantes.
—Por lo menos faltan del armario. Así se viste siempre en invierno.
—Tampoco estaba su cartera.
—Se la llevaba todas las mañanas al trabajo.
—¿Qué había en ella?
La señora Hellinger se encoge de hombros.
—Documentos, supongo. Nunca miré dentro.
—¿Planos? ¿Contratos?
—La verdad es que no lo sé.
Stave se pregunta si alguien que fabrica calculadores de desviación de trayectoria y relojes de precisión utiliza alambre fino para producirlos. Lazos de alambre.
—¿Estaba la puerta de casa cerrada con llave cuando se dio cuenta de la desaparición de su marido aquella mañana?
La señora Hellinger lo mira sorprendida, piensa.
—Cerrada sí, pero no con llave.
—Muchas gracias —masculla Stave, y cierra su cuaderno de notas.
—Hay otra cosa.
Stave levanta la mirada. La mujer duda, toma aire.
—Cuando empecé a buscarlo, encontré un papel arrugado en el suelo del armario, justo donde solía colgar su abrigo. Al principio no le presté ninguna atención, pensé más bien que nuestra mujer de la limpieza había sido algo descuidada. Sin embargo, después, al ver que mi marido no estaba por ninguna parte y empezar a buscar pistas, recuperé el papel.
Del cajón de una cómoda saca una nota no mayor que la palma de la mano. Papel cuadriculado, bordes rasgados: un pedazo arrancado a toda prisa de una libreta, supone Stave. De una libreta como las que utilizan ingenieros y técnicos, que a menudo tienen que hacer cálculos o esbozos.
Observa el papel con detenimiento. Está arrugado: las marcas de infinitas dobleces han formado en él una red. Por un lado no hay nada. En el otro, sin embargo, hay una palabra garabateada a lápiz, como si la hubieran escrito apresuradamente.
—Bottleneck —susurra el inspector jefe con asombro.
Ella lo mira, desconcertada.
—Yo, la verdad, no sé inglés —explica la mujer—. Una amiga me lo ha traducido.
—Cuello de botella.
—Está escrito a toda prisa, pero es sin duda la letra de mi marido. ¿Qué puede querer decir?
—Eso —dice Stave, alargando la frase— me pregunto yo también.
El inspector jefe se despide, con prisa pero a la vez con renuencia. Hasta el último centímetro de su cuerpo disfruta del calor de la villa. Qué bien estaría quedarse allí un poco más, quitarse el abrigo, tomar otro té caliente. Cerrar los ojos, dormir. Por otra parte, la novedad que ha descubierto lo empuja a salir. Tiene que hablar con sus compañeros, intercambiar ideas, examinar teorías disparatadas para ver si son plausibles.
Aprieta el paso, cojea incluso, ya que en esos momentos no piensa en disimular nada. Bottleneck. Cuello de botella. Cuello. ¿Casualidad? ¿Qué querrá decir? ¿Es Hellinger el asesino? Pero ¿por qué esa nota? ¿Por qué una palabra en inglés? ¿O es que el industrial desaparecido es cómplice del asesino? ¿Acaso un testigo?
Stave se detiene de pronto: si Hellinger pretendía desaparecer esa mañana, ¿perdió quizá la nota sin darse cuenta? No es muy probable. Sin embargo, si efectivamente, como afirma su mujer, escribió esa única palabra a toda prisa, si arrugó el papel y lo tiró en el armario, allí donde tendría que estar su abrigo, ¿no indica eso que tuvo apenas unos instantes? ¿Y que no estaba solo? Pero ¿quién estaba con Hellinger esa mañana en la villa? ¿Se fue el industrial con el desconocido por propia voluntad? ¿O lo secuestraron? Eso es lo que parece sospechar su mujer. ¿Quién querría secuestrarlo?
Stave entra en su despacho todavía dándole vueltas a esas ideas. Sentado a su escritorio contempla el papel que ha recibido de manos de la señora Hellinger: se lo ha entregado con muchas dudas. Tal vez tema que sea la última señal de que su marido sigue con vida, piensa el inspector jefe. Y quizá tenga razón.
—Convoque a Maschke y a MacDonald —grita poco después para que su secretaria lo oiga a través de la puerta cerrada.
Se percibe un soplo frío de tabaco antes aun de que se abra la puerta; a continuación entra Maschke. Solo unos momentos después lo sigue MacDonald.
Escueto, Stave les explica a ambos lo que ha hecho esa mañana. Maschke se queda pensativo y asiente con reconocimiento. MacDonald no hace más que mirarlo fijamente.
Stave le sostiene la mirada.
—Bottleneck —anuncia al fin—. Eso es lo que dice la nota. Nada más. —Les enseña el trozo de papel.
El teniente se ha quedado blanco.
—¿Qué querrá decir? —susurra.
El inspector jefe levanta las manos.
—Quiere decir que va a tener usted que volver a preguntar entre sus compañeros sí o sí. Esto podría estar relacionado con nuestro asesino. O quizá no, pero de todas formas la desaparición de Hellinger sigue siendo extraña y esta pista es lo único que tenemos de él. Una pista inglesa.
MacDonald agacha la cabeza y no deja que se le vea bien la cara. Sus gestos son difíciles de interpretar, piensa Stave. ¿Vergüenza, porque el indicio señala a un compatriota suyo? ¿O ira, porque un policía alemán acaba de lanzar un reproche contra los británicos?
El teniente vuelve a levantar la mirada, se esfuerza por mostrarse amable.
—Tiene usted razón, inspector jefe. Una pista inglesa. La seguiré.
Justo cuando el británico va a levantarse, llaman a la puerta. Es Erna Berg, que por un instante le dedica una sonrisa al joven antes de dirigirse a Stave.
—Hay una señora que desea hablar con usted.
—¿Quién es?
—Anna von Veckinhausen. Dice que ya la conoce.
Stave hace caso omiso de las miradas curiosas de MacDonald y Maschke y se despide de ambos con un gesto de la cabeza. El agente de Orden Público se abre paso sin decir palabra junto a la mujer de pelo oscuro. El teniente es más cortés y la deja pasar, la saluda con amabilidad y luego cierra la puerta al salir.
Por fin, piensa Stave. Señala la silla que hay delante de su escritorio. Le mira las manos sin querer. Una franja clara en el anular de la mano derecha. ¿Una alianza que ya no lleva? ¿Separada? ¿Viuda? ¿O no es la marca de un anillo llevado durante años, sino una herida? ¿Quizá la herida medio cicatrizada de un lazo de alambre del que tiró con sus manos? Me estoy volviendo paranoico, se advierte el inspector jefe.
Una mirada escrutadora de los ojos almendrados de la mujer. Tal vez se esté arrepintiendo de haberse presentado, piensa Stave. Le deja tiempo.
Anna von Veckinhausen se sienta frente a él en la silla, cruza el brazo sobre el pecho, su mano derecha reposa en el hombro izquierdo. Otra vez ese gesto de autoprotección. Luego, la mujer sonríe con esfuerzo.
—Supone por qué he venido.
—Tengo mis sospechas.
—No se lo expliqué todo.
—En nuestro primer interrogatorio dijo que había tomado el atajo de los escombros desde Collaustrasse para llegar a Lappenbergsallee. En el segundo interrogatorio explicó que iba usted por Lappenbergsallee y quería cruzar hacia Collaustrasse… O sea, que según esa versión iba en sentido contrario.
—No volveré a subestimarlo —susurra ella.
Stave reprime una sonrisa.
—Así pues, ¿qué estaba haciendo verdaderamente entre los escombros aquella tarde del 25 de enero? Y ¿qué vio?
—El 25 de enero no vi nada, por lo menos no entre los escombros. En realidad no estuve allí.
Stave abre su cuaderno, pasa páginas de anotaciones.
—Pero informó usted del cadáver el 25 de enero. En la comisaría más cercana.
—Pero no lo encontré ese día.
—¿Sino…?
—El 20 de enero. Yo iba por el sendero… Por cierto, venía de Collaustrasse, aunque seguramente eso ahora ya no tiene importancia. Vi el cadáver, pero no acudí a la Policía.
—¿Por qué no?
—Tuve miedo. No quería buscarme problemas. En toda mi vida no había tenido nada que ver con la Policía. No soy de Hamburgo, no conozco a nadie aquí que pueda ayudarme en caso de verme en dificultades. Así que pensé que le dejaría el asunto a alguna otra persona. De todas formas, ya no podía hacerse nada por ese hombre.
—Pero nadie encontró el cadáver.
—No podía creerlo. Leía el periódico, todos los días esperaba encontrar una noticia sobre el hombre desnudo. Nada. En algún momento comprendí que nadie había visto el cuerpo. En realidad tampoco era tan extraño, seguramente no hay muchas personas que se atrevan a tomar ese camino, y yendo por él tampoco se veía. Estaba dentro del cráter de una bomba, algo apartado del sendero. Me sentía culpable. Después de cinco días ya no lo soporté más, informé a la Policía e hice como si acabara de ver al hombre por primera vez. Pero eso tampoco estuvo bien. Desde entonces no hago más que tener que inventar mentiras, y me pregunto si no estaré obstaculizando la búsqueda del asesino. Por eso hoy quería explicárselo todo. Espero que no sea demasiado tarde.
El inspector jefe guarda silencio un buen rato.
—Si el cadáver no se veía desde el sendero, ¿cómo es que lo encontró usted? —pregunta entonces.
—Buscaba cosas de valor —responde ella—. Me había apartado del camino e iba entre los cascotes.
Stave no reacciona. Anna von Veckinhausen sonríe con melancolía.
—No me dedico al tipo de pillaje que piensa usted —sigue explicando—. Soy de Königsberg. Tal como puede suponer por mi apellido: familia noble, la fortuna habitual, la educación habitual. Luego también la huida habitual del país.
—¿Cuándo llegó a Hamburgo?
—Hui en enero de 1945. En el Wilhelm Gustloff, que se hundió. Me rescató un cazaminas que me llevó hasta Mecklemburgo. Desde allí fui arreglándomelas como pude hasta que llegué aquí en mayo de 1945.
—¿Sola?
—Sola. —Lo dice con mucha seguridad, muy deprisa.
Stave vuelve a fijarse en la franja clara de su dedo. Me gustaría saber si ya estaba sola cuando embarcó en el Wilhelm Gustloff, piensa. Y si llegó a tiempo de partir hacia el oeste para huir del Ejército Rojo.
—¿Desde entonces vive usted en un barracón Nissen en el canal del Eilbek? —pregunta en voz alta.
—Sí.
—Eso queda muy lejos de Lappenbergsallee.
—Me dedico a un tipo especial de pillaje. La mayoría busca madera o cacharros de metal, estufas o piezas eléctricas. Yo busco antigüedades.
El inspector jefe no puede creer lo que oye.
—¿En las ruinas bombardeadas de apartamentos donde vivía gente sencilla?
—Evidentemente, no son villas en cuyas paredes colgaran colecciones de arte, pero en toda vivienda había por lo menos una pieza valiosa de la herencia familiar. No creería usted la cantidad de cosas que se encuentran si se tiene un ojo experto: viejas biblias de familia, tazas de porcelana de Meissen, condecoraciones del antiguo Imperio alemán, cucharitas de plata, el reloj de bolsillo del abuelo…
—Y usted cuenta con ese ojo experto.
—Crecí rodeada de antigüedades valiosas. A lo largo de los últimos años he entrenado mi mirada para encontrar esos tesoros entre ladrillos y cascotes, embarrados, abollados, con aspecto de no valer nada.
—¿Y después?
—Restauro lo que encuentro. Escribo en un papel lo que sé sobre la pieza: antigüedad, procedencia y esa clase de cosas. Luego se las vendo a los oficiales británicos. O a empresarios de Hamburgo que han salido beneficiados con la guerra.
Stave recuerda de pronto la palabra bottleneck, cuello de botella.
—¿Vende también botellas valiosas? ¿Cristal antiguo? ¿Perfumeros o algo similar?
Ella lo mira sorprendida, niega moviendo la cabeza.
—No. En los escombros no suelen encontrarse ese tipo de cosas. No intactas, por lo menos.
—¿Conoce a un tal doctor Martin Hellinger? Un industrial de Marienthal, de aquí, de Hamburgo. ¿Es cliente suyo? —Le enseña la fotografía.
—No lo había visto nunca. Tampoco el nombre me resulta familiar. ¿Por qué lo pregunta?
—Solo era una idea. ¿Había vendido usted algo en el mercado negro cuando la detuvimos? Llevaba encima más de quinientos marcos del Reich.
—Acababa de encontrarme con un oficial británico frente al Garrison Theatre, junto a la estación central, y le había vendido un óleo. Un colorido paisaje kitsch, abetos alemanes, cumbres alemanas, ya sabe usted. Pero a él le gustó. Volvía a casa cuando me vi sorprendida por su redada. Pura casualidad.
Stave se lo apunta: MacDonald tendrá que comprobar esa historia.
—El día 20 de enero, por tanto, estaba usted buscando cuadros de paisajes y relojes del abuelo entre las ruinas que hay junto a Lappenbergsallee.
—De alguna forma hay que sobrevivir. Era la primera vez que iba allí. Queda bastante lejos del canal del Eilbek, pero esperaba encontrar material que valiera la pena.
—¿Y fue así?
—Ni siquiera tuve tiempo de ponerme a buscar: apenas acababa de llegar cuando vi una sombra entre los restos de dos muros.
—¿Una sombra?
—Una silueta. Ya estaba anocheciendo, se me había hecho tarde. Había calculado mal cuánto tardaría en llegar desde mi casa hasta allí. En realidad, vi más un movimiento que a una persona. ¿Sabe lo que quiero decir? Algo con el rabillo del ojo. Algo amenazador.
—¿Y entonces?
—Me escondí detrás de un montón de cascotes.
—¿Por qué?
—Era nueva en ese sitio. Iba a saquear. Son suficientes motivos, ¿no le parece?
—¿Qué sucedió entonces?
—Esperé un rato, hasta que me pareció que ya no se movía nada. Después me levanté, seguí mi camino y descubrí al hombre desnudo. Lo demás ya lo sabe usted.
—¿Podría decirme algo más sobre esa silueta? ¿Qué llevaba puesto? ¿Era grande, pequeña, gruesa, delgada? ¿Un hombre? ¿Un niño?
—No era un niño, eso seguro. No era demasiado grande ni demasiado pequeña. Quizá más bien alta y delgada. En aquel momento me pareció que era un hombre, pero ahora que lo pienso mejor: no, no le vi la cara. También podría haber sido una mujer. La figura iba bien tapada con un abrigo.
—¿Un abrigo de lana? ¿Un abrigo de caballero? ¿De la Wehrmacht?
—Un abrigo oscuro y largo. Negro o marrón oscuro.
—¿O azul oscuro?
—Podría ser, sí. Llevaba la cabeza cubierta, con un pañuelo o una bufanda. O puede que con una gorra cubierta a su vez con algo más.
—¿Qué más vio? ¿Los zapatos? ¿Las manos? ¿Llevaba tal vez guantes especiales?
—En eso no me fijé.
—¿Oyó algo? ¿Algún ruido?
—¿Ruidos?
—Golpes. Gritos, puede que apagados, ahogados. Gritos de socorro.
Anna von Veckinhausen niega con la cabeza.
—Al contrario. Ahora que lo dice, había muchísimo silencio. Un silencio espectral. Creo que ese absoluto silencio hizo que inconscientemente me pusiera nerviosa. Por eso me sobresalté tanto, aunque apenas si pude ver a aquella figura.
Stave cierra un momento los ojos y reflexiona. Anna von Veckinhausen recorría el solar algo tarde. Ya estaba anocheciendo: luz escasa, no se ve bien. Por otro lado, tampoco a uno pueden verlo. Quizá sea la mejor hora para los saqueadores, cuando queda la luz justa para ver con ojo avezado, pero también está suficientemente oscuro como para no llamar la atención.
La mujer ve al asesino, por lo menos su silueta. Después encuentra el cadáver. No da aviso a la Policía: quizá porque, tal como afirma, no se atrevió. Quizá también porque quiere evitar preguntas desagradables sobre sus expediciones de pillaje.
El inspector cree su historia. Todo encaja. Si esa figura era el asesino, Anna von Veckinhausen debió de acercarse al lugar de los hechos poco después de que se cometiera el crimen. El anciano ya estaba muerto, seguramente también desnudo. De modo que el viejo debió de pasar por allí cuando aún era de día, puede que por ese mismo sendero que cruzaba las ruinas. O es posible que lo mataran en algún otro lugar y luego el asesino lo llevara allí. Pero ¿se habría atrevido el criminal a hacerlo cuando todavía no estaba oscuro?
—¿La vio el desconocido?
Ella duda, otra vez se protege el cuerpo con el brazo.
—Me escondí enseguida. Me puse a cubierto, como diría un soldado, y me dio la impresión de que aquella figura hacía justo lo mismo, aunque no puedo estar segura.
Mierda, piensa Stave. Si eso es cierto, Anna von Veckinhausen no solo es la única testigo del crimen. El asesino, entonces, también sabe que alguien lo vio.
—¿Alguna otra cosa que recuerde?
Ella lo piensa.
—Un olor —dice entonces—. Con este aire tan helado no se respira muy hondo, pero aun así estoy segura de que entre las ruinas olía a tabaco.
—¿El desconocido estaba fumando?
—No, al menos yo no vi ningún cigarrillo, ninguna brasa. Solo olía a tabaco. Estaba en el aire y luego desapareció.
Un cargamento de cigarrillos, piensa Stave. ¿Llevaba encima cigarrillos el anciano y por eso lo mataron? ¿Fue un robo con homicidio? ¿Sería el móvil finalmente el estraperlo?
—Mecanografiaré su declaración. Espere en la antesala, por favor; después podrá leer de nuevo el texto y firmarlo, en caso de que no quiera modificar ni añadir nada.
La mujer asiente, se levanta, duda.
—¿Y mis saqueos? ¿Tienen que aparecer en la declaración?
Stave se permite el lujo de sonreír.
—Dejémoslo en que pasaba usted por ese sendero.
La acompaña hasta la puerta y le indica una silla de la antesala sin hacer caso de las miradas de curiosidad de Erna Berg. Después escribe a máquina la declaración él mismo, arranca la hoja de papel del carro y relee el texto de principio a fin. No es que sea mucho: con un testimonio así no se envía a nadie al patíbulo. Pero eso el asesino no lo sabe.
Tengo un cebo, se le ocurre a Stave, y solo con pensarlo siente cargo de conciencia. Porque llamará al periodista y compartirá con él esa nueva información. Ningún nombre, desde luego, ningún detalle sobre domicilio ni edad, solo lo siguiente: Investigación Criminal tiene una testigo. Eso debería poner nervioso al asesino, y quizá entonces cometa algún error.
Descuelga el teléfono, pide a la centralita que lo pongan con la redacción de Die Zeit. Allí pregunta a la telefonista por Kleensch. La conexión crepita. Unos segundos interminables. Venga, vamos, piensa Stave.
Por fin Kleensch se pone al aparato.
—Tenemos un nuevo dato en el caso del asesino de los escombros.
—Lo suyo no es andarse con rodeos, inspector jefe —replica el periodista, y se ríe tanto que la línea resuena.
Stave, sin embargo, percibe algo en la voz del reportero, algo que sabe interpretar a la perfección: la excitación del cazador. Se imagina cómo habrá agarrado al instante el lapicero y el bloc de notas, ansioso por conseguir una historia.
—Se trata probablemente de un único autor. Una testigo vio una silueta en el lugar del hallazgo. Abrigo largo, cabeza cubierta. Es probable que pronto tengamos más detalles.
—¿En cuál de los tres lugares de hallazgo fue vista esa silueta?
Stave duda. ¿Pondrá en peligro a Anna von Veckinhausen si desvela esa información? Por otro lado: ¿no existe la posibilidad de que el asesino regrese allí para hacer desaparecer posibles pruebas? No sería muy inteligente, pero hay delincuentes que se comportan así. No tiene bastantes hombres para mantener vigilados a todas horas los tres lugares de hallazgo, pero quizá sí para uno solo.
—En el solar de escombros que hay junto a Lappenbergsallee. Donde encontramos al anciano.
Kleensch respira hondo, medita.
—¿Quién es esa testigo misteriosa?
—Siento no poder darle detalles al respecto.
—Comprendo. —De nuevo silencio, interrumpido únicamente por los crujidos de la línea.
¿Habrá alguien más escuchando?, piensa Stave de pronto. Entonces se llama al orden. Tonterías.
—En estos momentos no puedo informarle de nada más —dice.
—¿Seguirá teniéndome al corriente?
—Sí.
Cuelga. Veremos qué sucede, piensa. Entonces mira hacia la puerta cerrada que da a la antesala y llama a Anna von Veckinhausen para que entre de nuevo. Su única testigo. Su cebo.
Ella lee el acta detenidamente, tuerce el gesto una, dos veces.
—No es que sea usted un poeta, pero tiene una prosa muy correcta para un funcionario.
—Justo lo que opina la Fiscalía —masculla Stave—. ¿Se reconoce usted en el escrito, de todas formas?
La respuesta es una firma que ella traza con letra enérgica bajo los renglones y a la que añade la fecha.
—¿Puedo marcharme ya? —pregunta.
—¿Me permite que la acompañe?
El mismo Stave se sorprende de lo que acaba de decir. Le ha salido así, sin más.
Anna von Veckinhausen lo mira desconcertada.
—Voy en la misma dirección que usted —añade él enseguida—, solo que yo llego algo más lejos. Hasta Wandsbek.
Ella sonríe un segundo.
—Si nos damos prisa, aún llegaremos al último tranvía —repone.
Stave se levanta de un salto, alcanza abrigo y sombrero, le abre la puerta. Erna Berg lo mira con asombro.
—Envíe a un agente a buscarme si sucede algo importante —ordena el inspector jefe.
Sin más explicaciones. De pronto se siente animado como no lo estaba desde hacía años, aunque una voz interior le advierte que es un bobo y que tiene pinta precisamente de eso.
Una vez fuera del edificio, ambos echan a andar a paso ligero. Tienen que llegar a tiempo a Rathausplatz, desde donde salen los tranvías. Solo circulan durante unas horas, antes y después del mediodía, para ahorrar electricidad. Los dos se protegen contra el viento, ella con un pañuelo y una bufanda que se ha echado alrededor de la cabeza; él, hundido bajo su sombrero y tras el cuello subido de su abrigo. No hay tiempo para intercambiar muchas palabras. A Stave le parece perfecto, ya tiene suficiente con concentrarse en caminar y ocultar su cojera todo lo posible.
No te enamores, se reconviene, no pierdas la cabeza. Es tu única testigo. Un cebo que no sospecha que lo es para un asesino sin escrúpulos, un cebo que tú mismo has preparado. O tal vez sea una asesina, ¿quién puede descartar esa opción? No sabes casi nada de ella, ni siquiera si está casada. Quizá en la barraca la esperan marido e hijos. Hijos, sí: ¿qué pensaría Karl si regresara algún día? Su hogar, convertido en escombros; su madre, muerta y su padre, al que ya antes de la guerra despreciaba, viviendo con una nueva mujer. Impensable.
Aprietan el paso por la desprotegida Rathausplatz. Ella tiene las mejillas encendidas por el frío y el esfuerzo de la marcha ligera. Está preciosa, piensa Stave, y enseguida mira al suelo.
Delante del ayuntamiento se cruzan las tres líneas de tranvía cuyos raíles ya están reparados y han quedado despejados de cascotes. Vagones abollados, aglomeraciones, empujones. Vendedores que suben pesados cargamentos de carbón y patatas con sus gigantescos ayudantes. Carteros cansados que embarcan paquetes. Por lo menos no hay basura, piensa Stave. Todas las mañanas, los desperdicios se llevan en tranvía hasta el vertedero que hay a las afueras de la ciudad. ¿Cómo, si no, se desharían de ellos?
Entre los paquetes y las cajas se aprietan los pasajeros: estraperlistas, empleados de oficinas y tiendas que cierran todas las tardes a la misma hora a causa de los cortes eléctricos. Stave intenta con torpeza hacerle sitio a Anna von Veckinhausen, ayudarla a subir los peldaños del vagón.
Ella sola se las arregla mejor que él, es evidente que viaja más a menudo en tranvía. En el vagón falta sitio: el fuerte olor de abrigos mojados, de zapatos gastados hace tiempo, sudor, mal aliento, tabaco rancio.
Los que entran tras ellos los empujan hasta la ventanilla que hay frente a la puerta. El inspector jefe se resiste, saca un codo hacia atrás sin mirar a su alrededor, luego se resigna y se deja llevar hasta que queda apretado contra la mujer que debería hacer salir al asesino de su escondite por él. Sonríe como disculpándose.
—Son pocas paradas, después podremos volver a respirar un poco de aire fresco —dice ella.
Una sacudida, el chirrido de las oxidadas ruedas de acero sobre los raíles, un movimiento brusco cuando el tranvía toma una curva. Golpes en un hombro, en el estómago, el topetazo repentino del hombre de al lado que tropieza, un dolor en la mano porque alguien se ha aferrado al mismo asidero que él en busca de salvación. Groserías en voz baja y en voz alta. Nadie se disculpa. Todos se esfuerzan por no cruzar la mirada con nadie.
Stave no dice nada. Toda palabra vehemente es peligrosa. Nadie sabe lo que ha hecho en la guerra la persona que tiene al lado. No hay que olvidar que más de uno ha recibido una puñalada de manos de antiguos soldados rusos solo por insultarlos a media voz. También ha habido adolescentes que ya a los quince años luchaban en el frente como miembros de las Juventudes Hitlerianas y que han matado de una paliza a alguien porque los había empujado sin querer. Una sociedad devastada, piensa el inspector jefe, y los de Investigación Criminal vamos apartando los escombros.
Stave se encuentra otra vez sin saber qué decir. Qué obscena resulta esa falta de espacio. Cualquiera podría oír una palabra pronunciada en ese vagón. El que no reniega, calla. Además, ¿qué podría contarle?, piensa.
Por suerte, el tranvía se vacía tras la tercera y la cuarta parada: puntos sin señalizar en ese mar de ruinas y en los que decenas de personas bajan sin explicación aparente. ¿Adónde irán?, se pregunta el inspector jefe.
Ahora que hay paso, un sudoroso revisor se abre camino por el vagón. Stave le da un bono de transporte que tiene desde hace dos semanas y del que hasta ahora solo ha gastado un viaje. Debido a la escasez de papel, ya no se venden billetes para un único trayecto. Stave viaja poco en tranvía, así se ahorra un dinero que invierte en cigarrillos con los que a su vez compra información en la estación central a los soldados que regresan a casa. Además, las caminatas le van bien para fortalecer la pierna.
—Dos personas —le dice al revisor.
—Muy generoso por su parte —repone Anna von Veckinhausen.
Menos mal que no ha dicho ningún nombre, piensa él. Si hubiera añadido un «inspector jefe», sin duda habría llamado la atención de todos los viajeros. Una atención nada amistosa en un vagón lleno, por lo menos hasta la mitad, de personas que regresan del mercado negro.
—¿Viaja usted mucho en tranvía? —pregunta Stave sin que venga muy al caso cuando por fin se ha abierto a su alrededor espacio suficiente para sentirse cómodo hablando normalmente con ella.
—He aprendido a hacerlo en Hamburgo.
—¿Cómo se desplazaba antes?
Ella lo mira con atención, también algo divertida.
—¿Se trata de una pregunta oficial?
—Personal. No tiene por qué responderme —le asegura.
—En automóvil. En carruaje. Pero, a poder ser, a lomos de un caballo.
—Un hogar muy protegido.
—Una casa muy protegida. Ya sé lo que piensa.
—¿Qué pienso? —pregunta Stave.
—Que procedo de una familia de nobles terratenientes del este del Elba. Que fue gente como nosotros la que destruyó Alemania.
—¿Y fue así?
Ella exhala con rabia.
—Éramos de convicciones nacionalistas. Conservadoras. Pero nunca votamos al señor Hitler.
Al inspector jefe le intriga saber a quiénes se referirá con ese uso del verbo en plural, pero no se atreve a preguntarlo.
—Tengo que bajar aquí —dice Anna von Veckinhausen cuando el tranvía se detiene con frenos chirriantes ante una fachada que ha quedado en pie solo hasta la mitad, tiznada por un incendio.
Stave la acompaña sin pedirle permiso. Una calle recta que atraviesa colinas de cascotes entre los que sobresale algún que otro tocón de muro. Una hilera de anticuadas farolas de hierro colado, ciegas, recorre una de las aceras. Solo ellas han sobrevivido a la devastación. A Stave le recuerdan grotescas cruces plantadas hace tiempo en sus tumbas.
Los barracones Nissen están ubicados en un cruce que hay a la sombra del búnker: cuatro calles llenas de barracas construidas con chapa. El inspector jefe cuenta veinte de ellas. Por alguna de las diminutas ventanas recortadas en las cubiertas abovedadas llamea el resplandor amarillo anaranjado de las velas, otras están a oscuras. Hay un hedor acre a madera mojada ardiendo; humaredas azuladas que salen de las delgadas chimeneas torcidas y penden como nubes viscosas entre las barracas, entre las cuerdas con coladas olvidadas y congeladas hace tiempo, entre las ruinas. Olor a sopa de col y zapatos húmedos. De vez en cuando aparece la silueta embozada de una persona que viene del tranvía y pasa junto a ellos, empuja la puerta de una barraca y desaparece en ella.
Por unos instantes, la mirada de Stave atisba el interior: mesas toscas, estufas de dimensiones insuficientes en el centro de la vivienda, formas de negro hierro colado. Por todas partes hay ropas y telas colgadas de cuerdas, muchísimas y de todos los colores posibles, aunque desteñidos. Prendas tendidas para secarse o paredes provisionales con las que las familias intentan conseguir cierta intimidad en ese interior sin compartimentar.
Stave se pregunta cómo se las arreglará en una barraca rodeada de escombros alguien que creció en una casa señorial. ¿Se avergonzará Anna von Veckinhausen? ¿O estará feliz de seguir aún con vida y tener un techo sobre la cabeza, aunque no sea más que una gran bóveda de chapa ondulada?
Anna von Veckinhausen se dirige al barracón Nissen que ocupa el centro del cruce: un cruce en el que, absurdamente, todavía queda en pie una columna de anuncios casi intacta con un cartel sobre el asesino de los escombros. Anna von Veckinhausen se ve obligada a mirar las fotografías de las víctimas en cuanto sale de su barraca. Tal vez fue eso lo que la empujó a presentar una nueva declaración, piensa Stave, satisfecho.
Una pareja con abrigos de la Wehrmacht teñidos de otro color los adelanta, la mujer empuja un cochecito de bebé abollado cuyo eje delantero rechina. No parece que dentro haya ningún niño, piensa el inspector jefe. Más bien da la impresión de que sea un tocón de árbol que entre los dos habrán desenterrado a saber dónde. Recuerda su propio apartamento con calefacción y se pregunta, estremecido, cómo serán las noches en esas barracas con paredes de fina chapa metálica.
Anna von Veckinhausen aprieta ahora el paso.
Quiere deshacerse de mí, piensa el inspector jefe algo decepcionado. No quiere dejarse ver aquí conmigo.
—Muchas gracias por acompañarme —dice la mujer cuando llega a la puerta del barracón—. ¿Cree que voy a necesitar vigilancia?
—¿Por qué? —pregunta Stave.
—Porque el asesino me vio.
El inspector jefe piensa en su conversación con el periodista de Die Zeit. Se siente mal y mira el cielo gris.
—Si es que la figura que vio era el asesino. Y si esa figura llegó a verla a usted a su vez. Piense que el desconocido tampoco distinguiría de usted más de lo que usted vio de él. No sabe cómo es su rostro, y mucho menos cómo se llama ni dónde vive.
—En eso seguro que tiene razón —responde ella, aunque no parece convencida. Extiende una mano hacia él—. Buenas noches, inspector jefe.
Espera hasta que se ha alejado algunos pasos y solo entonces abre la puerta. Stave no alcanza a ver el interior del barracón Nissen. Se levanta una vez más el sombrero con cortesía a modo de despedida, pero la puerta ya ha vuelto a cerrarse con un golpeteo metálico. Se vuelve despacio y enfila el largo camino a pie hasta Wandsbek, sin cojear. Tal vez ella lo esté mirando por una de las diminutas ventanas del barracón.
Recorre a zancadas un par de cientos de metros, se obliga a no pensar en Anna von Veckinhausen, tampoco en su hijo, ni en su mujer, solo en el caso, en el condenado caso.
Un industrial de Hamburgo que tuvo negocios armamentísticos con el antiguo régimen y una aristócrata de la Prusia Oriental con opiniones conservadoras: ¿existirá alguna relación? La palabra bottleneck en un trozo de papel y el pillaje de antigüedades para venderlas a los británicos: ¿se podrá establecer un vínculo entre ambas cosas? Una figura embozada entre los escombros. Un abrigo largo. Olor a tabaco. Eso, si es que puede creer la declaración de su única testigo. Pero ¿puede fiarse de Anna von Veckinhausen? No pienses en ella, se advierte, ahora no. ¿Es que aún queda alguien de quien pueda fiarse? ¿MacDonald, después de todas las pistas que apuntan a una relación con los británicos? ¿Maschke, al que señaló aquella huérfana y que sin duda oculta algo? ¿Ehrlich, quien podría estar llevando a cabo una campaña de venganza personal y que no tiene el menor interés en encontrar al asesino?
Al llegar a casa, se arrastra escalera arriba sin ocultar ya su cojera, pues allí todo está a oscuras. Casi espera encontrarse a Ruge o algún otro municipal esperando ante su puerta, mensajeros con una nueva noticia, indudablemente mala. Sin embargo, el descansillo de su apartamento está vacío. Stave abre la puerta y luego la cierra con cuidado tras de sí. Se tumba en el sofá desgastado, todavía con el abrigo y el sombrero puestos. Hace un frío espantoso. Tendría que ir a la cocina, obligarse a comer algo. Está exhausto. Anna. No lo pienses. El inspector jefe se queda dormido en el sofá; lo último que percibe con claridad antes de hundirse en la negrura es su perplejidad por lo cansado que llega a estar.