Domingo, 2 de febrero de 1947
La pierna izquierda le duele. Stave patrulla desde muy temprano por los andenes de la estación central como un pastor alemán nervioso. Ahora ya es casi mediodía. Más o menos cada media hora llega traqueteando un tren tirado por una abollada locomotora de vapor cuyas chimeneas expelen un humo negro como el hollín. Silbatos. Chirridos de ruedas férreas.
Son sobre todo trenes «patateros» que se detienen en su viaje de regreso: vagones de mercancías abiertos y con compartimentos para llevar pasajeros de pie (antiguos vagones de tercera clase a los que han arrancado los asientos para conseguir amontonar a más personas en su interior). De ellos bajan tropezando hombres con traje o con mono de trabajo, muchachas tan débiles que se tambalean. Pañuelos, bufandas, viejas cortinas echadas alrededor de la cabeza y el cuello para protegerse del terrible viento que se cuela en los vagones abiertos; solo los ojos quedan al descubierto. Algunos portan cajas de cartón en las manos o bolsas de redecilla; otros, mochilas desgastadas o bolsas recosidas con pedazos de lona. Compradores de patatas que han ido a proveerse hasta Lüneburg o Holstein, donde los campesinos se hacen ricos. Los compradores de patatas les ofrecen hasta el último objeto de valor que les queda; la plata de la familia, monedas de oro, colecciones de sellos, viejos cuadros, armas de la Wehrmacht conseguidas de contrabando… Muchos mendigan.
La mayoría regresa con un kilo de patatas; otros lo hacen con las manos vacías. Algunos tienen heridas que aún sangran bajo la ropa rasgada, en el brazo, el muslo o las nalgas. Hay campesinos que, cansados de tanto pordiosero, azuzan a los perros contra los compradores de patatas.
«Expediciones de avituallamiento», las llama la gente, pero en Investigación Criminal se denomina «comercio directo entre productor y consumidor» y es ilegal. Una violación de las reglas de la economía dirigida, un sabotaje al racionamiento. La Policía Militar británica y los de Investigación Criminal supervisan las estaciones de los alrededores de la ciudad, y también acordonan la estación central de vez en cuando para llevar a cabo alguna redada. Hay quien, en un desmoralizador viaje de mendicidad de dos días por el campo, ha acabado cambiando su reloj de oro por dos kilos de patatas y luego, en Hamburgo, se ha visto despojado de su botín y además ha acabado en la cárcel.
Stave apenas presta atención a los compradores de patatas; no ha venido en misión oficial. Busca entre la muchedumbre figuras demacradas con abrigos de la Wehrmacht. ¿Se habrá convertido su hijo en uno de esos espectros? ¿Sería todavía capaz de reconocerlo? El inspector jefe contempla a los soldados que regresan a casa. Espera hasta que, tras unos segundos en el andén, se sitúan y se orientan entre el gentío. Entonces se les acerca, les habla, les ofrece cigarrillos. Siempre el mismo ritual, la misma breve esperanza, como un trago de aguardiente directo a la sangre. Después las miradas vacías, disculpas susurradas, a veces un tartamudeo confuso, quizá demente. ¿Karl Stave? Nunca he oído hablar de él.
—¿Te apetece entrar un poco en calor?
Stave da media vuelta, sobresaltado. Se trata de una chiquilla, calcula que de unos doce años, aunque el cuerpo demacrado puede engañarle y acaso tenga ya catorce. Acento de Berlín. Una puta de estación. Sacude la cabeza y está a punto de volverse de nuevo, pero entonces duda, se mete la mano en el bolsillo y le da dos cigarrillos a la niña.
—Te los puedes quedar —masculla—. Ahórrate un cliente.
La chica se guarda los cigarrillos.
—No sea tan sentimental —exclama, y desaparece.
Vía 4, el siguiente tren. Procedente de la cuenca del Ruhr, no del este, pero Stave no quiere saltarse ninguno. Contempla a dos antiguos soldados en la escalerilla de madera que baja al andén; frente a ellos hay dos policías militares británicos. Los prisioneros de guerra sacan con manos temblorosas los papeles de su liberación. Stave espera a que el control haya terminado.
Una mano se posa en su manga.
El inspector jefe se vuelve enfadado, esperando ver otra vez a la niña. En lugar de eso, se encuentra con Maschke.
—¡Por fin! —jadea el agente de Orden Público, y entonces sucumbe a una tos cargada de nicotina—. Hace ya una hora que lo busco —consigue decir.
Stave cierra los ojos un momento.
—¿Un nuevo asesinato? —pregunta, cansado.
—Podría ser.
—¿Qué quiere decir eso? ¿Hay víctima o no hay víctima?
—Hay víctima, pero no es seguro que sea el mismo asesino al que buscamos.
—¿Por qué no? —pregunta Stave, y lanza una última mirada en dirección a los dos prisioneros de guerra liberados antes de seguir a Maschke, que se encamina a grandes pasos hacia la salida.
—La víctima también ha sido estrangulada con un alambre, pero… —el agente duda—, esta vez es una niña.
El coche patrulla con radio está aparcado delante del Teatro Alemán, que ahora se llama Garrison Theatre y está reservado a los británicos. Maschke se acomoda con cuidado en el asiento del conductor, mira por el retrovisor, se vuelve, va separando el viejo Mercedes de la acera centímetro a centímetro. Al darse cuenta de que Stave se está poniendo nervioso, sonríe a modo de disculpa.
—Aprendí a conducir en la Wehrmacht. Con un todoterreno Kübelwagen, por las avenidas de Francia. Era más fácil de manejar que este barco. No quiero hacerle ninguna abolladura.
—Tampoco tenemos prisa —repone Stave.
Maschke tose.
—Vamos al barrio de Hammerbrook —explica—. No está muy lejos: Billstrasse.
Stave cierra los ojos. De modo que esta vez de nuevo al este. De nuevo en un antiguo barrio de gente humilde, de nuevo bombardeado, más devastado que ningún otro barrio de la ciudad.
—Allí ya no vive nadie —masculla.
—La víctima está en el hueco del elevador de una antigua fábrica de colchones, en Billstrasse 103. Justo donde el Bille desemboca en el Elba Norte, al final del puerto.
—¿Quién la ha encontrado?
—El guarda de un barco que está en el canal del Bille. Seguramente había bajado a buscar carbón, allí a menudo se encuentran restos de cargamentos. Afirma, sin embargo, que solo había salido a pasear. Nos ha llegado el aviso a eso de las diez y media.
—¿Han contrastado la declaración del guarda?
Maschke se encoge de hombros.
—Dice que hasta ayer estuvo en Lübeck con su madre. Lo comprobaremos. Si es cierto, no será sospechoso. Si no lo es, tiene un problema.
Maschke conduce el pesado coche con cuidado por las calles casi vacías, rodea trazando amplias curvas las montañas de escombros, se retira hasta el bordillo para dejar pasar a los Jeeps británicos que vienen en sentido contrario como si fueran tanques. Desde la estación central hasta el lugar del hallazgo, en Hammerbrook, debe de haber unos cinco kilómetros, calcula Stave. A pie habría llegado antes que yendo en coche con Maschke. Aunque así, por lo menos, el viento gélido no lo tortura.
Pasan por delante de interminables filas de fachadas ennegrecidas y sin ventanas, como los decorados de un gigantesco teatro incendiado. El acueducto de acero del tren elevado, vías y puentes despedazados una y otra vez por las bombas, caídos, convertidos en grotescas esculturas, reducidos a pequeños y brillantes terrones al rojo vivo entre mares de llamas.
El Mercedes traquetea durante poco más de un kilómetro a lo largo de Billstrasse, y después el camino queda bloqueado por la fachada de una casa que se ha derrumbado hacia delante. Maschke aparca trabajosamente junto a los escombros, detrás de un Jeep británico y del vehículo del experto en pruebas.
Cuando Stave baja, casi pisa una cruz torcida hecha con maderos claveteados al pie de la montaña de ruinas.
«Nuestra madre, Meta Krüger. 27-28/7/1943», se lee en ella. Seguramente estará todavía bajo los escombros, piensa el inspector jefe. Enseguida le da la espalda.
A unos doscientos metros, al otro lado de las ruinas y hacia la derecha, se ve centellear la capa de hielo de un metro de grosor que cubre el canal del Bille. En algún lugar, un tubo de estufa partido atrapa el viento y resuena como un órgano tenebroso entre las ráfagas. No hay ni rastro de vida; ni siquiera se ve una rata o una corneja. Con todo, después de trepar por un muro deshecho en grietas, Stave capta un movimiento: agentes, figuras de abrigos largos y sombreros bien calados, uniformes británicos.
—Allí es —dice Maschke, aunque no hacía falta.
Stave saluda con un movimiento de cabeza. MacDonald ya está allí; el doctor Czrisini, el fotógrafo y experto en pruebas, también a la mayoría de municipales y policías militares británicos los conoce de vista. Stave se inclina hacia delante y contempla el hueco de un elevador, de unos cuatro metros por tres y con paredes de mampostería. El suelo queda a un metro y medio por debajo del nivel de los escombros, negro oleaginoso a causa de la vieja grasa lubricante. Hay una niña tendida con la espalda contra el suelo sucio, desnuda. Pelo castaño claro cortado a lo garçon, ojos marrones grisáceos que miran al vacío.
—Marcas finas de estrangulamiento en el cuello —murmura el doctor Czrisini—. En el antebrazo derecho, una cicatriz de unos dos centímetros de largo curada hace tiempo. Dentadura completa, estado de nutrición satisfactorio. Aproximadamente un metro diez de estatura. Entre seis y ocho años, estimo.
—¿Cuándo murió? —murmura Stave, intentando no perder la calma.
—Después de la autopsia podré saberlo con más exactitud, pero por lo menos hace doce horas que está muerta. Tal vez incluso más, con este frío.
—Con este frío, sí —susurra el inspector jefe—. ¿Señales de forcejeo? ¿De algún tipo de violencia?
—Por lo que se aprecia a simple vista, no; pero también eso lo sabremos pronto con mayor certeza.
—Y por lo demás, ¿como siempre? ¿Ninguna peculiaridad?
El fotógrafo y experto en pruebas se acerca a ellos sosteniendo algo en un pañuelo.
—Lo hemos encontrado junto a la víctima. Puede que le perteneciera, aunque también es posible que estuviera ahí por casualidad.
El inspector jefe niega con la cabeza. Un cordel rojo de más o menos medio dedo de largo.
—¿Qué es?
—No tiene usted hijas —comenta el fotógrafo, que se permite una pequeña sonrisa—. Este cordel podría ser de un spencer, una especie de chaqueta regional corta. La llevaría una niña de esa edad.
Stave le indica por señas a un municipal que se acerque.
—Vaya a la comisaría más cercana y póngase en contacto con el director de la Jefatura S. Que envíe investigadores de paisano a todos los puntos de estraperlo de la ciudad, enseguida. Y que detengan a todo el que quiera vender una chaqueta regional de niña con cordones rojos.
El agente se despide con un saludo militar y se aleja tropezando por los escombros.
Stave mira alrededor.
—La niña no podía vivir aquí. Las casas habitadas más próximas están a varios cientos de metros.
—O sea que el asesino la ha traído a este solar —añade Maschke.
—O la pequeña había venido a buscar carbón y se ha encontrado con su asesino —tercia MacDonald—. Parece que no era la única niña que se paseaba por la zona.
Cuando los otros dos le dirigen sendas miradas interrogantes, aclara:
—Al llegar los primeros policías después del aviso del guarda del barco, han encontrado a un muchacho que afirmaba estar buscando carbón. Desconozco si ha visto a la víctima.
Stave asiente.
—Bien. Entonces le haremos al guarda las preguntas habituales. Después hablaremos con ese chico.
El guarda del barco se llama Walter Dreimann, tiene cincuenta y tres años, es delgado y, por la expresión de su cara, parece que tenga una úlcera. O quizá sea que todavía no ha digerido la visión de la niña muerta, piensa Stave.
—¿Estaba recogiendo carbón? —pregunta el inspector jefe.
—Estaba paseando —contesta Dreimann, medio lloroso y medio ofendido.
—¿Lo hace a menudo?
—Todos los días. Menos las últimas dos semanas, que he estado visitando a mi madre, en Lübeck. Ya se lo he explicado a su compañero.
—Pero, antes de la visita a su madre, ¿paseaba usted todos los días por la zona? —insiste Stave mientras pasa hojas de su cuaderno.
Dreimann asiente con la cabeza.
—¿Y también venía aquí, a este solar en ruinas?
El guarda contesta sin tener que pensarlo mucho.
—Es mi camino de siempre.
—¿Cuándo fue la última vez que estuvo aquí…, antes de ir a Lübeck?
—Debió de ser el 18 o el 19 de enero.
—Y ese día, ¿no había nada aún en el hueco del elevador?
—¡Pues claro que no! —Dreimann lo mira indignado—. ¿Acaso cree usted que no habría dicho nada si ya hubiese visto entonces a una niña muerta?
—¿La conocía usted?
—No.
—¿Está completamente seguro? ¿Quiere ver a la víctima una vez más?
La tez de Dreimann se pone de color verde.
—Ya la he visto bastante.
Stave se arranca una sonrisa amable.
—Puede usted irse.
El inspector jefe echa una mirada a ese paisaje desolado. El fotógrafo está recogiendo su equipo. Dos empleados con abrigos oscuros sacan del hueco el cadáver rígido, congelado, y lo meten en un féretro. Como durante la guerra, piensa Stave, cuando durante las semanas posteriores a cada ataque aéreo recuperaban pequeños cadáveres entre las ruinas. Pero ahora tenemos paz, maldita sea.
De pronto se queda de piedra. Algo destella en el grasiento suelo del hueco del elevador, algo que los zapatos de los empleados de la funeraria deben de haber despegado del lodo. Algo plateado.
—¡Recoja eso! —le dice al experto en pruebas señalando el objeto.
Un minuto después, el inspector jefe tiene en las manos un medallón recubierto de grasa. Del tamaño de una moneda de diez peniques. Le falta la cadena. El reverso está liso y sin decorar. En el anverso saltan a la vista una cruz y dos dagas.
—Nuestro asesino comete errores —dice Stave.
—Los medallones se llevan al cuello —murmura MacDonald—. Seguramente en los últimos dos ataques se rompería la cadena mientras el asesino todavía tiraba del alambre. Ha desvalijado a sus víctimas, pero ese pequeño disco de plata se le ha pasado por alto.
—O lo ha colocado él ahí —plantea Maschke—. Como una especie de tarjeta de visita.
—¿Un loco que nos propone adivinanzas? —Stave se frota la cara con la mano derecha. Está cansado. No quiere creer en esa teoría, aunque solo sea porque no es capaz de imaginarse teniendo que entrar en los procesos mentales de un desequilibrado para predecir sus siguientes pasos. No seas tan poco profesional, se advierte—. ¿Por qué no hemos encontrado entonces ningún medallón junto a la muchacha?
—Quizá el asesino va desarrollando su estilo sobre la marcha —responde Maschke—. O puede que sí dejara un medallón junto a la primera víctima, y simplemente fuimos demasiado torpes como para encontrarlo.
Otra vez un reproche, piensa Stave. Como sigas así, hago que te trasladen otra vez a patrullar las calles. Aunque sea lo último de lo que me encargue.
—De todas formas, la hipótesis de MacDonald me parece más probable —comenta—. Así pues, por lo menos el viejo y la niña están relacionados. Llevaban el mismo medallón. ¿Es posible que sean familia?
—¿Y la muchacha? —pregunta Czrisini.
—Quizá también ella llevaba un medallón. Solo que en ese caso el asesino lo encontró y lo robó… O es cierto que fuimos demasiado torpes y no lo hallamos. Volveré a enviar a alguien a Baustrasse para que busque entre los escombros.
—Si los medallones cayeron durante el ataque —dice MacDonald, insistiendo en su idea—, su hallazgo implica que las víctimas fueron asesinadas donde las hemos encontrado. Si no, esos colgantes no estarían aquí.
—Pero si se trata de una señal del asesino, entonces no implica nada de nada —objeta Maschke—. Podría haber estrangulado a sus víctimas en cualquier otro lugar. Después del crimen, simplemente busca un escondite apropiado entre las ruinas y deja los cadáveres con su especial nota de despedida personal.
—No deja a ninguna víctima en el mismo lugar que las otras, sino que busca cada vez un nuevo solar en ruinas —añade Stave con un suspiro—. Ya ha estado usted en la Oficina de Desescombro: ¿cuántos edificios en ruinas hay que nuestro asesino pudiera contemplar como posibles lugares de depósito?
El agente de Orden Público se encoge de hombros.
—¿Cientos? ¿Miles? Podemos descartar unos cuantos barrios acomodados como Blankenese: allí hay poca destrucción. También un par de zonas como el puerto: muchas ruinas, pero de entrada exclusiva para los británicos. Allí nadie puede entrar sin llamar la atención. Por lo demás, ¡hay donde escoger en el mayor solar de escombros de Europa!
—Tal vez el asesino quiera que encontremos a sus víctimas —propone MacDonald—. Quizá es algo así como un desafío para nosotros. ¿Una provocación?
Stave levanta la mano.
—No saquemos conclusiones precipitadas. El asesino solo puede esconder los cadáveres, que tarde o temprano serán descubiertos. ¿Cómo va a hacer desaparecer los cuerpos? ¿Tirándolos al agua lastrados con un par de bloques de hormigón? Hasta el Elba está cubierto por un metro de hielo, el Alster y el Fleete están congelados hasta el fondo. ¿Enterrándolos? El suelo está duro como una piedra con este frío. ¿Incinerándolos? En Hamburgo ya casi no queda gasolina ni carbón, y apenas algo de madera. En ese sentido, el invierno es un aliado de la Policía: ningún asesino puede deshacerse de sus víctimas. —Stave se yergue—. ¿No teníamos otro testigo?
El teniente sonríe con acritud.
—Tal vez. He enviado al chaval a un camión con un policía militar. Allí no hace tanto frío, y el chico no tiene por qué ver todo esto. —Señala a los operarios del ataúd, que justo entonces desaparecen entre dos muros con su liviana carga.
—Quizá sí —rezonga Stave, y les hace una señal a los hombres oscuros para que dejen el féretro.
MacDonald levanta la voz para dar una orden en inglés. Un policía militar les trae entonces a un chico flaco que casi se pierde dentro de un abrigo de hombre que le queda demasiado grande; pelo castaño e hirsuto, puede que con piojos, una erupción con postillas en el cuello. Le falta un incisivo.
—¿Cómo te llamas? —pregunta Stave, y le hace una señal al británico para que no le acerque demasiado al chaval.
—Jim Mainke.
—¿Jim?
—Wilhelm.
—¿Edad?
—Dieciséis años.
—Buen intento. ¿Edad?
—Catorce. En verano cumplo los catorce.
—¿Dónde vives?
Wilhelm Mainke señala vagamente hacia el paisaje en ruinas.
—¿Con tus padres?
—Por suerte no —contesta el chico, sonriendo—, porque entonces estaría en el cementerio de Öjendorf.
Al inspector jefe le molesta esa respuesta tan descarada, pero no pierde los nervios.
—¿Tengo que sacarte las palabras con sacacorchos? ¿O eres capaz de decir más de dos frases seguidas?
Mainke pone ojos de exasperación.
—Mi padre trabajaba en los astilleros de Blohm und Voss, mi madre era ama de casa. Los dos cayeron en 1943 durante un bombardeo. Yo estaba en el campo con mi abuela, evacuado. Pero mi abuela murió el año pasado, así que he vuelto a Hamburgo. Vivo en un sótano de Rothenburgsort, con unos amigos.
Eso es lo que más o menos había supuesto Stave. Más de un millar de niños sin padres vagabundean por Hamburgo, huérfanos de las bombas, hijos de refugiados que se han perdido, desplazados que se han escapado. Algunos forman bandas y luchan literalmente por seguir con vida, otros reúnen carbón, se dedican al pillaje en los solares en ruinas, trabajan como recaderos para los estraperlistas o se ofrecen en las estaciones.
—¿Vienes mucho por aquí? —le pregunta.
—Claro. Me conozco bien el puerto. Antes, alguna vez me dejaban venir a ver a mi padre a los astilleros. Ahora recojo carbón.
—¿Cuántos niños más suelen venir?
Mainke se encoge de hombros.
—Por aquí se pasean unos cuantos. Treinta, cuarenta, creo. Ahora algo menos, hace mucho frío.
—¿Y esta mañana habías vuelto a las andadas?
—Sí, hasta que me ha detenido la patrulla.
—¿Has visto a la niña muerta?
Mainke niega enseguida con la cabeza.
—Cuando he aparecido por aquí, los municipales ya habían llegado. No me han dejado acercarme.
—Pero ¿sabes por qué está aquí la Policía?
El chico asiente.
—Uno de los policías militares me lo ha dicho.
—¿Viniste también ayer?
—No, primero tenía que conseguir algo que echarme al buche. Hace lo menos dos o tres días desde que estuve aquí por última vez.
—¿Puede ser que la niña ya estuviera dentro del hueco del elevador y que tú no te fijaras?
El chico sacude la cabeza con indiferencia.
—Podría hacer años que estaba ahí y yo no la habría visto. Siempre voy cerca de la orilla, allí se encuentran carbones si tienes suerte. En cuanto he recogido unos cuantos, me largo. No merece la pena entretenerse más. No merece la pena rebuscar entre las ruinas. Aquí ya no se encuentra nada.
—Salvo una niña muerta.
Jim Mainke se queda callado.
Stave suspira.
—Siento tener que hacerte esto, pero vas a tener que acompañarme.
—¿Me va a detener?
—Algo parecido, pero ahora no me refiero a eso.
El inspector jefe lleva al chico hasta el féretro, donde los dos operarios esperan fumando, helados de frío. El policía militar observa a Stave con desconfianza, le dirige una mirada a MacDonald y no se relaja hasta que el teniente asiente casi imperceptiblemente.
Stave levanta la tapa del ataúd por la parte de la cabeza.
—¿Conoces a esta niña?
Mainke no vomita, ni siquiera palidece, sino que mira el cadáver con detenimiento. Tanto tarda, que al final el inspector jefe se cansa y vuelve a dejar caer la tapa sobre los ojos vacíos de la víctima.
—No la había visto nunca —dice el chico.
Stave les hace una señal a los operarios para que vuelvan a levantar su carga y desaparezcan de allí.
—¿Qué piensa hacer conmigo? —pregunta Mainke—. ¿Puedo seguir buscando carbón?
—Eres demasiado joven. Ni siquiera puedo dejarte marchar solo. Dos municipales te llevarán a Rauhes Haus. —Un barracón provisional en Harburg donde acaban todos los niños sin padres que encuentra la Policía. Un antiguo cerrajero hace las veces de director y se ocupa del orden; algunos voluntarios, cristianos idealistas, se ocupan de las niñas y los niños, los despiojan y los bañan, les curan los arañazos y demás enfermedades, les dan una sopa caliente y una cama limpia. A pesar de eso, la mayoría de los chavales vuelven a escaparse al cabo de pocos días.
Mainke da media vuelta y echa a correr tras el policía militar.
—¿Cómo es que te haces llamar Jim? —pregunta Stave alzando la voz.
El chico se vuelve para mirar atrás, y esta vez hay una auténtica sonrisa infantil en su rostro.
—Tengo un tío en América. De verdad. En Nueva York. Me iré allí en cuanto vuelva a haber barcos grandes en el puerto.
—Mucha suerte —susurra Stave, pero Mainke ya no lo oye.
—¿Un testigo?
Stave gira sobre sus talones al oír la voz de su superior: se encuentra a Cuddel Breuer justo enfrente.
—Parece ser que no. El chico ha aparecido por aquí cuando ya había varios agentes en el lugar del hallazgo.
—¿Y por lo demás?
«Lo de siempre», está a punto de responder el inspector jefe, pero en el último momento cambia de opinión. Refiere sucintamente lo que han descubierto.
—¿Cree que ha vuelto a ser el mismo asesino? —le pregunta Breuer.
Stave duda, inspira hondo y luego asiente con la cabeza.
—Sí. Parece que hay un vínculo entre las víctimas números dos y tres. Miembros de la misma familia, supongo yo, aunque todavía no podemos demostrarlo. Las circunstancias de los ataques son significativamente similares: los estrangularon con un lazo fino, los desvalijaron hasta dejarlos desnudos, los depositaron en un solar de escombros. Además, también es posible que la pequeña fuese asesinada el mismo día que las otras dos víctimas.
—¿Un asesino que liquida a una familia entera? —Breuer mira alrededor—. ¿Queda algo por hacer aquí?
—El experto en pruebas lo repasará todo una vez más, pero el resto no tenemos por qué quedarnos.
—Bien. Pues volvamos a la Central. Yo lo llevo.
Stave sigue al jefe hasta su viejo Mercedes. Conduce el propio Breuer. Lo hace deprisa, impasible, con seguridad: enseguida deja atrás a Maschke en su coche patrulla con radio.
—Ahora ya son asesinatos en serie —dice Breuer sin apartar la vista del parabrisas.
—Eso parece, por desgracia.
—No podremos seguir manteniéndolo en secreto. Las características de los asesinatos, los carteles solicitando la identificación de las víctimas: tarde o temprano un periodista atará cabos y sacará de aquí una historia.
—Eso no se puede controlar.
—Ya no, por suerte. Es el precio de la democracia made in Britain. En general hemos salido ganando, también usted y yo personalmente, Stave. Y aun así, en este caso en concreto casi desearía que regresaran los viejos tiempos, cuando podíamos ordenarles a esos gacetilleros lo que tenían que publicar y lo que no.
—Ni siquiera eso nos serviría de nada. La gente hablará. Circularán rumores. Creo que prefiero un artículo en el periódico, así por lo menos sé a qué atenerme.
—¿Y a qué se atiene?
Stave se encoge de hombros.
—No podrán publicar más de lo que sabemos, y es bastante poco.
Breuer lo mira por primera vez, aunque en ese momento está torciendo para entrar ya en la plaza de la Central.
—Tenemos a un asesino en serie que probablemente ataca en solares de escombros, o por lo menos así lo entenderá la mayoría. Todo Hamburgo es un enorme solar de escombros. Peor aún: las víctimas son una mujer, un anciano y una niña. ¿Qué interpretará la gente? ¿Que todos ellos pertenecían a una familia respetable? ¿Que han sido víctimas de un drama privado? No. Interpretará que puede tocarle a cualquiera. Que corren peligro mujeres y hombres y, lo más espantoso, también los niños. Que se trata de alguien que puede abalanzarse en casi cualquier rincón de esta ciudad sobre casi cualquiera de sus habitantes. Eso, eso es lo que interpretarán.
—Y puede que tengan razón —masculla Stave.
—Todo ello hace que el trabajo no sea precisamente sencillo. Su trabajo. Que acabe de pasar un buen domingo, inspector jefe.
Stave baja del coche, se despide con un gesto de la cabeza, cierra la pesada puerta del Mercedes, que enseguida se aleja a toda velocidad.
—Que pase un buen domingo —susurra Stave, y luego entra en el edificio. No parece que vaya a tener tiempo de regresar a la estación central a preguntar por su hijo.
Ni siquiera consigue llegar sin interrupciones a su despacho. Entre los pilares aparece una sombra que se le acerca: un hombre joven, recién afeitado, vivaracho, con un bloc de notas y un lapicero en las manos teñidas de azul a causa del frío.
—Ludwig Kleensch, de Die Zeit —se presenta—. ¿Podría hablar un momento con usted?
Stave tiene que decidirse deprisa. ¿Deja plantado al periodista? ¿Habla con él? Los británicos han vuelto a permitir la publicación de diarios y semanarios. La mayoría pertenecen a partidos políticos y se restringen al ámbito de Hamburgo. Die Welt es suprapartidista y se distribuye en toda la zona de la ocupación, igual que Die Zeit, la primera hoja semanal en conseguir licencia de las autoridades británicas. Incluso los diarios salen este invierno con tan solo cuatro o seis páginas, y únicamente dos veces por semana. El papel amarillento, en el que se nota la pasta de madera —como el de esos baratos cuadernillos de colorear para los niños de antaño—, es demasiado escaso.
El inspector jefe hace sus cálculos: hoy es domingo, tendrá tranquilidad hasta el jueves, cuando salga Die Zeit, siempre que ese tal Kleensch sea el único periodista que se haya puesto ya a seguir el asunto.
—Bien —dice. Intenta ofrecer una sonrisa sin conseguirlo, pero le sujeta la puerta abierta al reportero—. Por lo menos en mi despacho no se le congelarán las manos.
Kleensch asiente con gratitud, sorprendido también por tanta deferencia.
—Quisiera hablar con usted sobre el asesino de los escombros —dice cuando ya están arriba.
—¿El asesino de los escombros?
—Así voy a llamarlo. Tiene bastante gancho. ¿O preferiría quizá «el estrangulador»?
Stave prefiere no contestar, también prefiere no preguntar cómo se ha enterado ya el periodista de todo eso: por ejemplo, de que es Stave quien lleva el caso. Piensa en esas páginas de letra apretada en las que se apiñan notificaciones, anuncios de bodas, esquelas y todas las noticias del mundo. Kleensch no dispondrá de demasiado espacio. ¿Podría su artículo pasar desapercibido a los lectores? De todos modos, después de doce años de censura nazi no queda ya nadie que crea en lo que dicen los periódicos.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Kleensch se inclina hacia delante y murmura en un tono algo amenazador:
—Ya he comunicado a mi redacción que se trata de un asunto gordo.
El inspector jefe asiente con resignación. Después informa sucintamente de los casos, le proporciona al periodista copias de los carteles de búsqueda, le explica también cómo ha actuado Investigación Criminal hasta el momento. Solo se calla lo que tiene pensado hacer a continuación. Eso, presiente, parecería bastante triste.
—¿Habrá más crímenes? —quiere saber Kleensch. No deja de hacer diligentes anotaciones sin apartar ni una vez la mirada de su bloc.
Condenada pregunta, piensa Stave, pero entonces se da cuenta de que es una trampa. Si dice: «No puede descartarse», el periodista citará sus palabras. Mal asunto.
—Esperamos atrapar al asesino en el transcurso de los próximos días —responde, por tanto.
Kleensch le ofrece una sonrisa a medio camino entre la aprobación y la decepción. Le deja una tarjeta de visita impresa en el mismo papel deslucido que el periódico.
—Si hubiese alguna novedad, le estaría muy agradecido de que me llamase. No quisiera publicar nada que no deba.
El periodista le da la mano, abre la puerta y prácticamente tropieza con el doctor Czrisini. Lo mira con curiosidad, pensando sin duda en una pregunta, pero luego decide no hacerla y se va.
El forense entra en el despacho. Unos instantes después lo sigue también Maschke; Stave presume que se ha escondido en algún sitio hasta que ha visto desaparecer al periodista por el pasillo. Al final se presenta también MacDonald y, tras él, Erna Berg. ¿Quién la ha avisado?, se pregunta Stave, pero no dice nada.
—Prepararé un té —exclama ella sonriendo.
El inspector jefe revuelve en su escritorio hasta que encuentra un plano grande de la ciudad, que empieza a desdoblar con cierto trabajo. Está impreso en la posguerra: sombreadas en gris sobre rojo, las zonas que han sido bombardeadas. Son bastantes. Stave cuelga el plano con chinchetas en una pared del despacho, después clava tres alfileres de cabeza roja en tres superficies sombreadas: los lugares donde se han encontrado los cadáveres.
Los demás lo observan en silencio. Maschke fuma, Czrisini parece estar contemplando una operación interesante, MacDonald tiene la mirada del militar que planifica la campaña, Erna Berg —con una tetera humeante en las manos— se ha quedado en el umbral y mira el plano con espanto.
—Ataca por todas partes —susurra.
—Tres veces no es por todas partes —objeta Stave con algo más de severidad de lo que pretendía—. ¿Cómo podrían estar relacionadas las víctimas? —pregunta, y mira a Czrisini.
El forense asiente con cautela.
—¿Un abuelo, su hija y la nieta? Es posible. Por edad podría encajar: siempre que a la primera víctima, la muchacha, le calculáramos el límite superior de la franja de estimación de años. Le calculo un máximo de veintidós. Si a la niña le calculamos el límite inferior, seis años, tendríamos entonces a una madre muy joven. Y al padre de esta, muy mayor, puesto que tenía alrededor de setenta años. También es posible que la primera víctima y la última fueran hermanas, con unos diez años de diferencia entre las dos. El anciano sería entonces su abuelo. Personalmente me parece más plausible, aunque no muy probable. Además, ¿cómo puede demostrarse eso? De momento no he encontrado ninguna característica claramente hereditaria, como lunares.
—Pero ¿tampoco tenemos nada que excluya un parentesco entre las víctimas?
—No.
—Aparte de haberlas encontrado en lugares diferentes —añade Maschke, y señala el plano con su cigarrillo encendido—. Las víctimas estaban alejadísimas entre sí. Si eran una familia, debían de vivir todos juntos. Por lo menos la niña y la madre vivirían juntas, o las dos hermanas, si es que de verdad eran hermanas.
—O vivirían con el abuelo —propone MacDonald—. Igual que ese niño, Mainke, que fue acogido por su abuela.
—No podemos descartar nada —dice Stave, y se pasa una mano por la cabeza—. Supongamos que eran familia. Supongamos que los asesinaron a todos en el mismo sitio. Recordemos: el lugar del hallazgo no tiene por qué ser el lugar de los hechos. ¿No sería incluso posible que los mataran a los tres en el mismo momento? ¿Y que luego el asesino los depositara en lugares diferentes de la ciudad? ¿Para borrar su rastro?
Czrisini duda.
—Tanta frialdad resulta difícil de creer —murmura, pensativo, apenas contamos con antecedentes comparables. Pero sí sería posible: el mismo momento de la muerte, somos nosotros quienes los hemos encontrado en días diferentes. Con la muchacha y el viejo estoy bastante seguro, de la niña pronto sabré algo más.
Stave se imagina el cuerpecillo sobre la mesa de acero del forense, y enseguida aparta la vista hacia la ventana. Hay ciertas cosas sobre las que es mejor no pensar en detalle.
MacDonald suspira.
—Eso podría querer decir que hay más cuerpos repartidos por ahí y que todavía no los hemos encontrado: el padre, la abuela, más hermanos de la niña…
—Sin embargo, a mí me parece más probable que las víctimas no tengan nada que ver entre sí —dice Maschke, y gesticula de tal manera con su cigarrillo que la brasa se acerca peligrosamente al plano—. Estaban todos en solares de escombros, puede que estuvieran buscando algo, puede que solo quisieran tomar un atajo. Allí los espera escondido el asesino. El lugar del hallazgo es el lugar de los hechos. El medallón es la firma de un desequilibrado.
—Eso querría decir que las víctimas pertenecían a tres familias diferentes, que vivieron en tres lugares distintos. Pero entonces se habría presentado por lo menos una persona para identificar a alguien —murmura Stave—. Lo que no puede ser es que en mitad de Hamburgo mueran tantas personas asesinadas y que nadie las eche de menos.
—Con la niña todavía no lo sabemos —le recuerda el doctor Czrisini.
—Sí —reconoce el inspector asintiendo con la cabeza—. Imprimiremos un nuevo cartel. Maschke, ocúpese usted: la mayor tirada que le permitan. Incluya también la foto del medallón. Póngase en contacto con los departamentos de todas las grandes ciudades, también en el este. ¡Quiero que esta vez nuestros carteles cuelguen hasta en la zona soviética!
Todos se sobresaltan cuando suena el teléfono en la antesala. Erna Berg sale a toda prisa, dice unas palabras y vuelve a colgar.
—Los agentes de Lübeck —exclama dirigiéndose al inspector jefe—. La madre del guarda del barco confirma que su hijo fue a visitarla estas dos últimas semanas. Un vecino de la madre también lo vio.
—Habría sido demasiado fácil —comenta Stave, y hace una anotación en su cuaderno.
—¿Y ahora? —pregunta MacDonald.
—Seguiremos trabajando con tres hipótesis —contesta Stave—. Si nos las estamos viendo con un asesino que ataca entre los escombros para desvalijar a sus víctimas, tarde o temprano aparecerá en el mercado negro algún objeto que podamos relacionar con alguna de ellas. Puede que por fin alguien vea a algún sospechoso en algún edificio en ruinas. O que algún traficante o un chulo oiga algún rumor. Es posible que durante los próximos días logremos identificar por lo menos a una de las víctimas. Por último, tampoco es impensable que atrapemos a ese tipo con las manos en la masa. En algún momento daremos con él.
»Hipótesis número dos: un desequilibrado ataca y firma sus asesinatos con ese extraño medallón. ¿Alguna idea sobre cómo podríamos seguirle la pista?
—Tenemos que descubrir sin falta qué significa esa cruz con las dos dagas —responde el doctor Czrisini.
—Si se trata de un desequilibrado, entonces no parará de matar. Tardaremos más o menos, pero lo atraparemos —dice Maschke, esperanzado.
—Alguien lo atrapará, sí —repone Stave—. La pregunta es si seremos nosotros o nuestros sucesores en el puesto. —Enseguida ahuyenta ese asomo de pesimismo, no obstante, y se yergue—. Hipótesis número tres: alguien ha liquidado a toda una familia. En ese caso, puede que no haya más víctimas, ni más objetos ni testigos. O puede que sigamos encontrando cadáveres, pero todos asesinados en el mismo momento. Entonces no estaríamos buscando a una persona que ha desaparecido sin dejar rastro, sino a una familia entera, a la que por lo visto nadie da por desaparecida.
—Refugiados del este. O desplazados —murmura MacDonald.
—Ocupémonos primero de la niña —ordena Stave—. Tal vez con ella tengamos más suerte que con los otros dos. Quizá haya cuidadoras que la reconozcan, compañeras de juegos, maestros. La pequeña debía de ir a algún colegio. Recorreremos uno por uno los colegios y los hospicios que acogen principalmente a hijos de refugiados y desplazados.
De nuevo suena el teléfono. Stave, que a veces pasa días sin recibir ninguna llamada, mira molesto hacia el aparato negro. Su secretaria asiente con la cabeza, habla con educación, suspira, cuelga.
—De la Jefatura S —anuncia—. Han enviado a investigadores de paisano a todos los mercados negros. Por el momento nadie ha encontrado todavía un spencer, pero prometen que seguirán teniendo los ojos bien abiertos.
—Bien —contesta Stave, aunque en ese instante siente de repente la extraña certeza de que en el mercado negro nunca aparecerá una prenda de ropa llamativa. Porque alguien está destruyendo sistemáticamente todas las pruebas, se dice.
—Entonces, yo me ocupo de los carteles —confirma Maschke entre dientes, y desaparece.
—Yo tengo una cita en el Departamento de Patología —informa el doctor Czrisini—, el cadáver ya debe de haberse descongelado un poco. Aunque no creo que el examen de la niña me desvele nada que no sepamos ya. —Se despide esbozando una reverencia.
—Váyanse tranquilos a casa —les dice Stave a MacDonald y a Erna Berg—. Hoy ya no ocurrirá mucho más por aquí. —Los sigue a ambos con la mirada hasta que la puerta de la antesala se cierra tras ellos.
Stave se sienta a su escritorio y saca de un cajón una carpeta vacía de un verde sucio. Lentamente pasa a máquina el primer informe provisional, consigna la hora, el lugar del hallazgo, los nombres de los testigos, incluye todos los pequeños detalles de la víctima que le han llamado la atención. Después archiva el informe. Dos hojas de papel amarillento escritas a máquina. ¿Qué vendrá después? Una fotografía policial de la víctima. El informe de la autopsia del doctor Czrisini. ¿Y luego? ¿Es eso todo lo que queda de una vida? ¿Un par de hojas de papel mecanografiadas entre dos tapas de cartón? Y ni siquiera un nombre.
El inspector jefe cierra los ojos. Poco sirve de consuelo que en la última guerra murieran millones de personas que dejaron aún menos rastro que las tres víctimas de asesinato cuyos expedientes tiene expuestos ante sí en forma de abanico. Una mujer. Un anciano. Una niña. ¿Qué tienen los tres en común, además de su terrible final?
Evoca en su imaginación la imagen de la niña muerta, luego mira las fotografías en blanco y negro de los otros dos rostros, despiadadas en sus detalles. ¿Un parecido familiar? Es ilusorio: todos los muertos se parecen, en cierta forma. La misma mirada vacía, los rasgos faciales congelados para siempre.
El estrépito del teléfono lo sobresalta y lo saca de sus cavilaciones. Otra vez. ¿Quién sabe que aún sigue ahí? Descuelga el auricular con brusquedad, casi esperando que le anuncien la siguiente víctima.
Es Ehrlich.
—¿Cree que podría pasarse cinco minutos por mi despacho? —pregunta educadamente el fiscal.
—Desde luego —responde Stave.
La única respuesta posible para evitar aún mayores molestias.
El fiscal se está rascando la calva cuando entra Stave. En su despacho casi hace calor; el inspector jefe aspira con gratitud el aroma de un té recién hecho. La oficina tiene un aire de apartamento, piensa Stave, y se pregunta si Ehrlich no pasará allí todos los domingos.
—Es una auténtica lástima que tuviéramos que interrumpirlo en la estación —masculla Ehrlich, y señala la silla de las visitas—. ¿Había ido a preguntar por su hijo?
El inspector jefe se queda mirando al fiscal sin salir de su asombro. Siente que lo han descubierto haciendo algo bochornoso.
Ehrlich levanta las manos, conciliador.
—Es solo una suposición. Tengo entendido que su hijo está en paradero desconocido.
—Esa expresión tiene un sonido extraño —repone Stave.
—Y, sin embargo, en ella resuena algo más de esperanza que en «desaparecido», o que en un sencillo «se fue», ¿no le parece?
—Usted también tiene hijos —afirma Stave. El fiscal debe constatar que también él está informado de la vida privada de los demás.
Ehrlich asiente con aparente indiferencia.
—Dos. Están allí, en el internado.
Stave tarda unos segundos en comprender que Ehrlich se está refiriendo a Inglaterra.
—Son adolescentes. Una edad difícil. Y los últimos años no han sido sencillos: mi exilio, las humillaciones en casa, el fallecimiento de mi mujer.
«En paradero desconocido» por «desaparecido», «fallecimiento» en lugar de «suicidio»: a estas alturas, Stave ya ha leído algunos sumarios de Ehrlich y lo admira por la precisión y la economía de su lenguaje. Sin embargo, es algo que reserva para los acusados, como un arma que uno prefiere tener bien guardada cuando hay amigos delante. Cambia de tema, no quiere conocer detalles de las desgracias personales de Ehrlich y menos aún exponer las suyas. Le informa de manera concisa de lo que sabe sobre el nuevo asesinato.
—¿Le confiere eso una nueva dimensión al caso? —pregunta Ehrlich.
Stave guarda silencio y mira algo desconcertado al fiscal.
Este limpia meticulosamente sus lentes antes de explicar:
—Mujeres y ancianos mueren asesinados. Es una lástima, pero sucede todos los días. ¿Una niña, sin embargo? ¿No es una barrera psicológica más alta? ¿No cae con ello la última frontera moral?
—Si lo que quiere decir es que nos enfrentamos a un criminal al que debemos considerar capaz de cualquier cosa, entonces: sí, también yo lo creo —afirma Stave—. No tiene escrúpulos.
—A la mayoría de los asesinos que se atreven con niños los empujan sentimientos que no pueden contener, matan siguiendo instintos básicos. Madres desesperadas con un gran desequilibrio mental. Hombres que atacan movidos por atroces arrebatos de ira o por sed de venganza. Pero en este caso el asesinato ha sido tan…
—… metódico —termina Stave la frase—. Los hechos se han desarrollado a sangre fría, con una técnica a prueba de fallos, y disculpe la expresión, por favor. Después, las pruebas se destruyen sistemáticamente.
—¿No le recuerda a algo? —pregunta Ehrlich con voz suave.
—A los campos de concentración —responde el inspector jefe sin dudarlo—. La Gestapo. Grupos de asalto. Las SS. Hombres que al matar ya no hacen ninguna distinción en cuanto al sexo o la edad de sus víctimas. Asesinatos sistemáticos que siguen siempre una misma técnica. Cadáveres que se entierran o se convierten en humo, expedientes que desaparecen, campamentos que se desmantelan antes de la llegada de los Aliados.
—No llega a ser una pista —dice Ehrlich, ensimismado—, pero considerémoslo el atisbo de una pista.
—Los vigilantes de los campos de concentración ya están en los tribunales —le recuerda Stave innecesariamente.
El fiscal lo mira con unos ojos medio ofendidos y medio compasivos.
—Pocos. Los que hemos podido atrapar. Hasta la mayor parte de los vigilantes de Auschwitz corren libres por ahí. Igual que la mayoría de los matones de la Gestapo. Y ya ni hablemos de todos los miembros de las SS.
—¿Buscamos a un antiguo esbirro nazi que se ha mantenido fiel a su ideología asesina aun después de la caída del régimen y que ahora ha puesto en marcha una especie de campaña privada?
—Es posible. O a alguien que está eliminando sistemáticamente a testigos molestos de antiguos delitos.
Stave reflexiona un momento.
—Pero ¿de qué me sirve a mí eso? No puedo comprobar qué hizo cada uno de los habitantes de Hamburgo antes de 1945, uno por uno. Y aunque pudiera y conociera todos sus crímenes, ¿cómo los relacionaría con los asesinatos actuales? Ni siquiera conocemos la identidad de las víctimas. —Stave sacude la cabeza—. Es a través de las víctimas como llegamos a los asesinos. Si sabemos quiénes son, podemos sacar conclusiones, y es muy posible que estas nos conduzcan entonces a sus verdugos. Mi mayor esperanza en estos momentos es la niña muerta. Tenía que ir a algún colegio. De manera que habrá profesores o compañeras de clase que la podrán identificar. Los dos adultos puede que vivieran apartados del mundo, pero un niño siempre está rodeado de más gente.
—Buena idea —murmura Ehrlich, que saca un pliego de papel de cartas con su nombre impreso, destapa una pesada estilográfica Montblanc y escribe un par de líneas.
Stave lo contempla en silencio hasta que lo ve rubricar su firma con trazos enérgicos.
—Una carta de recomendación —explica Ehrlich al entregársela—. Por si la niña pertenecía a una familia de desplazados o judíos perseguidos, vaya primero a preguntar al Warburg Children’s Health Home, en Blankenese. Estas líneas le facilitarán la entrada. De todos modos, además de esto necesitará también una autorización de los británicos.
—¿Un hogar infantil?
—Un hogar infantil especial.
Stave desiste de hacer más preguntas. Asiente con la cabeza, dobla la carta con cuidado, se la guarda en el bolsillo del abrigo y lamenta haber enviado a MacDonald antes a casa.
—Iré a ver al teniente —anuncia—, ahora que todavía es de día. Con un poco de suerte, enseguida obtendré los papeles necesarios. Así, mañana a primera hora iré a preguntar a Warburg.
Se levanta y va hacia la puerta. Cuando ya la ha abierto, el fiscal lo detiene con un gesto.
—Muchas felicidades por su cumpleaños. Me he fijado en la fecha al ver su expediente personal.
—Gracias —murmura Stave, sorprendido. Es el primero que lo felicita en todo el día. Este año cumple cuarenta y tres.
MacDonald vive en una de las villas requisadas de la ciudad, en Innocentiastrasse, barrio de Harvestehude, «Zona A»: calles prácticamente intactas. Los británicos y los americanos quisieron matar con sus ataques aéreos sobre todo a trabajadores; la mayoría de las zonas de villas las dejaron indemnes. Probablemente también, sospecha Stave, porque en aquel entonces ya pensaban que después de la guerra sus oficiales necesitarían alojarse en un sitio adecuado a su rango. De camino a Harvestehude, el inspector jefe pasa por delante del Planten un Blomen, el que una vez fuera el parque más bonito de la ciudad. Todavía en 1944 se plantaron allí rosales nuevos que desde entonces florecen de un rojo radiante todos los veranos. Entre las rosas y los senderos para paseantes, sin embargo, la primavera anterior unos arados con bueyes abrieron surcos para plantar patatales. Ahora, el parque desfigurado yace bajo una capa de nieve vieja, marrón negruzco, blanco sucio y abandono.
En las calles colindantes hay carteles que rezan ¡PROHIBIDA LA ENTRADA A CIVILES ALEMANES! y ¡SOLO FUERZAS ARMADAS BRITÁNICAS! Policías militares británicos muertos de frío que lo miran con indiferencia. Villas prácticamente impecables, salvo por un par de tubos de estufa improvisados que salen de las ventanas de algunas mansiones. Árboles intactos en las aceras. Cubos de basura metálicos junto a las puertas. Todo está en calma entre las villas, donde casas y árboles frenan el ímpetu de las ráfagas glaciares. Solo de vez en cuando se oye el rugido del Jeep de alguna patrulla militar sobre el asfalto. Algunas personas se arrastran de un cubo de basura al siguiente: veteranos con una sola pierna, un hombre con una mochila y una niña de unos diez años de la mano, viejos; mujeres avergonzadas que, con la cabeza envuelta en pañuelos, ocultan su rostro como si fueran mendigas de Oriente Próximo. Levantan las tapas de los cubos, revuelven entre los desperdicios buscando patatas estropeadas, hojas mustias de lechuga, corazones de manzanas comidas. Un joven recolecta en la acera colillas pisadas de cigarrillos ingleses. Nadie habla, nadie levanta la mirada. Los policías militares les dejan hacer.
Señores coloniales, piensa Stave; los ingleses viven aquí como en la India o en África, y nosotros somos los nuevos culis. Solo que ningún indio ni ningún africano había hecho arder antes en llamas la mitad del mundo ni se había ganado con ello su propia humillación.
Innocentiastrasse: ramas peladas de arces jóvenes, Jeeps en las aceras; detrás, hileras de villas blancas de cuatro pisos y cincuenta o sesenta años de antigüedad. Desde alguna habitación sale música de jazz, la BBC tal vez, o un disco en un gramófono requisado.
En el número 28, el inspector jefe le enseña la identificación a un soldado que monta guardia en el portal y pregunta por MacDonald.
—Third floor, second left —responde el británico.
Es tan joven como mi hijo, piensa Stave, y en ese momento habría dado media vuelta y habría echado a correr bajo los arces, habría querido ir corriendo hasta la estación central. En lugar de eso, asiente con la cabeza y sube la ostentosa escalera cuidando de disimular su cojera ante la mirada del centinela.
Stave llama a la puerta. Nada. Llama otra vez. ¿Habrá salido el teniente? Ya está a punto de dar media vuelta cuando oye unos ruidos al otro lado, de modo que espera. MacDonald abre por fin. Lleva solo pantalones y camisa y va descalzo. Aunque en la villa hay calefacción, en realidad tampoco hace tanto calor como para eso.
MacDonald jadea al respirar, pero enseguida recupera visiblemente la compostura y se esfuerza por sonreír.
—¿Qué puedo hacer por usted?
Stave, que se ha dado cuenta de que el teniente intenta ocupar todo el umbral, da un paso atrás y tose. A toda prisa le habla de su visita a Ehrlich, del Warburg Children’s Health Home y de los pases británicos que se necesitan para entrar en él. Cuando todavía está hablando, percibe un movimiento tras los hombros de MacDonald, una sombra que cruza la habitación.
Erna Berg.
Stave hace como si no se diera cuenta y sigue hablando. El teniente lanza una mirada nerviosa por encima del hombro, mira después al inspector jefe sin saber si debe considerarse descubierto o no. Luego sonríe un momento, con timidez, hace un gesto vago, algo así como una disculpa.
—Me ocuparé de ello —promete—. Iremos juntos mañana, con mi Jeep llegaremos antes. Además, tengo curiosidad por ver si descubre algo. Pasaré a buscarlo por la Central de Investigación Criminal. Si quiere, podemos llevar también a Maschke.
—Gracias —dice Stave—. Que pase un buen domingo.
—Lo mismo le deseo a usted —exclama MacDonald, pero Stave ya ha dado media vuelta y se aleja. Tiene prisa por salir de esa casa.