Frío despertar

Lunes, 20 de enero de 1947

Medio dormido, el inspector jefe Frank Stave busca con el brazo el cuerpo de su mujer hasta que recuerda que murió hace tres años y medio en el incendio. Aprieta el puño y luego aparta la manta. El aire helado disipa los últimos velos de la pesadilla.

Una penumbra gris se cuela por los resquicios de las cortinas de tela adamascada que Stave recuperó entre los escombros de la casa de al lado. Desde hace cinco semanas, cada noche las clava en el marco de la ventana con unas cuantas chinchetas que ha conseguido en el mercado negro. Los cristales son como de papel de periódico y una capa de hielo los blinda por el interior. Stave teme que cualquier día puedan hacerse añicos bajo el peso de los témpanos. Una preocupación absurda: las ondas expansivas de las incontables bombas que cayeron y estallaron ya hicieron vibrar las ventanas, pero ninguna llegó a romperse.

A causa de la congelación la manta se adhiere a la pared en algunos puntos. Tan gruesa es la capa de escarcha de las paredes que, en el empañado resplandor del amanecer, parece que la habitación esté recubierta de callosidades. Por debajo se adivinan las líneas de un papel pintado cuyo estampado fue moderno en 1930, y un enlucido lleno de manchas que en algunas esquinas ya no es más que el muro desnudo, hecho de ladrillos negros y rojos con mortero gris claro.

Stave camina despacio hasta la diminuta cocina; el frío de las baldosas del suelo le atraviesa las plantas de los pies aunque lleva puestos un par de calcetines viejos. Toquetea con dedos rígidos la cocina hasta que en el pequeño horno cilíndrico se encienden unas llamas. Apesta a abrillantador quemado porque la madera con la que alimenta la cocina fue una oscura cómoda de dormitorio en el edificio de al lado, al que una bomba alcanzó el verano de 1943.

Stave piensa en ella como en «la» bomba. La bomba que le quitó a su mujer.

Mientras espera a que se derrita un bloque de hielo en el viejo hervidor de la Wehrmacht[1] que ha puesto sobre el hornillo y la casa entre un poco en calor, se quita su viejo jersey de lana y el equipo de entrenamiento de la Policía, las dos camisetas interiores y los calcetines con los que ha dormido. Los va dejando con cuidado sobre la silla coja que hay junto a la cama. Como solo le suministran 1,95 kilovatios de electricidad al mes —una valiosísima energía que reserva para la placa eléctrica y la cena—, no enciende ninguna luz. Además, siempre deja la ropa siguiendo un mismo orden para poder vestirse a oscuras sin dificultad.

Con un poco de agua, todavía fría como si bajara de un glaciar, se salpica la cara y el cuerpo, donde las gotas le queman. Stave tirita sin querer. Después se pone camisa, traje, abrigo y zapatos. Se afeita casi sin luz, cauteloso, lento, porque no hay espuma y la cuchilla está ya mellada. Las nuevas, si es que llegan, tardarán todavía unas semanas en estar disponibles con la cartilla de racionamiento. Mientras tanto, deja que el resto del agua siga calentándose en la cocina.

A Stave le habría gustado tomar café de verdad, como antes de la guerra, pero solo tiene sucedáneo. Un brebaje gris e insípido que obtiene tras verter unos polvos en el agua tibia. Le añade también un par de bellotas ralladas, tostadas hace varios días, para darle por lo menos un poco de amargor. Dos rebanadas de pan moreno algo reseco para acompañar. El desayuno.

El café que le quedaba lo cambió ayer en la estación central por un par de informaciones inútiles. Es inspector jefe de la Policía: un cargo introducido por los funcionarios de la ocupación británica y que a Stave siempre le chirría, porque él creció con títulos como los de «inspector criminal» o «jefe de guardias».

El sábado pasado atrapó a dos asesinos, dos refugiados de la Prusia Oriental metidos a estraperlistas. Habían estrangulado a una mujer que les debía dinero y luego la habían tirado a un canal lastrada por un bloque de hormigón de una casa en ruinas. Les había costado mucho trabajo romper antes la capa de medio metro de hielo que cubría el agua para después hundir en ella a su víctima. Por desgracia, no conocían las mareas…, y no sospechaban que, con la bajamar, el cadáver quedaría expuesto a la vista de todos en el lodo del fondo, bajo un hielo convertido en lente de aumento.

Stave identificó enseguida a la mujer, averiguó con quién se la había visto por última vez y detuvo a los criminales cuando aún no habían pasado ni veinticuatro horas.

Después, como todos los fines de semana en que las investigaciones le dejan un poco de tiempo libre, se acercó hasta la estación central y se perdió en el inacabable hormiguero de gente de los andenes para intentar sacarles información a los soldados que regresan a casa y a los habitantes de Hamburgo que abarrotan los trenes intentando huir al extranjero. Con susurros, con titubeos, preguntó por un tal Karl Stave.

Karl, que en abril de 1945, con diecisiete años, cuando todavía iba al instituto, se había alistado voluntario en una unidad del Frente Oriental que en aquellos momentos ya había llegado a las afueras de Berlín. Karl, que había perdido a su madre y consideraba a su padre un «tibio», un «antialemán». Karl, del que no se sabía nada desde la batalla por la capital del Reich; que era un fantasma en esa tierra de nadie entre la vida y la muerte; que podía haber caído, podía ser un prisionero de guerra en manos del Ejército Rojo, podía haber huido a algún lugar, vivir en la clandestinidad, con un nombre falso. Pero, de ser así, ¿no se habría puesto ya en contacto con su padre, a pesar de sus desavenencias?

Stave se paseó un poco por la estación, habló con figuras demacradas envueltas en abrigos demasiado grandes, hombres con cara de rusos a quienes enseñaba una fotografía ajada de su chico. Ademanes negativos con la cabeza, gestos cansados. Por fin uno que afirmaba saber algo. Stave le ofreció el poco café que le quedaba y así supo que había un Karl Stave en Vorkutá, un campo de castigo, o por lo menos alguien que podría haberse parecido una vez al joven de la fotografía, que se llamaba Karl de nombre de pila, puede, y que seguía encerrado allí dentro, puede, aunque tal vez no.

Tres golpes repentinos en la puerta sobresaltan a Stave y ponen fin a su ensimismamiento. El inspector jefe ha desenroscado el fusible del timbre. Así se ahorra unos cuantos milivatios de electricidad.

Por un momento tiene la absurda esperanza de que pudiera ser Karl el que llama a esas horas de la mañana, pero enseguida se reconviene: No te hagas ilusiones, se advierte.

Stave tiene cuarenta y pocos años y está muy delgado. Tiene los ojos de un azul grisáceo, pelo rubio y corto en el que ya empiezan a asomar las primeras canas. Se apresura a la puerta. Le duele la pierna izquierda, como siempre en invierno, por el tobillo que tiene rígido desde que se hirió aquella noche de 1943. Cojea un poco a pesar de que lucha contra esa tara con una rabia encarnizada, a pesar de que se obliga a correr, a hacer estiramientos, e incluso —cuando los Schulz, los del piso de abajo, no están en casa— a saltar a la comba.

En el umbral aparece un agente municipal con su chacó, ese alto sombrero protector de forma cilíndrica, y en un primer momento Stave no ve nada más de él. Toda la escalera está a oscuras desde que alguien robó las bombillas de los apliques. El agente debe de haber subido los cuatro pisos a tientas.

—Buenos días, inspector jefe —dice. Tiene una voz joven que tiembla un poco a causa de la agitación—. Hemos encontrado un cadáver. Debe acompañarme enseguida.

Perfecto —repone Stave mecánicamente antes de darse cuenta de lo poco oportuno de su respuesta.

¿Sentimientos? En los últimos años de la guerra ha visto demasiados cuerpos mutilados, entre ellos el de su propia mujer, como para que le siga impresionando la noticia de que han asesinado a alguien. Excitación, eso sí: la excitación del cazador ante el rastro fugaz de un animal salvaje.

—¿Cómo se llama usted? —le pregunta al policía mientras se echa encima el pesado abrigo de lana y alcanza el sombrero.

—Ruge. Agente municipal Heinrich Ruge.

Stave se fija en el uniforme azul, la placa metálica con sus números en el lado izquierdo del pecho. Otra novedad de los británicos que todos los policías alemanes detestan: ese número de cuatro cifras sobre el corazón. Una diana reluciente para cualquier delincuente armado. El agente, al que el uniforme le va enorme, está flaco y es muy joven; no debe de ser mayor que el hijo de Stave.

Tras el inicio de la ocupación en mayo de 1945, los británicos despidieron a cientos de policías: a todo el que estuviera en la Gestapo, que tuviera un alto cargo, que hubiera sobresalido de alguna forma en el terreno político. Hombres como Stave, a quienes el antiguo régimen había considerado «de izquierdas» y había neutralizado en puestos insignificantes, son los que se han quedado. También han reclutado a nuevos agentes, jóvenes como ese tal Ruge que todavía no saben nada de la vida y menos aún del trabajo de la Policía. Ocho semanas de formación, un uniforme y a la calle. Principiantes que no tienen más remedio que aprender durante el servicio lo que implica ser un agente de la ley. Entre ellos, fanfarrones que nada más ponerse el uniforme se dedican a maltratar a los ciudadanos y que se pavonean entre los edificios en ruinas como si fueran jinetes de una caballería prusiana de pacotilla. También personajes de dudosa reputación que ya antes, durante la República de Weimar y el Reich, eran habituales de las comisarías…, solo que no estaban tras las mesas, sino dentro de las celdas.

—¿Un cigarrillo? —dice Stave.

Ruge duda un momento y después acepta el Lucky Strike que le ofrece. Es lo bastante listo como para no preguntar de dónde ha sacado el inspector jefe ese tabaco yanqui.

—Tendrá que encenderse el pitillo usted mismo —añade Stave, disculpándose—. Ya casi no me quedan cerillas.

Ruge se lo guarda en un bolsillo del uniforme. Stave se pregunta si el joven se lo fumará más tarde o lo usará como moneda. Aunque ¿qué comprará con él? Entonces se llama al orden: Siempre sospecho de todo el mundo.

Stave ya está listo. Se vuelve a medias hacia la puerta, pero entonces se acuerda de la pistolera que cuelga de un gancho junto a la entrada. El agente lo observa mientras él se pasa la correa de cuero por el hombro y se ajusta la pistola FN 22, calibre 7,65 milímetros. Los agentes de la Policía Municipal llevan en el cinto una porra de cuarenta centímetros; no tienen armas de fuego. Los británicos las han confiscado casi todas, incluso las escopetas de aire comprimido de las casetas de feria. Solo a unos cuantos agentes de Investigación Criminal se les permite ir armados.

Ruge parece ponerse más nervioso aún. Stave piensa que tal vez sea porque intuye que la cosa va en serio. Aunque quizá sea porque a él también le gustaría llevar pistola. Enseguida ahuyenta esos pensamientos.

—Vamos —dice, y sale a tientas al descansillo—. Cuidado con los escalones; es fácil resbalarse, y hoy ya tengo un cadáver con el que apechugar.

Los dos hombres bajan como buenamente pueden. Stave oye en cierto momento que el joven municipal suelta un taco en voz baja, pero no sabe si es porque ha resbalado o si es que ha tropezado con algo. Se conoce hasta el último escalón chirriante y encontraría la barandilla hasta en la más completa oscuridad.

Salen fuera. El apartamento de Stave da a la fachada, es el que queda más a la derecha en la última planta de ese edificio de cuatro pisos de Ahrensburger Strasse: de estilo modernista y muros revocados de blanco y malva, aunque los colores ya no se distinguen bajo la capa de mugre. La fachada está ornamentada con ventanas altas y blancas, y en cada apartamento hay un balcón con una barandilla ondulante de piedra coronada por hierro forjado. Una casa que no está mal. El edificio de dos números más allá es parecido, solo que de un color más claro. El que había entre ambos también era una construcción similar, pero allí solo quedan en pie un par de muros, muñones de ladrillo y cascotes, vigas carbonizadas, un tubo de estufa tan atascado entre los escombros que por el momento no ha habido saqueador capaz de robarlo.

El antiguo hogar de Stave. Durante diez años vivió allí, en el número 91, hasta esa noche en que las bombas cayeron y se llevaron las casas: una aquí, otra allá, dejando huecos en las filas de edificios como agujeros en una dentadura mal cuidada.

¿Por qué el número 91, pero no el 93 ni el 89? De nada sirve preguntárselo. Y, sin embargo, Stave lo piensa cada vez que sale del edificio. También recuerda cómo sacó a su mujer de entre los escombros, o, mejor dicho, lo que había quedado de su cuerpo. Después alguien, no llegó a saber quién —lo cierto es que no tiene un recuerdo muy claro de toda aquella semana del verano de 1943—, le ofreció el apartamento del número 93. ¿Dónde estarían las personas que habían vivido allí? Se había obligado a no pensar en eso.

—¿Inspector jefe?

Stave oye la voz de Ruge como si llegara de muy lejos. Después, la sorpresa: ante él tiene un coche patrulla, uno de los cinco vehículos que le han quedado a la Policía de Hamburgo.

—A esto sí que lo llamo yo un lujo —murmura.

Ruge asiente con la cabeza.

—Tenemos que darnos prisa antes de que alguien se entere de algo. —A Stave le parece que lo dice con excesivo orgullo.

Abre entonces la puerta del Mercedes Benz de 1939. Ruge no ha dado muestras de tener intención de hacerlo por él. En lugar de eso, rodea la aparatosa mole del coche y se sienta al volante.

Arranca y avanza en zigzag. Antes de la guerra, Ahrensburger Strasse era una calle recta de cuatro carriles, demasiado ancha; los edificios y los árboles que la flanqueaban, demasiado bajos para un bulevar tan ostentoso, pero en fin… Ahora solo hay escombros en la calzada: fachadas que se derrumbaron hacia delante como soldados caídos, chimeneas, montones de cascotes indescifrables. También cráteres de bombas, grietas, cadenas de tanques, tocones de árboles carbonizados, dos, tres coches accidentados e incendiados.

Ruge va esquivando los obstáculos. Demasiado deprisa, le parece a Stave, pero el joven está emocionado. Las farolas, las que siguen en pie, no funcionan. El cielo se cierne bajo y por Ahrensburger Strasse silba un gélido viento del norte. La luna trasera del viejo Daimler debe de estar resquebrajada por algún sitio, porque el temporal de aire siberiano se cuela en el interior desde atrás. Stave se sube el cuello del abrigo porque está helado. ¿Cuándo fue la última vez que sintió calor?

Los faros del coche se deslizan sobre cascotes marrones. A uno y otro lado de la calle ya hay personas que vagan como almas en pena a pesar de lo temprano que es y de estar a veinte grados bajo cero: hombres enjutos con abrigos de la Wehrmacht teñidos de otro color, espectros con una sola pierna envueltos en harapos, mujeres que se han echado la bufanda de lana sobre la cabeza para cubrirse también la cara, cargadas con cestos y latas… Más mujeres que hombres, muchas más.

Stave se pregunta adónde irán a esas horas. Las tiendas, si es que alguien consigue algo con la cartilla de racionamiento, solo abren entre las nueve y las tres para ahorrarse la electricidad de la iluminación.

En Hamburgo viven casi un millón y medio de personas. Cien mil murieron en la guerra o durante los bombardeos, muchas otras fueron evacuadas al campo. Pero la ciudad está llena de refugiados y también de aquellos que se conocen como DP, Displaced Persons, desplazados: presos liberados de los campos de concentración y prisioneros de guerra, sobre todo rusos, polacos, judíos que no quieren o no pueden regresar a su patria. Oficialmente viven en campamentos que les han construido los británicos, pero muchos prefieren echarse a las calles de la devastada metrópoli del Elba.

Stave mira por la ventanilla. Ve las formas irregulares de una casa derrumbada y muros como los de unas ruinas medievales, solo que más estrechos. Detrás de ellos, más muros todavía, y otros más, y más aún. Se tardarán cien años en reconstruirlo todo, piensa. Entonces se sobresalta.

—Uno Peter. —Una voz metálica que se oye por encima del motor ronco de ocho cilindros. La radio.

Hace un año que los británicos permiten a la Policía emitir desde la Central del ayuntamiento con los viejos aparatos de Telefunken. De todas formas, los cinco coches patrulla con radio únicamente pueden recibir comunicaciones, ninguno de ellos tiene instalada una estación emisora, así que en la Central nunca saben si han recibido sus mensajes o no.

—Uno Peter —amenaza de nuevo la voz—. Cuando lleguen al lugar señalado, hagan el favor de comunicarlo.

—Condenados burócratas —dice Stave—. Ahora tendremos que buscar un teléfono. ¿Adónde vamos, por cierto?

Ruge frena bruscamente porque un Jeep británico se les acerca dando bandazos. El agente le cede el paso y saluda al soldado que conduce, aunque este ni siquiera lo mira al pasar de largo levantando una estela de polvo en el aire seco.

—A Baustrasse, en Eilbek —responde el municipal—. Está…

—Junto a la estación de Landwehr. La conozco. —Stave se pone de peor humor—. En todo Eilbek no queda ni una sola casa entera. ¿En qué están pensando esos idiotas? ¿Cómo vamos a avisarlos? ¿Por paloma mensajera?

Ruge carraspea.

—Lamento mucho tener que comunicarle que no podremos llegar hasta Baustrasse con el coche, inspector jefe.

—¿Ah, no?

—Demasiados escombros. Los últimos doscientos o trescientos metros tendremos que hacerlos a pie.

—Fantástico… —masculla Stave—. Espero que no pisemos ningún proyectil sin estallar.

—El lugar de los hechos ha estado muy frecuentado últimamente, allí ya no queda nada por estallar.

—¿El lugar de los hechos?

Ruge se sonroja.

—Donde han encontrado el cadáver.

—Entonces será el lugar del hallazgo —corrige Stave, aunque se esfuerza por hablar en un tono conciliador. De pronto está más animado. Se olvida del frío y de los escombros y de las figuras fantasmagóricas que recorren las calles—. ¿Por casualidad no sabrá con qué vamos a encontrarnos?

El joven asiente con ganas.

—Estaba en la Central cuando ha llegado el aviso. Unos niños jugando… A saber a qué andarían jugando a esas horas, aunque tengo mis sospechas. En fin, el caso es que esos niños han encontrado un cadáver. Una mujer joven y… —Ruge vacila, vuelve a ponerse rojo—. Bueno, desnuda.

—Desnuda a veinte bajo cero. ¿Ha sido esa la causa de la muerte?

El municipal se ruboriza más aún.

—Todavía no lo sabemos —murmura.

Una mujer joven, desnuda y muerta: a Stave le invade el presentimiento de que le espera un caso desagradable. Desde que el director de Investigación Criminal, Breuer, lo ascendió hace unos meses a jefe de un pequeño grupo de investigadores, Stave ha trabajado en varios casos de asesinato, pero esto tiene pinta de ser peor que una cruenta pelea de navajas en el mercado negro o que el crimen pasional de un soldado que regresa a casa.

Ruge tuerce a la izquierda y sigue por Landwehr Strasse. Después se detiene ante los restos de unas vías que la cruzan.

Stave baja y mira alrededor. Está helado de frío.

—El hospital Marienkrankenhaus no queda muy lejos —dice—. Seguro que tienen teléfono. Irá usted a llamar allí en cuanto me haya acompañado al lugar del hallazgo.

Ruge da un taconazo. Una muchacha que tira de una carretilla cargada con un tocón de árbol despedazado se los queda mirando a ambos con desconfianza. Stave ve que tiene los dedos hinchados por el frío. Cuando ella se da cuenta de que la observa, levanta más la carretilla y aprieta el paso.

Stave y Ruge cruzan las vías: gravilla, piedritas unidas en grandes terrones a causa del hielo. Los raíles destrozados por las bombas parecen extrañas esculturas. Más allá, Baustrasse, de la que como mucho se adivina una línea fronteriza de bloques de pisos incendiados y sin tejado cuyos muros negros se extienden a lo largo de cientos de metros. Aun ahora, después de tantos meses, se sigue percibiendo el olor acre a madera y tela quemada.

Dos agentes municipales patean el suelo y dan palmadas para ahuyentar el frío mientras aguardan frente a un muro de tres pisos de altura que, inclinado, parece que vaya a derrumbarse con el primer ataque de tos y aplastarlos a ambos.

Stave no alza la voz, solo levanta una mano para saludar y avanza con cuidado por los cascotes. Al menos ahí no tiene que molestarse en disimular la cojera. No hay forma de dar un paso firme por ningún lado.

Uno de los dos municipales saluda llevándose la mano derecha al chacó y señala a un lado con la izquierda.

—La víctima está junto al muro.

La mirada de Stave sigue la mano extendida del agente.

—Mal asunto —masculla.