Supervivientes y desaparecidos

Lunes, 3 de febrero de 1947

Un trayecto silencioso en el Jeep: MacDonald conduce, Stave va en el asiento del acompañante, Maschke ocupa el duro banco posterior. El agente de Orden Público se aferra a la chapa metálica de la carrocería para que las sacudidas del vehículo no lo hagan saltar. Da la sensación de que lo lleven al dentista. El teniente mira al frente mientras recorre Elbuferstrasse a toda velocidad. El inspector jefe lo mira de reojo.

No han malgastado ni una palabra sobre su último encuentro en lo que va de mañana. Erna Berg ha llegado al despacho, alegre como siempre. O bien no sabe que ayer la reconocí, piensa Stave, o está hecha una actriz de aúpa o está tan de vuelta de todo que ya le da lo mismo que la haya descubierto. En realidad, aunque su marido esté en paradero desconocido, su secretaria es una mujer casada. Adulterio. A mí qué me importa, se dice Stave, e intenta concentrarse en el interrogatorio que tiene por delante.

Si es que se le puede llamar interrogatorio. Un hogar infantil. Lleva en el bolsillo del abrigo la fotografía policial de la pequeña asesinada. Pero ¿debería enseñársela a los niños? ¿Niños a cuyos padres gasearon, a cuyos compañeros de juegos apalearon, cuyas casas bombardearon? ¿O solo al director del hospicio? Sin embargo, ¿conocerá tan bien a todos sus pupilos como para identificar a uno de ellos en una foto tomada por la Policía?

Mira por la ventanilla. A su izquierda, la capa de hielo del Elba brilla bajo el sol de la mañana, lisa y áspera como una gigantesca placa de hormigón. Se ven varios barcos pequeños, cargueros y barcas de pescadores, congelados e inmóviles en los muelles devastados. La parte superior de dos vapores hundidos sobresale del hielo. Grúas dobladas, medio derribadas. Dos hombres encorvados contra el viento cruel, envueltos en mantas y abrigos, se alejan de la orilla de Harburg por el hielo.

—¿Por qué necesito una autorización británica para visitar ese hospicio? —pregunta Stave, en parte por curiosidad, pero también por acabar con ese agobiante silencio.

MacDonald responde enseguida, aliviado por tener un tema de conversación.

—El hogar se llama «Warburg Children’s Health Home». Fundado por Eric Warburg y ubicado en su villa.

Stave asiente.

—¿El banquero? ¿Emigró, no?

—A Estados Unidos, en 1938. Regresó después de la guerra. La propiedad vuelve a ser suya. La utiliza para ayudar a niños judíos, la mayoría supervivientes de campos de concentración. Todos ellos han perdido más o menos a toda la familia. Proceden de diferentes lands. En Blankenese los cuidan y los miman, les dan buena comida y una educación. La institución goza de especial protección por parte de la Administración británica.

—¿Ha hablado ya con la gente de allí?

—Por teléfono, esta mañana. Les he indicado por qué vamos, pero no he desvelado muchos detalles. La profesora con quien he hablado, por cierto, ya tenía noticia de la niña asesinada. Parece que la información se ha extendido deprisa por toda la ciudad. También había visto los carteles de la Policía con las fotos de las otras dos víctimas; están colgados por todas partes. En Blankenese no han echado en falta a ninguna niña de esa edad.

—Entonces, ¿para qué vamos? —tercia Maschke.

—Porque si la niña asesinada era una superviviente de un campo de concentración, allí encontraremos a alguien que la reconocerá —explica Stave.

Tuercen por Kösterbergstrasse, un estrecho camino de adoquines que sube en cuesta flanqueado por setos tras los que relucen tejados de villas cubiertos de escarcha. Arriba del todo se alza un gigantesco palacete pintado de amarillo; torrecillas, altos ventanales, un prado a su alrededor. En realidad no es más que una instalación de abastecimiento de aguas de la ciudad, vestigio de una época de abundancia extinguida hace ya mucho tiempo, en la que hasta las naves para albergar bombas de agua se construían como casas señoriales.

La entrada del número 60 queda justo enfrente. Setos altos, una gran verja de hierro forjado con pilares enlucidos de amarillo. Un joven tira del pesado batiente al ver llegar el Jeep. La entrada está alfombrada con grava rastrillada, y a continuación se ve un imponente roble pelado; detrás, una villa de finales del siglo XIX, los años de la Gründerzeit,[2] con casa de huéspedes y ventanas redondas como ojos de buey en la planta baja.

Tras las ventanas se distinguen caras de niños, miradas curiosas. En la puerta, una mujer de unos treinta años, pelo negro y corto, envuelta en un abrigo de lana gris. Mira a Stave y a Maschke como si fueran perros callejeros.

—Le estaría muy agradecida si no sacara su identificación —le dice a Stave como saludo—. Causa recuerdos desagradables.

Una extraña expresión, piensa Stave. Y un acento más extraño aún. Se presenta, decide no tenderle la mano y, en lugar de eso, esboza una reverencia. Maschke no dice nada, MacDonald realiza un desenvuelto saludo militar.

—Soy Thérèse DuBois. Esta mañana ha hablado usted conmigo, teniente. Me han dado instrucciones de que los asista en lo que deseen.

Salida de un campo de concentración, sospecha Stave. Probablemente francesa, quizá de Alsacia. Muchos franceses —judíos o miembros de la Resistencia— fueron a parar a Bergen-Belsen, o a Ravensbrück. Piensa en los juicios de Curiohaus; es muy posible que conozca a Ehrlich. Renuncia a preguntarle quién «le ha dado instrucciones».

—Siento mucho venir a visitarlos con un cometido tan desagradable —dice entonces—. Intentaré que nuestra visita sea lo más breve posible.

—Pasen, por favor —dice Thérèse DuBois, y los lleva a una galería acristalada y con calefacción en la que hay sillones de mimbre y ficus en grandes macetas de cerámica. Stave tiene que obligarse a no mirarlo todo con ojos desorbitados: hacía años que no veía plantas de interior.

El inspector jefe explica por qué están allí, y tampoco se calla en cuanto a los otros dos asesinatos. Después carraspea y saca la foto de la Policía.

La profesora la mira. Palidece más aún, pero observa el retrato con atención. Después niega con la cabeza.

—Nunca había visto a esta pobre criatura. Estoy muy segura de que no es una niña de nuestra casa.

Stave guarda silencio unos momentos y tamborilea nervioso con los dedos en el brazo del sillón, se da cuenta de lo que hace y cierra los puños.

—¿Podría ser que alguno de sus niños la conociera? ¿Que fueran tal vez compañeros de clase?

—¿Quiere enseñarles esta fotografía a nuestros niños?

—Si así puedo dar con el asesino de la pequeña, sí.

Thérèse DuBois se inclina hacia atrás y lo piensa.

—Nuestra casa acoge en estos momentos a treinta niños —murmura—. Muchos no tienen más que uno o dos años. Nunca salen de la mansión. Los niños en edad escolar reciben sus clases aquí, no van a colegios alemanes.

Habla como si esos colegios fuesen campos de prisioneros.

—La verdad es que ahora solo tenemos a dos niños que salgan fuera. Hacen recados, juegan o salen a explorar. Aunque para eso ha hecho demasiado frío estos últimos meses. Los llamaré a los dos.

—¿Y podré enseñarles la fotografía?

—Ambos han visto a más niños muertos que usted, inspector jefe.

Sale de la galería y regresa poco después con una niña y un niño. Stave calcula que tienen unos quince años.

—Leonore y Jules —los presenta Thérèse DuBois, y los niños, tímidos, se quedan de pie en el centro de la sala.

Stave sonríe, MacDonald asiente para reconfortarlos, Maschke tose y se levanta.

—Quisiera ir a fumar, si no les parece mal —murmura.

El inspector jefe asiente, y entonces Maschke sale corriendo al jardín, donde el humo de su cigarrillo inglés no tarda en ascender entre las ramas peladas del roble. A Stave le parece bien: cuantos menos adultos tengan delante los niños, mejor. Y los comentarios cínicos de Maschke, de todas formas, serían lo último que necesita en estos momentos.

Les explica con calma a los muchachos por qué está ahí. Thérèse DuBois susurra en francés traduciendo lo que dice; la niña parece entender el alemán.

Entonces Stave les enseña la fotografía.

Leonore y Jules la miran fijamente. Los rasgos de la niña muestran compasión; los del chico, una curiosidad clínica. Antes aun de que digan nada, el inspector jefe sabe cuál es la respuesta.

—Nunca he visto a esta niña —dice Leonore con seguridad. Tiene un fuerte acento. De muy al este, cree Stave, puede que Galitzia.

Non, je n’ai jamais vu cette fille —susurra Jules, y no hace falta que nadie lo traduzca.

Stave guarda enseguida la foto en el bolsillo de su abrigo, por un lado decepcionado por tener que marcharse de allí sin resultados; por otro, aliviado por no tener que enfrentar a más niños con esa fotografía.

—¿Alguno de vosotros ha estado alguna vez en esa parte del puerto? ¿En el canal del Bille? ¿Recogiendo carbón? —pregunta.

—Nuestros niños no tienen por qué recoger carbón —contesta Thérèse DuBois, a media voz pero indignada. Stave no hace caso.

Leonore sonríe con ciertas dudas y, según le parece al inspector jefe, algo ansiosa.

—Nunca he llegado hasta allí. Está demasiado lejos.

La profesora suspira y traduce también la pregunta al francés, tamborileando con impaciencia con los dedos. Jules sonríe con el gesto de un chico que ha salido del hogar más veces de lo que creen los adultos. Sin embargo, también él niega con la cabeza.

Stave se levanta.

—Eso es todo.

—¿Encontrará al que lo ha hecho? —pregunta Leonore.

El inspector jefe se queda desconcertado unos instantes. Después ve los ojos grandes y serios de la chiquilla, la mirada insistente.

—Sí —responde—. Lo encontraré.

—¿Y qué pasará entonces?

—Que el asesino irá a los tribunales y lo juzgarán. El que hace algo así —dice señalando con la mano el bolsillo de su abrigo en el que ha guardado la foto— ya no queda impune.

La niña le tiende la mano.

—Mucha suerte.

Thérèse DuBois sonríe por primera vez desde que están en la villa. Los conduce de nuevo a la entrada.

—¿Qué será de estos niños? —pregunta Stave con el picaporte ya en la mano. MacDonald está detrás de él, Maschke espera fuera caminando de un lado a otro como un animal enjaulado, observado con curiosidad por algunos pequeños que entretanto se han atrevido a salir de la casa de huéspedes y se han quedado debajo del roble.

—Cuando vuelvan a estar sanos y bien alimentados, organizaremos su travesía a Palestina. Su nuevo hogar. Desde la zona de la ocupación británica es más fácil conseguirlo que desde cualquier otro punto, porque aquí la supervisión no es tan estricta. Ironías de la vida, ¿no cree?

Parece que MacDonald acabe de morder una guindilla.

Stave recuerda haber oído en algún lugar que los británicos ocupan Palestina desde la I Guerra Mundial. Ha leído acerca de las luchas entre judíos y árabes, y también que los británicos no quieren dejar viajar a más judíos de Europa a Oriente Próximo. Pero los judíos, los supervivientes del genocidio, quieren marcharse y lo intentan todo para conseguir colarse como sea en barcos con rumbo a Palestina. No me extraña que el teniente ponga esa cara, piensa con cierta malicia.

—En caso de que sepa alguna cosa más, infórmeme, por favor. —Arranca una hoja de su cuaderno y escribe su nombre y número de teléfono.

—Debe de ser difícil conseguir ponerlo todo otra vez en orden —comenta ella, doblando el papel con cuidado.

El inspector jefe no está seguro de haberla entendido y la mira con una expresión interrogante.

—Después de todas estas catástrofes —explica ella—. Hay tanto que arreglar… No me refiero solo a los escombros de las ciudades. Y quedan muy pocos hombres como usted o el señor Ehrlich.

—¿Conoce usted al fiscal?

—He sido testigo en los juicios de Curiohaus.

—Ehrlich trabaja también en este caso.

—¡Como si no tuviera ya suficientes casos! Un hombre con una misión.

La mujer los acompaña hasta el Jeep. Allí se les suma de nuevo Maschke, que huele a humo de tabaco. Justo cuando sube al vehículo, Stave se da cuenta de que una de las niñas de debajo del árbol señala al hombre de Orden Público y les dice algo a sus compañeros de juego. Después se lleva una mano al cuello y hace el gesto del que corta una garganta.

Conoce a Maschke, piensa Stave, perplejo. Y no le gusta nada.

Con un rodeo innecesario, da la vuelta al Jeep y se lleva consigo disimuladamente a Thérèse DuBois unos pasos más allá.

—¿Quién es esa niña? —pregunta, y señala un instante a la pequeña con la mano sin preocuparse de si la profesora desconfía de su pregunta. Tiene solo unos segundos si no quiere que Maschke se entere de nada.

La mujer comprende que es importante.

—Anouk Magaldi. —Sus labios apenas se mueven al hablar—. Ocho años, hace unas semanas que está aquí.

—¿De un campo de concentración?

—No. Vivía en Francia, cerca de Limoges. Allí mataron a sus padres. Los dos eran judíos. Ahora también traemos a huérfanos como ella a Hamburgo. Porque, como le he dicho, desde aquí es más fácil conseguirles billete a Palestina.

—Adiós —dice Stave en voz alta—. Muchas gracias por la información. —Entonces sube al Jeep.

En el trayecto de vuelta mira por la ventanilla sin decir nada; no está seguro de si sabe ahora más que esta mañana o no. No hay duda de que la niña muerta no vivía en ese hogar, seguramente tampoco era una judía de un campo de concentración. O sea que o era de Hamburgo o era una refugiada alemana, o una desplazada. ¿Qué desplazados que no sean judíos siguen viviendo en Alemania un año y medio después del final de la guerra? Sobre todo rusos y polacos que temen a los comunistas y que por eso no quieren regresar. ¿Debería enviar las fotografías de las víctimas a las policías polaca y soviética? Pero ¿cómo? Además, ¿se tomarán los antiguos enemigos la molestia de buscar a unas personas que por lo visto preferían seguir subsistiendo en un imperio destrozado a regresar a su patria?

Todavía no sé nada, piensa, nada de nada.

¿O sí?

Dos cosas que ha visto hoy ocupan de pronto su mente, lo desconciertan, lo alejan de la pista del triple asesinato, que en realidad es la que debería seguir. ¿Por qué esos gestos ante Maschke? ¿De qué conocía la niña del hogar infantil al agente de Orden Público? ¿De que, escudándose en su puesto, acosa a niñas pequeñas?

Intenta mirar disimuladamente por el retrovisor y observar el rostro de su compañero. Sin embargo, el Jeep da sacudidas sobre el asfalto, el espejo tiembla, la imagen se desfigura unos segundos, luego desaparece.

¿Y Ehrlich? Thérèse DuBois lo ha llamado un «hombre con una misión». ¿Por qué se ha metido el fiscal en esos casos? ¿Es posible que no quiera ni mucho menos construir una democracia, tal como afirma? ¿Sino que a él, cuya mujer acabó sucumbiendo al suicidio, lo mueva algo muy distinto: la venganza? Venganza contra los torturadores del régimen anterior. ¿Serán para él esos tres asesinatos apenas una herramienta más para saldar las cuentas con un antiguo nacionalsocialista? Pero ¿cómo?

—¿Y ahora qué?

La pregunta de MacDonald sobresalta a Stave. No se había dado cuenta de que ya han llegado a la Central.

—Esperad —decide—. Hoy saldrán los carteles con la foto de la niña y del medallón. Veremos si esta vez alguien dice algo. Maschke, usted vaya a investigar algo más al lugar del último hallazgo. Tal vez encuentre otro testigo. Quizá haya algún detalle que le llame la atención y que ayer se nos pasara por alto. También podría ser que los compañeros de la Jefatura S nos llamen hoy diciendo que han encontrado algo en el mercado negro. O que Czrisini haya hecho algún descubrimiento con la autopsia.

Se despide de ambos, sube con cansancio la escalera hasta su despacho, cierra la puerta que lo separa de la antesala. Por alguna razón, le resulta embarazoso ver a Erna Berg: conoce su secreto. Jamás se lo confesaría, pero tampoco le apetece tenerla delante.

Sentado solo frente a su escritorio, reflexiona. Después toma una decisión: seguirá con la investigación como de costumbre, pero mientras tanto hará también averiguaciones sobre Ehrlich y Maschke sin llamar la atención. Nunca se sabe.

A la mañana siguiente, el hombre de la Jefatura S se apresura al despacho de Stave, se detiene en el marco de la puerta y anuncia:

—Sin novedades. Ni chaquetas de niña, ni suspensorios, ni dentaduras postizas. No hemos encontrado nada que podamos vincular con las víctimas. Si quiere, puede echarle un vistazo a varias decenas de abrigos de invierno, medias de señora o zapatos viejos que hemos requisado durante las redadas de las últimas cuarenta y ocho horas. Yo, por lo menos, no he sabido cómo relacionar ninguna de esas cosas con alguno de los cadáveres. Seguimos buscando. Dentro de nada empieza la siguiente operación.

—Gracias —masculla el inspector jefe con cansancio, pero la puerta ya ha vuelto a cerrarse.

No hay noticias de la población en respuesta a los carteles. Parece que nadie conocía a la niña. Nadie había visto antes un medallón así.

Stave le dirige un tímido gesto a Erna Berg, después alcanza su abrigo y el sombrero.

—Me voy al Servicio de Desaparecidos.

Ella lo mira con sorpresa.

—Allí ha estado ya el teniente MacDonald.

—Pero prefiero darme una vuelta yo mismo en persona.

«Servicio de Desaparecidos», otra de esas denominaciones a las que aún tiene que acostumbrarse. La Cruz Roja y las dos Iglesias han reunido su documentación y a sus expertos para formar la que quizá sea la mayor oficina de búsqueda de desaparecidos del mundo. Allí confluyen todos los avisos, las fichas, los comunicados de las autoridades, consultas policiales, viejas órdenes de la Wehrmacht, listas de prisioneros de las fuerzas de la ocupación y miles de otros documentos que ofrecen pistas sobre el paradero de soldados ilocalizables o refugiados desaparecidos. Tres millones y medio de miembros de la Wehrmacht a quienes sus familias buscan, de los que nadie sabe si viven y, en tal caso, dónde. También quince millones de refugiados. Eso hace un total de dieciocho millones y medio de fichas, kilómetros de cajas de cartón que contienen nombres, fechas de nacimiento, últimas direcciones y últimos paraderos conocidos, posibles pistas garabateadas a mano o escritas a máquina.

Una de esas fichas lleva el nombre de su hijo.

Stave conoce bien el camino; ya ha ido allí muchas veces. Primero por Feldstrasse, luego pequeños senderos de escombros que cruzan un barrio prácticamente aniquilado. No hay ni una casa intacta, apenas algún muro que siga en pie. Unos cuantos carteles y notas en una pared: anuncios de búsqueda, un aviso del gobierno militar y el último cartel de búsqueda de Investigación Criminal. Su obra, medio rasgada ya por una ráfaga de viento. En mitad de las ruinas hay un autobús desguazado con un gran cartel clavado en el techo: El Cuervo de Cuero. El inspector jefe se pregunta quién irá allí a comprar nada.

Llega a un paseo: Altonaer Allee, acera derecha, número 91. Los antiguos juzgados municipales, justamente, no han sufrido ningún daño. Un palacio de justicia wilhelminista de piedra clara con columnas, cabezas y figuras en la fachada. Sin duda se trata de representaciones alegóricas, pero Stave ve en ellas quizá reproducciones pétreas de los desaparecidos.

Los jueces tuvieron que marcharse. Ahora, los que administran los dieciocho millones y medio de destinos por descifrar son más de seiscientos hombres y mujeres pálidos, diligentes, discretos, insensibilizados desde hace tiempo ante el sufrimiento ajeno.

Frente al portentoso edificio hay una columna de anuncios con un gran cartel. En blanco y negro, una cruz roja en el centro, numerosas fotografías de niños. El texto reza: ¿CÓMO PUEDO BUSCAR Y ENCONTRAR A LOS MÍOS? En Hamburgo no dejan de colgarse carteles como ese, siempre iguales y, no obstante, diferentes cada semana: las fotos cambian. Cuarenta mil niños sin padres a quienes alguien ha recogido, y eso solo en Hamburgo. La mayoría tan jóvenes que ni siquiera saben su apellido y mucho menos su dirección. Sus rostros, algunos con tímidas sonrisas en el momento de sacar la fotografía, otros indiferentes o insolentes o temerosos, parecen seguir a Stave con la mirada cuando sube los peldaños y abre la pesada puerta.

Los largos y sombríos pasillos están abarrotados de estanterías altas hasta el techo en cuyos anaqueles se alinean cajones de madera abiertos llenos de fichas. En los despachos hay grandes mesas sobre las que se ven libros: listas encuadernadas con datos y fotografías, sobre todo de soldados. Infolios de los desaparecidos.

El inspector jefe resiste la tentación de acercarse a la fila de cajones con la letra S y sacar la ficha de «Stave, Karl». ¿De qué le serviría? Va al despacho del encargado, Andreas Brems, a quien ya conoce de sus visitas anteriores.

Este levanta la mirada y sacude la cabeza con el pesar de siempre. Igual que un empleado de pompas fúnebres, piensa Stave.

—Nada nuevo sobre su hijo, inspector jefe.

—He venido por cuestiones oficiales —repone él, y sus palabras suenan más desagradables de lo que hubiese querido.

Brems asiente, ni ofendido ni con especial curiosidad, y espera la pregunta con resignación.

Stave le explica el caso de los asesinatos en serie. El empleado sonríe a medias.

—Un inglés ya estuvo aquí por eso. Sus agentes también nos han hecho llegar ejemplares de los carteles de búsqueda —explica con paciencia—. Ninguno de nosotros recuerda haber visto a esas personas en una fotografía. Y sin nombres no podemos ofrecer ninguna ayuda.

—¿Y con una fecha?

Brems lo mira con expresión interrogante.

—Ordenamos las fichas por el apellido y el nombre del desaparecido. Si no tenemos nombre, la cosa se complica. Con los niños pequeños que no conocen su verdadero nombre utilizamos otros criterios, naturalmente: sexo, edad estimada, lugar donde fueron encontrados y demás. Uno de mis compañeros ya ha contrastado esa lista de desconocidos con los datos de la niña muerta: nada.

—¿Puede saberse cuándo ha llegado cada caso al Servicio de Desaparecidos?

—En todas las fichas lo pone, así como quién ha dado el aviso. Pero las fichas no están ordenadas por fecha de entrada.

Stave se frota la nuca.

—¿Han entrado muchas en este último mes? Solo me interesan los avisos desde la semana del primer asesinato hasta hoy. Los treinta y cinco días desde principios de enero hasta ahora.

El empleado niega con la cabeza, perplejo.

—Normalmente, las denuncias de desapariciones recientes las tienen ustedes, no llegan al Servicio de Desaparecidos. Hace ya casi dos años que acabó la guerra. El que no ha vuelto a ver a los suyos desde entonces, hace ya tiempo que acudió a nosotros. En realidad solo hay dos clases de personas que todavía vienen a denunciar desapariciones: por un lado están los refugiados que no han llegado hasta ahora a las zonas occidentales. Pero como a causa del frío hace ya semanas que no entra ningún tren de fuera, le garantizo que nadie ha llegado del este desde principios de enero. Por otro lado, de vez en cuando acude a nosotros alguna persona especialmente desesperada o preocupada que no se fía, y disculpe que se lo diga, de la Policía. Recurren a nosotros porque nuestros avisos de búsqueda cruzan más fácilmente las fronteras de las zonas de la ocupación a través de la Cruz Roja y las Iglesias. Esposas, por ejemplo, que creen que sus maridos han podido huir a Suecia o incluso a América.

—De manera que, en la actualidad, cuando alguien acude al Servicio de Desaparecidos y no solo a la Policía lo hace porque la persona desaparecida no ha dejado pistas tras de sí, o solo alguna muy enigmática. Los rastros son tan vagos que los familiares no creen que la Policía consiga dar con ellos. Precisamente por eso, es posible que entre esos desaparecidos encuentre pistas sobre mis víctimas si investigo con la suficiente minuciosidad. O puede que me encuentre, aunque espero que no, con otras víctimas potenciales a las que quizá todavía no hemos hallado entre los escombros. Tal vez descubramos algún tipo de patrón. —Stave sonríe con debilidad.

Brems asiente despacio, se le enciende una luz, de repente está interesado.

—Una compañera mía trabaja con esa clase de entradas nuevas. No pueden haber sido muchas en las últimas semanas. Le preguntaré a ella.

Se apresura a salir del despacho y reaparece diez minutos después con una ficha en las manos.

—El único aviso —informa—. Del 13 de enero.

—Una semana antes de que encontráramos el primer cadáver.

Stave lee la ficha. Doctor Martin Hellinger, nacido el 13 de marzo de 1895 en Barmbek, Hamburgo, industrial, residente en Marienthal, Hamburgo, desaparición denunciada por su mujer, Hertha. Junto a la ficha, una foto, a todas luces de un viejo pasaporte: pelo ralo, seguramente gris, lentes de montura metálica, mejillas abundantes, una papada que sobresale del estrecho cuello de la camisa.

—Es evidente que no era soldado ni refugiado. ¿Por qué han aceptado su ficha aquí?

Brems carraspea.

—Mi compañera estaba aburrida. Y le dio lástima la señora Hellinger. Así que le abrió un expediente y envió una solicitud. A Inglaterra.

—¿Inglaterra? ¿Adónde más las envían?

—A América. Pero por qué la envió solo a Inglaterra, eso no lo sé. La señora Hellinger dijo que seguramente era allí donde estaba su marido. Es posible que secuestrado.

—¿Y no se dirigió a la Policía con esa información?

Brems vuelve a carraspear, pero no dice nada.

Stave se apunta todos los datos que aparecen en la ficha. Marienthal es un barrio que queda cerca de su casa. No estará de más pasarse a llamar a la puerta.

—Gracias —masculla.

—Hasta la próxima, inspector jefe. Le llamaremos si tenemos alguna novedad. De su hijo, quiero decir.

En la Central se encuentra con Maschke y MacDonald. Stave deja que los dos hablen primero. El agente de Orden Público informa de que en ningún centro de distribución de raciones se han encontrado con una cartilla sobrante. Tampoco MacDonald ha tenido mucho éxito. Por lo visto, a la niña asesinada no la conocían en ningún colegio de Hamburgo; al menos ninguno de los profesores interrogados ha reconocido a la pequeña.

—Tendremos que imprimir nuevos carteles —dice Stave con cansancio—. Tenemos que alertar a la población para que desconfíen de todo desconocido. Y para que no compren en el mercado negro ninguna prenda de ropa sospechosa.

—¿Qué prendas de ropa son sospechosas? —pregunta Maschke.

—Tampoco yo lo sé. La primera advertencia va dirigida a la población. La segunda debería inquietar al asesino, o por lo menos estropearle el negocio, en caso de que sea ese el móvil de los crímenes.

—Si es que existe alguno.

Cuando los dos hombres se vuelven hacia la puerta para marcharse, Stave abre su cuaderno de notas. Les habla de su excursión al Servicio de Desaparecidos y después lee los pocos datos que tiene del doctor Martin Hellinger.

—Iré a hablar con su mujer.

Maschke lo mira fijamente con ojos inexpresivos.

—No sé en qué va a ayudarnos eso —murmura.

MacDonald se ha ruborizado. Por unos instantes, el inspector jefe cree que el nombre del desaparecido le ha causado turbación. Después, no obstante, se da cuenta de que el británico ya ha abierto un poco la puerta del despacho y desde allí se ve a Erna Berg, que está archivando expedientes en una estantería de espaldas a ellos. Enamorado y feliz, piensa Stave, y siente el frío pinchazo de los celos en su corazón.

—Mañana a primera hora iré a ver a la señora Hellinger —anuncia.

—¿Necesita que lo acompañe? —pregunta Maschke, y está claro lo que piensa del asunto.

—No —responde el inspector jefe, no especialmente afligido—. ¿Y usted, teniente?

MacDonald todavía sigue colorado.

—Mañana tengo una reunión oficial hasta el mediodía, lo siento.

La «reunión oficial» se llama Erna Berg, está casada y es mi secretaria, piensa Stave, pero se fuerza a sonreír.

—Bien —dice—, entonces iré sin compañía. Solo por asegurarnos.