La víctima sin nombre

Una mujer joven, Stave calcula que tiene entre dieciocho y veintiún años, un metro sesenta de estatura, pelo rubio oscuro, media melena, ojos azules que miran a la nada.

—Es guapa —susurra Ruge junto al inspector jefe.

Stave mira al municipal hasta incomodarlo, pero entonces vuelve su atención de nuevo hacia el cadáver. No tiene sentido avergonzar al joven agente, que solo pretende ocultar su miedo.

—Vaya al hospital y haga esa llamada —ordena. Después se agacha junto a la víctima con cuidado de no tocar el cuerpo, ni tampoco los cascotes sobre los que yace.

Ni hecho a propósito, piensa de pronto Stave. La víctima está bien oculta, al abrigo tanto del muro como de los altos montones de ladrillos que la rodean. El cadáver, por lo que ha podido constatar, está casi intacto; ni siquiera tiene arañazos o hematomas, las manos están perfectas. No se defendió, piensa. Además, no son manos curtidas por el trabajo. No es una «mujer de los escombros» que se haya dedicado a recoger cascotes, no ha limpiado mucho, no era una trabajadora.

Su mirada recorre lentamente el resto del cuerpo. Vientre plano con una marca a la derecha: la vieja cicatriz ya bien curada de una operación de apendicitis. Stave saca su cuaderno y hace una anotación. Solo en el cuello de la víctima encuentra una señal, una línea de un rojo oscuro sobre la piel macilenta, de apenas tres milímetros de grosor, que rodea todo el cuello a la altura de la laringe, más marcada por la izquierda que por la derecha.

—Parece que la han estrangulado. Puede que con un lazo fino —les dice Stave a los dos agentes ateridos mientras sigue anotando todo lo que observa—. Miren a ver si encuentran algún alambre por las inmediaciones. O un cable.

Los dos se ponen a rebuscar entre las ruinas con desgana. Así Stave se los ha quitado de encima por el momento, aunque no cree que ninguno de los dos vaya a encontrar nada. Unas franjas oscuras sobre la escarcha, que por desgracia han pisoteado los descuidados agentes, parecen indicar marcas de arrastre. Seguramente el autor de los hechos arrastró a su víctima hasta allí después de haberla matado en algún otro sitio.

—Bonito cadáver —dice alguien a su espalda. La voz áspera de un fumador empedernido. Stave no tiene que volverse para saber a quién tiene detrás.

—Buenos días, doctor Czrisini —saluda, y se pone de pie—. Me alegro de que haya llegado tan pronto.

El doctor Alfred Czrisini —pequeño, calvo, grandes ojos oscuros tras unos lentes de concha redondos— no se molesta en quitarse de sus labios azulados el cigarrillo Woodbine, británico, que está fumando.

—Por lo que veo, no hacía falta que me diera tanta prisa —murmura—. Un cadáver desnudo con este frío… Podría haberme entretenido un par de horas más.

—Está bien congelada.

—Mejor que en la morgue. No será fácil determinar la hora de la muerte con exactitud. Hace seis semanas que no hemos pasado ni una sola vez de los diez bajo cero. Teóricamente, podría llevar días aquí tirada y, aun así, parecer fresca como una rosa.

—En su estado, yo no diría que está fresca como una rosa —protesta Stave, y mira alrededor.

Antes, Baustrasse formaba parte de un barrio humilde: decenas de edificios de apartamentos de cinco pisos, bien cuidados, ladrillo visto rojo oscuro, árboles en las aceras. Allí vivían trabajadores, artesanos, comerciantes. Todo destruido. La mirada de Stave encuentra muros dinamitados, tocones de árboles carbonizados, montañas de despojos. Solo al final de la calle, a la derecha, se alza el hogar infantil Mathias-Stift, pintado de amarillo y perdonado por las bombas como de milagro.

—Dos chiquillos del orfanato han encontrado el cadáver —dice uno de los municipales, que ha vuelto a acercarse con curiosidad y ha interpretado correctamente la mirada del inspector jefe.

Stave asiente con la cabeza.

—Bien, enseguida los interrogaré. Y eso, doctor, le simplifica mucho la cuestión de la hora de la muerte. Si esta mujer llevase mucho tiempo aquí, los chavales del orfanato ya la habrían encontrado hace días.

Le cae bien el forense, que a causa de su apellido —que se pronuncia «Chisini»— ha tenido que aguantar interminables burlas. En los años posteriores a 1933 fueron sobre todo insinuaciones por el origen polaco de su apellido, y en cierto modo amenazadoras. Czrisini trabaja rápido, es un solterón cuyas únicas pasiones conciernen a los cadáveres y los cigarrillos.

—¿Piensa usted lo mismo que yo? —pregunta el médico.

—¿Una violación?

Czrisini asiente.

—Joven, guapa, desnuda y muerta. Todo encaja.

Stave balancea la cabeza.

—Con veinte bajo cero, hasta el violador más enajenado temería por la integridad de su instrumento. Por otra parte, también puede que la agredieran en un lugar caldeado. —Señala las marcas de arrastre—. Seguramente la han traído aquí para deshacerse de ella.

—En cuanto la tenga en la mesa de autopsias, no tardaremos en saber más —responde el forense con alegría.

—Salvo su nombre —murmura Stave. ¿Y si el criminal no ha desnudado a su víctima solo por placer asesino? ¿Y si ha sido un cálculo frío? Una mujer desnuda en mitad de un solar en ruinas donde hace años que no vive nadie—. No será nada fácil identificarla —presagia.

Poco después se presenta el experto en pruebas, que también es el fotógrafo de la Policía; en Investigación Criminal faltan profesionales formados. Stave señala las marcas de arrastre. El fotógrafo se inclina sobre el cadáver. Cuando el flash se dispara, Stave ve de pronto ante sí los fogonazos de las baterías antiaéreas de las afueras de la ciudad, así como las deslumbrantes antorchas que caían lentamente al suelo en paracaídas y con las que los primeros aviones británicos marcaban los objetivos a los bombarderos que los seguían. Aprieta los párpados un instante.

—No se olvide de las marcas de arrastre —insiste.

El fotógrafo asiente sin decir nada; la orden ha sonado más brusca de lo que él pretendía.

Por último, pide que le traigan a los niños que han encontrado a la víctima. Ninguno de los dos pasa de los diez años; flacos, pálidos, labios azulados. Están temblando, seguramente no solo de frío. Huérfanos. Stave se plantea por un momento hacer de policía malo, pero enseguida se decide por lo contrario. Se inclina hacia ellos y les pregunta con simpatía cómo se llaman, luego les promete que no los castigarán por haberse escapado a explorar tan temprano por la mañana.

Cinco minutos después tiene conocimiento de todo lo que se puede saber acerca del caso: los dos críos se han escapado antes del desayuno para ir a buscar entre los escombros cartuchos de ametralladora y vainas brillantes de proyectiles antiaéreos. Casi todos los días algún niño acaba mutilado en algún rincón de la ciudad porque ha encontrado munición sin estallar entre las ruinas. De nada sirve regañarlos, no obstante. Stave todavía recuerda bien su propia infancia. ¿No habría buscado él todas esas reliquias con la misma fascinación? ¿No habría sido inútil que un adulto quisiera prohibirle esas aventuras? Antes de terminar, les pregunta a los muchachos si salen muy a menudo de expedición. Un silencio tímido, después una negativa vacilante con la cabeza: no, dicen que era la primera vez. Tampoco es probable que ningún otro niño se haya atrevido a hacerlo, porque el hogar infantil Mathias-Stift ha reabierto hace pocos días. Stave apunta los nombres de los chiquillos y luego los manda de vuelta al orfanato.

—Mierda, qué mala suerte que estén en el barrio desde hace tan poco —masculla vuelto hacia el forense, que supervisa a los dos operarios que meten el cadáver en un féretro.

—O sea que no hay ningún testigo que afirme que la desconocida fue depositada aquí anoche. Tendrá que atenerse usted a mis resultados. —El doctor Czrisini lo dice con sobriedad, pero, aun así, en su tono resuena cierto triunfalismo.

Stave le dirige una mirada interrogante al experto en pruebas. El hombre va trazando círculos cada vez mayores alrededor del lugar del hallazgo.

—Nada —le hace saber el fotógrafo, alzando la voz—. Ni un pedazo de tela, ni una colilla, ninguna huella dactilar. Tampoco hay pisadas ni alambre, si bien aún tenemos que peinar todo el solar.

En ese momento llega Ruge tropezando por encima de una montaña de cascotes. Le falta el aliento.

—Esos malditos médicos de Marienkrankenhaus… —empieza a decir.

—Ahórremelo —lo interrumpe Stave, y hace un gesto cansado con la mano—. ¿Ha podido llamar a la Central o no?

—Sí, tras algunas discusiones. —En la voz del joven agente todavía resuena la indignación.

—¿Y bien?

El municipal lo mira con sorpresa durante un momento, luego comprende.

—Tenemos…, es decir, tiene usted que presentarse ante el señor Breuer enseguida, en cuanto haya acabado aquí su trabajo.

Stave guarda silencio. Carl Cuddel Breuer es el director de Investigación Criminal desde hace un año. Tenía cuarenta y seis cuando los británicos lo ascendieron, demasiado joven para el cargo. En la época nacionalsocialista lo consideraban socialdemócrata, y en 1933 incluso llegó a desaparecer durante una temporada en el campo de concentración de Fuhlsbüttel, pero después de eso lo dejaron en paz. Un hombre que mantiene el departamento limpio de nazis y que al mismo tiempo obliga a sus agentes a comprometerse con el rigor y la profesionalidad. Stave se pregunta por qué lo mandará llamar Cuddel justo al principio de las diligencias de la investigación; no parece propio de él. Debe de ser algo gordo, piensa. Pero ¿el qué? En voz alta, a Ruge solo le dice:

—Antes buscaremos un poco más por aquí. Ya iremos a la Central más tarde.

El inspector jefe gira despacio sobre sus talones: ruinas, allá donde mire. Solo del otro lado de las vías, a unos cuantos cientos de metros y discernible apenas en la tenue luz del amanecer, un cubo de hormigón. El búnker de Eilbek. Un monolito de siete pisos de alto, paredes de hasta seis metros de grosor. Alrededor de siete docenas de esos búnkeres elevados mandaron construir los nazis durante la guerra como única protección para unas diez mil personas contra la tormenta de bombas. Ahora son fortalezas casi indestructibles, sin ventanas, alojamientos provisionales para quienes perdieron sus casas en los bombardeos, desplazados, náufragos. Nadie sabe con exactitud cuántas personas malviven allí, en ese aire sofocante, sin espacio, entre el ruido, la suciedad y el hedor.

—Nadie habrá visto nada desde las ventanas, eso seguro —farfulla el municipal, que ha seguido la mirada de Stave.

—Si yo tuviera que vivir en esa cueva —dice este—, solo me arrastraría allí dentro para dormir y pasaría el resto del tiempo respirando aire fresco, aunque fuese con esta temperatura.

Ruge ya sospecha cuáles son los planes del inspector jefe.

—Podemos acercarnos con el coche hasta casi delante del bloque —propone sin demasiado entusiasmo.

—Bien —contesta Stave—. Vayamos a ver qué nos cuentan los ocupantes del búnker.

Dan media vuelta por los escombros hasta llegar al otro lado de las vías, después recorren cautelosamente con el coche las calles arrasadas: tardan casi un cuarto de hora en llegar traqueteando por los adoquines de la minúscula Von-Hein-Strasse, que casi parece asfixiarse bajo la mole de hormigón. Stave baja del Mercedes y examina los alrededores. Junto al búnker hay ruinas; justo enfrente, dos talleres mecánicos milagrosamente intactos, del tamaño de dos barracas, cerrados a cal y canto porque no hay coches que reparar. Tras los talleres, un exiguo parque junto a un riachuelo donde la mayoría de los árboles han sido quemados hasta la raíz o talados para aprovechar la leña.

El viento del norte le sopla en la cara. Un hombre con una sola pierna cojea con sus muletas, avanzando contra el temporal, y desaparece en el interior del búnker. Stave lo sigue. La entrada tiene un tejadillo adosado al bloque, y en la puerta de acero ondea todavía el cartel con las instrucciones en caso de alarma aérea. Dentro, una escalerilla de caracol de acero y una atmósfera como de submarino: cargada, estancada, húmeda. El agua chorrea por el hormigón de las paredes, llenas de grietas. Apesta a sudor, desinfectante, ropa mojada, col, moho.

La escalera se interna en el búnker. El primer piso lo indica un mugriento uno escrito en números romanos con pintura blanca sobre una puerta de acero. Stave contempla el trazo tembloroso, la pintura medio levantada y corrida que, bajo la luz de la bombilla de quince vatios, parece una herida cicatrizada. Tras ella, unos tabiques hechos con tablones sin lijar han convertido toda la planta en un laberinto. Así compartimentan los ocupantes sus diminutos «apartamentos», cubículos que albergan a cuatro, seis o más personas aún. De unos clavos cuelgan capas para la lluvia y chaquetas mojadas. Un niño grita desconsoladamente en algún lugar.

—Yo me ocupo de este piso, usted del de arriba —le ordena Stave al municipal—. Y así nos vamos turnando hasta haber peinado el búnker entero. Pregunte a todo el mundo si ha visto algo en las inmediaciones del lugar del hallazgo. Por muy trivial que haya sido. Y no se interese solo por las últimas veinticuatro horas, sino también por los días anteriores. Es posible que la víctima lleve más tiempo ahí. Si alguien se niega a colaborar, muéstrese enérgico. A la gente de los búnkeres no le gusta hablar, y menos aún con la Policía.

Ruge sonríe, da un taconazo y se lleva la mano derecha a la porra. A Stave no se le escapa el detalle, pero no dice nada. Está cansado de hacer de niñera de municipales con exceso de celo.

El inspector jefe llama dando unos golpes en los tablones del primer compartimento. No hay respuesta. Aparta a un lado la tela mugrienta que cubre la entrada del cubículo. Una camilla de la Wehrmacht elevada sobre viejas cajas de fruta hace las veces de cama: ropa sucia en el suelo, un diploma de bachiller clavado en la pared, el papel amarillento y quebradizo. Sobre la sábana de la camilla está tumbado un joven demacrado, roncando. Stave lo zarandea de un hombro. El tipo protesta y se vuelve hacia la pared, pero no abre los ojos. Apesta a licor de destilación casera; está como una cuba. Stave le da un golpe fuerte en el hombro con la mano derecha, pero del joven durmiente no obtiene más que un gruñido. No hay nada que hacer.

Va hasta el compartimento vecino: está vacío. Luego al siguiente, donde da unos golpes en la madera áspera.

—¡Si buscas dónde quedarte, métete ahí al lado! —dice una voz ronca—. En ese ya no vive nadie. Pero que no te pille el administrador, y no hagas ruido.

—Investigación Criminal —anuncia Stave, y levanta el abrigo viejo y pesado que cubre la entrada. Es de tela impermeable; es posible que sea de un marinero.

En la pared contraria hay unas literas oxidadas sin colchones. Sobre la cama de abajo ve una manta arrugada; en la cabecera, una mochila hace las veces de almohadón. A la cama superior le falta la red metálica sobre la que normalmente descansaría el colchón. Un par de listones atravesados sobre el marco forman una especie de estantería en la que hay un petate tan repleto que Stave teme que las maderas cedan bajo su peso y toda la carga acabe cayendo sobre la cama de abajo. Delante del camastro hay un viejísimo sillón de sala de estar; el estampado de la tapicería se ha desgastado hasta adoptar colores indefinibles y tiene la parte posterior cubierta de hollín: un botín saqueado de alguna casa bombardeada.

En el sillón hay un hombre sentado al que el inspector jefe, a primera vista, echa unos setenta años. Después lo mira mejor: puede que cincuenta. Pelo gris hielo sin lavar desde hace semanas. Las greñas grasientas le llegan hasta los hombros, sobre los que una corona de caspa blanca brilla como la nieve contra el azul oscuro del jersey de gruesa lana azul marino. Viste pantalones oscuros y grandes botas de trabajo con punteras de hierro. Un hombre que en su juventud debió de ser grande y fuerte: sus músculos, que todavía imponen, quedan medio ocultos bajo una piel flácida y arrugada. Ojos azules, cejas pobladas, una cicatriz como de un dedo de ancho que, desde la comisura izquierda de la boca, le cruza la mejilla y el cuello hasta llegar a la oreja. Va arremangado a pesar del frío, y en el antebrazo se distinguen varios tatuajes azules: un ancla, una mujer desnuda, una palabra que Stave no llega a reconocer. Un marinero varado en tierra, piensa el inspector jefe. Se lleva la mano derecha a la empuñadura de la pistola mientras, con la izquierda, saca su identificación de la Policía.

—Anton Thumann —dice el hombre, pero no se levanta. En el compartimento no hay más lugar para sentarse que la litera, y Stave no piensa acomodarse en ella. De modo que, de pie, explica que han encontrado el cadáver de una mujer en las inmediaciones.

—¿Y qué tiene eso que ver conmigo? —lo interrumpe Thumann aun antes de que haya acabado.

—¿Ha pasado por Baustrasse estos últimos días? ¿O por la estación de Landwehr? ¿Ha habido algo que le llamara la atención?

—Casi nunca salgo. Hace demasiado frío. Permanezco en este búnker como si estuviera hibernando. Cuando el puerto se descongele y los ingleses por fin nos dejen hacernos a la mar otra vez, me largaré de aquí. Hasta entonces, me quedo metido en este agujero e intento moverme lo menos posible.

Stave describe a la víctima lo mejor que puede.

—¿La conoce?

Thumann suelta una risa seca.

—He conocido a muchas mujeres jóvenes y desnudas. Baratas y no tan baratas. Por como la ha descrito, podría ser cualquiera de ellas.

El inspector jefe respira hondo a pesar de lo enrarecido del aire.

—¿No vive aquí ninguna joven que responda a esa misma descripción? ¿Melena de tono rubio oscuro, ojos azules, unos veinte años?

Una risotada, después un gesto negativo de la cabeza.

—¿Cómo quiere que lo sepa? Soy feliz cuando no tengo noticia de los demás. Dos compartimentos más allá vive una piltrafa humana de pocos años. Está borracho noche y día. Aquí al lado, un tuberculoso que tosió hasta palmarla. Después de eso, hará un par de semanas, apareció toda una familia. Ninguno de ellos hablaba una palabra de alemán. Seguramente eran franceses. Desplazados de algún campo, tal vez. No intercambié ni una frase con ellos, pero los oía cuchichear entre sí. Las paredes son muy finas. Un día se presentó aquí uno de sus compañeros y se llevó a toda la cuadrilla. Ahora el cubículo vuelve a estar libre. Seguro que no tarda mucho en arrastrarse alguien ahí dentro, aunque a mí qué más me da… Todas las noches hay una mujer que chilla como si le estuvieran cortando una mano. Es horrible. Pero ¿cree usted que sabría decirle quién suelta esos gritos? ¿O de qué compartimento vienen? Ni la menor idea. Y en los pisos de más arriba no he estado ni una sola vez. ¿Para qué? Aquí no conozco a nadie, no me interesa ir husmeando detrás de nadie, ni siquiera de una ratita joven y rubia. Yo solo quiero que me dejen en paz, y eso ya me cuesta lo mío.

—Gracias por la información —dice Stave, y sale del compartimento sin despedirse.

Una hora después vuelve a reunirse con el agente Ruge ante la entrada del búnker. Necesita respirar aire fresco.

—Jamás hubiera dicho que este condenado temporal siberiano me sentaría tan bien —dice, y se sacude el abrigo. Tiene la sensación de que el hedor de la desesperación y la dejadez se le han pegado a la ropa.

También Ruge está pálido, algo sudado, cansado.

—Gente de búnker… —jadea, como si eso lo explicara todo.

El inspector jefe asiente con la cabeza. A esas guaridas de hormigón han ido a parar los proscritos, los derrotados, los abandonados. Todo el que todavía siente un poco de fuerza en su interior encuentra la forma de salir de ahí al cabo de un tiempo. Prefiere construirse un refugio de cartón y cascotes entre las ruinas a dejarse enterrar en vida bajo seis metros de hormigón armado.

—Acabo de sorprender a un viejo —comenta Stave— arrancando dos papeles de la pared del compartimento de su vecino dormido. Dos dibujos infantiles. Cuando he hablado con él, se ha limitado a decirme que odia todo lo que sirva para embellecer el búnker. Es una locura.

—Nadie dice haber visto nada en las ruinas de ahí delante —informa Ruge—. Nadie ha ido por allí estos últimos días. Nadie ha visto nada sospechoso. Nadie conoce a ninguna mujer joven. Cómo me gustaría detener a toda esa chusma…

—Ya están en una cárcel —responde Stave, cansado, y da unos golpes en la pared de hormigón—. A mí tampoco han podido decirme nada decente. Y les creo. La verdad es que ya casi nadie se asoma por esta puerta.

—Pues entonces parece que no tenemos ningún testigo, inspector jefe.

La mañana ha ido avanzando. Stave tiene hambre y está cansado. Qué bien, piensa, no tener que ir a pie.

Ruge conduce el Mercedes esquivando montones de escombros. El pesado coche traquetea a causa de los baches y Stave tiene que agarrarse para no resbalar en el asiento.

—Disculpe —masculla el municipal, que se concentra en el volante con obstinación—. Enseguida habrá pasado lo peor.

Lo cierto es que tanto en el casco antiguo como en la ciudad nueva hay algunas calles principales que ya están despejadas. Stave se reclina en el asiento y cierra los ojos hasta que se detienen frente a la Central de Investigación Criminal.

La torre de oficinas de Karl-Muck-Platz es un coloso de ladrillo de once plantas construido en los años veinte con mampostería de un rojo oscuro y ventanas blancas, modernas y sin adornos. Antes era la sede de una aseguradora, pero tras la guerra se instaló allí la Brigada de Investigación Criminal. La mayoría de los agentes no tienen en mucha estima el bloque, aunque sí agradecen que esté prácticamente intacto. En Hamburgo no quedan muchas ventanas que cierren bien. A Stave, sin embargo, la torre le gusta porque es todo lo contrario a la alegre y pomposa sala de conciertos neobarroca que se alza al otro lado de la plaza, como si Investigación Criminal quisiera contraponer la severidad y la corrección de la Policía a la frívola ligereza del arte.

Con un gesto sobrio, el inspector jefe se despide de Ruge y baja del Mercedes. En la fachada de la torre, diez sólidos pilares cuadrangulares sostienen una especie de pórtico. En su techo, unos azulejos esmaltados en azul, blanco y amarillo forman un diseño alegre, notas de color escondidas en una ciudad gris. También decoran el exterior del edificio escudos de armas y figuras alegóricas de cerámica, además de un elefante de bronce de tres metros de alto que ni siquiera las brigadas de aprovisionamiento de los nazis se atrevieron a fundir durante la guerra y al que los de Investigación Criminal llaman Anton. Sobre la entrada principal se cierne una joven que sostiene una carabela esmaltada en dorados, marrones, azules y blancos. «La novia del marinero», la llaman algunos agentes, o «la puta del puerto», si están de mal humor.

Stave no tiene ni idea de qué podría simbolizar esa figura en un principio. Cruza la puerta de doble batiente que lleva a la Central de la Brigada de Investigación Criminal, tan alta que por ella podría pasar un velero. Sube cojeando la escalera, en la que un sinfín de pequeñas teselas marrones, rojas, blancas y negras forman cenefas. No hay día que no piense en la piel de una gigantesca serpiente cuando las pisa.

Por fin ha llegado: sexta planta, despacho 602.

En la antesala, medio oculta tras una enorme máquina de escribir negra, Erna Berg está sentada en una silla que amenaza con desmontarse en cualquier momento. Stave saluda a su secretaria y se esfuerza por sonreír. Que esa mañana haya visto una muerta desnuda no es razón para mostrarse enfadado. Erna Berg le cae bien. Rubia, alegre, ojos azules, siempre optimista, algo rellenita. A saber cómo conseguirá conservar tanta carne sobre las costillas a pesar de las míseras porciones de las cartillas de racionamiento.

Rebosa energía aunque es viuda de guerra: en 1939 se casó a toda prisa con un soldado al que destinaban al frente; el hijo llegó un año después. No dio a su marido por desaparecido hasta 1945, cuando algunos camaradas que regresaban a casa le explicaron que había muerto. De todos modos, como el dato no ha podido comprobarse, no recibe ninguna pensión de viudedad. Stave sabe que su hijo y ella no viven únicamente de su escaso sueldo de secretaria de Investigación Criminal, sino que de vez en cuando también se saca algún dinero con el estraperlo. Él hace la vista gorda.

—El director lo está esperando —dice ella, y le guiña un ojo—. Se ha enterado de lo del cadáver —añade en voz baja.

—Sí que ha corrido pronto la voz… —masculla Stave—. Abra un nuevo expediente. «Víctima sin identificar. Baustrasse». El informe lo redactaré más tarde. Y solicite una autopsia a la Fiscalía. El doctor Czrisini ya está al corriente.

Su secretaria pone ojos de exasperación.

—Tendrá que deletrearme ese apellido —protesta—. Nunca conseguiré aprendérmelo bien.

Stave le escribe el nombre del forense en una hoja, en vano busca un hueco libre en el minúsculo escritorio y al final la cuelga en la pared que hay detrás de la mesa de su secretaria.

—Me voy a ver al jefe —dice, y cierra la puerta al salir.

Unos momentos después está en el despacho del director de la Brigada de Investigación Criminal de Hamburgo. Cuddel Breuer es de estatura media y tiene la cara redonda, el pelo algo ralo, una mirada afable. Sería fácil confundirlo con el funcionario honrado y bonachón de una oficina de Correos de provincias. Y justamente eso hacen muchos policías, además de delincuentes, la primera vez que lo ven.

Breuer tiene unos ojos vivos, los hombros demasiado anchos para una persona de aspecto tan amable. Ninguno de los dos se ha quitado el abrigo; la temperatura en las oficinas debe de rondar los diez grados, como mucho.

—¿Un café? —pregunta el jefe—. Es sucedáneo, pero al menos está caliente.

Stave asiente con gratitud y rodea con las manos la taza esmaltada para entrar en calor.

Breuer le señala una hoja que hay en una bandeja de documentos, sobre el escritorio.

—Las cifras del año pasado —explica—. En 1946 se cometieron en Hamburgo 29 asesinatos, 629 atracos, 21.696 robos y 61.033 hurtos. O, hablando con propiedad, esos son los crímenes y delitos que fueron denunciados. Aparte de violaciones, agresiones físicas y contrabando de todo tipo. «Delincuencia de la miseria», lo llama el señor fiscal, y me temo que tiene razón. También me temo que 1947 no será un año mucho mejor, sobre todo con este invierno.

Stave asiente. Hace un par de días, una patrulla sorprendió a dos desplazados con carne procedente de un matadero ilegal. Los dos delincuentes, antiguos condenados a trabajos forzados procedentes de Polonia, sacaron armas y abrieron fuego. Un municipal murió, el otro sigue en el hospital con heridas graves. Más tarde consiguieron detener a los dos desplazados y un tribunal militar británico los sentenció a muerte. Ahora esperan su ejecución.

—Una mujer desnuda estrangulada es algo que aún no habíamos tenido —prosigue Breuer. Todavía habla con simpatía—. Pronto correrán rumores… ¡Como si no tuviéramos ya suficientes preocupaciones! Las casas heladas, la electricidad que escasea, las cartillas de racionamiento. Trenes de carbón que han quedado bloqueados a saber dónde por los temporales de nieve. O que, si consiguen avanzar, acaban saqueados. Los oficiales británicos que han requisado las mejores villas de la ciudad y ahora plantan carteles: «¡Prohibido el paso a los alemanes!». Cada día llegan a la ciudad nuevos refugiados desde el este, de los campamentos de desplazados, prisioneros de guerra que han quedado libres… ¿Dónde vamos a meterlos a todos? No podemos reconstruir las casas, con este frío ni siquiera se puede mezclar la argamasa. Los ciudadanos de Hamburgo están furiosos.

—Y como no pueden descargar esa furia contra nadie, nos harán la vida imposible si no conseguimos atrapar al asesino enseguida —añade Stave.

—Veo que me entiende. —Breuer asiente con satisfacción.

Stave le describe someramente a su jefe lo que se sabe del caso: la víctima joven y sin identificar, las ruinas, los escasos testigos oculares.

—¿El doctor Czrisini abrirá el cadáver? —pregunta Breuer.

—Hoy mismo.

Breuer se reclina contra el respaldo y cruza los brazos detrás de la cabeza. No dice nada durante un par de minutos, pero Stave ha aprendido a no ser impaciente. Por fin el director de Investigación Criminal asiente, se enciende un Lucky Strike y aspira el humo con placer.

—Nuestra brigada dispone de setecientos agentes en Hamburgo —dice al final, y deja escapar unas volutas entre sus labios—. La mayoría son principiantes, muchos otros compañeros tienen antecedentes políticos.

Stave guarda silencio. La mayoría de los policías, incluso antes de 1933, ya eran bastante reaccionarios; más adelante, unos doscientos trabajaron para la Gestapo solo en Hamburgo. En cuanto llegaron, los británicos despidieron de inmediato a más de la mitad de los altos cargos. Sin esa limpieza política, Breuer jamás habría ocupado el sillón de mando, y tampoco él, Stave, habría podido medrar en su carrera. Eso hace que no sean precisamente muy queridos entre los compañeros con más antigüedad, aquellos que no han sido despedidos y han escapado por muy poco de la depuración británica.

—Una muerta de la que ni siquiera sabemos el nombre. Una mujer joven, desnuda. Un criminal que, incluso en estos tiempos tan difíciles, no mata por necesidad, sino porque una pulsión abominable parece empujarlo a ello. Un asesino del que no tenemos ni una sola pista. Una ciudad que nos exige una actuación rápida —prosigue Breuer; su tono es casi soñador—. Tenemos entre manos un trabajo muy desagradable, Stave. No puedo asignárselo a ningún principiante. Y ninguno de los agentes más antiguos se peleará por hacerse con el caso.

Por eso me lo das a mí, porque de todas formas yo no soy demasiado popular, piensa Stave, pero en voz alta se expresa de otro modo:

—Yo me encargo, jefe.

—Bien. ¿Habla usted inglés?

Stave se yergue de pronto en la silla.

—Un poco, aunque me temo que no demasiado bien.

—Qué lástima —dice Breuer, y luego, como si nada, añade—: No importa. Su hombre, según tengo entendido, domina admirablemente el alemán.

—¿Mi hombre?

—Los británicos han designado a un oficial de enlace para las investigaciones.

—Mierda —se le escapa.

—Se debe a las especiales implicaciones políticas y de psicología de masas que tiene este caso —sigue explicando su jefe sin inmutarse—. Lo han solicitado ellos. También voy a asignarle a un compañero de Orden Público para que colabore con usted. Bajo su mando, desde luego.

—¿De Orden Público?

—La víctima estaba desnuda —le recuerda Breuer con delicadeza.

—¿A quién?

—El inspector Lothar Maschke. Enseguida se ha presentado voluntario.

—Hoy no es mi día de suerte —murmura Stave.

Breuer sonríe y llama a su secretaria.

—¡Haga pasar a los dos caballeros!

El primer hombre que entra en el despacho lleva el uniforme marrón verdoso de un teniente del ejército británico. Stave calcula que tiene unos veintitantos años, aunque su tez clara, casi rosada, y el pelo corto y rubio le hacen parecer más joven aún; no es muy alto, nervudo, con el paso ágil de un deportista. Sin querer, Stave se pregunta por qué será que el uniforme, a pesar de estar planchado a la perfección, le queda un tanto desaliñado. La expresión del rostro del oficial, aunque servicial y amable, se le antoja un poco altanera.

—El teniente James C. MacDonald, de la Administración Británica de Hamburgo, Public Safety Branch —lo presenta Breuer.

El oficial se lleva la mano a la gorra con brusquedad y saluda. Stave, que no sabe muy bien cómo contestar a ese saludo militar, no está seguro de qué hacer con la mano.

MacDonald sonríe y luego le ofrece la diestra.

—Un placer, inspector jefe.

Habla con un ligero acento británico, pero Stave sospecha que la pronunciación es el único punto débil de MacDonald con el alemán. No me sorprendería que fuese capaz de redactar los informes mejor que la mayoría de compañeros de la Policía, piensa.

—Bienvenido a Investigación Criminal, teniente —dice en voz alta.

El segundo hombre ha entrado en el despacho del director siguiendo con cierta timidez al británico. A Stave le parece que debe de tener más de treinta años, es muy alto y desgarbado, y lleva un traje de civil algo deslucido que le queda demasiado grande. Pelo rubio rojizo y un fino bigotito más pelirrojo aún. Dedos índice y corazón de la mano derecha teñidos de amarillo nicotina, movimientos inquietos: un fumador compulsivo que en los tiempos que corren nunca consigue suficientes cigarrillos.

Stave asiente con la cabeza a modo de saludo. El inspector Lothar Maschke, de Orden Público; ya lo conocía. No hace mucho que Maschke ha salido de la Escuela de Policía, pero ya ha conseguido ganarse la antipatía de la mayoría de los agentes de Investigación Criminal, aunque en realidad nadie sería capaz de dar un motivo en concreto. Stave cree que se ha dejado crecer el bigote para parecer algo mayor, y por dentro se ríe un poco de él, porque todavía vive con su madre. Precisamente un agente de Orden Público.

—Señores míos —exclama Breuer frotándose las manos—, espero con entusiasmo los resultados de sus investigaciones.

—Vayamos a mi despacho —propone Stave.

Se despide de su jefe con un ademán de la cabeza y luego les indica el camino a los otros dos. Solo me faltaban estos, piensa con resignación, y los sigue por el sombrío pasillo, iluminado por una única y amarillenta bombilla de quince vatios.

El despacho de Stave es luminoso, la vista desde la ventana da a la sala de conciertos y a las ruinas de más allá. Su viejo escritorio de madera parece desierto. Siempre guarda meticulosamente cada documento en los cajones de abajo, clasifica todos los expedientes y los mantiene ordenados en un voluminoso archivador metálico de color gris.

Erna Berg entra y le entrega una carpeta de papel en la que ha metido una hoja: el expediente del nuevo asesinato.

El inspector jefe presenta a su secretaria a los dos hombres.

Maschke asiente brevemente con la cabeza y murmura algo ininteligible. MacDonald, por el contrario, le tiende una mano.

—Encantado de conocerla —dice.

Stave se sorprende al ver que su secretaria se sonroja.

—Ahora les traigo otra silla —repone ella, quizá con demasiada premura.

—Deje que lo haga yo —se ofrece MacDonald. Sale corriendo a la antesala y entra con una segunda silla para las visitas.

Erna Berg le sonríe.

Con un gesto, Stave le indica que se retire y que cierre la puerta del despacho. De pronto no puede evitar pensar en Margarethe y en cómo fue cuando se conocieron. Esa timidez y esa emoción. De repente envidia al joven oficial británico. Qué tontería. Ahuyenta el recuerdo de su mujer y el de todas las mujeres menos de una: la víctima desnuda.

—Siéntense —pide con educación—. Les haré un resumen.

El inspector jefe informa metódicamente acerca del cadáver desnudo con la cicatriz de apendicitis y la marca de estrangulamiento, acerca del lugar del hallazgo, de los dos chavales, de los interrogatorios a los inquilinos del búnker, de la infructífera búsqueda de huellas. Cuando concluye, MacDonald saca un paquete de cigarrillos ingleses y les ofrece uno. Stave y Maschke dudan, como si cada cual esperase a ver la reacción del otro. Entonces el inspector jefe hace un esfuerzo y acepta el cigarrillo dándole las gracias. En realidad ya no fuma, pero por lo visto Maschke esperaba a ver si él, que hasta el final de las investigaciones será su superior, aceptaba el regalo de un antiguo enemigo. El agente de Orden Público da una calada ansiosa; tanto que MacDonald le ofrece un segundo cigarrillo con una sonrisa entre cortés e irónica.

—¿Y qué hacemos ahora? —pregunta entonces.

Stave lo mira con sorpresa.

—Yo soy soldado, no policía —explica MacDonald—. Sé hacer la guerra, no llevar una investigación.

Maschke tose con tanta violencia que expulsa humo azulado por la boca y la nariz.

Stave hace un esfuerzo por arrancarse una sonrisa.

—Cuanto más sepamos de la víctima, más sabremos también acerca de su asesino —empieza a decir—. A menudo el criminal y su víctima se conocen, así que lo que haremos ahora es intentar descubrir algo más sobre la identidad de la mujer. Abriremos el cadáver.

—¿Tenemos que abrir el cadáver nosotros? —lo interrumpe MacDonald, solo que sin sonrisas esta vez.

—Lo hará un forense —responde Stave para tranquilizarlo, y por primera vez levanta la vista con una mirada amable. Ese espanto infantil ha hecho que el joven británico le caiga en gracia. Menudo soldado estás tú hecho, piensa, si te dan miedo los muertos—. Nosotros recibiremos el informe médico. Con eso puede que nos enteremos de algo. De la hora exacta de la muerte, por ejemplo. Aunque no creo que ningún médico de este mundo pueda desvelarnos mucho más sobre la identidad de la desconocida.

—Aparte del que le extirpó el apéndice —interviene Maschke.

—Sí —admite Stave—. Es un comienzo. Solicitaremos copias al fotógrafo de la policía y repartiremos las imágenes por los hospitales de Hamburgo. Puede que alguien la reconozca. De todas formas, una extirpación de apéndice es una operación muy rutinaria. Prácticamente ningún cirujano ni ninguna enfermera se acordaría de un caso en concreto.

—Sobre todo porque en los últimos años los hospitales han tenido mucho que hacer —añade Maschke—. Y eso si el hospital en cuestión sigue en pie y el personal médico sigue con vida.

El inspector jefe le lanza una mirada de advertencia a su compañero. Ya es bastante molesto tener a un oficial de la ocupación metido en el grupo de investigación. Solo falta que, además, lo anden provocando.

Pero MacDonald actúa como si no se hubiera dado cuenta de nada.

—¿Y si los médicos no pueden ayudarnos? —pregunta.

—Colgaremos carteles con la fotografía de la víctima por toda la ciudad. Aunque resulte un poco… —Stave duda un momento, busca la palabra óptima—, delicado —dice con pesadez.

Como el británico se limita a levantar las cejas en actitud interrogante, aclara:

—Por un lado, tenemos que acudir a los ciudadanos en busca de pistas. Es muy posible que alguien reconozca a la víctima; es incluso probable. Por otro, tampoco quiero gritar a los habitantes de Hamburgo que un asesino anda suelto por ahí cometiendo sus maldades. Eso podría provocar alarma.

—Por eso me han enviado a mí —dice MacDonald con una franqueza cautivadora—. También las autoridades británicas tienen mucho interés en que las investigaciones se desarrollen todo lo deprisa y con toda la discreción posible.

—Comprendo. —Stave tose ligeramente y apaga el cigarrillo cuando todavía no lo ha terminado, algo que Maschke, que apura el suyo hasta las yemas de los dedos, registra con una mirada de incredulidad—. Pero es que, aparte de eso, no tenemos mucho a lo que aferrarnos —reconoce—, más allá de una vaga sospecha inicial.

Observa con satisfacción que el oficial se yergue ahora más en la silla, está más alerta, sí, casi tenso. Maschke, por el contrario, sigue mirando la brasa del cigarrillo que se consume en el cenicero. Stave intuye que él ya sabe lo que viene a continuación.

—Aspecto de cuidarse mucho, manos sin heridas, limpias, buena tez, alimentación satisfactoria… Nuestra mujer no era una trabajadora. Tampoco creo que llegara a Hamburgo durante las últimas semanas con algún grupo de refugiados, porque estaría más demacrada. Y no me parece una desplazada. Sus cuerpos suelen presentar marcas de… —otra vez busca las palabras adecuadas—, las privaciones anteriores.

—¿Privaciones? —pregunta MacDonald.

Stave suspira. De nada sirve andarse con rodeos. Menos aún en un equipo de investigadores tan reducido y con un caso de asesinato como este.

—No lleva tatuado el número de ningún campo de concentración —explica—, no presenta más heridas que la cicatriz de la operación de apendicitis, no hay señales de golpes, patadas ni desnutrición extrema. De todas formas, evidentemente, es posible que fuera polaca, o rusa, o ucraniana, y que el Reich la importara como fuerza de trabajo. Es posible que le fuera asignada a un granjero en algún lugar de Schleswig-Holstein o la Baja Sajonia, o a alguna fábrica. Y que después, en 1945, decidiera quedarse aquí como desplazada en lugar de regresar a casa con el buen padre Stalin. Aunque, como he dicho, no tiene manos de trabajadora.

—¿Hija de buena familia? —especula MacDonald. De pronto parece que el oficial se divierte con la investigación, piensa Stave.

—Es posible. Sin embargo, las desapariciones de hijas de buena familia enseguida se denuncian. Hasta el momento, no ha sido el caso. Quizá nos llegue un aviso en las próximas horas. De todas formas, si esta tarde no ha entrado nada, nos ahorraremos una visita a una de las villas del barrio de Blankeneser.

—Entonces, ¿quién pudo ser la víctima?

—Una golondrina de la calle —propone Maschke, que por fin ha abandonado la frustrante contemplación del cigarrillo apagado.

—No conozco esa expresión de mis clases de alemán —comenta MacDonald.

Maschke se echa a reír.

—Una puta. Una ramera. Una mujer de la vida. Una pros-titu-ta. Por eso estoy yo en el equipo de investigación, ¿no es así?

Stave asiente. Ahora ya comprende por qué cae tan mal Maschke entre los agentes de Investigación Criminal.

—Por lo menos su aspecto físico encaja —reconoce de mala gana—, y las circunstancias de su muerte seguramente también. Hay suficientes indicios como para sondear a la clientela de Maschke.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que nos vamos a los antros de Reeperbahn —informa Stave, y sonríe con acritud.

MacDonald tuerce la boca con alegría.

—Mis camaradas del Club de Oficiales no me creerán cuando les diga que he tenido que ir allí estando de servicio.

—Siempre vale la pena ganar una guerra —sisea Maschke, pero en voz tan baja que Stave no está seguro de que el británico lo haya entendido.

—Debo advertirle algo, teniente —dice enseguida, y quizá levantando demasiado la voz—. Me temo que los caballeros de Reeperbahn no se alegrarán precisamente de vernos llegar, y por desgracia las damas tampoco.

Después llama a su secretaria.

—Necesitamos que el fotógrafo haga unas copias. Solo de la cabeza de la víctima, para que puedan reconocerla. A ser posible, no demasiado explícitas.

—¿Cuántas? —pregunta Erna Berg, pero no mira a Stave cuando habla, sino al oficial británico.

Adiós muy buenas a mi autoridad, piensa Stave.

—Una docena. Que el inspector Müller se lleve consigo a un par de agentes para recorrer los hospitales y ponerles la foto delante de las narices a todos los cirujanos que encuentren. A la víctima le extirparon el apéndice; es posible que alguno de los señores doctores la recuerde. Y una copia más para la imprenta. Necesitaremos mil carteles. —Duda, lo piensa un momento—. No, solo quinientos. Después redactaré el texto. Comuníqueles a las autoridades correspondientes de la Policía Municipal que las patrullas de agentes podrán colgarlos ya pasado mañana. También necesitaré otras tres copias para estos dos caballeros y para mí mismo.

—Así se hará, jefe —responde Erna con voz melosa, y sale enseguida.

MacDonald la sigue con la mirada y luego, como si se sintiera sorprendido por Stave, se dedica a contemplar el despacho.

—Tiene usted todo esto muy bien arreglado —comenta.

Stave sonríe con indulgencia. Después saca papel y un trocito de lapicero de un cajón del escritorio.

—Voy a redactar el texto de los carteles —explica—. Nos encontraremos dentro de media hora en la entrada principal y nos daremos una vuelta por Reeperbahn.

Veintinueve minutos después, Stave ya está en el vestíbulo, frente a la enorme puerta. Tiene hambre, tiene frío y se le ocurren unas mil cosas que preferiría hacer antes que ir a interrogar a chulos y putas.

MacDonald lo está esperando. Maschke baja la escalera corriendo con el abrigo a medio poner y dos minutos tarde, tal como Stave constata con disgusto. Se pregunta qué habrá hecho su compañero de Orden Público durante la última media hora.

Cuando salen al exterior, MacDonald mira a un lado y a otro con asombro.

—¿Dónde está su vehículo, Stave?

—La Policía también tiene la gasolina racionada, teniente. Casi siempre nos movemos a pie o en tranvía. De aquí a Reeperbahn no hay más que un paseo.

—De haberlo sabido, habría traído un Jeep —repone MacDonald, y chasquea la lengua con pesar.

—Y habríamos ido de burdel en burdel por todo Reeperbahn con un Jeep británico —refunfuña Maschke—. Todas las patrullas inglesas se habrían cuadrado al vernos pasar.

Stave sacude la cabeza, molesto. Después reparte las copias de la fotografía de la víctima; todavía huelen a productos químicos.

—Vamos.

Se sube el cuello del abrigo. Ya es más de mediodía y no ha comido nada desde el escaso desayuno de esa mañana. El viento helado sigue silbando entre las ruinas. Stave se siente como si le hubieran dado una paliza. MacDonald, por el contrario, con su uniforme planchado y su lozanía, parece como si se dispusiese a dar un paseo para hacer bien la digestión… Lo cual seguramente es cierto, piensa Stave. Maschke tiene entre los labios el segundo cigarrillo inglés y va arrastrando los pasos algo por detrás de ellos, como si no perteneciera a su grupo.

En el muro sucio de una casa hay pegados varios carteles y papeles amarillentos, algunos grandes como un mantel: «Military Government —Germany/Law No 15»—, lee Stave al pasar. «Gobierno Militar de Alemania/Ley núm. 15». Notificaciones bilingües de las autoridades de la ocupación. El inspector jefe echa una ojeada experta a los papeles. Nada nuevo. Carteles como esos, además de las notas escritas a mano y los mensajes garabateados con tiza sobre los muros desnudos, son los periódicos que nos hemos ganado a pulso, piensa. La prensa de verdad apenas publica una o dos veces por semana y solo un par de páginas escasas; las existencias de papel no dan para más. Ninguna radio alemana, según ha oído decir, obtendrá permiso para emitir otra vez hasta dentro de varias semanas. Y en el cine, el noticiero semanal consiste sobre todo en las películas que proporcionan tanto británicos como americanos.

¿Cómo hacer llegar un mensaje a los ciudadanos si no es empapelando los muros? De modo que el gobierno militar cubre con carteles las casas de todas las calles principales y también las columnas de anuncios que no han sido destruidas: nuevos racionamientos, cambios en los horarios del toque de queda, nuevas leyes… ¡Que ningún ciudadano diga que no se había enterado! Hasta los propios alemanes emulan por necesidad los métodos de sus nuevos amos y señores: en los ladrillos pegan notas con las que buscan a familiares desaparecidos, propuestas de intercambio, informaciones sobre pisos disponibles. El alcalde hace públicas las disposiciones municipales de la misma forma. Y nosotros, los de Investigación Criminal, se dice Stave, contribuimos a la decoración con los rostros de criminales y las fotografías de cadáveres que se muestran en nuestros carteles.

Llegan a Heiligengeistfeld, una plaza gigantesca, sucia, abandonada a merced de las ráfagas de aire frío. Dos búnkeres grises y negros se elevan hacia el cielo, bloques macizos como templos de una religión sombría y extinta. Un cartel desgastado indica que en la planta baja de uno de ellos se encuentra alojada la redacción de Nordwestdeutschen Hefte, pero a esas horas nadie entra ni sale de allí. Sobre la entrada del otro búnker llama la atención un cartel apenas algo mayor que el primero: «Scala». Y, debajo, el programa del momento: Las mil y una chicas. Un teatro de variedades en un búnker, casi un millar de localidades, muchachas con poca ropa y disfraces de fantasía hechos con celofán de colores, cancioncillas sentimentales. A Stave le parece perverso que el establecimiento se haya instalado justamente en ese lugar. En esos momentos, sin embargo, el garito está algo muerto.

También el resto del barrio rojo de Hamburgo parece aún espectral. Lo cierto es que las luces son más bien mortecinas, pero nadie tiene electricidad para carteles luminosos. Algunos bares y cafés de variedades han quedado destruidos por las bombas: el Panoptikum, el Volksoper, el Café Menke; ruinas. Con tablones y ladrillos rescatados, los antiguos propietarios han construido nuevos antros entre los escombros; cobertizos miserables en los que, por las noches, los hombres que todavía no se han cansado de disparar pueden hacer puntería con ballestas sobre discos, aunque en esos momentos no hay nadie probando suerte.

Sin embargo, son muchos los que van de aquí para allá. Mujeres y hombres, también varios niños con abrigos descoloridos que se pasean por la acera de la esquina de Reeperbahn y Hamburger Berg sin motivo aparente, trazando círculos, mirando al cielo. El mercado negro.

Cuando los tres investigadores se acercan, la gente los rehúye como si tuvieran la lepra. Stave maldice para sus adentros: maldito uniforme británico. Él solo podría haberse mezclado sin llamar la atención con esas decenas de personas. Así, sin embargo, lo único que ve son gestos apresurados cuando cigarrillos, aguardiente o Dios sabe qué desaparecen en el interior de los abrigos. Las mujeres y los jóvenes se vuelven de espaldas, nadie los mira, un par de tipos se dan a la fuga por callejuelas laterales. Las únicas que finalmente se les acercan son dos muchachas. De unos dieciocho años, calcula Stave, ni siquiera se han transformado aún en mujeres. Rubias, pieles de turón al cuello, sonrisas falsas. Veinticinco metros más y las tendrán junto a ellos.

El inspector jefe da unos cuantos pasos enfilando Reeperbahn, cada vez más molesto. Davidwache, la comisaría, ha quedado intacta para gran decepción de todos los chulos de Hamburgo. La cervecería Zillertal ha sobrevivido a la tormenta de bombas, igual que unos cuantos establecimientos más: el Onkel Hugos Restaurant, el Alkazar. Y el Kamsing, una decena de metros más allá en dirección a Talstrasse, el único restaurante chino de la ciudad, que ofrece sopas picantes y arroces con especias exóticas, aun en estos tiempos y aunque sean de oscura procedencia. Stave siente hambre al pensar en el Kamsing, así que toma una decisión.

—Esto no nos lleva a nada —informa a los otros dos—. Las chicas se nos acercan, pero todos los demás nos dan esquinazo.

—Mejor así que al contrario —comenta MacDonald, y sonríe a las «golondrinas de la calle».

Como me descuide, a este lo pierdo hasta en pleno día, piensa Stave.

—Nos separaremos —ordena—. Teniente, usted y yo entraremos en los establecimientos y nos emplearemos a fondo con la clientela que encontremos allí. Maschke, usted quédese en la calle y pregunte a las damas y a sus protectores. Nos encontraremos dentro de dos horas delante de Davidwache.

De esta manera, Stave aparta al oficial británico de los focos. Ya se ha cansado de que todo el mundo le eche miraditas. En los bares y burdeles MacDonald también llamará la atención, cierto, pero allí dentro no podrán escapárseles tan fácilmente. Solo, en cambio, Maschke podrá interrogar a las chicas de Reeperbahn y a sus chulos sin llamar la atención. Y, además, para ello tendrá que pasar dos gélidas horas a la intemperie, mientras que el inglés y él por lo menos entrarán un poco en calor yendo de establecimiento en establecimiento. Por primera vez desde hace horas, Stave sonríe.

Se despiden de Maschke con un ademán de la cabeza y dan media vuelta antes de que las dos rubias se les hayan acercado más. Una chica los sigue con la mirada, decepcionada; la otra parece que quiera gritarles alguna palabra poco agradable. Entonces, sin embargo, abre los ojos con terror.

Bonjour, Mesdemoiselles —entona Maschke, todo amabilidad, vous avez la bonne chance de trouver un vrai cavalier.

La chica ha reconocido a Maschke, de Orden Público, piensa Stave. Demasiado tarde, palomita. Y, distraído, se pregunta dónde habrá aprendido su compañero a hablar francés tan bien. Stave aún llega a ver cómo Maschke saca del bolsillo del abrigo su identificación policial y se la enseña a las dos damas, pero entonces llega con MacDonald al Zillertal y abre la puerta.

Una atmósfera rancia, un tufo frío a tabaco viejo, aguardiente barato y sopa de col. La mayoría de las mesas están desocupadas. A una de ellas se sientan cuatro hombres entrados en años con las caras enrojecidas y, ante sí, vasos de agua en los que reluce un líquido incoloro. En la mesa de al lado, dos chicas cansadas hacen como si no oyeran los comentarios picantes de los caballeros y calientan sus raquíticas manos poniéndolas por encima de unos platos esmaltados en los que aún humea la sopa de col. En una mesa al fondo de la sala hay dos hombres jóvenes: abrigos caros, género de antes de la guerra, zapatos buenos. Fuman cigarrillos yanquis, miran de reojo a Stave y MacDonald, luego se vuelven de espaldas y cuchichean algo. Estraperlistas.

En la barra, un camarero que todavía no es viejo y que un día fuera gordo; ahora ya solo le cuelgan pellejos de las mejillas. Recoge a toda prisa unas botellas sin marcar que tiene en el mostrador y las guarda en un armario. El despacho de alcohol está estrictamente regulado por parte de las autoridades, pero todo el mundo sabe que los taberneros de St. Pauli ofrecen aguardiente de contrabando o de destilación casera como «agua de Seltz».

No es problema mío, se dice Stave, y se dirige al camarero, cuyos pellejos palidecen todavía un poco más. Enseña su identificación y luego le pone al hombre la fotografía de la víctima delante de las narices.

—¿La había visto alguna vez? —pregunta.

El hombre se lo queda mirando primero a él, luego observa su identificación, la fotografía y por último a MacDonald, de quien seguramente espera algo así como una salvación. El británico, sin embargo, ya no sonríe, y Stave constata que el teniente, por el contrario, le devuelve la mirada con frialdad al hombre. Como un verdugo, piensa, y de pronto se pregunta si el hecho de que MacDonald hable alemán ha sido el único motivo para que lo asignaran a la investigación o si no tendrá, quizá, otras aptitudes muy distintas. Al final el camarero se da por vencido. Concentrado, mira la fotografía con cierta repugnancia y luego niega con la cabeza.

—No la conozco. ¿Quién es?

—Gracias —dice Stave, asiente brevemente y se vuelve hacia otro lado—. Preguntemos a esos jóvenes de los cigarrillos —le susurra a MacDonald—, pero mientras tanto ocúpese usted de que las dos damas de ahí siguen tomándose la sopa como buenas chicas. No hay que dejar que desaparezcan.

—¿Y si alguna va al baño?

—Pues la sigue.

Stave ya ha llegado junto a la mesa del fondo de la sala. Los dos estraperlistas siguen vueltos de espaldas, aunque sin duda hace rato que saben que está ahí.

Acerca una silla sin esperar invitación y se sienta con ellos. MacDonald se queda de pie, un paso por detrás.

El inspector jefe escruta por fin los dos rostros: bien afeitados, bien alimentados, sonrisa burlona, mirada dura. Tipos que casi no llegan a los veinte pero que en la guerra ya han visto de todo. Gesto de homicidas. Stave tiene que contener el impulso de llevárselos directamente detenidos a ambos. De nuevo, vuelve a sacar identificación y fotografía y se las enseña.

—¿Conocen a esta dama? —pregunta con cortesía.

Por un segundo, los dos hombres se quedan tan perplejos que se les cae la sonrisa de la cara. Habían esperado otra cosa del policía: preguntas sobre tabaco, dinero, medicamentos, el interrogatorio habitual del contrabandista. Stave ve cómo relajan sus cuerpos.

—No —dice el más corpulento de los dos—. Lo siento —añade incluso.

Su acompañante se toma algo más de tiempo, pero también él sacude la cabeza.

—No es una chica de Reeperbahn, eso seguro, inspector jefe.

—¿Y una cliente? —Stave renuncia a añadir «del mercado negro».

Los hombres cruzan una mirada rápida, luego deciden comprender su pregunta.

—Ahí fuera no es fácil quedarse con la cara de la gente, si entiende lo que quiero decir —responde el más corpulento—. Así que no puedo estar seguro al cien por cien, pero me parece que nunca he visto a esa mujer.

—Está claro que era guapa —tercia el otro, como si eso tuviera algo que ver en el asunto.

Stave cierra los ojos. Cree a los dos vendedores, cree también al camarero… La cosa no empieza bien.

—Gracias —dice con amabilidad.

Cuando se levanta, se da cuenta de lo cansado que está. Le hubiese gustado quedarse a tomar un par de rondas con esos dos tipos. Qué absurdo.

—Les preguntaremos también a las chicas y luego nos largamos de una vez —sisea en dirección a MacDonald.

—¿Y los otros clientes? —pregunta el británico.

—Bien, usted vaya a preguntar a esos cuatro héroes de ahí, yo a las dos chicas.

—Preferiría lo contrario —murmura MacDonald, pero lo dice sonriendo y se sienta junto a los hombres, que beben de sus vasos de agua.

—¿Qué se le ofrece, jefe de guardias? —dice la mayor de las dos mujeres cuando Stave se les acerca.

Me ha estado observando, piensa, y hace rato que sabe que no soy cliente para ella. Una chica lista. Se la queda mirando un momento sin decir nada.

La mayor le sonríe con descaro, la más joven parece tímida. Las dos tienen veinte, veintitantos años. Igual que la víctima.

—Su compañero, ese de ahí fuera, es muy diligente —dice la mayor, y señala con la mano derecha hacia la ventana.

Stave sigue la dirección de su gesto, mira al exterior y ve a Maschke, que se ha plantado frente a una prostituta de más edad y aspecto triste.

—A ese pelirrojo lo conozco. Interroga a todas las mujeres, aunque no lleven más que un poco de carmín, porque no sabe distinguir a una dama elegante de una chica de la vida. Cualquier día es capaz de detener a la esposa del alcalde. Pero a usted no lo conozco, y a ese acompañante inglés suyo, tampoco.

Stave decide no enseñar su identificación, tampoco le dice su nombre. Lo único que saca es la fotografía. La mayor permanece impertérrita, la más joven palidece y se lleva una mano a la boca horrorizada.

—¿Qué cerdo ha hecho eso? —pregunta la mayor. Tiene un acento ampuloso, habla arrastrando las palabras. De la Prusia Oriental, deduce Stave.

—Eso quisiera saber yo —responde—. Aunque también me gustaría saber quién es la chica.

—No la había visto nunca.

—¿Y usted? —Stave le pasa la fotografía a la más joven por encima de la mesa.

—Me encuentro mal —protesta ella—. Voy a vomitar. ¡Aparte de mí esa foto!

Stave no obedece.

—Podrá ir a vomitar en cuanto me haya dicho si había visto alguna vez a esta mujer.

—No —dice casi gritando. Se levanta bruscamente y corre encorvada hacia una puerta mugrienta que hay al fondo de la sala.

MacDonald se ha puesto en pie de un salto. Stave se sobresalta al ver que el británico ha desenfundado una pistola. Qué rápido es el condenado, piensa mientras se apresura a hacerle un gesto negativo con la mano. El teniente vuelve a sentarse con los hombres, que se han quedado pálidos y ahora lo miran con pavor.

—Hace solo una semana que Hildegard está en el negocio —susurra la mayor de las dos chicas, disculpando a su amiga—. De donde viene ella, no se ven cosas así todos los días.

—¿Y usted? ¿Ve esto todos los días?

Ríe con crudeza.

—Yo llegué desde Breslau en un convoy. Por el camino vi tantos muertos que una fotografía ya no me afecta. ¿Cree que era una chica de la calle?

Stave está a punto de contestarle de mala manera que eso a ella no le incumbe, pero justo a tiempo percibe un tinte de terror en el descaro que finge su voz: el miedo de toda puta a que su próximo cliente quiera algo más que un polvo rápido detrás de una esquina. Algo más feo. Algo mortal.

—¿Cómo se llama usted? —pregunta entonces.

La chica duda un momento.

—Ingrid Domin —murmura—, pero para mis clientes soy Veronique. Suena más erótico. Francés, ya sabe. —Hace un gesto cansado, desdeñoso.

Stave piensa en el saludo que Maschke les ha ofrecido a las dos chicas de antes. Después ahuyenta esa imagen, arranca una hoja de su cuaderno y garabatea algo: «Tel. 34 10 00, Extensión 8451-8454». Debajo escribe su nombre.

—Hágame un favor: si se entera de algo, llámeme…, o pase a verme. —Entonces apunta también el número de su despacho—. Aunque a usted le parezca una tontería o una locura, hágamelo saber. ¿Me lo promete?

La chica asiente y guarda rápidamente el papel en su bolso de mano.

El inspector jefe se levanta.

—No sé si la víctima era una… —dice, midiendo sus palabras—, mujer de su gremio. Hasta hace un par de minutos lo sospechaba. Ahora ya no estoy tan seguro, pero es posible que lo fuera. De modo que tenga usted mucho cuidado. Y hable también de ello con sus compañeras.

—Seré buena chica y cuidaré de mí misma —le promete Ingrid Domin. Por primera vez sonríe.

—Tiene usted éxito con las mujeres —susurra MacDonald cuando se reúne con él.

A Stave le tiemblan las comisuras de los labios.

—Una ha salido corriendo a vomitar en cuanto le he dicho algo —le recuerda al teniente.

—Pero la otra ha sido más amable con usted de lo que han sido esos cuatro bebedores conmigo —contesta MacDonald.

—De modo que ha sido un fracaso.

—En toda regla. Nunca han visto a la mujer de la fotografía. Aunque por lo menos uno de ellos estaba tan borracho que seguramente no habría sido capaz de reconocer ni a su madre.

—Eso sucede más a menudo de lo que uno piensa, que un niño no reconozca la foto del cadáver de su madre —repone Stave.

—Y ahora ¿qué?

—Al siguiente local. Y luego a otro. Y a otro más.

—Por suerte ya no quedan muchos en pie —masculla MacDonald—. Nunca hubiera pensado que les daría las gracias a los compañeros de la Fuerza Aérea por las bombas.

Stave no contesta nada; se limita a empujar la puerta.

Una hora y media después, los dos entran en el Kamsing, la última parada de su trayecto. Nada. Han interrogado a media docena de camareros, unos cuantos clientes, por lo menos veinte prostitutas, algún que otro chulo y varios estraperlistas. Nadie dice haber visto nunca a la víctima.

—Lo invito a una de esas espantosas sopas chinas —dice MacDonald—. Aquí seguramente sirven cerebro de mono y muslitos de rata.

—Mientras estén calientes… —murmura Stave con agradecimiento, y se deja caer en una silla coja frente a una mesita redonda. Entonces mira alrededor.

El restaurante está lleno, o por lo menos más lleno que los demás establecimientos que han visitado. En una especie de alcoba hay una mesa grande en la que juegan a las cartas ocho jóvenes vestidos con elegancia. Póquer. Y los billetes que hay sobre la mesa son de mil, marcos del Reich.

Qué hijos de perra, piensa Stave, pero él mismo sabe que es la envidia lo que aviva su indignación moral. Vendedores del mercado negro que se pasan las noches enteras jugando. Reloj de oro en la muñeca: «la gran cruz de caballero del estraperlista», como los llama un compañero suyo. Por él, Stave sabe que esos hombres llevan cartillas de racionamiento escondidas bajo el cuello del abrigo, que por esas mesas pasan joyas y medicamentos envueltos en papel de periódico. Pero todavía no, más tarde, cuando empiece la noche. Además, eso no es problema suyo. Stave sorbe con cuidado la sopa caliente.

—A saber qué especias le echarán —comenta MacDonald con sorpresa entre cucharada y cucharada—, pero le hace entrar a uno en calor tan deprisa como un single malt.

Stave renuncia a explicarle al teniente que hace ocho años que él no prueba ni un trago de whisky.

—Bueno… —murmura simplemente. Ha entrado en calor por primera vez en el día, la boca le arde y está aturdido a causa de las especias exóticas. Siente cómo se le relajan todos los músculos. Si no me levanto ya, me quedaré aquí dormido con MacDonald mirando, piensa. Así que se obliga a ponerse en pie—. A la batalla. La mitad de los clientes son para usted. —Traza vagamente con la mano una línea que cruza el salón—. La otra mitad, para mí. Nos encontraremos luego en la puerta.

Varios minutos después salen juntos del Kamsing con la misma información que antes y regresan deambulando por Reeperbahn hasta Davidwache, donde Maschke los espera ya. El aliento del agente forma pequeñas nubecillas blancas ante su boca, tiene la punta de la nariz azulada a causa del frío y da palmadas con las manos. De pronto Stave siente lástima por él.

—Nadie ha visto nunca a nuestra mujer aquí en Reeperbahn. Debía de ser una buena chica —informa el joven agente.

El cinismo de Maschke le molesta. ¿De verdad está tan de vuelta de todo? ¿O se esconde algo más tras esa actitud? ¿La timidez del hombre adulto que aún vive con su madre? ¿O es que Maschke, igual que muchos agentes de Orden Público mayores que él, ha desarrollado ya, en el poco tiempo que lleva de servicio, una especie de instinto protector con «sus» golondrinas de la calle? ¿Es, quizá, algo así como alivio lo que intuye en él? ¿Alivio al ver que no falta ninguna de las chicas de Reeperbahn?

—Regresamos al despacho, comentamos brevemente la situación y luego a casa con mamá —decide el inspector jefe.

En su despacho, Stave mira por la ventana. Hamburgo se extiende ante él casi tan sombrío como en los tiempos de los apagones de protección contra los ataques aéreos. Apenas dos o tres resplandores de luz amarillenta en alguna que otra casa, probablemente las que han requisado los británicos. El brillo titilante de la madera que arde en pequeños hornos de fabricación casera que ponen en peligro la vida de quienes los han encendido en edificios medio bombardeados. El destello de las velas. Su despacho está inundado por la luz grisácea de una bombilla empañada. Stave le dirige una mirada de preocupación. Si se funde, no sabe cuándo le traerán otra de repuesto. Puede que la primavera próxima. Suspira y se vuelve hacia los dos hombres que tiene sentados frente a su escritorio.

Erna Berg se ha marchado hace rato. Sobre la mesa ha dejado el informe del inspector Müller. Stave lo hojea sin decir nada.

—Ningún cirujano ha reconocido a la víctima —comenta al terminar. Está exhausto—. Como es natural, el compañero no ha podido hablar en una sola tarde con todos los médicos pertinentes de la ciudad. Proseguirá mañana, pero la cicatriz de apendicitis de la víctima no parece conducirnos a ninguna pista por el momento. Además, en las últimas horas tampoco se ha registrado ninguna denuncia por desaparición.

Maschke tamborilea impacientemente sobre el escritorio con sus dedos amarillo nicotina.

—Tengo la sensación de que no era una chica de la calle.

—¿Puede que fuera nueva en Hamburgo? —sugiere MacDonald.

—El hielo del Elba tiene un metro de grosor, el puerto está cerrado —dice Stave, dándoles que pensar—. La mayoría de las vías férreas están cubiertas de hielo y tienen las agujas congeladas. Hay temporales de nieve.

—Los puentes cayeron bajo las bombas, las estaciones están destruidas —añade Maschke con acritud. MacDonald no hace caso de sus palabras.

—La mayor parte de los trenes que, a pesar de todo, consiguen llegar, traen los vagones cargados de carbón o patatas, no portan personas. Y en los pocos convoyes de pasajeros que hay, tienen prioridad los prisioneros de guerra que regresan a casa. No es imposible, pero sí poco probable que una desconocida de otra ciudad haya llegado en los últimos días, por lo menos en unas condiciones físicas tan buenas como las de la víctima.

—A menos que alguien la haya traído en coche —murmura MacDonald, ensimismado.

Stave se sorprende de la franqueza del teniente, puesto que él ya había pensado en esa posibilidad pero no se había atrevido a expresarla de forma tan abierta.

—En efecto —repone—. La gasolina está racionada, los alemanes tienen que llevar un libro de ruta, tienen que conseguir autorización para hacer trayectos largos. Además, casi no quedan vehículos intactos, tampoco camiones. No es muy probable que un alemán transportara a la desconocida. Un británico, por el contrario, sí habría podido.

—Bonita teoría —murmura Maschke con malicia.

MacDonald sigue impasible.

—Tengo la fotografía de la víctima. Preguntaré entre mis compañeros.

Stave sonríe.

—Gracias. Por suerte, la…, llamémosla «pista británica», no es la única que podemos seguir. Si partimos de la hipótesis de que la víctima no era una prostituta ni la hija desaparecida de una casa rica, pero tampoco una trabajadora ni una recién llegada, todavía nos quedan algunas opciones. Tal vez nuestra desconocida era secretaria de la Administración municipal, o de las autoridades de la ocupación, o estaba empleada en una de las compañías que ya han vuelto a abrir.

—O era dependienta, puede que en una casa de modas —añade Maschke—. El C&A de Mönckebergstrasse está abierto.

El inspector jefe asiente con la cabeza.

—Sigamos: nuestra desconocida, pues, se gana honradamente la vida, por lo menos lo bastante para poder cuidarse un mínimo aceptable. De pronto desaparece, pero nadie denuncia su desaparición a la Policía. ¿O sea que no tiene amigos ni familiares aquí? —Piensa en Erna Berg—. ¿Puede que sea una viuda de guerra? ¿O una refugiada, pero que llegara a Hamburgo hace ya uno o dos años? —Stave se levanta y recorre su despacho a grandes pasos. De repente ya no está cansado—. Por otro lado, quizá sí tiene un amigo, un familiar, pero este se guarda mucho de presentarse ante nosotros… ¡Porque es el asesino! En la mayoría de estos casos, asesino y víctima se conocen. De manera que ¿tenemos que buscar al prometido de la desconocida? ¿O a su tío? Es posible.

—Entonces, ¿qué propone que hagamos? —pregunta MacDonald.

—Esperar. Pronto tendremos el informe de la autopsia. Nuestro cartel pronto estará colgado por toda la ciudad. Tengamos paciencia. Este caso no lleva ni un día abierto.

—Un día agotador —murmura Maschke.

Stave sonríe con indiferencia.

—Mañana volveremos a reunirnos aquí. Buenas noches.

Una hora después ha llegado a su helado apartamento y enciende el fuego. Se ha subido tres patatas de las escasas provisiones que guarda en el sótano. Están congeladas, y al calentarse desprenden una baba agridulce. Las hierve en la cocina junto con su último repollo. Después pasa patatas y repollo por la máquina de picar carne, forma una hogaza alargada con la masa pastosa, le añade sal y la rehoga en la sartén. «Falsa Bratwurst», llama al plato la vecina que le dio la receta, y aunque tarda más de una hora en cocinarla sobre el pequeño fogón, Stave se toma su tiempo. Por lo menos al final obtiene como recompensa la ilusión de comer algo nutritivo. Además, la cocina le evita ponerse a pensar.

Pero en algún momento termina. Envuelto en un jersey, los pantalones de entrenamiento y varias capas más, se tumba en la cama y mira hacia la ventana, donde el resplandor de la luna se hace añicos contra la capa de hielo y forma extraños dibujos verdosos.

Stave quiere pensar en la víctima. Quiere sopesar mentalmente los pros y los contras de todas las teorías, buscar pistas que puedan habérseles pasado por alto, pero ante la imagen de la desconocida se cuela sin remedio la de su mujer. Y entonces su pensamiento queda atrapado en aquella noche del bombardeo de hace casi cuatro años.

Si por lo menos tuviera aguardiente, piensa Stave, ahora podría emborracharme.