Lunes, 27 de enero de 1947
Veintiséis grados bajo cero. Cuando Stave sale por la puerta del edificio a primera hora de la mañana, el viento lo alcanza como si fuera un puñetazo. Se sube la bufanda de lana para cubrirse el rostro y con la mano izquierda bien enguantada se frota la nariz para que no se le congele. El aire es tan seco que cada vez que inspira, le duele.
Antes de entrar de servicio, Stave se apresura al centro de distribución de raciones. Un nombre humillante. Tiene que recoger sus cupones del mes y luego correr a las tiendas a ver qué puede conseguir. Jabón, por ejemplo, no estaría mal. A cada adulto le asignan únicamente 250 gramos, para cuatro semanas. Como además hace demasiado frío y el combustible resulta demasiado caro para gastarlo en bañarse o ducharse, muchos ciudadanos de Hamburgo huelen igual que soldados recién llegados del campo de batalla: a sudor, mugre, ropa sucia, sarna. Stave no soporta la falta de higiene. Se lava con jabón, se ducha incluso siempre que puede…, aunque tirite de frío. Jabón, pues. Tampoco le haría ascos a un poco de café, pero seguro que de eso no habrá.
Se pone en la cola del centro de distribución. Figuras cansadas, nadie habla. Avanzan deprisa. Desde 1939, la mayoría de los alimentos y prendas de vestir solo se consiguen mediante cartilla de racionamiento. Los británicos le cambiaron el nombre al Ministerio de Alimentación del Reich y mantuvieron a los funcionarios que trabajaban allí; y, como todos los funcionarios, también estos llevan la burocracia al extremo. Ahora circulan ya 67 cartillas diferentes: 21 para consumidores de clases diferentes, 22 cartillas de suplementos, 14 autorizaciones especiales, dos tarjetas para una comida, dos cupones para leche, dos certificados de adquisición de patatas, tres cartillas de un día y una para huevos. Además de las de asignación especial. Cuando alguien tiene que ir al zapatero para hacerse un tacón nuevo, necesita una cartilla para suelas de zapatos.
Si me pudiera comer las cartillas, por lo menos estaría lleno, piensa Stave cuando, poco después, tiene en la mano su cartulina troquelada de color gris. Él es un consumidor normal sin suplementos. Con su cartilla, a la semana solo puede comprar 1,7 kilos de pan moreno adulterado con serrín, siete octavos de litro de leche (un brebaje de un blanco azulado), 2,5 kilos de nabos (porque ya no quedan patatas), 150 gramos de lonchas entre amarillentas y blancuzcas que quieren ser queso, 150 gramos de una masa flácida que se hace llamar carne, 100 gramos de sebo, 200 gramos de azúcar, 100 gramos de pegajoso sucedáneo de mermelada, 125 gramos de copos de soja. Fin de la ración.
En realidad, es un milagro que a nadie más se le haya ocurrido estrangular al primer conciudadano que encuentre y robarle hasta la ropa interior.
Una segunda cola: Stave espera frente a una casa medio destruida por las bombas en cuya planta baja hay un almacén que alguien ha rotulado con tiza como «Lechería» en el muro agrietado. Cuando por fin le llega el turno, la tendera, que aun en los tiempos que corren sigue estando sorprendentemente gorda, le pasa las miserables lonchas de queso envueltas en un trozo de periódico mugriento.
—La leche se nos ha acabado —informa con malos modos.
—¿Cuándo volverán a traer? —pregunta Stave, cansado.
—Tal vez mañana. O pasado.
Se marcha de la tienda sin despedirse. Ya me puedo meter la cartilla donde me quepa, piensa. Por lo menos no tengo ningún niño en casa. Entonces se espanta de lo que acaba de pensar y aprieta el paso para alejarse de allí, como si alguien pudiera haberlo oído.
Una vez que se ha ocupado de sus recados y ha guardado la escasa compra en el apartamento, Stave se va al despacho. No tiene prisa: el último lunes del mes todo el mundo está ocupado con sus cartillas y sus raciones. En la Central saluda a Erna Berg, que es la única que ha llegado antes que él en toda la planta. Stave se pregunta si ella habrá podido conseguir leche para su hijo, pero no se atreve a decirle nada.
El inspector Müller ha dejado un mensaje. «Motivo del medallón, desconocido. Sigo investigando».
¿De verdad lo hará?, se pregunta Stave. ¿O dejará que la fotografía del medallón se pudra en el archivo?
El informe de la autopsia también lo espera ya sobre el escritorio. Casi nada de lo que detalla el doctor Czrisini es nuevo. No obstante, ha encontrado más marcas de presión finas y rojizas, como las del cuello, alrededor de la muñeca izquierda del cadáver. El hombre, además, estaba circuncidado.
Poco después, también Maschke y MacDonald llegan a su despacho. Sobre el abrigo de Maschke se evaporan finas capas de escarcha y nieve, y tiene la cara enrojecida.
—Ayer volví un momento al lugar del hallazgo —informa—. Unos agentes empezaron a registrar los escombros con las primeras luces, pero no encontraron nada que no hubiéramos visto ya por la noche.
Stave señala el informe de la autopsia y comenta con ambos lo de la circuncisión y las marcas de presión de la muñeca.
—¿Un judío? —pregunta MacDonald.
—¿Y el medallón en el cuello con una cruz grabada? —Stave sacude la cabeza—. Eso no encaja.
—Tampoco yo lo creo —coincide con él Maschke—. Cada vez que en Orden Público organizamos una redada en un burdel, siempre pillamos a unos cuantos clientes aún en la cama. No creerían la cantidad de hombres a los que he visto como Dios los trajo al mundo, y cuántos estaban circuncidados. Entre ellos, buenos cristianos, y seguramente también algún que otro miembro del Partido.
—Yo imagino —sigue diciendo Stave— que el viejo iba caminando por Collaustrasse, despacio, ya que estaba impedido. La calle se estrecha a causa de las montañas de escombros, porque los cascotes cubren casi toda la acera. No hay iluminación. El asesino lo espera escondido en el punto en que el sendero que cruza las ruinas desemboca en Collaustrasse. Abate allí a su víctima, le echa al hombre inconsciente el alambre alrededor de la mano y lo arrastra hacia las ruinas para apartarlo de la calle.
—Es lo que hacen algunas arañas —comenta MacDonald.
Maschke le lanza una mirada molesta; Stave no se desvía del tema.
—Emboscada, ataque, traslado…, todo ello no le lleva más que unos segundos. Entre los escombros, donde puede estar bastante seguro de que nadie lo molestará, el asesino tiene más tiempo para sus verdaderas intenciones: estrangula al viejo con el alambre y luego despoja el cadáver hasta dejarlo en cueros. El bastón, la correa de cuero y el medallón se le pasan por alto.
—No hemos encontrado marcas de arrastre en el sendero —objeta Maschke.
—Los guijarros están tan congelados que parecen hechos de hormigón. La capa de nieve es fina como papel de periódico. El cadáver podía llevar allí tirado dos, tres días sin que nadie lo viera. Decenas de personas podrían haber pasado en ese tiempo por el sendero, así que las pocas marcas de la nieve habrían quedado borradas —repone Stave.
—¿Y ninguno de ellos vio a la víctima? —pregunta MacDonald.
—Estaba en un cráter, algo apartado. Desde el camino no se veía nada.
—Si de verdad el viejo iba por Collaustrasse y estaba tan impedido, entonces es que no vivía muy lejos de esa calle. Los chicos del laboratorio han estado ocupados y durante la noche han impreso decenas de copias de las fotografías. Esta mañana hemos interrogado a los vecinos. Ha sido bastante fácil, la mayoría estaba haciendo cola en el centro de distribución de raciones del barrio. Seguramente no hemos preguntado a todo el que vive allí, pero sí a buena parte de ellos y, por desgracia, nadie había visto nunca al viejo. Aunque a más de uno la foto del cadáver le ha quitado el apetito antes de desayunar. —Maschke suelta un suspiro.
—Pero si la víctima no vivía en la zona, ¿cómo es que fue a parar allí? —pregunta Stave.
—Alguien lo depositó en los escombros —presume Maschke—. A saber por qué tendrá esas marcas en la muñeca. Quizá el asesino lo ató primero y lo mató después. Quizá sí que lo arrastró de la muñeca hasta allí, pero ya post mórtem. Porque en algún momento y en algún lugar lo habría estrangulado, desnudado ya, luego lo llevaría furtivamente hasta esa montaña de escombros y… Fin.
—No nos olvidemos del bastón —advierte MacDonald—. Si es que pertenecía a la víctima, en cuyo caso sí sería un indicio de que el viejo llegó cojeando por su propio pie con el bastón hasta el lugar en que lo encontramos. Porque, lo atacaran en Collaustrasse o lo asesinaran en algún otro lugar, ¿para qué iba a llevar el asesino el bastón y dejarlo junto al cadáver, si le robó casi todo lo demás? En mi opinión, lo atacó en el sendero de los escombros, lo estranguló, lo desvalijó, y no vio el bastón. Porque, si no, también se lo habría llevado. Es un indicio de que el ataque tuvo lugar en la oscuridad. Lo cual tampoco es una sorpresa.
Stave observa al teniente durante unos segundos.
—Si alguna vez le interesa prosperar profesionalmente, debería entrar en Investigación Criminal —dice entonces.
—¿Y cómo se explican las marcas de presión en la muñeca? —pregunta Maschke—. Si el asesino acabó con el viejo en ese preciso lugar, entonces no había necesidad de atarlo ni de llevarlo a rastras desde ningún sitio.
MacDonald levanta las manos con una sonrisa.
—No tengo la menor idea.
Para él no es más que una especie de desafío intelectual, piensa Stave, pero no consigue enfurecerse con el joven oficial. Sigue siendo un buen motivo para resolver pronto el caso.
—No avanzamos —advierte—. Hay algo que no encaja. Imprimiremos mil carteles. Recorreremos uno a uno los centros de distribución de raciones, sobre todo en las inmediaciones del lugar del hallazgo. Hoy tenemos que ser especialmente rápidos, averiguar si alguien no ha recogido sus cupones. Visitar uno a uno a los médicos. Tal vez el viejo recibía algún tratamiento a causa de su enfermedad. Mientras tanto, yo redactaré un informe provisional para el expediente y luego nos ocuparemos del mercado negro.
Poco después está solo, tecleando con dos dedos en la máquina de escribir, a ratos más rápido, a ratos más despacio. Suena como una ametralladora encasquillada. Al terminar, le echa un vistazo a lo que ha escrito. «La oscuridad imprime un carácter muy particular a esos solares de escombros». Stave se sorprende de lo que acaba de redactar. Frases así no suelen colarse en sus informes para los expedientes. Me estoy volviendo un sentimental, piensa, y se pregunta qué tendrían que decir al respecto Cuddel Breuer o el fiscal Ehrlich. ¿Sería mejor cambiar la formulación, volver a escribirlo desde el principio? Qué tontería, ya pueden tomarlo por un romántico enmascarado si quieren. Suspira y guarda el expediente en el archivador.
Poco después, el despacho se queda pequeño. El primero en llegar es MacDonald. Maschke aparece luego y comunica que ha conseguido hablar con un par de rezagados en el centro de distribución de raciones: tampoco ellos habían visto nunca al viejo muerto.
Golpes en la puerta, saludos murmurados, el aire se vicia cada vez más: llegan un compañero del servicio de guardia de Investigación Criminal, otro de la Sección de Búsqueda de Personas Desaparecidas y Objetos Perdidos, del Departamento de Juventud, de la Sección Femenina de Investigación Criminal, y por supuesto también de la Jefatura S, creada ex profeso para la lucha contra el estraperlo.
Stave informa brevemente sobre los asesinatos, pero enseguida se da cuenta de que el caso ya se ha divulgado por toda la Central. Está bien que los compañeros compartan sus preocupaciones.
—Puede que en la redada demos con algo que perteneciera a una de las víctimas —dice para terminar—. Eso sería una pista.
El de la Sección de Búsqueda, un joven de tez pálida con ojeras de cansancio bajo los ojos, lo mira con escepticismo.
—No sabemos absolutamente nada de la identidad de los cadáveres. No sabemos qué les han robado. Es evidente que en la redada confiscaremos una gran cantidad de objetos, pero ¿cómo vamos a saber si alguno de ellos pertenecía a uno de los desconocidos?
Stave levanta las manos.
—En el mercado negro se vende de todo. Puede que alguien quiera deshacerse de una dentadura postiza. O de un suspensorio. En tal caso, me gustaría tener unas palabras con esa persona. Tal vez pesquemos a unos cuantos traficantes con cigarrillos americanos o aguardiente casero. Puede que no hayan tenido nada que ver con los asesinatos, pero en cuanto los tengamos sentados en la sala de interrogatorios tal vez recuerden algo. Quizá hayan oído a alguien decir que tenía ropa de muchacha para vender a buen precio, y luego también ropa de anciano. O un medallón con una cruz y dos dagas a los lados. No hay que hacerse ilusiones, lo reconozco, pero de alguna forma tenemos que seguir esas pistas.
—Lo mismo da. El mercado negro es el mercado negro y una redada nunca está de más. —El funcionario de la Jefatura S, al que la piel le baila tanto como un traje varias tallas más grande, se frota las manos—. Desde Navidad no hemos organizado ninguna importante. Ya va siendo hora de ver sudar otra vez a los señores del estraperlo. Además, mis chicos no pueden perder la práctica. Propongo que caigamos sobre Hansaplatz. Allí reuniremos a más clientes y mercancía que en ningún otro lugar.
Nadie le lleva la contraria.
Stave asiente. Si hay un sitio que parece hecho adrede para el mercado negro, es Hansaplatz: antaño una apacible explanada del barrio de St. Georg, rodeada de edificios altos, viejos apartamentos de alquiler pequeñoburgueses. Los edificios sobrevivieron casi intactos a la tormenta de bombas como de milagro; la estación central queda a tan solo unos cientos de metros. Correos y contrabandistas hacen llegar allí mercancía ilegal desde todas las zonas de la ocupación, incluso desde el extranjero. Primero a la estación, después los traficantes esconden la penicilina, los cigarrillos, el aguardiente y el café en los hoteles baratos de las inmediaciones de Hansaplatz o en algún apartamento. Los chicos de la Jefatura S han descubierto incluso grandes alijos en pensiones de mala muerte. Desde esos escondites seguros, la mercancía va goteando finalmente hacia la plaza, a la que cada día acuden cientos de ciudadanos de Hamburgo que necesitan cualquier cosa que no pueda conseguirse con la cartilla.
Ningún vecino de St. Georg denunciaría jamás a los estraperlistas ni a sus clientes, porque también para ellos hay algunas migajas: medio kilo de mantequilla como alquiler para el que ofrece una habitación de su casa y no pregunta qué es lo que hay en el interior de las cajas; una cajetilla de Lucky Strike para un par de muchachos que montan guardia; rebajas especiales en licores de destilación casera.
—¿Cuándo? —pregunta Stave.
—Hoy mismo —es la respuesta del hombre de la Jefatura S—. Para que nadie se huela nada. Denme algo de tiempo para convocar a mi gente y a un centenar de agentes uniformados más. Un par de camiones británicos para reunir a los hombres sin llamar la atención y no trasladarlos a St. Georg hasta el último momento. Pongamos las cinco de la tarde. A esa hora la gente sale de las oficinas y las tiendas, aquello está más que abarrotado y los estraperlistas buscan refuerzos. Además, ya estará oscureciendo. Cuando nos vean llegar, será demasiado tarde.
—Bien —dice el inspector jefe—. Yo iré a la plaza a las cuatro y media y me daré una vuelta por allí. A mí no me reconocerá nadie. Puede que alguien me llame incluso la atención. A las cinco, hacemos saltar la trampa y enviamos a toda esa gentuza a comisaría. Quiero interrogar esta misma noche a todos los que atrapemos. Y quiero una relación exacta de toda la mercancía requisada.
Los agentes salen de su despacho. Rostros satisfechos, instrucciones entre susurros. La fiebre del cazador.
Se tarda menos de media hora a pie desde la Central de Investigación Criminal hasta Hansaplatz. Stave echa a andar por el Lombardsbrücke con el cuello del abrigo subido y la cabeza gacha. El lago Alster Exterior, a su izquierda, es una gigantesca superficie de hielo blanco azulado sobre el que el débil sol de la tarde traza dibujos con su luz rosada. Dos niños con patines hacen piruetas, varias parejas pasean por el hielo con paso inseguro. Stave tuerce el gesto. La lisura del suelo es un buen pretexto para fingir que se da un resbalón y agarrarse al acompañante. Muy romántico, incluso a veinte bajo cero.
El camino más corto consistiría en ir hasta la estación y luego torcer a la izquierda en dirección a Hansaplatz, pero Stave decide no ir por ahí. La verdad es que en el mercado negro de St. Georg no lo conoce nadie, pero por la estación central sí que va muy a menudo buscando a su hijo. Así que prefiere cruzar St. Georg por calles secundarias hasta llegar a Brennerstrasse, que lo conduce a la plaza desde el lado contrario al de la estación. Pasa por delante del hotel Würzburger Hof; allí, los agentes de la Jefatura S requisaron el otoño pasado varios barriles de alcohol etílico robados del Instituto Estatal de Zoología, donde lo usaban para las disecciones. Los ladrones habían birlado incluso tarros llenos de tenias, serpientes y lagartos. La banda vendía el alcohol de disección en el mercado negro como si fuera «cúmel doble» de destilación casera. Y a buen precio, quinientos marcos del Reich la botella. Cuando los agentes por fin recibieron el soplo y destaparon el asunto, la mitad del botín había desaparecido ya por los gaznates de inocentes bebedores: diez mil litros de felicidad a cuenta de las tenias.
Al final de Brennerstrasse hay dos adolescentes haraganeando: montan guardia. A Stave solo le dedican una mirada aburrida. No es el único que se acerca a Hansaplatz. Hombres con abrigos largos y gorras de visera. Ancianas con bolsas de la compra de rafia. Un veterano de guerra con una sola pierna que rebusca en el suelo y recoge colillas tiradas; cada vez que se agacha, amenaza con caerse hacia delante. Trabajadores de los astilleros. Hombres con raídas carteras llenas hasta los topes. Dos chinos a la entrada de la fonda Lenz.
Stave se funde con el ir y venir de la gente. Poco a poco va descubriendo patrones como las olas de un mar, como corrientes desviadas por una piedra: palabras susurradas, abrigos que se abren de pronto, maletas que alguien cierra, cigarrillos y billetes de marcos del Reich que pasan de mano en mano, grupos que se dispersan rápidamente.
En las sombras de un portal hay una muchacha con un pañuelo en la cabeza que ofrece un par de zapatos gastados de caballero. «Cuatrocientos marcos», murmura, un movimiento raudo y le pasa los zapatos a un hombre mayor con una cartera, que a su vez le da algo a ella. Los dos se apresuran entonces a alejarse de allí en direcciones contrarias. Un viejo que ofrece vales para pan. A su alrededor, tres amas de casa visiblemente indignadas por el precio. El viejo mira nervioso en varias direcciones. Un antiguo soldado —botas demasiado grandes, el abrigo de la Wehrmacht teñido y zurcido a base de imperdibles— deja asomar una lata de su bolsillo. Mantequilla. «Dos noventa», murmura. Medio kilo por doscientos noventa marcos del Reich. Los contrabandistas deben de haber conseguido pasar por los controles un cargamento grande, supone Stave, porque si no no sería tan barata. O está adulterada. En una puerta cochera hay cuatro hombres cuchicheando, entre ellos huele de pronto a café, unos billetes cambian rápidamente de manos, muchos billetes. Una mujer ya mayor, apesadumbrada, desaparece en el interior de la fonda con uno de los chinos. «¡Pedernales!», exclama sin reparos un chico de no más de catorce años. «¡Piedras para prender cualquier fuego! Dieciocho marcos». Otro adolescente esconde Lucky Strike a siete marcos del Reich el cigarrillo. Poco a poco, Stave empieza a captar los precios susurrados: «Cubiertos de la Wehrmacht, sin oxidar, cuatro piezas, ideales para refugiados: veintitrés marcos. Un carrete de hilo: dieciocho marcos. Medio kilo de azúcar: ochenta marcos. Una cartilla de racionamiento completa: mil marcos».
Al de la cartilla hay que darle un buen repaso, se dice Stave.
La mayoría de los obreros y empleados reciben apenas cincuenta marcos del Reich como paga semanal. Cuando hay que partirse la espalda durante seis semanas para poder comprar medio kilo de mantequilla, es que uno es pobre de verdad…, y entonces está uno dispuesto hasta a meterse en el estraperlo y sus negocios sucios. O por lo menos muy arriesgados.
Relojes, monedas de oro, billetes de dólares en latas de betún. Dos metros de canalón para la lluvia de zinc. Tres truchas frescas. Una radio. Falsos certificados «Persil» para demostrar que se está limpio en los procedimientos de desnazificación. Pases en blanco. Una pequeña alfombra persa. Penicilina de las reservas aliadas. Una maleta de piel. Una blusa de señora.
Ni dentaduras, ni suspensorios, ni medallones.
Maldita sea, piensa Stave. El agente de la Sección de Búsqueda tenía razón: ¿cómo saber si alguno de los artículos a la venta pertenecía a las víctimas? ¿Sería esa blusa de la mujer? ¿Habría sacado el viejo un canalón de los escombros y por eso lo mataron?
—¡Policía!
El grito resuena por toda la plaza con el mismo pánico que el alarido de un hombre de las cavernas.
Chacós, abrigos verdes, porras en las calles adyacentes. Mujeres que chillan. Muchachos que sueltan obscenidades. Empujones, golpes y centenares de ruidos: latas, los cubiertos de la Wehrmacht, una montura de gafas, anillos de mujer, llaves inglesas tiradas sobre los adoquines a todo correr. También cigarrillos, certificados «Persil» y muchos, muchos billetes del Reich.
Los vendedores con experiencia en el estraperlo se dan cuenta de que han caído en una trampa en menos de un segundo y se deshacen de sus delatores artículos ilegales. De todas formas es mercancía perdida, pero, si no les encuentran nada encima, la multa no será tan abultada.
Sus clientes, sin embargo, y también los principiantes, se aferran a sus botines y echan a correr a ciegas hacia el portal, el callejón o el bar más cercano. No obstante, por todas partes aparecen ya municipales, algunos con mirada furiosa, otros con sonrisas perversas; algunos levantan las pesadas porras como amenaza aunque no les hace falta asestar ningún golpe. Indicaciones bruscas. Los agentes avanzan, hacen que la gente se apiñe cada vez más.
Stave reniega, se mueve entre la muchedumbre, da patadas y codazos, lucha por abrirse paso. Busca al de la cartilla de racionamiento. El hombre se deja arrastrar, su mercancía probablemente esté ya pisoteada en el pavimento. Deja que lo empujen de aquí para allá con toda tranquilidad. Es joven, de tez pálida, pelo oscuro casi rapado, con una fea cicatriz en la mejilla izquierda, como si lo hubiese alcanzado un rayo.
Ha sido soldado, piensa Stave. Tengo que ir con cuidado.
El inspector jefe aparta a una mujer mayor a un lado, por fin consigue llegar junto al estraperlista moreno. Saca su identificación del bolsillo del abrigo y se la pone delante de las narices.
—¡Investigación Criminal! —grita.
Quiere seguir vociferando las frases habituales de toda detención, pero entonces encaja un puñetazo en toda la cara. Un dolor negro y el sabor salado de la sangre. Malditos sean sus modales, piensa Stave cuando los zumbidos que siente en la cabeza empiezan a remitir.
El joven da media vuelta para alejarse corriendo, pero una barrera de cuerpos le cierra el paso por todas partes. Tira al suelo a la anciana a quien Stave había apartado, pero se le queda enganchado un pie en la bolsa de redecilla de la señora. Se tambalea un momento, da un salto, tira violentamente de la red mientras maldice.
Stave ya está sobre él, le tuerce el brazo a la espalda, lo empuja con tal fuerza contra el pavimento helado que el chico suelta un grito. Stave oye el crujido de dos costillas al romperse y, todavía con sabor a sangre en la boca, salta con las rodillas por delante sobre el torso del delincuente derribado. De nuevo un crujido, pero el joven moreno ya no grita, solo puede emitir unos borboteos.
—¡Buena llave! —exclama alguien.
Stave vuelve la cabeza y reconoce al de la Sección de Búsqueda, que de alguna forma se ha abierto paso hasta él.
—Judo —dice, jadeando. Se levanta y se alisa el abrigo. Eugen Hölzel, un hombre de altura media con lentes de concha amarillos, se había presentado hacía un año en la Brigada de Investigación Criminal de Hamburgo. Había sido varias veces campeón de Alemania de judo, según explicó. Los británicos le habían prohibido practicar su deporte, excepto para formar a la Policía. Stave, con bastante ingenuidad, había creído que quizá ese entrenamiento le ayudaría a disimular su cojera. Por fin la tortura de Hölzel me ha servido de algo, piensa ahora con satisfacción al ver cómo dos municipales se llevan al joven, que todavía tiene que andar encorvado.
—Ese es el primero al que quiero interrogar —les grita a los agentes.
Hombres, mujeres, unos cuantos niños, todos dispuestos a lo largo de la pared de un edificio de apartamentos alto, sucio. Una fina capa de nieve pisoteada cubre Hansaplatz, repleta de latas, cajas, extraños objetos vistos desde lejos, papeles que revolotean en el viento helado. Un par de municipales corren persiguiendo billetes.
Quién sabe si después los entregarán todos, se dice Stave, cansado. El labio abierto ya ha dejado de sangrar, pero se le ha hinchado. A ver si durante el interrogatorio no balbuceo como un borracho. Al joven moreno le esperan por lo menos seis meses entre rejas. Aunque también podrían hacerle cargar con las dos muertes. Entonces lo que le espera es el patíbulo.
Los municipales empujan a los detenidos de dos en dos hacia las plataformas de los camiones que, entretanto, han llegado por Brennerstrasse. Una, dos mujeres lloran, algunos hombres insultan a los agentes, pero la mayoría no dicen nada. Están abatidos. Rendidos a su destino.
Stave no puede evitar recordar de pronto a aquellos otros detenidos que la Policía se llevaba en camiones a plena luz del día, en mitad de la ciudad, hace pocos años. ¿Es que esto no tiene fin? ¿Quién dice que esta vez lo hacemos con más justificación que aquella? Se obliga a pensar en las dos víctimas estranguladas, cuyo asesino quizá se encuentre entre esas personas que acaba de ver desfilar de dos en dos.
—Volvamos a la Central —le dice al compañero de la Sección de Búsqueda—. Va a ser una noche larga. Ojalá alguien recogiera medio kilo del café que ha quedado por ahí tirado para prepararnos una buena taza a todos. —Pero, evidentemente, nadie se adjudicará la mercancía requisada, porque todos ellos son rectos agentes alemanes. Faltaría más. Además, todavía hay por ahí algunos soldados de la ocupación británica.
En la Central, Stave, Maschke y algunos agentes más de Investigación Criminal ocupan las salas de interrogatorios. Los municipales tienen que llevarles a los detenidos tal como los vayan sacando de las abarrotadas celdas de registro.
—Pero tráiganme primero al moreno —insiste Stave.
Cinco minutos después, el inspector jefe se siente como un jugador de skat que ha apostado por su mano más de lo que debía. Muchísimo más.
El sospechoso, frente a él en la silla, pálido y encorvado, tiene una coartada perfecta. Había conseguido «agenciarse» cartillas de racionamiento en otras ciudades de la zona británica para venderlas en Hamburgo, donde se pagan mejores precios, pero la Policía lo sorprendió y lo detuvo. Los agentes solo encontraron parte de su mercancía, por lo que únicamente le cayeron catorce días de arresto. Una llamada a los compañeros de la comisaría de Lüneburg y Stave corrobora que el joven, el 20 de enero, supuesto día de los hechos, ocupaba una aseada celda a sesenta kilómetros de los escombros de Hamburgo. Ordena que se lo lleven detenido y redacta un informe para el juez británico que mañana se hará cargo de los casos.
—¡El siguiente! —le grita, resignado, al municipal que espera fuera.
Un estudiante pálido: el padre, caído en Stalingrado; la madre, fallecida en un bombardeo; lo han pillado con ochenta cigarrillos y 17,40 marcos del Reich. El siguiente. Un traficante con antecedentes por proxenetismo: tres mil marcos en los bolsillos pero ni un solo artículo ilegal de contrabando. El siguiente. Un ama de casa con un cuarto de kilo de mantequilla. El siguiente. Un chico sin mercancía, sin cigarrillos, sin dinero. Stave lo envía directo a casa. El siguiente. Un viejo que pretendía malvender dos relojes.
Son las dos de la madrugada y Stave se siente como si le hubiera pasado por encima un tanque Sherman. Erna Berg le lleva una taza de té y él ve las estrellas cuando el líquido caliente le humedece el labio abierto.
Con la entrada de cada nuevo detenido, le lloran los ojos al revisar el álbum de sospechosos de Investigación Criminal en el que está registrado todo el que tiene antecedentes: descripción física, huellas dactilares, características exteriores inmutables y distintivas, última dirección conocida, fotografía de frente y de perfil.
Tiene hambre. Tiene frío. Siente la imperiosa necesidad de partirle el cráneo al siguiente que entre en la sala.
Es Anna von Veckinhausen.
Con una mirada de los ojos oscuros de la mujer le basta para intuir que está tan furiosa como él. Pues aún puede ponerse peor, piensa el inspector jefe.
Se muestra cortés, le ofrece asiento, procura no dar muestra alguna de que ya la ha interrogado antes. ¿Esperará ella que la reconozca entre las decenas de detenidos? En todo caso, tampoco la mujer deja entrever que se han encontrado ya en otra ocasión. Un gran dominio de sí misma, se dice Stave, indicio de cierta sangre fría.
Desliza la mano sobre el álbum de sospechosos. No encuentra ninguna entrada. Después consulta la hoja de datos personales que le ha entregado un municipal, como ha hecho con todos los detenidos: nacida el 1 de marzo de 1915 en Königsberg. Ninguna otra indicación acerca de su familia o sus circunstancias, ni cuándo ni cómo ha llegado a Hamburgo. Por lo menos ahora ya sabe dónde situar su acento.
—¿Qué mercancía la traía a usted al mercado negro? —pregunta al fin.
—No estaba en el mercado negro —responde ella con rabia en la voz—. Iba de camino a la estación central y estaba cruzando Hansaplatz cuando se ha producido su…
—Redada —propone Stave en tono afable.
—Operación —termina diciendo ella—. Ya le he dicho al agente que me ha detenido que se trata de una equivocación, pero no ha querido hacerme caso. Métodos como los de la Gestapo.
El inspector jefe no se deja provocar, sobre todo porque Anna von Veckinhausen no está tan equivocada. Vuelve a revisar sus documentos.
—Le hemos requisado quinientos treinta y siete marcos del Reich —dice con calma—. ¿Podría explicarme qué iba a buscar al mercado negro con semejante fortuna encima?
—Yo no tengo que explicarle nada. Ese dinero es mío.
—Me pregunto si no habría vendido algo justo antes de la redada. ¿Quizá algún objeto que hace un par de días pertenecía a un anciano de setenta años?
Parece que Anna von Veckinhausen esté a punto de saltar de la silla. Entonces cierra un momento los ojos y respira hondo.
—Pensaba que ya no se acordaba usted de mí —murmura.
—Si así fuera, no me dedicaría a esta profesión. —Stave se permite una leve sonrisa.
—No he vendido nada en el mercado negro —insiste Anna von Veckinhausen—. ¿No han detenido a todas las personas que había en la plaza? Pregúnteles a todos ellos por mí. Iba de camino a la estación.
—¿Con quinientos treinta y siete marcos?
—Con quinientos treinta y siete marcos.
—¿Y no quiere decirme de dónde ha sacado tanto dinero, ni qué tenía pensado hacer con él?
—Ni una cosa ni otra son asunto suyo.
Stave vuelve a consultar sus documentos. Esa historia es difícil de rebatir. Por otro lado, un juez británico podría echarle varios días de prisión en un juicio sumario a causa de las circunstancias de la detención, pero ¿qué ganarían con eso?
—No hemos organizado esta redada para detener a amas de casa que compraban unas cuantas cerillas, sino para confiscar en el mercado negro objetos que pudieron pertenecer al fallecido, el cadáver que encontró usted.
—¿Y lo han conseguido?
Stave no hace caso de su pregunta, a pesar de que no se le escapa que Anna von Veckinhausen no lo ha dicho por burlarse, sino que es auténtico interés lo que alimenta su curiosidad. O preocupación.
—Antes volvamos un momento a aquella tarde en que encontró usted el cuerpo: iba caminando por Lappenbergsallee. Desde allí tuerce por el sendero que cruza las ruinas con la intención de llegar a Collaustrasse. Se encuentra con el cadáver entre los escombros.
—Sí —confirma ella, cansada.
Stave hace una anotación.
—¿Cuánto tiempo estuvo junto al cuerpo? —sigue preguntando.
La mujer lo mira con sorpresa.
—¿Cree usted que me detuve a decir una oración por el difunto?
—¿Simplemente se lo quedó mirando un segundo, comprendió lo que veía y enseguida echó a correr? ¿O se detuvo a observarlo todo con más atención?
Anna von Veckinhausen se lleva la mano derecha al hombro izquierdo, de manera que el brazo le cruza el pecho en diagonal. Un gesto de timidez, piensa Stave, o de necesidad inconsciente de protección.
—No lo sé —confiesa, vacilante—. Tal vez un par de segundos. Miré el cadáver y tardé un rato en comprender lo que estaba viendo. Después me alejé, andando, no corriendo. Ya no era necesario darse prisa.
—De manera que sí observó a la víctima un rato y, aun así, ¿de verdad no se fijó en ningún detalle del lugar del hallazgo? —pregunta Stave sin darle tregua.
—Supongo que podría decirse así.
Stave mira fijamente la mesa. Debe tomar ahora una decisión inteligente, pero están en plena noche, hace frío, tiene hambre y se siente como si le hubieran dado una paliza. Le duele la cabeza. ¿Debe retener a Anna von Veckinhausen? Motivos tendría: los quinientos treinta y siete marcos del Reich. ¿O debe dejarla marchar? ¿Mostrar indulgencia por el momento y esperar, observar?
—Puede irse —dice entonces, y con ello casi se sorprende a sí mismo—. Disculpe las molestias.
Ella lo mira desconcertada unos segundos, luego sonríe con cierta vacilación.
—Gracias —dice, y se levanta. En la puerta se vuelve otra vez hacia él—. ¿Qué le ha pasado en el labio? —pregunta.
—Me he resbalado en una placa de hielo —responde Stave.
Cuando la puerta se ha cerrado, se queda mirando su cuaderno de notas. La noche en que encontraron el cadáver, Anna von Veckinhausen dijo que había tomado el sendero desde Collaustrasse en dirección a Lappenbergsallee. Hace un momento, mientras recapitulaba los hechos, por lo visto Stave ha confundido los nombres de las calles y la interrogada le ha confirmado que iba de Lappenbergsallee hacia Collaustrasse.
Un viejo truco de la Gestapo. Tal vez solo estaba cansada. O tan alterada por la detención que no se ha dado cuenta de lo que le estaban diciendo. Sin embargo, también es posible que la primera vez le hubiera contado una patraña, y que ahora ya no recordara exactamente la versión de su falso testimonio.
Me gustaría saber qué estaba haciendo en realidad entre los escombros, piensa Stave.
—¡El siguiente! —exclama para que lo oiga el municipal de fuera.
Dos horas después, por fin ha terminado todo. El inspector jefe se levanta de la silla con la espalda dolorida y da un par de vueltas por su despacho hasta que por su pierna tullida y fría circula tanta sangre que apenas cojea ya. Entonces convoca a los demás agentes. El hombre de la Jefatura S está tan fresco como si se hubiera pasado las últimas diez horas durmiendo. De hacerle caso, habría que creer que con esta redada Investigación Criminal ha confiscado todo un camión cisterna lleno de aguardiente y por lo menos media tonelada de penicilina. También el agente de la Sección de Búsqueda está satisfecho, ha pescado a un pez gordo del contrabando.
A Maschke y los demás, por el contrario, se los ve cansados y descontentos. El único que parece ilusionado es MacDonald. El teniente no ha participado en la redada ni ha interrogado a los detenidos.
Me pregunto por qué no se ha ido a casa hace rato, piensa Stave.
—Gracias, caballeros —dice en voz alta, y se despide de ellos con un gesto de la cabeza.
No han conseguido ni mercancías confiscadas ni declaraciones que los ayuden con los dos casos de asesinato. Nada, nada, nada. Pero ¿qué es lo que estamos pasando por alto?, se pregunta el inspector jefe. Espera a que todos se hayan marchado, y después vuelve a su escritorio para seguir repasando sus notas y las actas de los interrogatorios, hoja por hoja, durante casi una hora. Si por lo menos fuese verano, ya estaría amaneciendo, piensa. Le duelen los ojos. Nada…, salvo esa contradicción en la declaración de la testigo Anna von Veckinhausen que podría ser significativa, pero que quizá sea simplemente ridícula.
Stave piensa por un momento echarse una cabezada de una o dos horas en el despacho. Sin embargo, la idea de quedarse profundamente dormido y que los compañeros lo encuentren hecho un ovillo en el suelo al llegar frescos por la mañana lo disuade de hacerlo. Cruza a paso lento la puerta de la Central, pero entonces se sobresalta.
Una sombra.
Stave contiene la respiración y observa uno de los gruesos pilares del pórtico. Junto a él, algo apartado de la entrada, hay un hombre agachado. Al principio solo le ve un hombro, una pierna. No se mueve. El desconocido se incorpora poco a poco; por lo visto no se ha dado cuenta de su presencia. ¿Será un borracho que justamente se ha echado a dormir la mona frente a la sede de la Brigada de Investigación Criminal? El hombre se tambalea al dar un paso desde el pilar, sale hacia la plaza, la amarillenta luz de la luna le cae en la cara.
Stave reconoce a un joven al que han detenido hace pocas horas. Se pregunta quién lo habrá interrogado y lo habrá dejado libre. Después se percata de algo más: no está borracho, sino que le han dado una paliza. Tiene un ojo hinchado, el labio abierto, el andar encorvado del que ha recibido golpes y patadas en el estómago y el bajo vientre. Enseguida le cruza por la mente una horrible sospecha: la Gestapo. A ese hombre lo han apaleado durante el interrogatorio y luego lo han dejado marchar para que ningún otro agente, y menos aún un juez británico, vea las contusiones. Sin embargo, ha quedado tan afectado que casi no ha podido ni salir de la Central. Justo ahora parece haber recuperado la fuerza suficiente para alejarse dando tumbos.
Stave lo sigue sin que lo vea.
El desconocido se arrastra por Holstenwall, tuerce a la derecha en Millerntor, finalmente llega al laberinto de callejuelas que hay al norte de Reeperbahn. Un edificio de pisos de alquiler medio derruido; en los timbres, carteles de cartón con los nombres y las fechas de nacimiento de varias personas acogidas allí tras ser desalojadas por las bombas. El joven se detiene algo encorvado y luego se inclina, recoge un poco de nieve, se limpia la cara con ella. Quiere estar presentable antes de que lo vea su madre, piensa Stave. Lo ve rebuscar algo en el bolsillo derecho de su abrigo, que le queda grande, con las manos entumecidas por el frío y puede que también por los golpes. Cuando al fin consigue sacar la llave y volverse hacia la puerta, Stave se abalanza sobre él.
—Investigación Criminal —susurra. Tampoco hay por qué despertar a los vecinos.
El joven se vuelve con una expresión de horror.
—¿Qué más quieren de mí? —balbucea.
Stave calcula que no tiene ni veinte años. Malnutrido. Es posible que esta noche le hayan pegado una buena paliza por primera vez en su vida. Por otro lado: ¿quién sabe qué habrá hecho en la guerra?
—¿Quién le ha hecho eso? —pregunta Stave, y señala su ojo hinchado. Está demasiado cansado para andarse con rodeos. Además, espera que el miedo del desconocido lo ayude: preguntas claras, respuestas claras.
—Un policía —dice el chico—. En el interrogatorio.
Stave cierra un momento los ojos y se traga un reniego.
—¿Quién?
—El inspector Maschke.
¿Por qué no me sorprende?, piensa Stave, furioso.
—¿Por qué le ha hecho eso?
El joven se lo queda mirando como si le hubiese preguntado una estupidez.
—Seguramente porque lo aprendió en la Gestapo —contesta al fin.
Stave le ofrece un cigarrillo. Un par de preguntas más, después ya podrá reconstruir él solo toda la historia: Karl Trotzauer, diecinueve años, residente en St. Pauli, sin empleo, detenido en el mercado negro con una botella de cúmel y una vieja pintura al óleo con marco dorado en la que se ve una granja rodeada de montañas. Sin embargo, a nadie le dan una paliza por estar en posesión de aguardiente y arte kitsch. Por lo visto, Maschke ha preguntado también a todos los detenidos dónde estaban el 20 de enero. Y Trotzauer, sin sospechar nada, ha respondido que ese día fue a visitar a su tía a Eimsbüttel y que más tarde regresó a casa por Lappenbergsallee.
—Entonces ha empezado a darme —sigue explicando, y se señala el ojo hinchado—. Sin previo aviso, sin ningún grito, porque sí. Patadas y puñetazos. Pensaba que me moría.
—¿Y luego?
—Cuando me he recuperado un poco, me ha preguntado cómo me había cargado al viejo.
—¿Al viejo?
—No tenía ni idea de lo que me estaba diciendo. Solo después de unos cuantos golpes más he comprendido que Maschke se refería a un hombre muerto, y en algún momento me he dado cuenta de que lo que quería era sacarme la confesión de que había matado a no sé qué anciano.
—¿Y ha confesado?
Trotzauer le lanza una mirada sombría.
—Me ha hecho un daño de mil demonios, pero no soy idiota. Claro que no he confesado, porque no tengo nada que confesar. Yo no he matado a ningún viejo. Eso es lo que le he dicho a Maschke una y otra vez. Entre puñetazo y puñetazo. En algún momento me ha dejado marchar y me ha prometido que no dejaría que me saliera con la mía.
—Váyase —zanja Stave.
Durante el largo camino de vuelta, el inspector jefe dispone de mucho tiempo para reflexionar. Tiene que enseñarle una vez su identificación de Investigación Criminal a una patrulla británica. Por lo demás, no ve a nadie. Es como si Hamburgo se hubiese quedado vacío: ruinas y calles abiertas, tiendas destripadas y estaciones bombardeadas, abandonadas por los ciudadanos, que se han trasladado para construir una ciudad mejor en algún otro sitio.
¿Maschke estuvo en la Gestapo? Supuestamente hace poco que ha salido de la Escuela de Policía, de manera que no pudo haber servido antes de 1945. Además, Stave no quiere imaginarse a ese compañero suyo alto, desgarbado, fumador compulsivo, que sigue viviendo con su madre, como a un hombre que echa abajo las puertas de las casas a las cinco de la mañana en busca de judíos.
Pero aunque Maschke hubiese pertenecido a la Gestapo, ¿por qué iba a darle una paliza a un estraperlista de poca monta? ¿Exceso de celo en el trabajo? Que alguien estuviera en las inmediaciones del segundo asesinato en el supuesto momento de los hechos no es motivo para molerlo a palos. ¿Por qué quiere convertir Maschke en sospechoso a un chico de diecinueve años al cual prácticamente no hay nada que acuse? ¿Por qué quería sacarle a puñetazos una confesión que, con toda probabilidad, no les hubiera conducido hasta el verdadero asesino?
Lo cierto es que no sé nada de Maschke, piensa Stave cuando por fin se encuentra frente a la puerta de su casa. Ya va siendo hora de indagar un poco en ese sentido, pero con cautela. Mañana, después de unas horas de sueño.
Al día siguiente, por la tarde, Stave tiene por primera vez ocasión de conseguir un par de informaciones y casi lo echa todo a perder.
Están reunidos en su despacho. El inspector jefe mira fijamente las flores de escarcha que relucen en la ventana como estrellas frías mientras MacDonald le informa de varios fracasos. El teniente mueve un poco las hojas amarillentas en las que se han mecanografiado nombres, fechas de nacimiento y descripciones. Cientos de nombres, por lo que puede ver Stave.
—Una copia de la lista de desaparecidos de Hamburgo —explica el británico—. He repasado todos los nombres: no hay nadie que encaje con ninguno de nuestros cadáveres. Es cierto que hay varias mujeres jóvenes y varios ancianos, pero sus descripciones físicas no se corresponden con lo que hemos visto. Por lo demás, tampoco he encontrado ningún patrón en las listas: han desaparecido hombres, mujeres, niños. Se les perdió la pista cuando venían huyendo del este, en bombardeos nocturnos o simplemente en la posguerra. A veces la desaparición la denuncian el cónyuge o los padres; en otras ocasiones, vecinos y amigos, alguna que otra empresa o la administración para la que trabajaba el interfecto. Si a alguno de ellos lo encontráramos con marcas de estrangulamiento en el cuello entre los escombros de algún edificio, no sé cómo podríamos relacionarlo con este listado. —MacDonald dobla los papeles y se los guarda en el bolsillo del uniforme. Después levanta las manos a modo de disculpa.
—Yo estoy igual —dice Maschke, y por su tono parece que le enfurezca no haber podido vencer al británico—. Ningún dentista le había visto las encías al viejo, y ningún otro médico le había revisado los bajos.
Cuando MacDonald lo mira con un interrogante, ríe sarcásticamente.
—Por lo de la hernia inguinal no estuvo en ningún hospital ni fue a ver a ningún doctor de Hamburgo, de eso no hay mucha duda.
—A no ser que fuera a ver a un médico que no haya sobrevivido a la guerra —arguye Stave.
—También he estado en la Oficina de Desescombro —sigue explicando Maschke, imperturbable, al tiempo que saca un cuaderno de notas mugriento—. ¿Sabían que en Hamburgo las bombas han destruido más de 250.000 apartamentos y casas? 3500 edificios empresariales, 277 escuelas, 24 hospitales, 58 iglesias. Metros cúbicos de escombros: 43 millones. Casi diría uno que los chicos de Desescombro están orgullosos de sus cifras.
—Eso les garantiza el trabajo durante veinte años —repone Stave de mal humor—, pero ¿qué tiene que ver con los saqueadores?
—Solo demuestra que hay mucho donde saquear. Los funcionarios de Desescombro dicen, no obstante, que no hay luchas territoriales entre bandas por los tesoros enterrados bajo las ruinas. Al menos ahora ya no. Desde que hace tanto frío, las piedras, los bloques de hormigón y toda esa porquería está congelada y no se puede mover, así que a los profesionales no les sale a cuenta organizar pillajes. Esperan al deshielo. Ahora mismo, en las ruinas solo hay aficionados que buscan un metro de tubo de estufa, una placa eléctrica o madera para quemar. Son muy pocos para estorbarse unos a otros. En fin, que no hay tanto saqueo como hace unos meses; y prácticamente no se da ningún delito violento relacionado con él. Sea lo que sea lo que les sucedió a la chica y al viejo, nada parece indicar que tuviera algo que ver con el pillaje.
—Perfecto. —Stave lo dice de forma automática, antes de darse cuenta de lo poco afortunado que ha sonado su comentario en ese contexto. Suspira y se frota la frente. No le iría nada mal una aspirina, pero también se consiguen únicamente en el mercado negro.
MacDonald se despide hasta el día siguiente. Stave retiene al compañero de Orden Público con el pretexto de repasar una vez más los resultados de la Oficina de Desescombro.
—¿Qué hay que merezca la pena repasar? —refunfuña Maschke cuando el británico ya se ha ido.
—Pura rutina —responde Stave: dos palabras que alarman a todo criminal con experiencia. Y también a todo investigador.
—¿He hecho algo mal?
Stave querría darse una bofetada. Se obliga a mostrar una sonrisa y a pensar a toda velocidad.
—Solo quiero comprobar esas cantidades. Este tipo de investigaciones no son su especialidad, Maschke, y además, tampoco hace mucho que pertenece usted a este club.
El agente asiente con la cabeza, apaciguado solo a medias.
Stave finge hojear las anotaciones de Maschke. Evidentemente, no encuentra nada interesante.
—Salió usted de la Escuela de Policía en 1946, ¿verdad? —pregunta, y se esfuerza por imprimir un deje de cotidianeidad en su voz—. ¿Tuvo que realizar prácticas en todos los cuerpos administrativos de la ciudad? En mis tiempos había que hacerlo, aunque en aquel momento no existía la Oficina de Desescombro, claro.
Maschke intenta asentir con la cabeza y encogerse de hombros a la vez, pero luego se rinde.
—Sí —dice—, soy de la promoción del 46. Pero no, en la mayoría de los cuerpos administrativos no he estado todavía. Tampoco creo que me haya perdido mucho.
—¿Y a qué se dedicaba antes de entrar en la Escuela de Policía? —pregunta Stave, y le devuelve su cuaderno de notas.
Una pregunta bastante inofensiva, le parece a él. Maschke, sin embargo, se estremece como si le hubiera hecho una proposición indecente. Un tic nervioso en el ojo izquierdo, rubor en las mejillas.
Stave contiene la respiración. Ha sido demasiado directo.
Un momento después, no obstante, el agente recobra la compostura, sonríe algo forzado y agita una mano en el aire.
—¿A qué cree usted? —murmura—. Fui soldado. Marino de guerra, tripulante de submarino. En Francia. En 1940 me enviaron allí, a las bases de submarinos del Atlántico. En 1944 me sacaron de Francia. Entre lo uno y lo otro, misiones en submarino desde Brest y varios meses de permiso en tierra. Un temps pas mal, même pour un boche comme moi. Por lo menos perfeccioné el francés que había aprendido en el colegio, y llegué a conocer bastante bien los diferentes tintos… Aunque no es que ahora mismo me sirva de mucho. —Ríe.
Stave también se arranca una sonrisa.
—Buen trabajo —susurra, y señala el cuaderno de notas—. Hasta mañana.
Ya había oído alguna otra historia de tripulantes de submarinos: humedad y falta de espacio en el interior de la nave de acero. Guardias interminables en el gélido Atlántico. Cargas de profundidad que sacuden amenazadoramente la nave. Ataúdes hundidos en el fondo del mar, con la mayoría de sus tripulantes dentro. De repente ve a Maschke con otros ojos: la adicción nerviosa al tabaco. La barba del marinero que pasa semanas sin poderse afeitar allí dentro. La cruel impaciencia en el interrogatorio de la noche anterior. El cinismo fingido. Vivir con una madre da seguridad, claro.
Sin embargo, cuando Maschke se va, el inspector jefe llama a un viejo amigo del Departamento de Personal que todavía le debe un favor. Ahora ya tiene datos concretos de Maschke que pueden someterse a comprobación.
Cinco minutos después cuelga el auricular de golpe. Una cosa está clara: Maschke, en efecto, no estuvo empleado en ningún cuerpo de la Policía de Hamburgo antes de 1945, tampoco en la Gestapo. Después de la guerra se presentó para un puesto en Investigación Criminal y pasó por la escuela, tal como ha detallado él mismo. Y sí, entre los papeles de su admisión figuran varios documentos y un currículo que confirman esa historia del servicio en un submarino en Francia. Ni un pasado en la Gestapo, ni servicio en grupos de intervención del este, ni años oscuros como guardián en un campo de concentración. Maschke está limpio.
El viernes, el fiscal Ehrlich lo hace llamar.
—Pescamos unas cuantas piezas en la redada —empieza a decir el fiscal con amabilidad, se sienta en su silla y cruza las manos sobre el estómago.
—Por desgracia, no picaron el anzuelo los peces que queríamos —repone el inspector jefe. No es una metáfora adecuada, pero le da lo mismo. Mejor ir directos al grano.
—Reconozco que estoy confuso —dice Ehrlich—. Si yo estuviera en su lugar, Stave, habría obrado exactamente igual y ahora ya no sabría qué más hacer.
Eso es justo lo que me apetece oír, piensa el inspector jefe.
—Aún estamos siguiendo un par de pistas —contesta.
—Me alegra oír eso. Pensaba que estaría usted esperando el siguiente asesinato a ver si descubrían algo nuevo.
—Ni siquiera sabemos si las dos muertes son obra del mismo asesino.
—Pero ¿lo sospecha usted?
Stave guarda silencio.
Ehrlich señala hacia la ventana con un gesto cansado. Manos largas y dedos finos, piensa Stave, manos de pianista.
—Yo sospecho que el asesino que busca tiene treinta años o menos —dice el fiscal.
—Entonces ya sabe más que yo.
Ehrlich se quita los lentes de concha, los limpia con meticulosidad. Seguramente ahora no me distingue, piensa Stave.
—Un hombre de treinta años —explica el fiscal— habría nacido en el que dio en llamarse «invierno de los nabos», entre 1916 y 1917, durante la gran hambruna de la guerra anterior. Después vinieron la revolución y la contrarrevolución. El fallido golpe de Estado de Kapp. La hiperinflación con sus miles de millones de billetes de marcos del Reich en cestos para la ropa. El desempleo a partir de 1929. Las peleas y los asesinatos entre las Secciones de Asalto y los comunistas del Frente Rojo a partir de 1930. Los nazis y el terror. La guerra. Los bombardeos. Los campos de concentración. La ocupación. Y ahora este invierno. Eso a lo que usted y yo llamamos «normalidad» hace ya treinta años que no existe. Lo normal es más bien la violencia. El sufrimiento. La muerte. Por eso pienso que alguien que estrangula y desvalija con una indiferencia manifiestamente metódica a una muchacha y también a un anciano, tiene que ser alguien que en toda su vida no ha conocido nada que no sea esa violencia. De manera que tiene treinta años o menos.
—No puedo detener a todos los jóvenes de Hamburgo —masculla Stave—. Y no todos los jóvenes de treinta años son asesinos.
—Si entre ellos cuenta a soldados, agentes de la Gestapo, funcionarios del Partido, vigilantes de campos de concentración y cargos importantes del antiguo régimen, debo llevarle la contraria: la mayoría de los jóvenes sí son culpables.
—Y también muchos hombres mayores que ellos. No me ayuda mucho.
—¿Sabe usted cuál es el juramento que acompaña a mi cargo?
Stave niega con la cabeza, desconcertado.
—Juré por Dios todopoderoso que no interpretaría ni aplicaría las leyes para ventaja ni en perjuicio de nadie, sino con justicia y equidad hacia toda persona, sea cual sea su religión, raza, ascendencia o convicción política; que cumpliría la ley alemana y todas las disposiciones legales del gobierno militar, tanto en la forma como en el fondo; y que siempre haría cuanto estuviera en mi mano por garantizar la igualdad de toda persona ante la ley. ¡Con la ayuda de Dios!
»La igualdad de toda persona ante la ley, Stave. ¿Sabe usted a cuántos funcionarios ha inspeccionado la comisión de expertos constituida por los británicos para la eliminación de nacionalsocialistas solo en Hamburgo? A más de sesenta y seis mil. ¿Y a cuántos funcionarios han despedido por considerarlos nazis? A ocho mil ochocientos. ¿Sabe usted a quiénes tienen que dirigirse los judíos supervivientes de los campos de concentración si, debilitados como están, quieren solicitar una ración mayor de alimentos?
—A nosotros.
—En efecto: a la Brigada de Investigación Criminal. A veces en los mismos edificios, a veces exactamente en los mismos despachos en los que hace tan solo dos años estaba aún la Gestapo. ¿Y a quiénes cree usted que se encuentran a veces en esos mismos despachos?
El fiscal hace una pausa, luego prosigue en voz más baja:
—Investigación Criminal divide a los supervivientes de campos de concentración en tres grupos: IA, delincuentes de conciencia, que es como denominan a comunistas o socialdemócratas. Es interesante que Investigación Criminal siga hablando de «delincuentes», ¿verdad? Después está el grupo IB: otros delincuentes políticos. IC: criminales y agentes antisociales. ¿En qué grupo, cree usted, entra un judío?
»Y si uno está dispuesto a soportar todas esas humillaciones, recibe una ración especial de la Cruz Roja: una hogaza de pan, una lata de carne, cinco marcos para almorzar en comedores públicos, ocho semanas de ración de alimentos aumentada en la cartilla. Y ya está. Porque los facultativos del Colegio de Médicos de Hamburgo han considerado, literalmente, que "en general, el estado de salud y nutrición de los presos de campos de concentración es más que satisfactorio".
Ehrlich tiene el rostro congestionado, su mano no señala ya la ventana, sino que aferra una taza de té. Se le marcan los nudillos, blancos. Stave teme que la porcelana pueda hacerse añicos en cualquier momento.
—Y sí —prosigue entonces el fiscal—, haré cuanto esté en mi mano por garantizar «la igualdad de toda persona ante la ley». ¿Sabe usted por qué? Porque no deseo venganza, sino justicia. Porque solo con justicia se podrá construir un Estado mejor. Porque solo con justicia venceremos el miedo. Porque solo con justicia crecerá algún día una generación que por «normalidad» entienda otra vez lo que verdaderamente es normal.
—Dos víctimas de estrangulamiento no son algo normal —murmura Stave.
—Dos víctimas de estrangulamiento no son algo normal, son una tragedia, aunque todavía no una amenaza. Pero ¿y si fueran tres los estrangulados? ¿O cuatro? La gente tendrá miedo. Y la gente con miedo desea un hombre fuerte. Alguien que imponga orden sin tener en cuenta las consecuencias. Eso, Stave, es más o menos lo último que necesito yo aquí. Eso sabotearía todo aquello por lo que lucho cada día.
—También yo lucho por ello —dice el inspector jefe, cansado.
Ehrlich sonríe por primera vez.
—Lo sé. Por eso le hablo con tanta franqueza. No quiero presionarlo.
—Pero lo hace.
—Lo hago, sí. Las circunstancias lo hacen. Debemos detener esta serie de asesinatos cuanto antes. ¡Si al menos fuese verano! Si la gente que se ha quedado sin hogar padeciera hambre, pero no tuviera que soportar este frío tan tremendo ni agazaparse en sus agujeros, asesinatos como estos nos mostrarían qué es el horror, pero quizá nada más. Así, sin embargo, con este invierno terrible, largo, devastador, la ciudad está al borde del colapso. Ya no hay nada que funcione bien, nada. Usted mismo lo vive todos los días. Por expresarlo de alguna forma, no falta más que una gota para que el vaso se colme.
—Y los estrangulamientos podrían ser esa gota.
—Podría verse así. De manera que, por mí, puede usted interrogar personalmente a todos y cada uno de los ciudadanos de Hamburgo. ¡Incluso al alcalde, si le apetece! ¡Levante hasta el último cascote para encontrar pistas, maldita sea! ¡Persiga hasta la sospecha más absurda y el indicio más ridículo! Cuenta usted con mi apoyo. ¡Pero tráigame al asesino!
Stave medita sobre esas palabras mientras recorre deprisa los pocos pasos que lo separan de la Central de Investigación Criminal. El apoyo de Ehrlich: de un fiscal que tiene excelentes contactos con los británicos, de un fiscal que persigue implacablemente a antiguos vigilantes de campos de concentración, que casi siempre aboga por el patíbulo. Y al que los jueces casi siempre se lo conceden. Podría tener aliados peores, piensa.
El inspector jefe recorre el pasillo ávido de acción, casi ni nota su pierna tullida. Abre la puerta de la antesala sin llamar.
—Señora Berg, hágame el favor de llamar al inspector Maschke y al teniente MacDonald —dice, y espera que su voz haya sonado igual que siempre.
Unos momentos después, los dos hombres están ya en su despacho. Stave les ofrece un breve resumen de su reunión con el fiscal Ehrlich.
—Tenemos completa libertad de acción y todo su apoyo —termina.
—¿Apoyo para qué? —pregunta Maschke.
Stave no ha dejado de pensar en ello estos últimos días, desde la redada de Hansaplatz. Las dos diligencias que quiere llevar a cabo son complicadas. En un caso se trata incluso de un trabajo políticamente delicado. En el otro, importunarán a bastante gente, a gente poderosa, porque tendrán que husmear hasta el fondo en sus vidas privadas.
—Vamos a citar a los desplazados, a todos y cada uno de ellos —dice, dirigiéndose a MacDonald—. Para eso, evidentemente, necesitaremos el consentimiento de las autoridades británicas. —Parte uno, complicaciones políticas, piensa—. Y vamos a ocuparnos también de todos los casos de desaparecidos de esta ciudad —añade, esta vez volviéndose hacia Maschke—. No vamos a repasar simplemente la lista, comparando nombres y edades. Esta vez nos meteremos en todos los casos, hasta en el último de ellos. —Parte dos, vidas privadas al descubierto, reflexiona—. O bien las víctimas eran desplazados, y entonces encontraremos su pista en los campos, o eran de Hamburgo, y entonces alguien tendría que echarlos en falta… Y quizá ese «alguien» tenga sus propios motivos para no acudir a nosotros. De una forma u otra, algo descubriremos.
MacDonald parece un poco desconcertado. A Maschke se le ha quedado el mismo tono de tez grisáceo que tenían los reclutas de la Wehrmacht de hace unos años cuando recibían la orden de marchar hacia el Frente Oriental.