Un viejo

Sábado, 25 de enero de 1947

Stave está sentado en la penumbra de su apartamento y se calienta las manos en la humeante taza de sucedáneo de café. Va sorbiendo poco a poco la amarga bebida. En realidad hace ya un buen rato que debería haber salido, tendría que estar patrullando los andenes de la estación central desde el amanecer, tendría que estar preguntando por su chico.

Karl es su único hijo. A Margarethe y a él les habría gustado tener más, pero no llegaron: los médicos nunca descubrieron el porqué. Karl tiene ahora diecinueve años, piensa Stave. Si es que sigue vivo.

Desearía no haber discutido con él en aquel entonces, cuando Karl se presentó voluntario para ir al frente. ¿Idealismo juvenil, valor guerrero, desprecio por su padre? Debería salir a buscarlo.

Por otra parte, está cansado. Es cierto que se ha levantado pronto por costumbre, pero después se ha puesto a mover de aquí para allá los pocos muebles del apartamento, ha masticado infinitamente el pan medio reseco con requesón magro, desayuno y comida a la vez. Ahora ya son más de las dos de la tarde y todavía no ha salido de casa. Tiene miedo de pasar el fin de semana entero esperando en vano algún indicio de su hijo, hablar en vano con una figura demacrada tras otra, tiene miedo de las miradas vacías, de los gestos indiferentes.

Además, no consigue quitarse de la cabeza la última semana de trabajo. Nada, absolutamente nada. Nadie ha respondido al cartel de búsqueda, ni siquiera los locos de siempre, que nunca desaprovechan una oportunidad para hacerse notar. Por lo visto, hasta los lunáticos tienen demasiado frío para acercarse a una comisaría. Pero, entonces, ¿es posible que una joven desaparezca y muera en pleno Hamburgo sin que nadie la eche de menos? Si no tenía familia ni amigos, por lo menos algún vecino sí debía de conocerla. Stave sabe muy bien lo que sucede en búnkeres y demás alojamientos provisionales: cuando alguien desaparece, su hueco vuelve a ocuparse enseguida y es como si nunca hubiese vivido allí. Sin embargo, esa fotografía de la mujer asesinada tendría que haber llevado al ocupante de búnker más insensible hasta la Policía.

Breuer y Ehrlich lo han dejado tranquilo, pero el inspector jefe sospecha que quieren ver resultados. ¿Qué resultados va a darles? No sabe por dónde tirar. Está exhausto y helado de frío, y preferiría esconderse bajo la manta.

Por eso casi se siente aliviado cuando alguien llama a la puerta. Ahora tendrá que levantarse, sea lo que sea.

Cuando ve a Ruge ante sí, sabe que se le ha acabado jugar al escondite con la realidad. El joven municipal se pone firme y toma aire, pero el inspector jefe se le adelanta.

—Si me trae otro cadáver, será mejor que pase dentro —dice en voz baja—. Su mensaje no tiene por qué oírse por toda la escalera.

El interpelado sonríe con inseguridad, da un paso al frente y se quita el chacó de la cabeza en el estrecho vestíbulo.

—Lo siento, inspector jefe. Por lo visto siempre sucede cuando estoy yo de servicio. Espero que eso no me convierta en sospechoso.

—No se alegre tan deprisa —rezonga Stave. Alcanza pistola, abrigo y bufanda, y consigue incluso ofrecerle un cigarrillo a Ruge en un mismo gesto.

Esta vez el joven no duda; asiente dándole las gracias.

—¿Dónde? —pregunta Stave.

—En Lappenbergsallee, barrio de Eimsbüttel.

—Eso queda muy al oeste. ¿Por qué ha venido a buscarme a mí?

—El cadáver está desnudo, inspector jefe, y todo apunta a que lo han estrangulado. Esta vez es un anciano.

—Un cambio —murmura Stave, y abre la puerta del apartamento—. ¿Ya han informado a Maschke y a MacDonald?

—Dos agentes van de camino. Debemos llevarlos a todos ustedes al lugar del hallazgo. Eso ha ordenado el señor Breuer. También él estará allí.

Esto puede ponerse divertido, piensa Stave. Antes de que lleguen al lugar del hallazgo, en la otra orilla del Alster, ya casi será de noche. No es que sea lo ideal para investigar, sobre todo si va a tener al jefe haciendo de atento espectador.

Un minuto después, el motor del viejo Mercedes arranca con estertores. Stave mira por la ventanilla e intenta encontrar un patrón común en ambos crímenes: víctimas desnudas, estranguladas. Pero ¿por qué primero una mujer joven y ahora un viejo? Por un momento siente náuseas. No es más que el hambre y el aire viciado del coche, se dice, pero sospecha que también le sucede algo muy distinto: tiene miedo.

Desde Wandsbek hasta Eimsbüttel hay más de once kilómetros. Aunque Ruge aprieta al Mercedes para hacerlo saltar por encima de baches y esquivar grandes cráteres abiertos por las bombas, tardan casi media hora en llegar al lugar del hallazgo. Cuando por fin se detienen, Stave se alegra de abrir la puerta y bajar del coche. Respira hondo hasta que esa sensación de mareo desaparece de su estómago y luego mira alrededor: de nuevo un barrio de gente humilde que fue bombardeado durante la guerra. Los árboles de Lappenbergsallee están quemados o esquilmados para aprovechar la leña. Tras ellos se levantan antiguos bloques de viviendas de cuatro pisos, de ladrillo, pero están todos destruidos. El verano pasado, los grupos de trabajo acabaron de derribar las fachadas y las paredes que aún quedaban en pie porque amenazaban con venirse abajo. Ahora el terreno es un extraño desierto de montañas de cascotes y ladrillos que alcanzan tres, cinco o diez metros de alto, y de las que sobresalen tuberías y canalones, ovillos de cable y vigas partidas; varios senderos abiertos a base de pisadas cruzan los escombros sin orden aparente. Las casas más o menos intactas más cercanas, calcula Stave, se encuentran por lo menos a ciento cincuenta metros.

Un Jeep frena haciendo chirriar los neumáticos y se detiene justo detrás del Mercedes, tan cerca que Stave teme por un momento que vayan a chocar. MacDonald baja y saluda con un ademán de la cabeza y no llevándose la mano a la gorra al estilo militar, lo cual el inspector jefe observa con agrado.

—¿Alguna vez había estado en el lugar del hallazgo de un cadáver, teniente? —pregunta. Prefiere tener la prudencia de preparar al británico para la visión de una víctima de asesinato. Así no se caerá redondo al verlo.

Sin embargo, MacDonald no pierde la calma.

—Según se mire: sí, porque en la guerra estuve recuperando cadáveres; y no, porque seguramente los soldados actuábamos de forma muy diferente a como lo hace la Policía.

Stave sonríe apenas y señala hacia una burbuja de luz que reluce entre los montones de escombros: dos focos portátiles, alimentados por un generador diésel cuyo zumbido resuena hasta donde están ellos.

—Será allí, supongo.

Siguen un sendero que nace en Lappenbergsallee y rodea una alta montaña de cascotes. Nada más recorridos diez pasos, desde el camino se pierde de vista la calle principal. Un par de montones de escombros más. Después, un cráter de bomba lleno de hielo, puede que de un metro y medio de profundidad. Dentro, un bidón de gasolina abollado.

Y a su lado, el cadáver.

Dos municipales aguardan en la trémula luz de los focos, un tercero está inclinado sobre el generador. El fotógrafo está colocando su equipo. Maschke deambula de aquí para allá a un par de pasos de él, fumando. El doctor Czrisini se quita los guantes de ante y, en su lugar, se cubre los dedos con otros de plástico.

—Me parece que no ha sido un crimen pasional —dice el forense a modo de saludo, y señala el cadáver.

—Cuando ya no me apetezca seguir, lo propondré a usted para mi puesto —gruñe Stave.

—Podríamos intercambiarnos —contesta Czrisini de buen humor.

Se inclinan sobre el cuerpo: un hombre desnudo de entre sesenta y cinco y setenta años, calcula Stave. No es muy alto, puede que un metro sesenta. Delgado pero no desnutrido. No tiene manos de trabajador. La víctima está boca arriba, el cuerpo relajado, los pies muy juntos, la mano izquierda junto al tronco, medio abierta, la derecha oculta bajo la nalga. El cadáver está congelado y cubierto por una fina capa de nieve, como si lo hubieran espolvoreado con azúcar de repostería; debajo se ven varias manchas de lividez cadavérica en la piel blanca.

El forense señala la cabeza sin decir nada: barba gris y poblada, nariz torcida, bastante grande. Los ojos, cerrados. Cuando Stave se agacha más sobre la víctima, ve que los párpados están cerrados a causa de la hinchazón, como si le hubieran pegado puñetazos.

—Hemorragia en ambos oídos —dice el doctor Czrisini con sobriedad—, pequeñas heridas en el lado izquierdo de la barbilla. Frente y ojos hinchados por contusiones. A este hombre le han dado una paliza, a puñetazos o con un objeto romo.

—¿Son heridas mortales?

El forense sacude la cabeza.

—Evidentemente, no podré estar seguro hasta después de la autopsia, pero me parece que los golpes solo lo debilitaron. Quizá cayó al suelo, es probable que perdiera la consciencia. —Señala la mano izquierda del muerto—. Arañazos. Parece que se defendió, por lo menos al principio. Después ya no tuvo más ocasión. ¿Ve las finas marcas de estrangulamiento del cuello? Probablemente lo hicieron con un alambre.

Stave cierra los ojos un momento.

—Al hombre lo atacaron desde atrás o desde un lado, lo abatieron con fuertes golpes en la cara y en la cabeza y, luego, cuando ya no se defendía, lo estrangularon. Seguramente para entonces ya estaba inconsciente.

Czrisini señala una barra de hierro de sección cuadrada de unos treinta centímetros de largo que hay junto a la cabeza de la víctima, entre la tierra.

—Esa coloración del hierro, creo yo, es sangre.

—¿El arma con que lo derribaron?

—Puede, pero también es posible que la barra estuviera ya antes ahí y que se haya manchado de sangre al caer el hombre justo al lado.

Stave desearía que aún fuese de día. Los parpadeos de la luz hacen que le duelan los ojos, parece que haya sombras bailando hasta en el último rincón de las ruinas, la cabeza le retumba por el ruido del generador.

Esperan a que el fotógrafo haya tomado las primeras imágenes de la víctima. Entonces Czrisini mueve con cuidado el cadáver del desconocido.

Le separa los párpados.

—Ojos azules. —Con ambas manos tira hacia abajo de la mandíbula inferior—. Sin dientes —informa—. Seguramente llevaba dentadura postiza.

Lo registra, avanza de forma lenta y sistemática desde la cabeza hacia abajo.

—Una verruga del tamaño de una moneda de penique en la cadera izquierda. —Después señala su bajo vientre—. Hernia escrotal, bolsa testicular muy dilatada. Con algo así hay que llevar suspensorio, y de todas formas tendría dificultades para caminar.

Stave señala el borde del cráter sin decir nada. Allí hay tirado un bastón pulido de bambú marrón oscuro y con el puño labrado. Lo cubre una fina capa de nieve más o menos igual de gruesa que la que reposa sobre el cadáver.

—Podría ser el bastón de la víctima —murmura.

En la luz centelleante ven relucir también un botón metálico junto al cuerpo. Cuando por fin han dispuesto a la víctima en el féretro, descubren debajo de él una correa de cuero rota, quizá de una mochila de excursionista.

Y entonces Stave ve algo pequeño y reluciente entre los cascotes, justo donde antes estaban los hombros del cadáver. Se inclina y lo recoge: un medallón de plata, redondo, del tamaño de una moneda de diez peniques, colgado de una cadena fina y rota del mismo metal.

—Al asesino debe de habérsele pasado cuando lo desvalijaba —aventura Czrisini.

Stave mira fijamente el disco diminuto que tiene en su mano enguantada, se acerca al foco y maldice en voz baja por su luz inestable. El reverso del medallón no tiene decoración y está liso y bruñido de haber rozado contra la piel durante tanto tiempo. En el anverso hay una cruz que se encuentra sobre una especie de montículo irregular. Podrían ser peñascos o llamas, piensa el inspector jefe. Por encima de la cruz, a izquierda y derecha, penden dos objetos inclinados que a Stave al principio le parecen otras dos cruces.

El forense, que se ha acercado a él, los señala.

—Eso son dagas —afirma.

—¿Está seguro?

—Más largas que un cuchillo, más cortas que una espada. La forma clásica de la hoja, ligeramente ovalada.

—Eso querría decir que las puntas de ambas dagas señalan justamente a la cruz.

—Extraño, ¿verdad? Nunca lo había visto.

Stave mira el medallón. Czrisini tiene razón, piensa. Dagas y una cruz. ¿Qué simbolizará? Guarda el objeto en el interior de una bolsita de papel. Una prueba, se dice. Tengo la primera prueba. Solo se pregunta adónde conducirá.

—¿Desde cuándo puede que esté aquí? —pregunta Stave.

El forense se encoge de hombros.

—Por lo menos desde hace un día, a juzgar por las manchas cadavéricas, pero también puede que bastante más. Con estas temperaturas siberianas es difícil saberlo.

—¿Tanto como la víctima de Baustrasse?

Czrisini lo mira un momento sin decir nada.

—Es posible que los dos fueran asesinados aproximadamente en el mismo momento.

—¿Qué piensa usted, teniente? —pregunta Stave entonces, mientras Czrisini se quita de las manos los guantes de goma, húmedos y fríos, con una mueca de dolor.

MacDonald los ha observado hasta ahora sin decir nada, manteniéndose en un discreto segundo plano.

—El pobre hombre va por el sendero de los escombros, donde lo acecha su asesino, que lo abate a golpes, lo estrangula y le roba hasta dejarlo desnudo.

Stave se rasca la cabeza.

—¿Se aventuraría un anciano con suspensorio y bastón por un camino tan irregular como este? —pregunta.

El teniente sonríe con aprobación.

—En sus circunstancias, yo seguramente me sentiría más seguro yendo por las calles despejadas. ¿De modo que piensa usted que el hombre estaba en Lappenbergsallee? Su atacante lo abate allí, arrastra a la víctima indefensa hasta aquí, donde nadie lo ve, y termina el trabajo.

—Es posible —replica el inspector jefe, sucinto. Entonces vuelve a pensar en la joven de Baustrasse—. Supongamos por un momento que se trata del mismo asesino que en el caso de principios de semana. Como digo, es solo una hipótesis, puesto que algunos indicios parecen desmentirlo. Primero una mujer joven, ahora un viejo. En el primer caso no hay ninguna señal visible de resistencia, en el segundo tenemos marcas claras de golpes y signos de defensa por parte de la víctima. Solo esas finas señales de estrangulamiento son muy parecidas.

—Y en ambos casos hemos encontrado los cadáveres entre los escombros. Desnudos. En lo que fueron barrios de viviendas sencillas que han quedado destruidos por los bombardeos —añade Maschke, que se ha acercado a ellos con interés—. Quizá el asesino conoce bien estos lugares.

Stave asiente.

—Sí, pero uno está en el este y el otro en el oeste de la ciudad. Entre el lugar de un hallazgo y el del otro hay más de diez kilómetros de distancia. ¿Había vivido el asesino en Eilbek y también en Eimsbüttel? Es posible. Pero también es posible que tan solo busque estas zonas derruidas de la ciudad porque aquí está relativamente a salvo de miradas indiscretas. Es incluso posible que haya matado a sus víctimas en un lugar muy diferente y solo venga a estos solares de escombros a deshacerse de los cadáveres donde nadie lo moleste.

—¿No son el bastón, el botón, el medallón roto y la correa de cuero indicios de que por lo menos el hombre sí fue atracado en este lugar? —pregunta MacDonald.

—Indicios sí —contesta Stave—, pero por desgracia no prueban nada. Puede que hayan quedado junto al cuerpo casualmente. Estos barrios en ruinas están llenos de efectos personales extraviados. Pero tiene usted razón: los objetos podrían ser pistas, quizá alguien pueda identificarlos. Haré que fotografíen el medallón. Si el inspector Müller se pone a ello, tal vez logre descubrir qué significan esa cruz y las dos dagas.

—Y yo —comunica Maschke con expresión sumisa— me presento voluntario para volver a interrogar a decenas de batas blancas. Esta vez, a todos los dentistas que podamos encontrar. Estoy impaciente por sacarles la foto del muerto y preguntarles si alguna vez le proporcionaron una dentadura.

—Buena idea —lo elogia Stave, y sonríe cansado. Después se vuelve hacia uno de los municipales—. Ahora quisiera hablar un momento con el testigo que ha encontrado el cadáver.

—Es una mujer, inspector jefe. Una saqueadora.

El municipal le trae a una figura abrigada que hasta entonces ha esperado oculta tras uno de los montones de cascotes, bajo vigilancia. Detrás de ella va otro agente en el que Stave tampoco se había fijado antes. El inspector jefe mira a la mujer cuando entra en el círculo de luz que rodea el cadáver: esbelta, casi tan alta como él. Se retira la capucha de un abrigo de lana grueso, inglés, que seguramente debió de ser muy caro hace años; ahora, sin embargo, está tan desgastado que podría rasgarse con dos dedos. Stave observa su rostro delgado, ojos oscuros ligeramente almendrados, pelo negro, largo. Treinta y pocos, estima, y antaño acomodada. No tiene manos de trabajadora.

—¿Cómo se llama? —pregunta.

—Anna von Veckinhausen.

Una voz suave, piensa Stave, pero impregnada del aplomo que solo pueden otorgar la riqueza y el estatus disfrutados desde la cuna. Aun así, igual que un violín que desafina en una gran orquesta, en ella se oye una discordante nota de nerviosismo. O de miedo.

—¿Ha encontrado usted el cadáver?

—Sí.

Stave se aclara la garganta. Siente las miradas de Maschke, el médico, MacDonald y los municipales. Puede convertirse en un interrogatorio delicado, piensa.

Decide mostrarse amable. Se presenta, da unos pasos hacia delante como por casualidad y ella lo sigue sin darse cuenta, de modo que se alejan un tanto de los demás.

—Explíqueme lo que ha sucedido —le pide.

Anna von Veckinhausen duda un instante. Está calculando qué va a decirme ahora, piensa el inspector jefe, y espera.

—Yo estaba en Collaustrasse y me metí por el sendero que cruza los escombros porque quería llegar a Lappenbergsallee. Un atajo.

Stave saca minuciosamente su bloc de notas del bolsillo. Con ello gana tiempo: tiempo para la testigo, para que vuelva a pensar bien su historia; tiempo para sí, para reflexionar. Una saqueadora, le ha dicho uno de los municipales. A los policías les resulta difícil calar a los personajes que recorren los escombros. ¿Antiguos residentes que buscan sus pertenencias? ¿Trabajadores de la construcción contratados por el ayuntamiento para derribar los muros que amenazan con venirse abajo, o recoger el valioso metal? ¿Transeúntes que simplemente toman un atajo? ¿O saqueadores que roban madera, metal, muebles, todo lo aprovechable? Casi todos los habitantes de Hamburgo se han «agenciado» en algún momento algo que les puede ser de provecho; Stave solo tiene que pensar en la madera con la que alimenta su cocina económica. Sin embargo, al que descubren haciéndolo lo envían a un tribunal sumario británico: un juez inglés, un intérprete, una taquígrafa, un par de preguntas frías, una sentencia, el siguiente. Cuarenta cigarrillos de las reservas de los Aliados: veintiún días de arresto. Un trabajador que quería sacar de contrabando tres pezuñas de cerdo que iban a ser desechadas de un almacén frigorífico: treinta días. A los saqueadores que rebuscan en las ruinas les echan entre cincuenta y sesenta días.

Stave decide no recriminarle de momento lo del pillaje.

—¿Qué sucedió entonces?

La testigo sonríe con alivio por un instante fugaz. Después se pone seria y se frota las delicadas manos como si se las estuviera lavando con jabón. Igual que una enfermera cuando se desinfecta, se le ocurre a Stave. O una doctora.

—Por casualidad he visto… —dice dubitativa, buscando la palabra correcta—, el cadáver. Después he corrido hacia Lappenbergsallee y he preguntado por la comisaría más cercana.

—¿Ha preguntado?

—Sí. —Anna von Veckinhausen lo mira extrañada—. He parado a un par de transeúntes hasta encontrar a alguien que pudiera decirme cómo llegar allí.

Stave sigue todavía sin acostumbrarse a ese nuevo aplomo de las mujeres. Hace unos años habría sido impensable que una mujer —es más, una dama— descubriera un cadáver y reaccionara como lo ha hecho la testigo. Antes, una mujer habría gritado o habría caído inconsciente. Seguramente es así porque, desde la guerra, son ellas quienes buscan el sustento para sus familias: en el mercado negro, en expediciones de avituallamiento, con trabajo duro… Las mujeres saben procurarse igual que los hombres todo lo necesario para vivir. Por lo menos igual de bien. Por otra parte, pagan por ello un precio muy alto. No solo cansancio y deterioro físico. Muchos matrimonios se rompieron cuando los hombres, después de años en el frente, regresaron y no pudieron soportar que sus mujeres se las arreglaran mejor que ellos en ese nuevo mundo de escombros y mercados ilegales. Stave vuelve a mirar disimuladamente las manos de Anna von Veckinhausen: no lleva alianza.

—Es la Segunda Comisaría —dice Stave—. Puesto que no la conocía, supongo que no vive usted por aquí cerca.

La testigo duda un momento.

—No —confiesa—. Vivo en uno de los barracones Nissen del canal del Eilbek.

Stave se apunta la dirección. Una saqueadora que ha ido a explorar una nueva zona de pillaje, deduce, pero no dice nada. Anna von Veckinhausen le impone, se siente incluso un poco cohibido. Ese aplomo… Esa mujer proviene de otro mundo. Hay un deje dialectal en su voz, pero ¿de dónde? No es de Hamburgo ni del norte. ¿De algún lugar del este, quizá?

—¿De manera que ha visto el cadáver y ha corrido a Lappenbergsallee hasta que ha llegado a la comisaría? ¿Hay testigos de eso?

Ella lo mira desconcertada y no dice nada.

—Las personas a quienes ha preguntado en Lappenbergsallee, ¿sabe quiénes eran? ¿Anotó sus nombres?

—¿A qué viene eso? —pregunta ella con indignación. Su voz sigue siendo queda—. ¿Acaso sospecha de mí?

Stave sonríe, aunque es consciente de lo desacertado de esa mueca en ese preciso momento.

—Pura rutina —explica.

Ella lanza la cabeza hacia atrás y lo mira a los ojos. Desafiante.

—Figuras embozadas. Hombres con sombrero y el cuello del abrigo levantado, mujeres con pañuelos y gorras. Todos con prisa por el frío. No he apuntado ningún nombre, y tampoco podría describirle sus caras.

Stave vuelve a anotar algo.

—¿Y antes? Cuando ha encontrado el cadáver, ¿lo ha tocado?

—Hace usted unas preguntas verdaderamente sorprendentes. He visto a un hombre desnudo y muerto. ¿Para qué iba a tocarlo?

—Pero ¿ha sabido enseguida que estaba muerto?

—Ya había visto un par de muertos en la nieve antes, si es eso lo que quiere decir. Enseguida he sabido cuál era su estado.

Stave renuncia a preguntarle cuándo y dónde ha visto esos otros cadáveres.

—¿Sabe cómo ha fallecido?

Anna von Veckinhausen sacude la cabeza.

—No. ¿Cómo?

El inspector jefe hace caso omiso de la pregunta y vuelve a apuntar algo. Sus dedos se han convertido en carámbanos. Trabajosamente va escribiendo palabras, apenas legibles. Es muy consciente de que sus lentas anotaciones ponen nerviosa a la testigo. Mejor, piensa.

—¿Le ha llamado la atención alguna otra cosa? ¿Algo del cadáver? ¿Había quizá algún objeto junto a él?

La mujer niega con la cabeza. También ella tiene un frío terrible, sospecha Stave.

—¿E inmediatamente antes? Cuando todavía no sabía lo que le esperaba entre las ruinas, ¿vio algo sospechoso por el sendero? ¿Tal vez a otra persona? ¿Oyó algún ruido?

—No, no vi nada.

Una respuesta rápida. Demasiado. De pronto Stave no está seguro de que la mujer no le oculte algo. ¿Debería llevarla a la Central para someterla a un interrogatorio? ¿Amenazarla, quizá, con acusarla de pillaje? Duda. La mayoría de las veces, según su propia experiencia, los testigos hablan sin necesidad de presionarlos. Solo hay que darles algo de tiempo, entonces se presentan en Investigación Criminal y completan sus declaraciones. Además, en caso de que Anna von Veckinhausen no sea de esa clase de testigos, siempre podría ir a interrogarla otra vez. Verla otra vez.

Lo que te faltaba ahora, enamorarte, piensa Stave, y de inmediato zanja esa reflexión.

—Puede marcharse —dice. Le da a Anna von Veckinhausen una nota en la que ha escrito su número de teléfono—. Si recordara algo más, llámeme, por favor.

—Gracias —contesta ella, y dobla el papel con cuidado antes de guardárselo en el bolsillo del abrigo. De pronto parece exhausta.

Antes, Stave habría solicitado un coche patrulla para llevar a la testigo a su casa, pero ahora, con los pocos vehículos que quedan y la gasolina racionada, ya no.

—Adiós —se limita a decir. Debería mostrarse amable, pero, no sabe por qué, lo dice de tal forma que suena a amenaza.

—¿Por qué deja que se vaya la mujer? —pregunta Maschke cuando Anna von Veckinhausen desaparece detrás de una montaña de cascotes. MacDonald y él se han acercado de nuevo a Stave, que los informa brevemente de la declaración de la testigo.

—Lo cierto es que no tenemos ningún indicio —se justifica el inspector jefe.

—Estaba en las inmediaciones del segundo asesinato —dice Maschke— y vive en las barracas del canal del Eilbek. Eso no queda muy lejos de donde encontramos el primer cadáver.

Stave suspira. También a él le ha llamado la atención, pero prefería no mencionarlo.

—En el caso del primer asesinato, no es más que una de las miles de personas que viven por allí cerca. Hoy ha sido ella quien ha avisado a la Policía.

—Y, además, no me la imagino echándole a nadie un alambre al cuello —tercia MacDonald.

—Yo sí —murmura Maschke.

—Dejemos que los compañeros se ocupen de despejar todo esto —ordena Stave, cansado—. Czrisini querrá el cadáver. Volvamos a la Central y consideremos qué es lo que ha cambiado para nosotros.

—No tan deprisa, caballeros. Concédanme cinco minutos.

Cuddel Breuer, una enorme figura de largo abrigo oscuro con sombrero de ala ancha y guantes negros de piel. Stave no lo había oído acercarse.

—Disculpen que no haya podido presentarme antes —sigue diciendo el director de Investigación Criminal—, pero tenía una cita con el alcalde. Maldito frío —susurra, aunque no tiene aspecto de estar precisamente helado.

—Pondré vigilancia en el lugar del hallazgo —explica Stave después de haberle presentado un sucinto informe—. Un municipal se quedará aquí. Espero que no se muera de frío. Mañana vendremos a registrar esto otra vez, en cuanto sea de día.

Su jefe asiente con la cabeza y luego observa a los tres investigadores.

—¿Qué creen ustedes? ¿Lo ha hecho el mismo?

Stave se temía esa pregunta y sopesa su respuesta con cautela.

—Seguiremos indagando en todas direcciones —empieza a decir—. Algunos indicios señalan al mismo autor o autores, puesto que tampoco eso podemos descartarlo. Hay algunas pruebas que no terminan de encajar con el primer asesinato.

—¿Qué piensa hacer?

—Descubrir la identidad de la víctima. Repasar todos los partes de desaparición, preparar otro cartel si es preciso. Esta vez, por lo menos, además de la foto de la víctima tenemos también el bastón. Tenemos el medallón. Y preguntaremos a los dentistas: el hombre llevaba dentadura.

Breuer se lo queda mirando sin decir nada.

—No puede ser que en una ciudad como Hamburgo hayan asesinado a dos personas y que nadie las eche en falta —se defiende Stave—. Si existe alguna relación entre el autor de los hechos y sus víctimas, eso nos ayudará bastante.

—¿Y en caso de que no sea así?

—Entonces será complicado —reconoce el inspector jefe—. Si de verdad nos enfrentamos a un asesino que escoge arbitrariamente a sus víctimas, me parece que su comportamiento será imprevisible. Un día mata a una joven, otro día a un viejo. Un día ataca en el este, otro día en el oeste, un día no tiene que superar ninguna clase de resistencia por parte de su víctima, otro día se enfrenta a esa defensa con violencia.

—¿Y qué le digo mañana al alcalde? —El tono de Cuddel Breuer es tan alegre como si se tratara de que Stave aceptase una invitación para ir de picnic.

—Pídale que no saque conclusiones precipitadas. El caso es complicado. Solo necesitamos un poco de tiempo.

Breuer se rasca la cabeza y suspira.

—Ya lo sé. Pero Hamburgo está cercado por el hielo. Las reservas de carbón de las centrales eléctricas solo alcanzarán para unos días más. Apenas tenemos alimentos. Cada día mueren personas por congelación. Al alcalde no le resulta fácil mantener la ciudad controlada. Tiempo es, precisamente, algo que no tiene.

—Entonces, él será el primer interesado en que no cunda la alarma —dice Stave sin pensar.

Breuer sonríe.

—Bien. Nadie tiene ningún interés en echar las campanas al vuelo por esto. Le aconsejaré al alcalde que simplemente haga como si nada hubiera sucedido. De momento.

Inclina el sombrero, luego da media vuelta y se marcha.

—Mierda —murmura Maschke cuando el jefe ya no puede oírlo.

Sin embargo, a Stave no puede engañarlo. En la voz de su compañero empieza a asomar con timidez algo que no le gusta nada: malicia.

Regresan a la Central de Investigación Criminal traqueteando en el Jeep de MacDonald sin decir palabra. En la turbia luz amarillenta de los faros, las montañas de cascotes y las paredes de las casas relucen como el escenario de una película expresionista muda. A Stave no le extrañaría ver de reojo la silueta de murciélago de Nosferatu en cualquier ruina apartada, las garras de sus dedos alargándose hacia él. Serénate, se dice. No es un vampiro lo que busca, sino a una persona normal y corriente que oculta un alambre o un cable en el bolsillo. Que no tiene miedo de abalanzarse sobre una muchacha ni sobre un viejo.

Al final de Karolinenstrasse, un municipal aterido dirige el tráfico con movimientos bruscos y furiosos: Jeeps, camiones británicos, dos valientes que van en bicicleta haciendo frente al gélido viento que silba por toda la calle. MacDonald conduce a bandazos. El tubo de escape, debajo de ellos, suelta unas falsas explosiones y el municipal se sobresalta. El teniente, que lo ve por el retrovisor, sonríe satisfecho. Tres minutos después ya han llegado.

Cuando entran en su despacho, Stave ve con sorpresa que Erna Berg ya los está esperando y ha preparado algo parecido a un té. Agradecido, acepta la taza caliente e inspira el aroma. Ortiga, supone. Lo importante es que está caliente.

—¿Qué está haciendo aquí? —le pregunta a su secretaria.

—El señor Breuer me ha hecho llegar el recado de que hoy habría trabajo que hacer —responde ella—. Ya me tomaré otro día libre. Cuando todo esté un poco más tranquilo.

Mucho tendrás que esperar para ver llegar ese día tranquilo, piensa Stave con ánimo lúgubre.

—Muy bien —dice cuando todos se han acomodado en su estrecho despacho—, entonces, ¿a quién estamos buscando?

—No es un asesino pasional —comenta MacDonald.

—Entonces ya solo nos quedan en Hamburgo unos novecientos mil posibles criminales.

El inspector jefe mira al techo, como si allí fuese a materializarse un cartel de búsqueda y captura.

—Repasémoslo todo otra vez desde el principio. —Lo dice casi como si hablara más para sí que con los demás—. No tenemos ni una pista clara. ¿Qué relación podría haber entre la joven de Eilbek y el viejo de Eimsbüttel? ¿Una golondrina de la calle y su cliente? Nuestros amigos de Reeperbahn no conocían a la chica, así que no hay nada que apunte a ello. Pero, en tal caso, ¿qué los vincula? ¿El lugar en que se encontraban? ¿Un destino común?

Nadie dice nada, pues todos saben que él mismo dará una respuesta.

—El mercado negro, evidentemente —prosigue Stave.

Es ilegal pero está por todas partes. Hombres y mujeres que rondan las calles y las plazas paseándose despacio de aquí para allá, rostros ocultos por los sombreros y los cuellos subidos de los abrigos. Palabras susurradas, gestos apresurados. Allí se puede conseguir todo lo que no le dan a uno con la cartilla de racionamiento: una radio, un par de zapatos de mujer, medio kilo de mantequilla, aguardiente de destilación casera. A cambio de gruesos fajos de billetes de cien marcos del Reich, o bien de cigarrillos. De vez en cuando se organizan redadas, pero no hay nada que hacer contra el estraperlo. El año pasado, la Policía requisó más de mil toneladas de alimentos, decenas de miles de litros de vino, más de 4800 ampollas de morfina de las existencias del ejército, penicilina robada, incluso caballos y coches.

Para muchos ciudadanos de Hamburgo, ese mercado clandestino tiene algo de sucio, de profundamente degradante. Tener que quedarse plantado en la acera como una fulana. Unos precios miserables por piezas de herencia que tanto trabajo costó salvar de los bombardeos nocturnos: unos cuantos cigarrillos por antigüedades que antes eran valiosas, pero mil marcos del Reich por un kilo de mantequilla. A los estraperlistas y sus cómplices, los periódicos los llaman «parásitos de la subsistencia», muy al viejo estilo elocutivo, como si los nazis todavía estuvieran en el poder. Pero no hay más remedio: cuando a uno ya se le caen de los pies los únicos zapatos que tiene y con la cartilla de racionamiento no consigue comprar unos de repuesto en toda la ciudad, ¿qué le queda, más que recurrir a esas figuras susurrantes?

En el mercado negro se dan cita todos los ciudadanos de Hamburgo: ricos y pobres, viejos y jóvenes. Todo el mundo puede intercambiar artículos con todo el mundo, allí puede producirse un encuentro entre las dos personas aparentemente más impensables. Además se manejan grandes sumas, se comercia con viejos tesoros o productos sin los cuales es imposible sobrevivir. Motivos suficientes para incurrir incluso en un asesinato. Sobre todo porque a ningún estraperlista se le ocurriría ir a denunciarlo a la Policía.

—Podría tener algo que ver con el mercado negro —conviene MacDonald.

—Todos los condenados delitos de Hamburgo podrían tener algo que ver con el mercado negro —objeta Maschke—, pero no lo sabemos con seguridad. No hay indicios. También es posible que las víctimas fueran saqueadores y que un competidor se cruzara en su camino. Una lucha territorial por conseguir la mejor montaña de escombros… Tal vez hayamos llegado incluso a eso.

Stave asiente con la cabeza.

—También es una posibilidad. Y aún se me ocurren un par más: los desaparecidos, por ejemplo. Tenemos cientos de casos de desapariciones en la ciudad. Aparentemente, ninguno de ellos coincide con la joven, y en cuanto al viejo no sabremos nada hasta mañana por la mañana. Sin embargo, sí sería posible que detectásemos una especie de patrón entre los casos de desapariciones.

MacDonald levanta una ceja. Por lo visto, no sigue las reflexiones de Stave.

—¿Qué patrón? —pregunta.

El inspector jefe se encoge de hombros.

—Pues no sé. Quizá comprobemos que en los últimos tiempos ha desaparecido un número sorprendentemente alto de muchachas. O de ancianos. O que hay un desaparecido emparentado con una muchacha y un anciano. Qué sé yo.

—A mí me parece una pista bastante débil —comenta el teniente.

Stave no hace caso de ese reparo, porque el británico tiene buena parte de razón.

—Aún nos quedan los desplazados —prosigue—. Personas que no tienen raíces aquí. Personas que no tienen nada que perder. Personas cuya identidad a veces ni siquiera las autoridades aliadas conocen, cuyos movimientos apenas están controlados y cuyos asuntos no interesan a nadie. Tal vez no sea tan extraño que ningún habitante de Hamburgo haya venido a interesarse por ese cartel.

—Pero también hemos hecho colgar carteles en los campamentos de desplazados —dice Maschke—. Allí la gente vive apiñada. Alguien habría reconocido a la víctima y, aunque los desplazados no quieran decir nada, quizá por miedo o porque no confían en las autoridades alemanas, algún guardia británico podría haberla reconocido.

Maschke se levanta de la silla y se pone a caminar por el despacho. Parece inquieto, piensa Stave. Seguramente porque poco a poco se va dando cuenta de que no tenemos ni una sola pista sólida y de que solo hay una cosa que podamos suponer con cierta seguridad: que no se trata de un delito sexual. Lo que supone que la investigación ya no requiere a ningún agente de Orden Público. Tiene miedo de que vuelva a enviarlo con sus chicas y sus clientes, supone Stave, y de repente siente algo así como compasión por Maschke.

—Está bien —dice, pues, en voz alta—, reconozcamos que no tenemos ninguna teoría concluyente. Por el momento. Así que nos tomaremos en serio todas esas pistas, por débiles que sean. Organizaré una gran redada en el mercado negro. Para este mismo lunes. Nos llevaremos detenidos a unos cuantos estraperlistas y a ver qué descubrimos… Quizá una mochila a la que le falta una correa. Puede que otro medallón con una cruz y dos dagas grabadas. O un suspensorio.

Los otros dos se echan a reír por un momento.

—Usted, teniente, repase los partes de desapariciones. Quizá encuentre algún patrón, y no dude en comunicarme hasta las especulaciones más disparatadas. Nunca se sabe. Y usted, Maschke, visite uno por uno a todos los dentistas y pásese también por la Oficina de Desescombro de Heiligengeistfeld. Los funcionarios allí están al cargo de todo lo que tiene que ver con la reconstrucción y la recogida de cascotes. Si alguien ha oído hablar de luchas territoriales entre los saqueadores, tienen que ser los chicos de las ruinas.

La verdad es que no me caes bien, pero te quedas a bordo, piensa Stave. Maschke sonríe con alivio.

—Buena idea —dice el hombre de Orden Público.

Maschke y MacDonald salen del despacho. Stave le hace una señal a su secretaria antes de que se cierre la puerta.

—La necesitaré un momento más —dice en tono de disculpa.

Se retira a su escritorio. Papeleo. Stave prepara un nuevo expediente de asesinato, escribe a mano el informe sobre el hallazgo del cadáver, después el texto del nuevo cartel de búsqueda y finalmente la solicitud de la autopsia.

Cuando el inspector jefe, papeles en mano, sale por fin, se queda atónito sin pasar de la puerta: MacDonald sigue allí, charlando con Erna Berg. Los dos se quedan callados a media frase, abochornados como dos tortolitos sorprendidos. Esto puede ponerse divertido, piensa Stave, pero al mismo tiempo siente algo parecido a los celos. Apenas una fina aguja que se le clava en algún lugar, no es ni mucho menos como una puñalada en el corazón, pero aun así… Qué absurdo.

Stave le entrega a su secretaria las anotaciones para que las mecanografíe. Descuelga abrigo y sombrero, masculla un par de frases intrascendentes y sale de allí. En cuanto la puerta se ha cerrado tras él, la conversación se reanuda como si alguien hubiese colocado de nuevo la aguja de un tocadiscos sobre el surco del vinilo.

Sábado por la noche. Antes, Stave habría regresado a casa con Margarethe y el niño, agotados y sonrientes después de una salida en barca por el Alster o un largo paseo junto al Elba. Habrían acostado a Karl sabiendo muy bien que, en cuanto sus padres desaparecieran, el niño encendería la luz para leer novelas policíacas. Después, Margarethe y él habrían salido, puede que a un restaurante o al cine. Y más tarde…

Tonterías y sentimentalismos, piensa Stave, es posible que me esté haciendo viejo. O puede que últimamente esté viendo demasiados cadáveres, eso siempre toca la fibra sensible. Pasea sin rumbo por Rotherbaum, después por Harvestehude. Barrios sin apenas cicatrices, villas preciosas, apacibles; en algunas calles parece que la guerra no haya existido, si no hace uno caso de los Jeeps británicos aparcados en las entradas, claro. Villas confiscadas.

Los ricos se lo tienen merecido, piensa Stave de pronto. Después se reprende, no puede dejar que sus pensamientos sigan saltando de tontería en tontería.

Al final debe de haber deambulado durante al menos media hora y vuelve a encontrarse en Hoheluftchaussee, de espaldas a la estación medio derruida del tren elevado, en la que hace ya meses que no para ningún tren.

Está helado de frío. Se trata de una avenida de cuatro carriles, pero los edificios que la flanquean no son especialmente imponentes. Stave camina por la acera, más rápido ahora que tiene una meta: el Capitol. Un cine al que Margarethe y él habían ido alguna vez. Ha quedado intacto y ha vuelto a abrir sus puertas. No hay electricidad para el tren elevado, pero sí para ver películas, piensa. Hay que establecer prioridades.

Recorre los trescientos metros que debe de haber desde la estación hasta el Capitol casi a paso ligero. No hay anuncios luminosos, solo un cartel que apenas se distingue en la oscuridad, pero la taquilla está iluminada. Compra una entrada y pasa sin saber cuál es la película que proyectan. Qué más da, lo principal es que dentro de la sala podrá entrar en calor. Y matar el tiempo.

Welt im Film, «el mundo en imágenes»: el noticiario de esta semana muestra escenas de Londres, después de Moscú. Stave deja que desfilen ante él. Un acorazado inglés en algún puerto, puede que en la India, Stalin de uniforme. El inspector jefe va quitándose de encima el frío. Hacia el final, de pronto, las fotografías de cuatro chiquillos: niños refugiados que han sido capturados en Hamburgo, sin nombre, aún por identificar. Así buscan las autoridades a sus padres o sus familias: cuatro nuevos niños sin nombre cada día. ¿Cómo debe de sentirse uno, sentado en algún cine, cuando de pronto aparece en la pantalla la fotografía de su hijo, al que quizá creía muerto desde hace tiempo? Stave se estremece y al mismo tiempo se sorprende cayendo en el absurdo deseo de ver aparecer la fotografía de Karl.

La película que proyectan después es Gran Libertad Núm. 7. Con Hans Albers e Ilse Werner. De las de antes. Stave se queda dormido.

Ya es tarde cuando se encienden las luces de la sala, titilantes. La mayoría tiene prisa por salir del cine. Stave mira su reloj: son casi las once. A medianoche empieza el toque de queda. Hasta las 4.30 de la madrugada nadie podrá salir de casa. Curfew, el término inglés, es muy corriente entre los alemanes.

Se palpa los bolsillos de la chaqueta como de costumbre en busca de sus papeles: lleva encima la identificación de policía, que le permite estar en la calle después de la hora de encierro. Como siempre. O sea que no tiene que darse prisa. Se pone el abrigo con parsimonia, se envuelve en la bufanda, se levanta el cuello, se cala el sombrero sobre la frente, se pone los estrechos guantes de piel. Tiene por delante una buena caminata hasta bastante más allá de la otra orilla del Alster. Pero le sobra el tiempo.

Se pregunta si el teniente estará pasando una agradable noche de sábado. ¿Con Erna Berg? Le cae bien MacDonald. En Hamburgo hay tipos jóvenes, algunos de ellos recién salidos de campos de prisioneros de guerra, que asaltan a los soldados británicos en callejones oscuros por motivos de «orgullo nacional», según dicen ellos. A más, sin embargo, no se atreven.

Stave no les guarda ningún odio a los invasores, aunque evidentemente fue una bomba inglesa la que le arrebató a Margarethe. De un modo difuso, se siente avergonzado por la época nazi y, por eso mismo, aliviado de un modo perverso ante la devastación de la ciudad y de su vida. La pérdida como justo castigo. Ahora habrá un nuevo comienzo. Tal vez.

Mientras acelera el paso para entrar en calor, sus pensamientos dejan a MacDonald para detenerse en Maschke. De él sabe tan poco como del teniente británico, y está claro que le cae bastante peor. Pero ¿por qué? A Stave no le gusta la forma de hablar del agente de Orden Público, su cinismo, sus burlas, la acritud, el desprecio por los demás. Seguramente se vuelve uno así cuando trata a diario con muchachas que están a la venta, con sus sultanes y con clientes pillados in fraganti. Sobre todo si, además, sigue uno viviendo con su madre.

Aunque quién sabe adónde me trasladarán a mí si este caso sigue así, se le ocurre a Stave, y sus arrogantes mofas del compañero de Orden Público se apagan como una bombilla en un corte eléctrico. Dos muertos, ni una sola pista. Todo el mundo espera que obtenga resultados: Ehrlich, Breuer, incluso el alcalde. Maldita sea, también él mismo espera obtener resultados. Que ya no soy un principiante, se dice.

Aun así, algo lo reconcome por dentro: ¿y si esto no es más que el principio? ¿Y si se convierte en una serie de asesinatos? ¿Y si encuentran cada vez más y más cadáveres sin nombre, desnudos, estrangulados entre los escombros? ¿Qué hará entonces? ¿Dejarle al asesino plena libertad, incapaz de hacer nada, hasta el día en que por fin cometa un error que les permita atraparlo? ¿Y si no comete ninguno? ¿Qué haré entonces?, se pregunta Stave.

Sus pensamientos se vuelven hacia Anna von Veckinhausen. ¿Qué le oculta, si es que le oculta algo? ¿Tiene alguna relación con los asesinatos? ¿Ha visto algo? Tendré que hablar cuatro cosas con ella, decide Stave, y pronto. Y no tiene nada que ver con que sea guapa y misteriosa, ni con que sea sábado por la noche y él vuelva solo a casa del cine.

Solo.

Mira a su alrededor con sorpresa. En la calle no hay nadie. Claro, falta poco para la medianoche. Siente un escalofrío: por lo menos veinte grados bajo cero, ráfagas que le abofetean la cara como si le golpearan con un rallador. Media luna amarillenta en el cielo estrellado. No hay farolas. Calles que son lúgubres desfiladeros. Las montañas de escombros en la oscuridad total. La luz de la luna que se cuela en las casas abandonadas por los huecos vacíos de las ventanas. Sombras extrañas. Travesías cerradas con tapias provisionales porque es demasiado peligroso recorrerlas: en cualquier momento podría derrumbarse un edificio alcanzado por las bombas. No hay olores. No hay sonidos. Ni el ruido del motor de un coche a lo lejos, ni voces de personas, ni la cháchara de una radio, ni un pájaro trasnochador que pía. Nada, punto.

Stave se detiene y escucha: un tenue crujido en algún lugar entre las ruinas. Un suspiro. Una piedra que cae rodando y golpeteando. El chasquido rítmico y palpitante de una puerta que el viento bate en el vacío, abierta, cerrada, abierta, cerrada. Los raudos pasos de las ratas que corren por las vigas, agudos gimoteos.

Me voy a volver paranoico, piensa. Entonces acelera el paso, por el centro de la calle esta vez. Lejos de las ruinas, de la oscuridad. Busca a tientas su FN 22: el metal frío y grasiento de la pistola le resulta de pronto tranquilizador.

Cuando por fin llega a su casa, se desploma sobre la cama. Está demasiado agotado para desvestirse, demasiado agotado para tener hambre siquiera. Demasiado agotado para volver a pensar en Margarethe y en su hijo.