Martes, 21 de enero de 1947
Una pared de llamas, amarillo, rojo, blanco, azul. Un calor abrasador contra el rostro, le duele al respirar. Vigas que revientan, ladrillos que estallan, un estrépito mayor que el de una ametralladora. El hedor a pelo quemado y a piel derretida. Stave corre sin pausa entre los escombros, fuego por todas partes, su condenada pierna le hace tropezar, va insoportablemente lento aunque sabe bien que Margarethe no está más que a unos pasos de él. Sus gritos. Ella grita su nombre y él se ha quedado atascado con algo. Muros ante sus ojos, madera ardiendo, quiere vociferar su nombre, pero el humo se le mete por la boca, lo atraganta, lo hace toser. Ahora Margarethe se ha quedado callada, un silencio espantoso.
Stave despierta dando una sacudida en la cama y con sudor frío sobre la piel. Hielo en la ventana, oscuridad en el apartamento…, pero él aún siente las ascuas, la luz brillante de las llamas que consumen los cinco pisos de altura. Maldita pesadilla, piensa, y se frota los ojos. Además, la noche de la desgracia él estaba de servicio en la otra punta de Hamburgo. De hecho, se había quedado atrapado en una casa que se venía abajo; su pierna rígida se lo recuerda todos los días. En las ruinas de su propia casa, sin embargo, no llegó a entrar, herido y medio aturdido por el miedo, hasta horas después del bombardeo. Nunca llegó a oír gritar a Margarethe.
Hay gente que recibe la visita nocturna de vivencias que ha sufrido en propia piel: el miedo a perder la vida cuando estuvo en el frente, en un submarino, en el sótano, en una celda de la Gestapo. Eso se puede llegar a superar, piensa Stave. Quizá buscando de nuevo ahora, acabada la guerra, el lugar de aquel horror. Pero ¿cómo se deshace uno de una pesadilla que jamás vivió?
La autocompasión tampoco le sirve de mucho, así que se levanta penosamente de la cama. Las mantas crujen un poco porque la escarcha se resquebraja. Pronto tendré que ir a por más madera, piensa Stave mientras enciende la cocina.
Poco después está recorriendo a pie el largo camino hacia la Central de Investigación Criminal. No hay gasolina para los autobuses. Algunas líneas de tranvía vuelven a estar en condiciones, pero solo funcionan unas cuantas horas al día. Podría acostumbrarme a tener a Ruge de chofer, piensa el inspector jefe.
Sin embargo, la verdad es que agradece esa hora de marcha. Hace ya tiempo que se ha habituado al paisaje de las ruinas, los carteles amarilleados, los mensajes escritos con tiza, las figuras temerosas en las calles… Eso ya no lo deprime. Por el contrario, disfruta de caminar a paso rápido. Le hace entrar en calor por dentro, y al mismo tiempo el aire helado le despeja la cabeza. Durante una hora no tiene preocupaciones, no siente inquietud alguna.
Llega por fin, de buen humor, a la torre de Karl-Muck-Platz. Erna Berg ya está allí y le sonríe, un poco más alegre de lo habitual, le da la sensación.
—El teniente lo está esperando en su despacho.
Maschke también está, pero por lo visto la secretaria ha olvidado enseguida su presencia, o ha evitado mencionarla adrede. El inspector jefe los saluda a ambos y toma asiento. Prefiere dejarse puesto el abrigo. Erna Berg entra apresurada, deja dos hojas multicopiadas sobre el escritorio, le dirige a MacDonald una mirada tímida y desaparece de nuevo.
—El informe del doctor Czrisini —explica Stave. Los dos guardan silencio mientras él lo estudia unos minutos—. Por lo menos han quedado explicadas un par de cosas —dice después—. La muerte tuvo lugar probablemente entre el 18 y el 20 de enero, más bien hacia el final de ese intervalo. Así que trabajaremos con la hipótesis del 20 de enero. Causa de la muerte, estrangulamiento. El autor utilizó posiblemente un alambre. Se encontraba con bastante seguridad a espaldas de la víctima y tiró del alambre desde atrás. No parece que la mujer se defendiera. Al menos no hay nada que así lo demuestre, ni en el interior ni en el exterior del cuerpo.
—¿Relaciones sexuales? —pregunta Maschke.
Stave niega con la cabeza.
—No hay indicios de violación. Tampoco rastros de semen ni ninguna otra señal de que mantuviera relaciones consentidas poco antes de la muerte. Aunque, claro, eso no puede descartarse por completo.
MacDonald carraspea, algo avergonzado.
—¿En qué sentido?
Maschke sonríe sin alegría.
—Si accedió a ello, no le quedarían las lesiones típicas. Ahí abajo. Y si el último afortunado al que le dejó acercarse utilizó un condón, entonces tampoco encontraremos semen.
—Puede formularse así, sí —rezonga Stave—. También parece claro que llevaba como mucho dos días allí tirada, puede que menos. El autor no ha tenido mucho tiempo para desaparecer del mapa.
El teniente sonríe.
—Sobre todo porque no hay barcos, y muy pocos trenes salen de la ciudad. O sea que aún seguirá en Hamburgo.
—Lo cual no tranquilizará precisamente a la gente de bien —añade Maschke.
—Pero a nosotros nos facilitará el trabajo, espero —declara Stave. Después se vuelve de nuevo hacia MacDonald—. ¿Ha preguntado ya entre sus compañeros?
—Echaron un vistazo a la foto de la mujer estrangulada anoche, cuando la saqué en el club —responde el teniente—, pero ninguno la había visto nunca. Los oficiales preguntarán también a sus tropas, pero me temo que tampoco eso nos conducirá a nada.
Maschke resopla con desdén, pero, al ver la mirada de advertencia de Stave, no dice nada.
—De todas formas, no lo deje —murmura el inspector jefe—. Es como lo de los cirujanos y la operación de apendicitis: mientras no hayamos descartado a todos los testigos potenciales, no podremos estar seguros al cien por cien.
El teniente asiente con la cabeza.
—Será un placer. —Y vuelve a sonreír.
Tal vez para él estas pesquisas son una especie de deporte, como la caza del zorro, piensa Stave, y quizá no sea la forma más equivocada de verlo. Suspira.
—Ahora tengo que reunirme con el fiscal para informarlo. Teniente, ¿será usted tan amable de seguir preguntando un poco entre sus camaradas? Lo cierto es que los soldados británicos son por el momento los únicos que no tienen problemas para salir de Hamburgo. El tiempo apremia, pues.
MacDonald asiente.
—Y Maschke, usted vaya a ver a los compañeros de Robos. Podría ser que estuviésemos ante un robo con homicidio. Una víctima a la que han desvalijado por completo. En estos tiempos, hasta de una prenda de ropa interior se saca algo en el mercado negro. Mire a ver si tienen algo en sus archivos.
Maschke carraspea, de pronto parece desconcertado.
—Es que verá, inspector jefe, esos expedientes…
Stave maldice en silencio. Desde el 20 de abril de 1945, cuando los británicos estaban ya a poca distancia de la ciudad, la Gestapo estuvo quemando expedientes, parte de ellos en los crematorios del campo de concentración de Neuengamme. Con ello no solo eliminaron las pruebas de sus crímenes, sino también numerosos archivos sobre delitos de criminales comunes. De manera que, si un ladrón asesino hubiese actuado ya con un modus operandi similar antes de 1945 —estrangulamiento con alambre, desvalijamiento completo de la víctima—, tampoco podrían encontrar ningún archivo sobre él.
—Inténtelo de todos modos —ordena Stave.
Maschke se levanta para irse y se despide de Stave con una cabezada. Del teniente hace caso omiso.
MacDonald también se ha puesto en pie. Como de pasada, pregunta:
—¿Qué fiscal es el responsable del caso?
—El doctor Ehrlich —responde Stave—. Hasta ahora no he tenido trato con él.
—Lo conozco, de Inglaterra. —El teniente le dedica una mirada medio burlona, medio compasiva—. Será mejor que se prepare. Es un hueso duro de roer, aunque a primera vista no lo parezca. Creo que Ehrlich no le tiene ninguna estima a la Policía de Hamburgo.
Stave se deja caer de nuevo en la silla y le ofrece asiento también a MacDonald.
—Todavía tenemos unos minutos. Le agradecería mucho que me pusiera al corriente.
MacDonald sonríe.
—Esto queda entre nosotros.
—Desde luego.
—El señor Ehrlich —prosigue el teniente, pensativo— entró en la Fiscalía de Hamburgo en 1929. Un hombre muy cultivado, muy erudito, con dotes musicales, coleccionista de arte moderno, sobre todo expresionista. Y, por desgracia, judío.
El inspector jefe cierra los ojos, porque intuye lo que viene a continuación.
—Con la llegada de los nacionalsocialistas al poder en 1933 lo destituyeron de inmediato, claro está. —MacDonald habla todavía en un tono de charla informal—. A partir de entonces fue tirando como corrector en una editorial de volúmenes jurídicos. Su mujer, tan aria como salida de una ópera de Wagner, por cierto, daba clases de piano. A sus dos hijos los enviaron a un internado inglés para apartarlos de la línea de fuego. Después llegó la Noche de los Cristales Rotos.
Stave asiente. Recuerda esa noche: al recibir los primeros avisos de incendio quiso salir corriendo de la comisaría de Wandsbek hacia la sinagoga más cercana, pero entonces llegó la orden de permanecer en los despachos. Una orden bastante tajante. Stave la acató. No es que fuera la hazaña más heroica de su vida, precisamente. Nunca había hablado de ello con nadie, ni siquiera con Margarethe.
—A Ehrlich lo detuvieron el 1 de noviembre de 1938 y lo llevaron al campo de concentración de Neuengamme. Debieron de ser tiempos muy duros, aunque él nunca se haya referido a esa época más que con insinuaciones. Al cabo de unas semanas volvieron a dejarlo libre porque sus amigos de Londres le habían conseguido un visado británico. Vendió su colección de arte a un precio irrisorio, imagino. Con el dinero que obtuvo consiguió un billete para Inglaterra el verano de 1939. Su mujer no pudo acompañarlo, el visado era solo para él. Entonces estalló la guerra.
MacDonald hizo un gesto casi de disculpa.
—La mujer se quedó sola. Humillada, abandonada por su marido y sus hijos. Los vecinos la rehuían, ni siquiera pudo seguir dando clases de piano porque nadie quería dejarse ver con ella. Ehrlich, en Londres, estaba como un tigre enjaulado; lo intentó todo para sacarla del país: por Suiza, por Estados Unidos, España, Portugal. No hubo manera. En 1941 le llegó a través de la Cruz Roja la noticia de que su mujer se había quitado la vida con una sobredosis de somníferos.
»Por entonces yo ya conocía a Ehrlich. Había encontrado un puesto en Oxford dando clases de Derecho Romano. Nos hicimos…, bueno, amigos sería decir demasiado. Hace un par de meses le proporcioné el cargo en la Fiscalía.
—¿Que hizo usted qué? —suelta Stave sin querer.
MacDonald sonríe con ironía y Stave se pregunta cuánto poder tiene en realidad ese joven oficial.
—Ehrlich quería regresar a Alemania para ayudar a construir la democracia, como él dice. Así que pregunté entre nuestra gente y le ofrecieron el puesto. Hay escasez de juristas libres de cargos y recibimos con los brazos abiertos a todo «no nazi» que podamos encontrar. No solo en la Fiscalía, en la Policía también.
Un cumplido, comprende Stave, perplejo.
—Pero ¿por qué precisamente en Hamburgo? Aquí Ehrlich tendrá cuentas por saldar. No es una situación ideal para un fiscal.
—Al contrario: es una situación excelente —contesta MacDonald—. El señor Ehrlich forma parte de la acusación de los juicios antinazis de Curiohaus.
Stave no necesita que MacDonald le explique nada: en ese edificio de Rothenbaumchaussee tiene lugar desde el 5 de diciembre de 1946 un proceso judicial contra nueve hombres y siete mujeres que, como vigilantes del campo de concentración de mujeres de Ravensbrück, están acusados de ser responsables del asesinato de miles de personas.
—¿Y aún le queda tiempo para este nuevo caso?
—Él mismo lo ha solicitado. El señor Ehrlich trabaja mucho —responde el teniente.
Una vez que el británico ha salido del despacho, Stave se queda sentado un rato. ¿Por qué Ehrlich? En los juicios de Curiohaus puede enviar al patíbulo a nazis especialmente crueles, pero ¿qué interés puede tener un fiscal con orientaciones políticas como él en el cadáver de una joven desnuda y sin nombre? Un caso difícil, quizá, pero no político. ¿O sí?
Por fin Stave se rinde y se levanta con un suspiro. Tal vez lo que seduce al fiscal del asesinato sea simplemente el misterio, más allá de sus motivaciones personales. O tal vez, gracias a un caso en cuya resolución Investigación Criminal fracasa, espera despachar a un par de agentes que en aquella época trabajaron en colaboración demasiado estrecha con la Gestapo y que, a pesar de los despidos de 1945, han conseguido permanecer en su silla.
Es muy posible que no tarde en descubrirlo. Por desgracia, también es posible que Ehrlich llegue a saber de alguna forma qué hizo Stave para impedir los saqueos de las sinagogas en 1938. Es decir, nada.
El edificio del Tribunal Penal de Hamburgo es un enorme palacio renacentista: fachada rosada, molduras de arenisca color hueso, altas ventanas blancas, algunas de ellas flanqueadas por columnas torneadas. Un sólido cajón decimonónico al que, increíblemente, no alcanzó ninguna bomba durante la II Guerra Mundial. La Fiscalía tiene allí sus despachos.
Stave entra en el edificio. No han sido más que unos cuantos pasos desde la Central de Investigación Criminal, cruzar la plaza, pasar por delante de la sala de conciertos y atravesar un pequeño parque abandonado.
Pocos minutos después se encuentra sentado en una incómoda silla para visitas en el despacho de Ehrlich. Stave está nervioso, casi se siente como un colegial a quien han llamado al despacho del director; se enfada consigo mismo por ello, pero tampoco así consigue ahuyentar la inquietud de su interior. Mira a su alrededor con disimulo mientras su interlocutor continúa hojeando informes.
El doctor Albert Ehrlich es bajito y calvo; sus ojos flotan tras los gruesos cristales de unos lentes redondos con montura de concha. Cuello encorbatado, pantalones planchados con raya afilada, chaqueta de tweed inglés. En el despacho no hay ninguna foto de su mujer ni de sus hijos, absolutamente ningún objeto personal, solo carpetas y cuadernos por todas partes. Una máquina de escribir negra y contundente descansa en una mesita auxiliar. Stave mira de soslayo los dedos de Ehrlich, cortos, anchos, cubiertos de un vello claro: no lleva alianza.
Tampoco él la lleva ya. Una noche del verano de 1943 la lanzó al Elba, en el puerto. Se quedó un buen rato de pie al final del muelle; el agua estaba seductoramente cerca y tan oscura… Pero entonces dio media vuelta y regresó a casa, si es que podía llamar así a aquellos escombros. Stave cierra los ojos un momento.
—Lamento muchísimo haber tenido que hacerle esperar —dice Ehrlich al fin, y cierra la tapa de un expediente—. ¿Un té? —Una voz cultivada, comedida.
Stave sonríe titubeante.
—Con mucho gusto.
Abre los ojos de golpe cuando la secretaria entra con una tetera que humea y desprende un fuerte aroma. Té de verdad, constata Stave, Earl Grey, no infusión de ortiga.
Ehrlich le sirve una taza.
—Antes solía tomar café —confiesa—. Al té me acostumbré en Inglaterra. Además, es muchísimo más fácil de conseguir, sobre todo si vive uno en la zona británica.
—¿Por eso ha regresado precisamente a Hamburgo, el puerto de la zona británica? —pregunta Stave.
—Ah, ya veo que el teniente MacDonald lo tiene informado —repone Ehrlich, y sonríe con diversión. La mirada de sus agrandados ojos de búho, no obstante, está alerta, como al acecho.
Idiota, se regaña Stave a sí mismo. La típica manía de los de Investigación Criminal: atacar, sorprender, provocar inseguridad durante la conversación. Con este fiscal no es el camino adecuado.
—Gracias por haber dado curso tan deprisa a nuestra solicitud de autopsia del cadáver —dice para cambiar de tema.
Ehrlich se relaja.
—Hablemos del caso. Soy todo oídos.
Stave le informa de cuanto han descubierto hasta el momento, así como del estado actual de las investigaciones y de todas sus teorías sobre víctima y autor de los hechos.
—Será difícil —dice Ehrlich, pensativo, cuando el inspector jefe termina de hablar.
—Tenemos que descubrir como sea quién es la víctima. Si no, es posible que no consigamos seguir adelante —reconoce Stave.
—Entonces, tampoco usted cree en la tesis de un robo con homicidio, aunque haya enviado a Maschke en busca de unos expedientes que, como usted y yo bien sabemos, fueron quemados en ciertos hornos.
Qué rápido es, piensa Stave con un sobresalto. En un robo con homicidio, la identidad de la víctima no conduce necesariamente al autor, puesto que los delincuentes a menudo atacan a personas desconocidas. Ehrlich debe de haber deducido que el autor y su víctima se conocían y que Stave tiene otra sospecha.
—Me esfuerzo por ser minucioso —repone.
—Una virtud muy alemana —contesta el fiscal con fina ironía.
—Una virtud de los criminalistas de todo el mundo. —De pronto Stave está harto de jugar al ratón y el gato—. Pero tiene usted razón —prosigue en un tono conciliador, y se relaja. Tal vez sea porque de repente le ha tomado confianza a Ehrlich, o quizá sea simplemente cosa del té caliente: en contra de su costumbre de presentar siempre a los fiscales únicamente hechos probados o suposiciones plausibles, esta vez decide expresar también una sospecha medio fundada—. El crimen no solo ha sido cruel —explica Stave, vacilante—, sino también eficiente: un ataque que provoca una muerte inmediata, seguido del desvalijamiento a conciencia del cadáver.
—A sangre fría —comenta Ehrlich.
—Sí. Planeado con detalle, ejecutado a la perfección. Alguien que es capaz de algo así, o bien tiene una falta total de moralidad o bien es un enfermo mental que al mismo tiempo posee una mente lógica y muy clara.
—Después de esta guerra y de los doce años del último régimen, por Alemania andan sueltos bastantes personajes a quienes poco importa cargar con una muerta más o menos sobre sus conciencias, a todas luces subdesarrolladas. Entre ellos hay sin duda muchos psicópatas, pero a la mayoría seguramente los calificaríamos de hombres de bien.
—Y, aun así, no todos los días aparece en Hamburgo una joven desnuda, estrangulada con un alambre y abandonada entre los escombros.
El fiscal asiente.
—Touché. En fin, ¿qué supone que ocurrió en realidad, inspector jefe?
—Apuesto por un perturbado. Alguien que conocía a la víctima o que por lo menos la había observado sin ser visto durante una temporada. Que seguramente llevaba semanas o meses planeando el ataque. Y que atacó en el momento oportuno.
—¿Indicios?
—Aparte de la brutalidad de las circunstancias del crimen: ninguno. —Stave considera que de nada sirve engañar al fiscal en este sentido—. En mi trabajo no tenemos que vérnoslas muy a menudo con esta clase de perturbados, no soy ningún experto en estos temas. Si es verdad que, tal como leí una vez, siguen un patrón en sus crímenes, no he sido capaz de reconocerlo aún. Además, todavía es demasiado pronto para eso.
Los dos guardan silencio un buen rato. No hace falta decir en voz alta lo que tanto Stave como Ehrlich piensan: que a esta víctima podrían seguirle otras.
—¿Qué tiene pensado hacer ahora? —pregunta el fiscal al cabo, y vuelve a servirle más té.
El inspector jefe asiente con gratitud, rodea la taza con las manos para entrar en calor, aspira el aroma y sonríe. Después saca del bolsillo de su abrigo un rollo de papel que todavía huele a tinta.
—El primer ejemplar del cartel de búsqueda —explica, y se lo tiende al fiscal por encima de la mesa.
—¡Mil marcos del Reich como recompensa! —lee Ehrlich—. «Robo con homicidio en Baustrasse, Hamburgo. El lunes 20 de enero de 1947 se encontró entre los escombros del número 13 de Baustrasse, Hamburgo, el cadáver de una mujer, desconocida hasta la fecha. Todo apunta a un robo con homicidio». Caray, está hecho usted un poeta, inspector jefe.
Ehrlich contempla la foto de la asesinada y lee su descripción.
—Pero si acaba de decirme que en realidad no cree que haya sido un robo con homicidio —dice entonces—, y lo leo aquí escrito en letra de imprenta como si fuera un hecho probado.
—No quiero inquietar a nadie —se justifica Stave—. Además, mencionar a un asesino posiblemente perturbado tampoco nos ayuda mucho, me temo.
—Explíquese mejor.
—Si decimos que estamos buscando a un loco, vendrán a vernos cientos de testigos que denunciarán a vecinos, a compañeros de trabajo o a toda clase de personas que algún día se cruzaron en su camino. Eso entretiene de manera innecesaria a nuestro personal y solo comporta molestias.
—Seguramente tiene usted razón.
—El cartel estará pronto colgado por toda la ciudad. Esperaremos a ver si se presenta alguien que conozca a la víctima.
—¿Y qué haremos hasta entonces?
—Ir al cementerio —responde Stave—. Esta tarde la entierran en el camposanto de Öjendorf. Aguardaré a cierta distancia, a ver si aparece alguien a llorar su muerte.
Tras la visita a Ehrlich, Stave no regresa directamente a su despacho. Pasea sin rumbo por la ciudad. Tiene que ordenar sus ideas y eso lo consigue mejor cuando está en movimiento. Una vez más, repasa todos los detalles del caso: ¿qué sabe de la víctima? Casi nada. ¿Sobre el asesino? Menos aún. ¿Qué le queda por hacer, aparte de esperar? A que aparezca un testigo, alguien que pueda identificar a la desconocida por el cartel de búsqueda. ¿Y si eso no sucede? ¿Se le ha pasado algo por alto? Pero ¿el qué?
El inspector jefe se siente presionado y detesta esa sensación. Por Cuddel Breuer. Por Ehrlich. Stave, sin embargo, prefiere trabajar solo. A los especialistas los acepta de buen grado cuando son necesarios: fotógrafos, expertos en pruebas, forenses. Pero ¿qué se supone que tiene que hacer con Maschke? Igual que con MacDonald. No son investigadores, no son profesionales. Por otro lado, puede que la mirada de un profano sea útil; al británico pueden llamarle la atención detalles que él, Stave, ya ni siquiera ve. Además, parece bastante listo y tiene influencias.
Stave emerge de sus pensamientos. Ha aparecido en Eppendorfer Baum, una calle a bastante distancia de Karl-Muck-Platz. Hay una casa medio derrumbada en la que han improvisado un tenderete de comidas. Una bomba destruyó los pisos superiores del viejo edificio, así que ha quedado allí como un cadáver destripado. Solo la planta baja parece seguir intacta, y sobre la puerta hay un cartel de madera fabricado con torpeza que anuncia «Platos recién hechos».
Stave entra en la luminosa sala, que por desgracia no tiene calefacción, y se sienta a una mesa. No hace caso de los latigazos que nota en el tobillo izquierdo. Mira a su alrededor como de costumbre: mediodía, un par de obreros y oficinistas, una madre con dos niños; sola en el rincón, una figura enjuta con rasgos eslavos y un abrigo de la Wehrmacht teñido de otro color que tiene la manga izquierda recosida por delante.
Stave pide el plato del día por un marco del Reich: un arenque encurtido, dos rodajas finas de pepino, una cucharada de menestra de verduras de color indefinible y sabor indescriptible. Da buena cuenta de todo ello y luego siente más hambre que antes de empezar. Si por lo menos pudiera tomarse un café… Suspira, paga y se marcha cojeando.
En el despacho ya lo está esperando MacDonald; eso dice él, por lo menos. El inspector jefe tiene la ligera sospecha de que lo que ha llevado al teniente a Karl-Muck-Platz es más la perspectiva de charlar un rato con Erna Berg que las investigaciones del asesinato.
—¿Qué noticias tenemos del ejército? —pregunta.
MacDonald esboza unos gestos de disculpa que, por un momento, hacen que parezca un niño pequeño.
—Todo el mundo abre mucho los ojos cuando saco la fotografía, pero está visto que nadie conocía a la víctima.
—¿Ha venido con su Jeep?
El teniente dice que sí con la cabeza.
—¿Lo necesita para alguna persecución? ¿Como en esas películas americanas? ¿Voy a buscar unas ametralladoras?
Stave, en contra de su voluntad, no puede evitar sonreír.
—Y los fusiles los esconderemos en un ataúd negro. Nos vamos al cementerio.
El inspector jefe respira con alivio al saber que no tiene que recorrer ni en tranvía ni a pie el largo trayecto hasta el este de Hamburgo. MacDonald lo lleva a un Jeep que es como una caja de color barro y que está aparcado frente a la entrada. Cuando arranca, el parabrisas abatible traquetea un poco, el aire se cuela por todas las rendijas de la capota de lona, los amortiguadores son tan duros que cada bache se clava como un puñetazo en las lumbares. Da lo mismo. Stave cierra los ojos un momento y se da un breve masaje, él cree que disimuladamente, en el muslo de su pierna lisiada. Le duelen los músculos porque siempre camina tenso.
—¿Una vieja herida? —MacDonald conduce con atención y mirando hacia delante, pero debe de haber visto su gesto de reojo.
Stave se siente descubierto.
—Me cayó una viga del techo, no fui lo bastante rápido —explica, sucinto.
El teniente se limita a asentir.
—¿Cómo es que habla tan bien el alemán? —se interesa Stave, porque quiere alejar de sí el tema de conversación y no se le ocurre ninguna pregunta mejor. Tiene que alzar la voz para hacerse oír por encima del rugido del motor.
—Lo aprendí en Oxford. En el Oriel College. Allí estudié Historia y me especialicé en Prusia. Luego escribí una tesina acerca de las posiciones de Bismarck frente a Gran Bretaña antes de 1870. Incluso estuve en Berlín consultando documentación.
—¿Y todo eso, antes de la guerra? —pregunta el inspector jefe sin poder contenerse—. ¿Cuántos años tiene usted?
MacDonald se ríe.
—Nací un 24 de diciembre, la Nochebuena de 1920. En Berlín estuve durante el primer año de mis estudios universitarios, a los diecinueve. Aquello fue el verano de 1939. En realidad tenía pensado quedarme varios meses en la ciudad, pero en agosto fue haciéndose cada vez más evidente que amenazaba la guerra, así que levanté el campamento. Hay una habitación amueblada en la que todavía deben de quedar un par de libros míos cubiertos de polvo. Si es que la habitación no ardió en algún incendio.
—¿Y cómo acabó estudiando precisamente la historia de Prusia? Debe de ser una especialidad bastante exótica en Oxford, supongo.
—Oxford consiste exclusivamente en especialidades exóticas. —MacDonald sonríe con nostalgia, después se pone serio de pronto—. ¿Sabe usted cómo es una sociedad de clases, inspector jefe? Condes y duques, internados para la élite, clubes londinenses, mucha flema, antepasados que llegaron a la isla en el barco de Guillermo el Conquistador.
Stave niega con la cabeza, pero luego asiente, sorprendido él mismo.
—Aquí decían: «El que no es compatriota ni del Partido, no es ario». No era imprescindible tener ancestros caballerescos, pero la verdad es que ayudaba una barbaridad haber participado ya en la marcha golpista de 1923 ante la Feldherrenhalle de Múnich, o por lo menos haberse afiliado al Partido antes de la victoria electoral de marzo de 1933.
—Usted, sin embargo, no quiso dejarse ayudar.
—Compatriota sí, eso no puede cambiarse. Del Partido, no.
MacDonald guarda silencio y mira al frente. Cascotes de ladrillos y bloques de hormigón a ambos lados de la calle, tubos retorcidos a modo de grotescas esculturas. Un muro solitario de cuatro pisos de alto. Arriba del todo quedan aún jirones de papel pintado que ondean como banderas al viento. Después, un solar despejado y, en él, dos docenas de barracones Nissen: barracas de chapa ondulada que parecen mitades de bidones cortados a lo largo. Alojamientos provisionales que los británicos han construido para los miles de personas desahuciadas por las bombas.
—Yo no nací con esa flema aristocrática —prosigue el teniente al cabo de un rato—. Mis padres regentan una tiendecita en Lockerbie, un pueblo del sur de Escocia. Yo, sin embargo, no quería pasarme la vida en mitad de ninguna parte. Estudié para conseguir una beca con la que ir a Oxford. Allí me matriculé en Historia de Alemania porque estaba seguro de que algún día entraríamos en guerra con ustedes. Tenía muy claro que después de la I Guerra Mundial les había quedado una cuenta pendiente con los británicos. De modo que me dije, conoce bien al futuro enemigo y así le serás de provecho a tu país.
—Parece que ha funcionado —murmura Stave.
MacDonald sonríe.
—Al principio, de vez en cuando me preguntaba si no habría hecho mejor quedándome en Berlín ese verano de 1939. Lo cierto es que Hitler parecía el seguro vencedor, pero al final la cosa acabó de otra forma… Y ahora estoy aquí, en Hamburgo. No me creerá usted, inspector jefe, pero aun en su estado actual, esta ciudad me gusta más que el pueblucho del que provengo.
—Tiene razón, no lo creo —contesta Stave con cansancio—. Ahí delante, a la derecha. Enseguida habremos llegado. Nuestro cementerio, en todo caso, seguro que es más grande que el de Lockerbie.
Se detienen frente a la amplia y humilde entrada. El cementerio que hay detrás era un parque grande y bonito antes de la guerra, tan grande que incluso lo cruzaban calles con paradas de autobús. Ahora, la mayoría de los arbustos y los árboles han sido talados por quienes buscan leña, y muchas tumbas están cubiertas de malas hierbas porque nadie tiene ya fuerzas para cuidarlas o porque no queda nadie para hacerlo.
Stave y MacDonald pasean por un sendero recto que conduce al centro del cementerio de Öjendorf. Cuántas tumbas recientes, piensa el inspector jefe. Su mirada recae entonces por casualidad en un bosquecillo de urnas, una especie de jardín en mitad del cementerio donde hay vasijas funerarias enterradas entre arriates de flores. Allí no se ven nuevos enterramientos porque nadie incinera ya los cadáveres; el preciado material combustible no puede malgastarse con los muertos. En el centro del bosquecillo de urnas se alza la escultura de bronce de una mujer sentada llorando. Es un milagro que haya escapado del pillaje hasta ahora.
A Stave, la imagen de la mujer le recuerda de pronto a Margarethe, aunque la figura no guarda ningún parecido con su esposa. Se vuelve para que MacDonald no vea cómo intenta dominarse. También Margarethe yace en el cementerio de Öjendorf, pero Stave prefiere no visitar su tumba con el teniente. No dice nada y sigue andando, más deprisa que antes.
Llegan puntuales: un párroco cansado, dos empleados para portar el féretro, una fosa abierta. El suelo está helado, congelado hasta más de un metro de profundidad; Stave se pregunta cómo habrán cavado la tumba. Seguramente no lo habrán hecho a pala, sino que la habrán abierto con un pico.
El párroco murmura una oración, una Biblia negra en sus gélidas manos azuladas. Tiene prisa, Stave no es capaz de entender ni una palabra. El teniente y él se quedan en un discreto segundo plano y miran disimuladamente alrededor. No hay nadie por allí cerca. Los portadores del féretro lo arrastran hasta la fosa, lo colocan sobre dos listones dispuestos en sentido transversal y abren el fondo del ataúd con una palanca. El cadáver, envuelto en un paño grisáceo, cae como por una trampilla y se precipita sobre la tierra endurecida con un golpe sordo. El ruido que produce suena a un volumen aterrador en el silencio. Los dos hombres cierran otra vez el ataúd provisional y se lo llevan a rastras. Tendrán que utilizarlo muchas veces más; también así se ahorra madera. El párroco saluda a Stave y MacDonald con la cabeza, después se aleja.
—Podríamos habernos ahorrado el viaje —murmura el teniente, y da una palmada con las manos.
—Valía la pena intentarlo —repone Stave. Su voz suena indiferente.